Quiero dar las gracias a Ron Storey por el cuidadoso mecanografiado del primer manuscrito; también a mis compañeros monjes por su orientación y su ayuda; y, por último, a mi editora en Lothian Books, Magnolia Flora, por sus consejos y su aliento en mi primer libro.

Perfección y culpa

Dos ladrillos mal puestos

Después de comprar el terreno para nuestro monasterio en 1983, nos quedamos sin un céntimo. Teníamos deudas. No había ningún edificio en la finca, ni siquiera un cobertizo. Esas primeras semanas dormimos sobre unas puertas viejas que habíamos comprado baratas en una chatarrería y que colocamos sobre unos ladrillos para elevarlas del suelo. (Por supuesto, no había ningún colchón: éramos monjes del bosque.)

El abad tenía la mejor puerta, la plana. Mi puerta estaba acanalada y tenía un agujero considerable en el centro, donde había estado el picaporte. Fue una suerte que hubieran quitado el pomo, pero eso había dejado un agujero en el centro de mi cama-puerta. ¡Bromeaba diciendo que ya no tenía necesidad de salir de la cama para ir al váter! La cruda verdad era, sin embargo, que el viento se colaba por el agujero. No dormí mucho aquellas noches.

Éramos monjes pobres y necesitábamos unos edificios. No podíamos permitirnos contratar a un constructor; los materiales eran ya bastante caros. Así que tuve que aprender a construir: cómo preparar los cimientos, echar el hormigón y poner ladrillos, levantar el tejado, instalar la fontanería…; todo, en definitiva. Había sido físico teórico y profesor en un instituto en la vida laica, no estaba acostumbrado a trabajar con las manos. Después de unos años, llegué a ser bastante hábil en la construcción, incluso llamé a mi equipo la BBC (Buddhist Building Company [Compañía Budista de Construcción]). Pero al principio fue muy difícil.

Puede parecer que poner un ladrillo es una cosa sencilla: basta una paletada de mortero debajo, un golpecito aquí, otro golpecito allá. Pero cuando empecé a poner ladrillos, si daba unos golpes en una esquina para nivelarla, se levantaba la otra. Así que daba un golpe en esa otra esquina para que bajara, y entonces el ladrillo quedaba desalineado. Después de empujarlo de nuevo a su lugar, la primera esquina estaba otra vez demasiado alta. ¡Inténtalo y verás!

Como era monje, tenía paciencia y tanto tiempo como necesitara. Me aseguraba de que cada ladrillo estuviera perfecto, sin importarme el tiempo que me llevara. Finalmente, terminé mi primera pared de ladrillo y me eché hacia atrás para admirarla. Fue entonces cuando vi que –¡oh, no!– había descuidado mi atención con dos ladrillos. Todos los demás estaban bien puestos, pero estos dos habían quedado torcidos y la impresión era horrible. Estropeaban toda la pared. La arruinaban.

Para entonces, el mortero de cemento estaba ya demasiado duro para quitar los ladrillos, así que pregunté al abad si podía echar abajo la pared y comenzarla de nuevo, o, mejor incluso, volarla. Lo había hecho muy mal, y estaba muy avergonzado. El abad me respondió que no, que la pared debía quedarse como estaba.

Cuando enseñaba a nuestros primeros visitantes nuestro monasterio en ciernes, siempre trataba de evitar que pasaran por delante de mi pared. Odiaba que alguien la viera. Luego, un día, unos tres o cuatro meses después de que la terminara, estaba paseando con un visitante y vio la pared.

–¡Que muro más hermoso! –comentó con aire despreocupado.

–Señor –repliqué sorprendido–, ¿acaso se ha dejado las gafas en el coche? ¿Es usted corto de vista? ¿No ve esos dos ladrillos mal colocados que estropean toda la pared?

Lo que él dijo a continuación cambió toda mi visión de la pared, de mí mismo, y de muchos otros aspectos de la vida. Me dijo:

–Sí, claro que veo esos dos ladrillos mal puestos. Pero veo también los novecientos noventa y ocho ladrillos bien puestos.

