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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El momento de decir adiós

Título original: Time to Say Goodbye

© 2016, S.D. Robertson

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

Traductor: Carlos Ramos Malave

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: HarperCollinsPublishers Ltd. 2016

Imágenes de cubierta: Shutterstock/Getty Images

www.harpercollinsiberica.com

 

ISBN: 978-84-9139-062-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Agradecimientos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Diversas personas han desempeñado un papel importante a la hora de dar vida a esta novela. Ha sido un largo camino hasta llegar a la publicación y no lo habría conseguido sin su ayuda.

En primer lugar, gracias a mi familia por creer en mí sin dudar. Gracias por leer los primeros borradores, por estar a mi lado para escuchar todas mis preguntas y miedos, y por permitirme la libertad de lograr mi sueño. Claudia, Kirsten, mamá, papá y Lindsay, sois todos asombrosos.

Seguidamente debo dar las gracias a mi agente, Pat Lomax. Has sabido guiarme a través de este proceso desde el principio hasta el final. Creíste en mi libro desde el principio. Viste lo que otros no vieron y has estado luchando por mí desde entonces. Agradezco enormemente tu trabajo duro y tu apoyo.

Gracias al maravilloso equipo de Avon/HarperCollins, en particular a Lydia Vassar-Smith, Katy Luftus, Eleanor Dryden y Kate Ellis, que han convertido el proceso editorial en un placer. Dudo que exista un lugar más agradable en el que aprender los pormenores de sacar un libro al mercado.

Antes de tener agente o editor, varios amigos tuvieron la amabilidad de leer los primeros borradores de esta novela y darme consejos. Os lo agradezco, Mervyn Kay, Tim Smith y Nick Coligan. Sois unos cracs.

También debo mencionar a Maurice Cohen, Rosie Kaye y Hillary Shaw. Vuestra ayuda no tiene precio.

Y por último, gracias a ti, lector. Eres la razón por la que escribo.

 

 

 

 

 

 

Para Claudia y Kirsten

Capítulo 1

14:36. JUEVES, 29 DE SEPTIEMBRE DE 2016

 

 

 

 

Morirme no figuraba en la lista de cosas para hacer que había redactado aquella tarde. Probablemente, la conductora del 4x4 tampoco hubiera planeado matar a un ciclista. Pero eso fue lo que ocurrió. Su enorme coche negro se cruzó en mi camino. Me embistió de frente. No hubo tiempo para reaccionar. Solo el horrible sonido de los frenos, la sensación de salir volando y un súbito e intenso dolor. Después todo quedó a oscuras.

Lo siguiente que recuerdo es estar de pie en la acera, viendo a dos paramédicos que luchaban por revivir mi cuerpo magullado y ensangrentado. Yo deseaba que lo lograran, incluso me acerqué un poco con la esperanza de poder volver a meterme en mi cuerpo en el momento justo, pero fue inútil. Confirmaron mi muerte minutos más tarde.

Pero yo sigo aquí, me dije a mí mismo. ¿En qué me convierte eso? Y entonces pensé en Ella. ¿Qué le ocurriría si yo me moría? Se quedaría sola, abandonada por ambos padres: justo lo que le juré que nunca sucedería.

—¡Esperad! No os rindáis —les grité a los paramédicos—. ¡No paréis! Sigo aquí. Tenéis que seguir intentándolo. No sabéis lo que estáis haciendo. ¡No me dejéis así, joder! No estoy muerto.

Grité con todas mis fuerzas, rogándoles y suplicándoles que intentaran reanimarme de nuevo, pero no me oían. Era invisible para ellos e, irónicamente, para los espectadores reunidos frente al cordón policial, varios de ellos grabando con sus teléfonos, ansiosos por ver un muerto.

En mi desesperación, intenté agarrar a uno de los paramédicos. Pero, cuando le toqué el hombro derecho con la mano, fui empujado hacia atrás por una fuerza invisible. Me quedé tirado en el asfalto. Estaba perplejo, pero, curiosamente, no me dolía nada. Me levanté y volví a intentarlo con su compañero, pero volví a verme empujado contra el suelo. ¿Qué diablos estaba pasando?

Entonces vi a la conductora que me había matado. Fumaba sin parar cigarrillos mentolados bajo la atenta mirada de un joven policía.

—Ha sido un accidente —le dijo ella entre calada y calada—. El GPS se me ha caído al suelo. Lo tenía en los pies. Estaba intentando recogerlo cuando… Dios, todavía veo su cara golpeando el parabrisas. ¿Qué he hecho? ¿Se pondrá bien? Dígame que sobrevivirá.

—¿Te parece que me voy a poner bien? —pregunté yo, de pie frente a ella, mirándola a la cara y esforzándome porque me viera—. ¿Te parece que voy a sobrevivir? Me has matado. Estoy muerto. Y todo por un puto GPS. Mírame, por el amor de Dios. Estoy justo aquí.

Habría tenido un aspecto glamuroso de no haber sido por el vómito en sus zapatos de tacón y en las puntas del pelo. Estaba pálida y temblaba tanto que no tuve agallas para continuar. Sabía lo que había hecho.

—¿Por qué sigo aquí? —le grité al cielo.

—¿Me puedes decir la hora? —le preguntó un policía a otro.

—Las tres.

Mierda. Hora de salir de clase. El colegio de Ella estaba a quince minutos andando; hice caso a mi instinto y empecé a correr.

Los últimos rezagados estaban saliendo por las puertas del colegio cuando llegué. Los efectos colaterales de mi accidente ya se dejaban ver en la fila de coches, y la gente con la cara pegada a las ventanillas, que taponaba un carril de la calle. Corrí hacia la parte trasera del edificio, donde Ella estaría esperando, y la vi allí sola, con la mirada perdida.

—¡Aquí, cariño! —grité, agitando la mano mientras corría por el patio vacío—. No pasa nada. Ya estoy aquí.

No sé en qué estaba pensando. ¿Por qué iba a verme ella cuando nadie más me veía? Ver a mi hija de seis años mirando sin verme fue un jarro de agua fría.