Me quedé atónito. Por vez primera en más de tres meses, podía ver otros ladrillos en esa pared aparte de los dos mal colocados. Por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los ladrillos mal puestos había ladrillos bien puestos, ladrillos perfectos. Además, los ladrillos perfectos eran muchos, muchos más que los dos mal colocados. Antes, mis ojos se centraban exclusivamente en mis dos equivocaciones; estaba ciego para todo lo demás. Por eso no podía soportar mirar esa pared, o que otros la vieran. Esa era la razón de que quisiera destruirla. Ahora que podía ver los ladrillos bien colocados, la pared no tenía tan mal aspecto, después de todo. Era, como había dicho el visitante, «un hermoso muro de ladrillos». Actualmente, sigue todavía allí, veinte años más tarde, pero he olvidado dónde estaban exactamente los dos ladrillos mal puestos. Literalmente, ya no puedo ver esas equivocaciones.

¿Cuántas personas terminan una relación o se divorcian porque todo lo que ven en su pareja son «dos ladrillos mal puestos»? ¿Cuántos de nosotros nos deprimimos o incluso llegamos a pensar en el suicidio porque todo lo que vemos en nosotros son «dos ladrillos mal puestos»? Verdaderamente, hay muchos, muchos más ladrillos bien puestos, ladrillos perfectos –por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los mal colocados–, pero a veces no podemos verlos. En cambio, cada vez que miramos, nuestros ojos se centran exclusivamente en los errores. Los errores son todo lo que vemos, y lo único que nos parece real, por eso queremos destruirlos. Y a veces, lamentablemente, destruimos «un muro muy hermoso».

Todos tenemos nuestros ladrillos mal puestos, pero los ladrillos perfectos que hay en cada uno de nosotros son muchos, muchos más que los equivocados. Una vez que vemos esto, las cosas no son tan malas. No solo podemos vivir en paz con nosotros mismos, incluidos nuestros defectos, sino que también podemos disfrutar viviendo con una pareja. Esta es una mala noticia para los abogados especializados en divorcios, pero es una buena noticia para ti.


He contado muchas veces esta anécdota. Después, en una ocasión, vino a verme un constructor y me contó un secreto profesional.

–Nosotros, los constructores, siempre cometemos equivocaciones –me dijo–, pero decimos a nuestros clientes que es «un rasgo original» que no tiene ninguna otra casa de la vecindad. ¡Y entonces les cobramos dos mil dólares más!

Así pues, es probable que los «rasgos únicos» de tu casa comenzaran en un principio como equivocaciones. De la misma manera, lo que podrías considerar que son errores en ti, en tu pareja o en la vida en general se pueden convertir en «rasgos únicos», que enriquecen tu tiempo aquí, una vez que dejas de centrarte exclusivamente en ellos.

El jardín del templo

Los templos budistas, en Japón, son célebres por sus jardines. Hace muchos años, había un templo que presumía de tener el jardín más hermoso de todos. Acudían viajeros de todo el país solo para admirar su exquisita disposición, que aunaba la riqueza con la sencillez.

Un anciano monje fue una vez a visitarlo. Llegó muy temprano, justo después de amanecer. Quería averiguar por qué aquel jardín merecía tanta consideración, así que se ocultó detrás de un frondoso arbusto con una buena vista del jardín.

Al rato, vio a un joven monje jardinero que salía del templo llevando dos cestos de mimbre. Durante las tres horas siguientes, contempló cómo el joven cogía cuidadosamente cada hoja de hierba y cada ramita que había caído del ciruelo que se alzaba en el centro del jardín. Cuando cogía cada hoja o cada ramita, el joven monje le daba la vuelta en su mano, la miraba, la examinaba, y si era de su gusto la colocaba delicadamente en uno de los cestos. Si no le parecía útil, la tiraba al segundo cesto, el cesto de la basura. Habiendo recogido y reflexionado sobre cada hoja y cada ramita, tras vaciar el cesto de basura en el montón de la parte trasera del templo, se detuvo para tomar un té y calmar su mente para la próxima etapa crucial.

El joven monje pasó otras tres horas colocando, con suma atención, de forma diestra y cuidadosa, cada hoja y cada ramita justo en el lugar apropiado del jardín. Si no estaba satisfecho con la posición de una ramita, la giraba ligeramente o la movía un poco hacia delante hasta que, con una ligera sonrisa de satisfacción, pasaba a la hoja siguiente, escogiendo justo la forma y el color correctos para su ubicación en el jardín. Su atención para el detalle era inigualable. Su dominio de la disposición en función del color y la forma era soberbio. Su comprensión de la belleza natural era sublime. Cuando hubo terminado, el jardín parecía inmaculado.

Entonces el anciano monje salió de detrás del arbusto y entró en el jardín. Con una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes rotos, felicitó al joven monje jardinero:

–¡Bien hecho! ¡En verdad, muy bien hecho, venerable! Te he estado observando toda la mañana, tu diligencia es digna de los mayores elogios. Y tu jardín…, ¡bueno, tu jardín es casi perfecto!

La cara del joven monje palideció. Su cuerpo se puso rígido, como si le hubiera picado un escorpión. La sonrisa de autosatisfacción desapareció de su rostro y cayó en el gran abismo del vacío. ¡En Japón, nunca puedes estar seguro con los viejos monjes risueños!

–¿Qué… qué… qué quieres decir? –dijo tartamudeando por el miedo–. ¿Qué… quieres decir con casi perfecto? –añadió postrándose a los pies del viejo monje–. ¡Oh, señor! ¡Oh, maestro! Por favor, vierte tu compasión sobre mí. Sin duda has sido enviado por el Buda para mostrarme cómo hacer que mi jardín sea realmente perfecto. ¡Enséñame, oh, sapiente, muéstrame el camino!

–¿Realmente quieres que te lo muestre? –preguntó el viejo monje, frunciendo su viejo rostro con picardía.

–Oh, sí. Hazlo, por favor. ¡Te lo ruego, maestro!

Así que el anciano monje se adentró con grandes pasos en el centro del jardín. Puso su viejo, pero todavía robusto brazo alrededor del frondoso ciruelo. Luego, con la risa de un santo, ¡sacudió como un loco el pobre árbol! Hojas, ramitas y trozos de corteza cayeron por todas partes, y el viejo monje seguía sacudiendo el árbol. Cuando ya no cayeron más hojas, se detuvo.

El joven monje estaba horrorizado. El jardín estaba arruinado. Se había perdido el trabajo de toda una mañana. Hubiera querido matar al viejo monje. Pero este se limitó a mirar a su alrededor admirando su obra. Luego, con una sonrisa que ablandaba la ira, dijo amablemente al joven monje:

–Ahora, tu jardín es realmente perfecto.

Lo que se ha hecho está acabado

En Tailandia, el monzón dura de julio a octubre. Durante este período, los monjes dejan de viajar, dejan a un lado todos los proyectos de trabajo y se dedican al estudio y la meditación. El período se denomina Vassa o «Retiro de las Lluvias».

Hace algunos años, en el sur de Tailandia, un famoso abad estaba construyendo una sala nueva en su monasterio del bosque. Cuando llegó el Retiro de las Lluvias, detuvo la obra y envió a su casa a los albañiles.

Pocos días más tarde, llegó un visitante, vio el edificio a medio construir y preguntó al abad cuándo estaría terminado. Sin vacilar, el viejo monje respondió:

–La sala está terminada.

–¿Qué quieres decir con «la sala está terminada»? –respondió el visitante, atónito–. Está sin tejado. No hay ni puertas ni ventanas. Hay trozos de madera y sacos de cemento por todas partes. ¿Vas a dejar todo eso así? ¿Acaso estás loco? ¿Qué quieres decir con «la sala está terminada»?

El viejo abad sonrió y respondió amablemente:

–Lo que se ha hecho está acabado –y a continuación se fue a meditar.

Esa es la única manera de poder hacer un retiro o tomarse un descanso. De otro modo, nuestro trabajo nunca estará terminado.

Guía del idiota para pacificar la mente

Conté la historia anterior a una audiencia numerosa un viernes por la noche en Perth. El domingo siguiente, un padre, que había asistido a la charla junto con su hijo adolescente, vino muy enfadado a quejarse por lo que había dicho. El sábado por la tarde, su hijo quería salir con los amigos. El padre le preguntó:

–¿Has terminado ya tus deberes?

–Como Ajahn Brahm nos enseñó anoche en el templo –respondió el muchacho–, lo que está hecho está terminado. Ya sabes, papá…

A la semana siguiente, conté otra historia.

En Australia, la mayor parte de la gente tiene una casa con jardín, pero solo unos pocos son capaces de encontrar la paz en su jardín. Para el resto, el jardín es solo un motivo más para el trabajo. Por eso, animé a los que tenían jardín a alimentar su belleza trabajando un rato, y a alimentar sus corazones sentándose tranquilamente en el jardín para disfrutar los dones de la naturaleza.