—Ella, papi está aquí —dije por enésima vez, arrodillado frente a ella para que estuviéramos cara a cara, pero sin atreverme a tocarla después de lo que había ocurrido con los paramédicos. Tenía los labios cortados y la mano derecha, aferrada a su fiambrera de Hello Kitty, manchada de tinta roja de rotulador. Dejé escapar un grito ahogado al darme cuenta de que no podría recordarle que utilizara el cacao de labios o ayudarla a «lavarse esas garras mugrientas». Ajena a mi presencia, miraba expectante hacia el otro extremo del patio.

La señora Afzal salió por la puerta abierta detrás de Ella.

—¿Todavía no ha llegado, cariño? Será mejor que entres.

—Llegará enseguida —le dijo Ella a su profesora—. Puede que se le haya vuelto a acabar la pila del reloj.

—Venga. Vamos al despacho a llamarle.

Me entró el pánico al imaginarme mi móvil sonando en la parte trasera de la ambulancia mientras se llevaban mi cuerpo. Imaginé a uno de los paramédicos, con el uniforme verde manchado aún con mi sangre, rebuscando en mis bolsillos para sacarlo. ¿Cuánto tardaría Ella en descubrir lo que había pasado?

Estaba a punto de seguirlas al interior del colegio cuando noté que alguien me golpeaba en el hombro. Me di la vuelta sobresaltado.

—Hola, William. Siento haberte asustado. Eh, soy Lizzie.

Frente a mí se encontraba una mujer achaparrada vestida con un traje de falda gris arrugado y un impermeable beis; tenía el brazo extendido para estrecharme la mano. Con cuidado, temiendo otro encontronazo con el asfalto, extendí el brazo hacia su mano rolliza. Estaba fría, a pesar del sol que brillaba aquella tarde de finales de septiembre.

—¿Cómo sabes mi nombre? —le pregunté—. ¿Y cómo es que a ti puedo tocarte?

—He sido enviada a buscarte cuando murieras. Probablemente tengas muchas preguntas.

—¿Qué eres? ¿Una especie de ángel? No fastidies.

Lizzie, que debía de tener veintimuchos años, se pasó una mano por el pelo negro y ondulado, que llevaba recogido en una coleta. Arrugó la nariz y el gesto me recordó al de un conejo.

—Eh, no. No soy un ángel. Estamos en el mismo equipo, pero ellos están más arriba en el orden jerárquico. Considérame una guía. Este puede ser un momento confuso. Estoy aquí para hacer que tu transición de la vida hacia la muerte sea lo más fluida posible. ¿Qué tal lo llevas hasta ahora?

—Bueno, estoy muerto. Salvo tú, nadie puede verme. Ni siquiera mi niña, que está a punto de enterarse de que es huérfana. ¿Cómo crees que lo llevo?

—Claro. Lo siento. ¿Hay algo que yo pueda hacer por ayudarte?

—Podrías devolverme a la vida y llevarte en mi lugar a esa jodida conductora lunática. Estoy aquí por su culpa.

Ella negó con la cabeza.

—Me temo que eso no es posible. ¿Algo más?

—Podrías ayudarme a comunicarme con Ella. Si realmente soy un fantasma, ¿eso no significa que la gente puede verme en determinadas circunstancias? Necesito que sepa que sigo aquí, que no la he abandonado.

—No solemos usar la palabra «fantasma». Tiene demasiadas connotaciones negativas. Preferimos el término «espíritu».

—Lo que sea. Hilas demasiado fino. ¿Puedo hablar con Ella o no?

—Ella no puede verte. Tú mismo lo has dicho. No es así como funciona. La razón por la que estoy aquí es para guiarte hacia el otro lado y mostrarte los pormenores.

—¿Y si no quiero ir?

—Aquí no te queda nada.

—¿Y qué hay de mi niña? Ella me necesita.

—Ya no es tu responsabilidad, William. Está fuera de tu control. Ahora eres un espíritu; lo que te espera al otro lado es increíble y no se puede explicar con palabras.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Y si no quiero ir? ¿Me llevarás a rastras mientras grito y pataleo?

—No te llevaré a ningún sitio al que no quieras ir.

—Entonces, ¿puedo quedarme?

Ella se encogió de hombros.

—Tú decides.

—¿Y si me voy contigo? ¿Puedo cambiar de opinión y regresar?

—No. Es un billete de ida.

—¿Y al revés? ¿Si no quiero ir contigo ahora, puedo irme más tarde?

Lizzie vaciló un instante antes de asentir con la cabeza.

—Hay un periodo de gracia.

—Ahora empezamos a entendernos. ¿Cuánto tiempo?

—Eso depende —miró hacia el cielo—. Es una decisión de arriba. Tendría que volver a ponerme en contacto contigo.

—Bien. Entonces yo también me pondré en contacto contigo. ¿Cómo te localizo?

Según dije aquello, me distrajo la voz de dos profesores que caminaban hacia nosotros charlando. Me volví un instante para mirarlos y, al volver a girarme, Lizzie había desaparecido.

Miré a izquierda y derecha sin entender nada.

—¿Hola? ¿Estás ahí? ¿Aún puedes oírme? No has respondido a mi pregunta. ¿Y por qué no puedo tocar a nadie salvo a ti?

Me quedé callado y esperé a que reapareciera, pero no lo hizo.

—Genial —murmuré—. Supongo que estoy solo.

 

* * *

 

Había abandonado a mi única hija. Había roto la promesa que le había hecho incontables veces, generalmente cuando ella estaba tumbada en la cama por la noche y preguntaba por su madre, con los ojos muy abiertos, inquisitivos.

—Papi, tú nunca me abandonarás, ¿verdad?

—No, claro que no, cielo. No pienso ir a ninguna parte. Jamás te abandonaré.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. Con toda mi alma.

 

 

Dentro del colegio era evidente que ya se habían enterado de algo. Habían sacado a Ella del despacho y habían vuelto a llevarla a su clase, donde la señora Afzal la tenía entretenida dibujando. La maestra sonreía todo el tiempo, pero yo vi la pena en sus ojos. Le dijo a Ella que había un pequeño problema y que tendría que esperar en el colegio un poco más.

—¿Cuándo llegará mi padre?

—No sé cuánto tendrás que esperar, Ella. Pero me quedaré contigo hasta que alguien venga a buscarte.

—Nunca había llegado tan tarde. La última vez que se le estropeó el reloj, llegó solo un poquito tarde. Ni siquiera era la última que quedaba esperando.

La señora Afzal se arrodilló junto a Ella.

—¿Qué es eso que estás dibujando?

—Un helado. Ese es el palo de chocolate y voy a ponerle un poco de salsa roja. Papá dijo que hoy después del té podría tomarme uno porque en la India es verano.

Fue mi madre la que apareció al final para recoger a Ella. Aparentó normalidad por el bien de su nieta, pero yo advertí la angustia en sus ojos. Ya lo sabía. Normalmente habría charlado con la señora Afzal sobre su época como profesora de primaria. Pero hoy no.

—¡Abuela! —gritó Ella y corrió a darle un abrazo—. No sabía que ibas a venir tú a buscarme. Papá llega muy tarde.

Vi que mi madre contraía la cara al abrazar a Ella con fuerza contra su cuerpo delgado. Pero volvió a disimular su dolor cuando se separaron.

—Hola, mamá —susurré todo lo cerca que pude sin llegar a tocarla—. La he fastidiado. Lo siento mucho. Vas a tener que cuidar de ella por mí.

Mi madre se llevó a Ella a casa y la sentó en el salón. Yo no podía creer lo que estaba a punto de suceder. Vi que las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas. Me aterrorizaba, pero era lo único que se podía hacer. Ella tenía que saber la verdad.

—¿Qué pasa, abuela? ¿Por qué lloras? ¿Qué ha ocurrido? ¿Papá está bien?

—No, cariño. Tengo que darte una noticia terrible.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Se ha vuelto a hacer daño? ¿Está en el hospital?

Mi madre lloraba. Yo apenas podía mirar.

—Ha habido un accidente terrible, mi vida. Papá ha quedado muy malherido y… lo siento mucho… ha muerto.

Ella se quedó callada un momento antes de preguntar:

—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de accidente?

—Papá iba en su bici. Ha… ha habido un choque.

—¿Un choque? ¿Cómo? ¿Con qué?

—Ha sido un coche.

—¿Dónde está ahora? ¿Lo han llevado al hospital?

—No, cariño. Ha muerto. Ya no está aquí. Está en el cielo. Está con mamá.

Ella se puso en pie.

—No puede ser. Va a llevarme a comer helado luego. Solo llega un poco tarde. No está bien decir mentiras, abuela. ¿Quieres ver mi nueva cinta para el pelo? Voy a buscarla. La tengo en la habitación.

Salió corriendo del salón, subió las escaleras y dejó a mi madre consternada.

—¡Ve a por ella! —le grité.

Pero en ese momento empezó a sonar su móvil.

—¿Diga? Ah, Tom, eres tú. Gracias a Dios. ¿Sigues con la policía?

Dejé a mi madre hablando con mi padre y subí las escaleras hacia el cuarto de Ella, que me había convencido hacía un año para pintarlo de rosa chillón. Al principio no la vi; entonces oí ruidos en el castillo de princesa que le había regalado hacía dos cumpleaños. Habíamos hablado de desarmar el castillo, de color rosa, porque hacía tiempo que no lo usaba, pero al asomarme por la ventana de malla la vi. Estaba abrazada a Kitten, su peluche favorito, y miraba al suelo.

Me arrodillé junto a la ventana.

—Ojalá pudieras oírme, Ella. Eres mi vida, lo eres todo para mí. Estoy a tu lado y no pienso irme a ninguna parte.

—Sé que no estás muerto, papi —dijo, y me sobresaltó.

—¿Ella? —pregunté yo, metí el brazo en el castillo para tocarla, pero salí volando hacia atrás y me estrellé contra la pared del otro lado de la habitación. Una vez más, no sentí dolor, pero era evidente que no podía tocar a nadie.

—Por favor, vuelve pronto para que la abuela vea que se equivoca —continuó mi hija, ajena a lo que acababa de suceder—. Prometiste que nunca me abandonarías y sé que hablabas en serio. Por favor, vuelve a casa, papi. Te echo de menos.

Capítulo 2

SIETE HORAS MUERTO

 

 

 

 

Mis padres decidieron quedarse esa noche en nuestra casa para que todo fuese lo más normal posible para Ella. Ocuparon la diminuta tercera habitación, que era ligeramente más grande que la cama de matrimonio que albergaba. Yo habría preferido que se quedaran en mi habitación, pero no les parecía apropiado, y tampoco es que pudieran oír mis quejas.

Me resultaba cada vez más frustrante que nadie pudiera ver ni oír nada de lo que hacía o decía. La única confirmación externa de mi existencia procedía de Sam, el perro de mis padres, que había llegado con mi padre. Normalmente era un apacible king charles spaniel, pero ahora ladraba sin parar y corría en círculos siempre que estábamos en la misma habitación. Al principio me emocioné, porque me pregunté si tal vez podría usarlo para contactar con mi familia. Pero pronto quedó claro que era improbable que fuese a comportarse como Lassie. No era la mascota más lista del mundo. Además yo nunca le había caído muy bien cuando estaba vivo, y al parecer la muerte no había cambiado eso. Intentar hablar con él solo servía para aumentar el volumen de sus ladridos, así que pronto abandoné esa posibilidad.

Hubo otro momento en el que me entusiasmé, cuando, para mi sorpresa, me di cuenta de que veía mi reflejo en el espejo. Mi madre estaba lavándose los dientes en el cuarto de baño. Debía de haber pasado por delante de algún espejo más veces antes de eso, pero aquella fue la primera vez que me di cuenta.

—Eh —grité, dando saltos, agitando la mano como un loco—. Mira, mamá. Estoy aquí.

Pero ella no veía mi reflejo, igual que no oía lo que le decía.

Esperé a que se le uniera mi padre y volví a intentarlo. Me quedé junto a él mientras se lavaba también los dientes y la cara. Allí estaba, a su lado, pidiéndole alto y claro que me mirase. Pero al parecer yo era el único que lo veía.