El primer idiota piensa que es una idea muy buena. Así que decide quitarse primero de en medio todos los pequeños trabajos para, más tarde, poder permitirse unos momentos de paz en el jardín. Después de todo, convendría segar el césped, las flores necesitan un buen riego, hay que rastrillar las hojas, podar los arbustos, barrer los caminos… Por supuesto, hacer tan solo una parte de esos «pequeños trabajos» requiere todo su tiempo libre. Su trabajo no termina nunca, así que nunca consigue tener unos pocos minutos de paz. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que en nuestra cultura, las únicas personas que «descansan en paz» son las que están en el cementerio?

El segundo idiota piensa que es mucho más listo que el primero. Guarda los rastrillos y los cubos de agua y se sienta en el jardín a leer una revista, probablemente con hermosísimas fotos de la naturaleza. Pero eso es disfrutar de una revista, no encontrar paz en el jardín.

El tercer idiota guarda todas las herramientas de jardinería, todas las revistas, periódicos, radios, y se sienta en la paz de su jardín… ¡durante aproximadamente un par de segundos! Luego empieza a pensar: «Realmente, sería necesario segar el césped. Y habría que podar pronto todos esos arbustos. Si no riego las flores, puede que se mueran en unos días. Y tal vez iría bien una bonita gardenia en ese rincón…, sí, con una de esas pilas ornamentales para pájaros delante. Podría comprar una en el vivero…». Esto puede ser disfrutar pensando y planificando, pero no hay paz mental en todo eso.

El jardinero inteligente considera: «Ya he trabajado bastante, ahora es el momento de disfrutar del fruto de mi trabajo, de prestar oídos a la paz. Así que, aunque el césped necesite una buena siega y haya que recoger las hojas y bla, bla, bla, ¡no lo voy a hacer ahora!».

De esta manera, encontramos la sabiduría para disfrutar del jardín, aunque todavía no esté perfecto.

Tal vez haya un viejo monje japonés escondido detrás de un arbusto, dispuesto a saltar y decirnos que nuestro sucio y desordenado jardín es realmente perfecto. En efecto, si examinamos el trabajo que ya hemos hecho en vez de centrarnos en el que queda por hacer, podremos comprender que lo que está hecho está terminado. Pero si nos centramos exclusivamente en lo que está mal, en las cosas que hay que arreglar, como en el caso de mi pared de ladrillos en el monasterio, nunca conoceremos la paz.

El jardinero inteligente disfruta sus quince minutos de paz en la perfecta imperfección de la naturaleza, no pensando, ni planificando ni sintiéndose culpable. Todos merecemos una escapada para tener algo de paz; ¡y otros merecen la paz de perdernos de vista! Luego, después de «quitarnos de en medio» durante esos cruciales quince minutos de paz que nos salvan la vida, continuaremos con nuestros deberes de jardinero.

Cuando comprendamos cómo encontrar esa paz en nuestro jardín, sabremos cómo encontrar la paz en cualquier momento, en cualquier lugar. Especialmente, sabremos cómo encontrar paz en el jardín de nuestro corazón, aunque a veces podamos pensar que eso está mal, con tanto como queda por hacer.

Culpa y absolución

Hace algunos años, vino a verme una joven australiana a mi templo de Perth. Con frecuencia la gente busca a los monjes para pedirles consejo cuando tienen problemas; tal vez porque somos baratos, nunca cobramos honorarios. Estaba atormentada por la culpa. Unos seis meses antes había estado trabajando en una lejana comunidad minera en el norte de Australia Occidental. El trabajo era duro y el sueldo era bueno, pero no había mucho que hacer fuera de las horas de trabajo. Por eso, un domingo por la tarde propuso a su mejor amiga, y al novio de ella, salir a dar un paseo en coche por el campo. Su amiga no quería ir, y tampoco el chico, pero no era divertido irse sola. Así que los engatusó, y les dio la lata hasta que los convenció; finalmente se dieron por vencidos y aceptaron salir con el coche a dar una vuelta por el campo.

Pero ocurrió un accidente: el coche patinó en la gravilla suelta de la carretera y se estrelló. La amiga de la joven murió y el chico quedó paralítico. La idea del paseo en coche había sido suya; sin embargo, a ella no le ocurrió nada.

Me contaba con una mirada de tristeza:

–Si yo no los hubiera forzado a ir, ella todavía estaría aquí y él seguiría teniendo sus piernas. No debí obligarlos a salir. Estoy muy mal. Me siento muy culpable.