Al menos estaba de una pieza. Me alivió no ver rastro de las lesiones sufridas en el accidente.

—Todo esto me parece irreal —le dijo mi madre a mi padre cuando ambos se metieron en la cama—. Sigo pensando, esperando, que me despertaré y todo habrá sido un mal sueño.

Mi padre le estrechó la mano y suspiró.

—Me siento anestesiada —continuó ella—. Después del impacto inicial, después de decirle a Ella lo que ha ocurrido, es como si… no sé. Como si estuviera ocurriéndole a otra persona. No a mí. ¿Por qué no estoy llorando ahora? Siento que no estoy reaccionando como debería.

—No hay una manera correcta de reaccionar —respondió mi padre—. Se supone que los padres no deben sobrevivir a sus hijos.

—Pero ¿cómo te sientes tú, Tom?

Él volvió a suspirar.

—Voy paso a paso. Tenemos que ser fuertes por Ella.

No podía seguir escuchando su conversación. Me parecía como estar fisgando, así que me fui a la habitación de Ella. Me senté en el suelo junto a su cama y de pronto me consumieron el miedo y la angustia.

¿Cómo lograría aquella criatura tan frágil apañárselas sin mí? ¿Lograría algún día comunicarme con ella? Y, si no, ¿cómo sobreviviría allí solo?

«Dios mío, estoy muerto», pensé al empezar a asimilar la cruda realidad. «Estoy muerto de verdad. Mi vida se ha acabado. Nunca volveré a abrazar a Ella. Nunca volveré a lavarle el pelo, cepillarle los dientes o leerle un cuento. Todas esas cosas que solía dar por descontadas. Se acabaron. Para siempre».

Entonces volví a pensar en el accidente. ¿Por qué demonios tuve que salir con la bicicleta?

Ella tosió en sueños. Yo contemplé su cara sonrojada y sus rizos rubios, revueltos sobre la almohada, y aquello bastó para sacarme de aquella espiral de autocompasión.

—Para —dije—. Deja de sentir pena de ti mismo. Ella es lo único que importa ahora.

No tenía ni ida de si los fantasmas, o los espíritus, como decía Lizzie, podían dormir o no. No me sentía especialmente cansado. Pero me tumbé en el suelo junto a la cama e intenté despejar la mente, aunque solo fuera para poder intentar comunicarme con Ella por la mañana. Tardé un rato, pero al final me quedé dormido.

 

 

Me desperté a la mañana siguiente solo en la habitación de Ella. Al parecer ya se había levantado. Para mi desgracia, observé que la puerta estaba cerrada. Hasta el momento, mi experiencia como espíritu había demostrado que no podía interactuar con nada a mi alrededor. Eso significaba que estaba atrapado. Sin embargo, recordé una escena de la película Ghost en la que el personaje de Patrick Swayze tenía que aprender a atravesar una puerta cerrada. Era una fuente de información poco fiable, pero ¿qué otra opción me quedaba?

Me acerqué a la puerta, extendí las manos frente a mí e intenté empujar la hoja de madera. Nada. No salí disparado hacia atrás como después de tocar a Ella o a los paramédicos. Simplemente no podía atravesarla. Después intenté girar el pomo, aunque eso tampoco sirvió de nada. Mi mano se detuvo al tocarlo, pero no sentía nada ni podía ejercer presión sobre él.

Volví a intentar atravesar la puerta. Me imaginé a mí mismo haciéndolo, atravesándola como si estuviera hecha de líquido. Incluso traté de pasar corriendo, gritando, con la esperanza de que mi rabia desbloqueara alguna capacidad oculta. Pero nada funcionó. Estuve atrapado hasta que Ella entró un rato más tarde a por un jersey de su armario y pude salir de la manera tradicional.

 

 

La llamada de la muerte se produjo justo después de comer. Estaba esperándola. Yo mismo había participado en muchas de ellas a lo largo de mi carrera; poco imaginaba que algunos años más tarde yo sería el objeto de una. Teniendo en cuenta mis circunstancias familiares y la manera en que había muerto, era inevitable que algún periodista de un periódico local llamara a la puerta tarde o temprano.

—¿Puedes abrir, Tom? —gritó mi madre desde arriba, donde se encontraba trenzándole el pelo a Ella.

—¡Sí! —gritó mi padre, apagó el cigarrillo que estaba fumando en la puerta de atrás y atravesó el recibidor. Era un hombre grande, aunque era uno de los pocos afortunados que lo llevaban bien. Gracias en parte a su mandíbula fuerte y a sus hombros anchos, había logrado seguir siendo guapo a pesar del sobrepeso. Disfrutaba de la comida y de la bebida y nunca corría para ir a ningún sitio; hoy caminaba aún más despacio de lo normal. Le abrió la puerta a una atractiva chica de veintitantos años.

—Hola —dijo ella con su mejor sonrisa de solidaridad—. Siento terriblemente molestarle. Soy Kate Andrews, del Evening Journal. Nos hemos enterado del trágico accidente que sufrió ayer William Curtis. Me preguntaba si algún miembro de la familia querría hablar conmigo brevemente. Estamos interesados en realizar un artículo a modo de tributo.

Sonreí para mis adentros. «Tributo» era un término que yo solía usar en las llamadas de la muerte. Siempre me había parecido un método efectivo de ganarse la simpatía de la familia.

Mi padre, cuyos años como abogado le habían generado una desconfianza hacia la prensa que yo nunca había logrado cambiar, exigió que se identificara. Después de darle el visto bueno a su identificación, la dejó en la puerta y fue a deliberarlo con mi madre.

—Vamos, viejo —dije yo, pues el periodista que llevaba dentro sabía que sería hipócrita no concederle una entrevista—. Dale un respiro a la chica.

—¿Qué opinas? —le preguntó a mi madre—. No estoy convencido de que sea una buena idea.

—¿Por qué no?

—¿De verdad quieres que nuestros asuntos privados aparezcan en las noticias?

—Creo que es lo que habría deseado Will. Al fin y al cabo él era periodista. Está bien que le hagan un tributo en el periódico local.

—¿De verdad? ¿Y si lo malinterpretan todo?

—Es más probable que pase eso si no hablamos con ellos, ¿no crees? Sacarán un artículo de un modo u otro, Tom. No se limitarán a ignorar el tema. Mejor que tengamos algo que decir.

—Bueno, pues yo no pienso implicarme. Hablas tú con ella, si quieres. Pero que no ponga en tu boca palabras que no has dicho, y no hables del accidente, y menos de quién es el culpable. Yo me llevaré a Ella a dar un paseo. Tampoco quiero que ella se implique.

Yo decidí quedarme a oír la entrevista.

—Gracias por acceder a hablar conmigo —dijo Kate antes de dar un sorbo a la taza de té que mi madre le había preparado antes de sentarse en el salón. Mi madre iba vestida de manera informal, con vaqueros y una chaqueta de punto azul marino; me fijé en que se había pintado los labios y arreglado el pelo, oscuro y corto, antes de bajar. Me di cuenta de que estaba haciendo todo lo posible por aparentar valentía.

—No pasa nada. Me parece lo correcto, ya que Will también era periodista.

—¿En serio? No tenía ni idea. ¿Para quién trabajaba?

—Antes era reportero para The Times. Trabajaba en Londres en aquella época, pero volvió al norte hace unos seis años y empezó a trabajar como freelance. Principalmente sigue…, perdón, seguía escribiendo para The Times, pero también trabajaba para otros periódicos nacionales y algunas revistas. Me sorprende que no hayas oído hablar de él.

Kate no pudo volver a meter baza hasta que hubo sido sometida a la vergonzosa y detallada historia de mi carrera profesional, desde mi época en un semanario local hasta la actualidad. Al final logró hacer una pregunta sobre mi vida familiar. Vi que se le iluminaban los ojos cuando mi madre le explicó que había sido padre soltero, que la madre de Ella también había muerto.

—Vaya, ahora sí que hemos captado tu interés —dije yo mientras leía por encima de su hombro las notas que iba tomando—. Sí, saldrá una buena historia. No hay nada como una buena tragedia para vender unos cuantos periódicos. Nunca se sabe, puede que incluso vaya en portada.

—¿Cómo lo lleva Ella? —preguntó Kate—. No puedo ni imaginarme cómo debe de sentirse.

Yo me puse furioso.

—¡No me vengas con la falsa empatía de mierda! —grité—. Déjala al margen. No es más que una niña.

Mi madre cambió de postura en el sofá.

—Eh… prefiero no entrar en eso.

—Claro —repuso Kate—. Lo entiendo. ¿Y qué me dice de usted y de su marido? Debe de haber sido una conmoción terrible.

Cálmate, me dije a mí mismo, sorprendido por lo rápido que había perdido los estribos. No pasa nada. Mi madre puede hacerse cargo. La chica está haciendo su trabajo, nada más. Yo habría hecho las mismas preguntas.

—Sí —susurró mi madre. Tomó aliento varias veces antes de añadir—: todavía no lo hemos asimilado. Seguimos los dos conmocionados. Nadie espera sobrevivir a sus hijos. Es como si tuviéramos puesto el piloto automático, aguantando por Ella.

Cuando Kate hubo recopilado toda la información necesaria para escribir su artículo, le preguntó a mi madre si había alguna fotografía mía que pudiera prestarle para acompañar al texto. Bueno, de hecho le pidió una foto mía con Ella, pero mi madre tuvo la sensatez de decir que no. Rebuscó en su bolso y sacó una pequeña cartera de cuero en la que guardaba fotos de sus seres queridos. Llevaba una mía muy antigua que nunca me había gustado mucho. Se quedó mirándola un momento y temí que fuese a echarse a llorar. Pero se abanicó con la mano, tomó aire y recuperó la compostura.

—¿Qué te parece esta? No es muy reciente, pero es una foto bonita. Realza sus preciosos ojos azules.

—Sí, esa será ideal.

—No había cambiado mucho, salvo porque tenía algunas canas más. Empezaron a salirle a los veintipocos años. Probablemente motivadas por el estrés. Era guapo, ¿no te parece?

Yo me estremecí cuando Kate se vio obligada a darle la razón.

—Cuidarás de ella, ¿verdad? —le dijo mi madre—. Es muy valiosa. Necesito que me la devuelvas de una pieza.

—Por supuesto. Se la devolveré en un par de días, si le parece bien. Muchísimas gracias por charlar conmigo. Y, de nuevo, siento mucho su pérdida. Espero que todo vaya bien con el funeral.

—Gracias, querida. Escribirás un artículo bonito, ¿verdad? Lo último que necesitamos son más disgustos.

Kate volvió a dirigirle esa sonrisa solidaria.

—Por supuesto. El artículo saldrá en el periódico de mañana. También aparecerá en la página web.

Pocos minutos más tarde, mi madre y yo oímos que mi padre regresaba con Ella del paseo. Ella iba llorando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mi madre mientras ambos corríamos hacia la puerta.

Mi padre llevaba a Ella encima del hombro izquierdo y, al ver que iba sudando y sin aliento, supuse que debía de haberla llevado así durante un buen trecho. Con el brazo derecho sujetaba a Sam, que tiraba de la correa y ladraba como de costumbre.

Mi madre agarró a su nieta y la levantó para darle un abrazo. Tal vez fuera mucho más bajita y delgada que mi padre, pero siempre había sido fuerte y estaba en forma. Al parecer, antes fumaba, como él, pero yo no lo recordaba. Ella era la sana: una dinamo de bolsillo que disfrutaba con el ejercicio y controlaba lo que comía. Su relación era el clásico ejemplo de que los opuestos se atraen.

—Ya pasó, ya pasó. Ven con la abuela. ¿Qué sucede, cielo? ¿Qué ha pasado?

—Se ha dado un pequeño susto, Ann. Nada más. Enseguida se calmará.

—¿Qué quieres decir con un pequeño susto, Tom? Dime qué ha ocurrido, por el amor de Dios.