El primer pensamiento que me vino a la cabeza fue tranquilizarla diciéndole que no había sido culpa suya. Ella no había planeado tener el accidente. No tenía ninguna intención de hacer daño a sus amigos. Estas cosas suceden. No debes sentirte responsable, no tienes por qué sentirte culpable. Pero el segundo pensamiento que me vino a la mente fue: «Seguro que ha oído eso antes cientos de veces y, evidentemente, no ha funcionado». Así que hice una pausa, consideré más profundamente su situación, y luego le dije que estaba bien que se sintiera tan culpable.

Su cara cambió de la pena a la sorpresa, y de la sorpresa al alivio. No había oído eso antes: nunca le habían dicho que debía sentirse culpable. Yo había acertado. Se estaba sintiendo culpable por sentirse culpable. Se sentía culpable y todo el mundo le decía que no se sintiera así, de modo que se sentía «doblemente culpable»: culpable por el accidente y culpable por sentirse culpable. Nuestras complicadas mentes funcionan de esta manera.

Solo cuando hubimos tratado del primer nivel de culpa y establecimos que estaba perfectamente bien que se sintiera culpable pudimos pasar a la etapa siguiente de la solución: ¿qué se debe hacer en este caso?

Hay una sentencia budista muy útil sobre esto: «En lugar de quejarte de la oscuridad, enciende una lámpara».

Siempre hay algo que podemos hacer en vez de sentirnos disgustados, aunque ese algo sea solo sentarse tranquilamente durante un rato, sin lamentaciones ni quejas.

La culpa es sustancialmente diferente del remordimiento. En nuestra cultura, la «culpabilidad» es un veredicto pronunciado con un golpe de martillo sobre la dura madera por un juez en un tribunal. Y si nadie nos castiga, trataremos de castigarnos nosotros mismos, de una forma o de otra. En lo profundo de nuestra psique, culpa significa castigo.

Por eso la joven necesitaba una penitencia que la absolviera de la culpa. Decirle que lo olvidara y que siguiera con su vida no habría funcionado. Le sugerí que trabajara como voluntaria en la unidad de rehabilitación del hospital de su localidad, ayudando a las víctimas de accidentes de carretera. Allí, pensé, atenuaría su culpa con el duro trabajo, y también, como sucede habitualmente con el trabajo voluntario, recibiría mucha ayuda de las mismas personas a las que ella iba a ayudar.

La culpa del delincuente

Antes de que cargaran sobre mí el honroso pero pesado cargo de abad de un monasterio, solía visitar las cárceles cercanas a Perth. ¡Llevaba un cuidadoso registro de mis horas de servicio en la cárcel para usarlo como saldo positivo, caso de que alguna vez me condenaran!

En mi primera visita a una cárcel grande de Perth, me quedé sorprendido e impresionado por el número de presos que fueron a oírme hablar de meditación. La sala estaba atestada. Alrededor del noventa y cinco por ciento de la población reclusa había ido para aprender a meditar. Pero a medida que hablaba, crecía la impaciencia de quienes me escuchaban. Después de solo diez minutos, uno de los presos, uno de los cabecillas de la cárcel, levantó la mano para interrumpir mi charla y hacer una pregunta. Le invité a que se pusiera en pie y preguntara.

–¿Es realmente cierto –dijo– que mediante la meditación se puede aprender a levitar?

Entonces comprendí por qué tantos presos habían ido a la charla. ¡Todos pensaban en aprender a meditar para poder elevarse por encima de los muros! Les dije que es posible, pero solo para meditadores excepcionales, y eso solo después de muchos años de entrenamiento. La vez siguiente que fui a dar una charla a esa cárcel, solo cuatro presos aparecieron por allí.

Durante los muchos años que he dado charlas en las cárceles, he llegado a conocer bien a algunos delincuentes. Una cosa que descubrí fue que todo preso se siente culpable por lo que ha hecho. Se sienten así día y noche, en lo más hondo del corazón, pero solo se lo cuentan a sus amigos más próximos. Usan la máscara habitual del preso desafiante para mostrarse en público. Pero cuando ganas su confianza, cuando te toman como guía espiritual por un tiempo, entonces se abren y revelan su culpa dolorosa. A menudo, para ayudarles, les contaba la siguiente historia, la historia de los chavales de la clase B.