—No es nada. Hemos estado dando un paseo. Hemos paseado por la antigua línea de ferrocarril para que Sam pudiera correr sin la correa. Después hemos vuelto por la carretera principal. Por desgracia hemos presenciado un pequeño choque. Un coche ha golpeado a otro por el lateral cuando salía del aparcamiento. Nadie ha salido herido, pero ha sido bastante ruidoso y, bueno, a Ella le ha recordado a…

—Sí, sí. No soy estúpida, gracias. ¿Cómo se te ocurre llevar a la niña por la carretera? Vamos, Ella. Vamos a sentarnos tranquilamente en el salón. El abuelo te traerá algo de beber. ¿Te apetece un poco de zumo?

Ella asintió entre lágrimas.

—¿Has oído eso, abuelo? Y, por favor, lleva a Sam al jardín de atrás. No sé por qué ladra tanto. Lleva así desde que lo trajimos aquí.

—Es culpa mía —dije yo viendo cómo mi madre intentaba consolar a Ella—. Es todo culpa mía. Por favor, no llores, Ella. No pasa nada. Papá está aquí. —Pero no me oía; seguía siendo invisible. Quería estrecharla entre mis brazos y secarle las lágrimas. Era una tortura. Se me estaba rompiendo el corazón. Decidí que, la próxima vez que estuviera sola, haría todo lo posible por comunicarme con ella.

No se me presentó la oportunidad hasta que estuvo en la cama aquella noche. Después de bañarla y leerle un poco, mi madre la arropó y le dio un beso de buenas noches.

—¿Te apetece hablar de algo antes de dormir? —le preguntó.

—No. Estoy bien.

—Bueno, si alguna vez te apetece hablar, sobre todo de tu papá, aquí estaré. Y el abuelo también. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—Buenas noches, mi vida. Que duermas bien. Y que no te piquen las chinches.

Ella negó con cara triste. Eso era lo que yo solía decirle a la hora de acostarse. Supongo que lo aprendí de haberlo oído cuando era pequeño.

Cuando mi madre se puso en pie para marcharse, Ella se incorporó con un respingo.

—¿Está encendida la luz nocturna, abuela?

—Sí, cielo. La hemos encendido antes de leerte el cuento. La verás cuando apagué la luz grande.

—¿Y la luz del rellano? No la apagarás, ¿verdad? Papá siempre la deja encendida. No me gusta la oscuridad.

—No te preocupes. Te la dejaremos encendida.

—¿Toda la noche?

—Toda la noche.

Cuando mi madre se fue abajo, me arrodillé junto a la cama.

—¿Ella? —le susurré al oído—. ¿Puedes oírme? Soy papá. Sigo aquí. Te prometí que nunca te abandonaría y no lo he hecho. ¿No me notas en absoluto?

Nada. No daba señal de que pudiera oírme. Tenía los ojos como platos, eran del mismo verde pálido que los de su madre, pero miraba hacia el techo sin ver nada. Dejé escapar un suspiro de frustración, me levanté y empecé a dar vueltas por la habitación. ¿Qué podría hacer para comunicarme con ella? Si el perro me sentía, cabía la posibilidad de que Ella también pudiera hacerlo, sin importar lo que Lizzie me hubiera dicho. ¿Qué pasaba con toda esa gente que aseguraba haber visto fantasmas a lo largo de los años? Tenía que haber algo de verdad en eso. ¿Y no decían que los niños estaban más abiertos a ese tipo de cosas que los adultos?

Irónicamente, antes de morir yo no creía para nada en lo sobrenatural. Siendo periodista, había levantado un muro de escepticismo a mi alrededor que solo los hechos demostrados podían atravesar. Recordé que me reía con mis compañeros de las personas que llamaban con historias de casas encantadas, catalogándolas de «chifladas». Y allí estaba yo, viéndolo todo desde una perspectiva diferente.

Aparte de lo poco que me había contado Lizzie, lo único que sabía de ser un fantasma, perdón, un espíritu, estaba basado en la ficción. Pero lo que estaba experimentando, y que había empezado a analizar al pasárseme el impacto de estar muerto, no se parecía en nada a los libros que había leído ni a las películas que había visto. Por mucho que lo intentara, seguía sin ser capaz de hacer un Patrick Swayze y atravesar objetos sólidos. Podía caminar, sentarme y tumbarme, pero eso era todo. Cuidar de no quedarme atrapado tras una puerta ya se había convertido en una costumbre. Había perdido el sentido del tacto. Era como si me hubieran anestesiado. Como si no tuviera masa y estuviera metido en una burbuja densa que me separaba del mundo que me rodeaba. Y aun así, curiosamente, cuando no estaba intentando interactuar con ese mundo, seguía sintiéndome tan sólido y real como antes de morir.

Y luego estaba lo de no poder tocar a la gente. Ya lo había intentado en varias ocasiones, y en todas ellas salía propulsado con la misma violencia, lo cual no me dolía, pero me dejaba atontado y la persona implicada no se daba cuenta. El gusto y el olfato también me habían abandonado, junto con la necesidad o el deseo de comer y beber. Lo único que me quedaba era la vista y el oído. Y sin embargo eso no me había pasado con Lizzie. Recordaba haber sentido su mano en mi hombro y su frío apretón de manos en contraste con el clima soleado. «¿Qué importa eso?», pensé. «Ella ya no está aquí. Le dije que se fuera».

¿Cómo podría entonces comunicarme con mi hija? No podía hacer que las luces parpadearan; no podía mover objetos inanimados ni hacer evidente mi presencia.

—Vamos, Ella —dije—. Dame algo. Dame alguna señal de que me sientes. Tienes que poder hacerlo. Estoy justo aquí, cariño.

Sin previo aviso la niña se levantó de la cama, lo que me obligó a apartarme de su camino. Se arrodilló donde yo había estado segundos antes. Me pregunté qué estaría haciendo hasta que empezó a hablar en voz baja.

—¿Dios? ¿Estás ahí? Me llamo Ella. El pastor de la escuela dice que podemos hablar contigo así si estamos tristes. ¿Mi papá está contigo? La abuela dice que sí. Dice que está en el cielo. Lo echo mucho de menos, ¿sabes? Pensaba que igual podías dejarle volver pronto. Dijo que me llevaría a comer helado. Los abuelos me están cuidando, pero a mí me gustaría que él volviera a casa. No me gusta sentirme triste todo el tiempo. Amén.

Sus palabras fueron como una aguja que se me clavaba en el alma. Eso me impulsó a seguir intentando hablarle, desesperado por encontrar algún tipo de comunicación, pero dio igual lo que dijera o cómo lo dijera, porque de nada sirvió. Seguía sin oírme. Aun así yo me quedé junto a su cama y le susurré cuentos de monstruos, princesas encerradas, un perro bailarín y un gato llamado Mog: historias que había memorizado tras leérselas incontables veces por las noches. Seguí hablando tiempo después de que se hubiera quedado dormida, con la esperanza incierta de que una parte de ella pudiera oírme y se sintiera consolada.

—Buenas noches, mi niña —le dije al fin, habiendo agotado mi repertorio. Me incliné sobre la cama, donde yacía profundamente dormida, y le lancé sobre la frente un beso de buenas noches sin llegar a tocarla.

—Buenas noches, papi —murmuró ella.

Capítulo 3

UN DÍA MUERTO

 

 

 

 

No podía creerlo. Había respondido. Yo había dicho «buenas noches» y ella había oído mi voz; me había respondido. Mi primer instinto fue gritar con la esperanza de que se despertara y me viera. Pero no me atreví a hacerlo. Una parte de mí temía que no funcionara, pero sobre todo no quería interrumpir su sueño. Parecía muy tranquila y yo sabía lo mucho que necesitaba descansar. «Sé paciente», me dije. «Ahora no es el momento apropiado, pero llegará».

Estaba animado. Tenía esperanza. Si podía comunicarme con ella cuando estaba dormida, entonces cabría la posibilidad de hacer lo mismo cuando estuviera despierta.

Decidí que era el momento de intentar contactar con Lizzie. Me había dado la impresión de que resultaría imposible que Ella me viera o me oyera, pero ahora, después de lo que acababa de presenciar, estaba seguro de que se equivocaba. Necesitaba algunas respuestas en condiciones.

Bajé las escaleras y pasé de puntillas frente a la puerta cerrada de la cocina, donde dormía Sam, para entrar en el salón. La luz del rellano apenas llegaba hasta allí, de manera que la estancia estaba casi a oscuras. Pero sabía moverme por allí, así que me acerqué al sillón reclinable de cuero que tanto me gustaba y recordé lo cómodo que era. Ahora no era nada. La comodidad y la incomodidad no existían en mi estado actual. Y tampoco podía reclinar el sillón, igual que no podía encender la televisión o agarrar la novela que había dejado sobre la mesita del café dos noches antes, felizmente ajeno al hecho de que moriría antes de terminarla.

—¿Hola? —dije—. ¿Estás ahí, Lizzie? ¿Puedes oírme? Necesito hablar contigo.

—William —respondió una voz desde el otro lado de la habitación oscura—. Pensé que nunca me llamarías.

Se oyó un clic y se encendieron todas las luces. Lizzie estaba sentada en el sofá, con el mismo aspecto que la última vez que nos vimos: traje de falda, impermeable y coleta.

Me sonrió.

—Hola, desconocido. Te gusta la oscuridad, ¿verdad?

—No especialmente, pero parece que ya no puedo hacer cosas simples como encender una luz. Al contrario que tú. ¿Cómo se hace eso? ¿Es algo que puedo aprender o es imposible? Daba por hecho que sería menos… inútil.

—Nunca deberías dar nada por hecho. Dar por hecho nos convierte en idiotas.

Esperé a que continuara, a que respondiera a alguna de mis preguntas, pero se quedó callada. Soporté el silencio todo lo que pude, dirigiéndole mi mirada más patética e impotente en un desesperado intento por traspasar sus defensas. Pero fue inútil: se quedó mirándome sin más.

—Venga —le rogué—. Dime algo. Al menos dime por qué me veo propulsado contra cualquier superficie dura cada vez que me acerco demasiado a alguien. ¿De qué va todo eso?

Lizzie frunció el ceño.

—Sí. Eso puede resultar desagradable. Mejor evitarlo. Me temo que no hay nada que puedas hacer. Simplemente no puedes compartir el mismo espacio que una persona viva.

—Genial. ¿Algo más?

Negó con la cabeza.

—Tu estancia aquí como espíritu ha de ser temporal. Claro, si accedes a venir conmigo, a seguir adelante, obtendrás todas las respuestas que necesitas. Pero, recuerda, el tiempo para esa opción es limitado.

—¿Cuánto?

—Eso aún no está decidido. Te lo haré saber en cuanto lo sepa. ¿Acaso estás cambiando de opinión? Debes de sentirte muy solo aquí.

—No estoy solo. Estoy con Ella y con mis padres.

—No pueden verte.

—De eso precisamente es de lo que quería hablarte.

—¿Ah, sí?

Me incliné hacia delante en el sillón.

—He podido comunicarme.

—¿Cómo? —preguntó Lizzie enarcando una ceja.

—Estaba contándole a Ella algunos de sus cuentos favoritos después de que se acostara. No pensaba que pudiera oírme, pero lo he hecho de todos modos. Me parecía agradable, así que he seguido durante un buen rato. Entonces he parado y le he dado las buenas noches… y ella me ha respondido.

—¿Te ha dado las buenas noches? Pensaba que estaba dormida.

—Lo estaba. Ha sido como si estuviera hablando en sueños.

—Probablemente haya sido una coincidencia. Tal vez estuviera soñando contigo y en el sueño tú le dabas las buenas noches. Es probable que sueñe contigo mientras su mente procesa lo que ha ocurrido.

—¿Justo en el mismo momento? ¿En serio? No creo. Estoy convencido de que me ha oído, al menos en su subconsciente. Si puedo colarme ahí, ¿por qué no puedo comunicarme con ella cuando está despierta? Como con el perro. Él sabe que sigo aquí.

—¿El perro?

—Sam, el king charles de mis padres. No para de ladrarme. Lizzie, no me vas a disuadir. Dime la verdad. Por favor, te lo ruego.

Lizzie se incorporó y fijó en mí su mirada color chocolate. Volvió a arrugar la nariz como si fuera un conejo, por lo que supuse que sería un tic. Hizo una larga pausa antes de decir:

—Es complicado.

—¿Qué significa eso?

—Hay ciertas cosas de las que no se me permite hablar contigo. Mi trabajo es ayudarte a seguir adelante.

—Pero, si Sam puede verme, ¿por qué ella no?

—Ella no es un perro.

—Me alegra que me lo hayas aclarado. Venga, Lizzie, no pongas obstáculos. Ya sabes lo que te estoy preguntando.

—Estoy anunciando un hecho. Estas cosas funcionan de manera distinta en los animales y en los humanos.

—No puedes hacerme esto. Eres lo único que tengo. Por favor, dímelo. ¿Es que no tienes corazón? Estamos hablando de mi hija de seis años. Ella me hacía prometerle que nunca la abandonaría, que nunca estaría sola, y ahora, que ella sepa, eso es lo que he hecho. Cree que he roto mi promesa, que la he abandonado sin decirle adiós. ¿Cómo le afectará eso cuando crezca?

—Lo siento, pero no puedo ayudarte. Al menos Ella tiene a sus abuelos, que pueden cuidar de ella. Obviamente la quieren mucho.

—Sí, pero son mis padres, no los suyos. Yo soy su padre. Por favor, Lizzie. Imagina que fueras Ella. ¿No desearías volver a verme? ¿No querrías saber la verdad? Seguro que alguna vez tuviste un padre.

Lizzie se quedó mirándose las manos. Por fin estaba llegando a algún sitio.

—Vamos —dije—. Dime algo, lo que sea. Tengo razón, ¿verdad? Es posible que pueda comunicarme con Ella. Concédeme eso.

—No hay nada que yo pueda hacer.

Las luces volvieron a apagarse.

—¿Lizzie? —pregunté—. ¿Estás ahí? —Pero ya sabía la respuesta. Me dieron ganas de gritar de frustración—. Menuda guía estás hecha —murmuré en el salón vacío. Después recordé otra vez esas tres palabras mágicas: «Buenas noches, papi». Alimentaron mi pasión y me animaron a ser optimista. Le había dado a Lizzie muchas oportunidades de negar la posibilidad de comunicarme con mi hija, pero no lo había hecho. Me aferraría a eso.

Capítulo 4

SEIS DÍAS MUERTO

 

 

 

 

No hubo más avances durante los días siguientes. Seguí intentándolo una y otra vez, pero no me llevó a ninguna parte. Hizo que me preguntara si debería haber aprovechado la oportunidad cuando la tuve y haber intentado despertarla. Incluso temía que Lizzie pudiera estar haciendo algo para entorpecer mi progreso. Pero perseveré. Me quedé junto a Ella día y noche, hablándole todo el rato como si pudiera oírme.

Estaba tan ocupado con aquello que apenas presté atención a mi «tributo» cuando apareció en el periódico, solo vi que era la historia principal de la página cinco y que mi madre parecía contenta con el resultado. Desde un punto de vista global, el artículo me preocupaba poco. Más importante era el hecho de que Ella no era ella misma. Sufría severos cambios de humor. Tan pronto estaba feliz, jugando con sus muñecas y corriendo por el jardín con Sam, como se ponía a llorar por alguna tontería que le disgustaba o, peor, se quedaba callada, metida en sí misma.

Una noche mojó la cama, cosa que no había hecho en mucho tiempo, y se disgustó mucho al despertarse y darse cuenta. Era desolador verla intentar cambiar las sábanas ella sola a las tres de la mañana. Por suerte, mi madre la oyó y acudió al rescate.

—¿Qué estás haciendo, cariño? No tienes que hacerlo tú. Para eso estoy yo aquí. ¿Por qué no has venido a buscarme?

Ella, con las mejillas sonrojadas, corrió a esconderse en su castillo de princesa.

—No te preocupes, cielo. Estas cosas pasan. Es normal.

—No he sido yo. Debe de haber sido Kitten.

Mientras tanto, mis padres estaban ocupados hablando con la policía, que quería presentar cargos por muerte por conducción temeraria contra la conductora del 4x4; con el forense, que abrió una investigación sobre mi muerte; y con el director del funeral, que estaba preparando mi despedida. También había que tratar el tema de la tutela legal de Ella y mi herencia. Menos mal que había seguido el consejo de mi padre y había hecho testamento, lo que dejaba las cosas claras.

Mis padres estaban haciendo todo lo posible por mantenerse positivos y aguantar la compostura por Ella, pero me daba cuenta de lo duro que era para ellos. Mi padre bebía y fumaba más que nunca y mi madre, que solía ser la imagen de la salud, parecía no haber dormido en semanas. Seguían instalados en nuestra casa, aunque echaban de menos las comodidades de la suya y habían hablado de trasladar a Ella poco después del funeral. Su casa estaba a solo veinte minutos en coche, así que la idea era que la niña se quedara en el mismo colegio de momento.

Estuvo sin ir a clase unos pocos días, pero después pidió volver. Yo decidí acompañarla para asegurarme de que estuviera bien, pero no me quedé mucho. Sentía como si estuviera entrometiéndome. Aquel era su espacio, un momento privado lejos de casa, y a ella siempre le había gustado protegerlo. Ya desde sus primeros días nos habíamos acostumbrado a que yo le preguntara qué había hecho en el colegio y que ella respondiera que no se acordaba. Al principio me pareció extraño, pero muchos padres dijeron que sus hijos hacían lo mismo.

El caso es que me quedé unos cuarenta y cinco minutos aquel primer día. Al principio estaba muy callada y lloró un poco de camino a la clase después de la reunión. Pero las cosas mejoraron cuando Jada, su mejor amiga, le dio un abrazo y dijo que cuidaría de ella. Me dirigí a casa y descubrí que mis padres habían salido y que no tenía manera de entrar.