Los chavales de la clase B

Hace muchos años, en una escuela de Inglaterra, se llevó a cabo en secreto un experimento educativo. La escuela tenía dos clases para alumnos de la misma edad. Al acabar el año escolar se realizó un examen, a fin de seleccionar a los chicos para las clases del año siguiente. Sin embargo, nunca se revelaron los resultados del examen. En secreto, pues solo conocían la verdad el director y los psicólogos, el chico que quedó primero en el examen fue colocado en la misma clase que los que habían quedado cuarto y quinto, octavo y noveno, duodécimo y décimo tercero, y así sucesivamente. Mientras que los chicos que quedaron segundo y tercero en el examen fueron colocados en la otra clase, con los que habían quedado sexto y séptimo, décimo y undécimo, y así sucesivamente. En otras palabras, basándose en su rendimiento en el examen, los chicos fueron repartidos de forma equitativa entre las dos clases. Se seleccionaron cuidadosamente los profesores según unos criterios de equivalencia en su aptitud. Incluso se escogieron aulas con instalaciones similares. En suma, se hizo todo lo posible porque las dos clases fueran similares en todo, salvo en una cosa: una fue llamada «clase A» y la otra «clase B».

De hecho, los integrantes de ambas clases tenían unas capacidades similares. Pero en la cabeza de todo el mundo, los alumnos de la clase A eran los más listos, y los chavales de la clase B no lo eran tanto. Algunos padres de los chicos de la clase A se quedaron agradablemente sorprendidos porque sus hijos lo hubieran hecho tan bien y los recompensaron con favores y alabanzas, mientras que los padres de algunos chicos de la clase B regañaron a sus hijos por no haberse esforzado lo suficiente y les quitaron algunos de sus privilegios. Incluso los profesores enseñaban a los chicos de la clase B de una manera diferente, al no esperar tanto de ellos. Durante todo un año se mantuvo la ilusión. Luego hubo otro examen final.

Los resultados fueron escalofriantes, pero no sorprendentes. Los chicos de la clase A lo hicieron mucho mejor que los de la clase B. De hecho, los resultados fueron como si en el examen del año anterior se hubiera seleccionado para la clase A a los que habían quedado de la mitad para arriba. Se habían convertido realmente en chicos de clase A. Mientras que los del otro grupo, aunque iguales a sus compañeros el año anterior, se habían convertido realmente en chicos de clase B. Eso era lo que se les había dicho durante todo un año, así fue como habían sido tratados, y eso fue lo que ellos creyeron; de manera que en eso fue en lo que se convirtieron.

El chico en el supermercado

Digo a mis «amiguetes presos» que nunca piensen en sí mismos como delincuentes, sino como alguien que ha cometido un acto de delincuencia. Si se les dice que son delincuentes, si son tratados como delincuentes, y si ellos creen que son delincuentes, se convertirán en delincuentes. Así funciona la cosa.

En una ocasión, un muchacho dejó caer un envase de leche en la caja del supermercado, y se rompió, derramándose la leche por todo el suelo.

–¡Qué estúpido eres! –le dijo la madre.

En el mismo pasillo del supermercado, otro chico dejó caer un envase de miel. También se rompió, y la miel se derramó por el suelo.

–¡Qué estupidez has hecho! –le dijo la madre.

El primer chico ha sido clasificado como estúpido para siempre; al otro solo se le ha señalado un error. Probablemente, el primero se convertirá en estúpido; el otro aprenderá a dejar de hacer cosas estúpidas.

Pregunto a mis amigos presos qué otras cosas hicieron el día de su delito. Qué otras cosas hicieron los otros días de ese año. Qué otras cosas han hecho los otros años de su vida. Luego les repito la historia de mi pared de ladrillos. Hay otros ladrillos en la pared que representan nuestra vida, aparte de nuestros delitos. En realidad, los ladrillos buenos son siempre muchos, muchos más que los malos. Ahora bien, ¿eres una pared mal hecha que merece ser destruida? ¿O eres una pared bien hecha con un par de ladrillos mal puestos, como nos ocurre a todos?

Pocos meses después de convertirme en abad y dejar de visitar las cárceles, recibí una llamada telefónica de uno de los funcionarios de la prisión, pidiéndome que volviera. Me hizo un cumplido que siempre guardaré como oro en paño. Me dijo que mis amigos de la cárcel, mis alumnos, una vez que habían cumplido sus condenas, nunca volvieron a la cárcel.

Todos somos delincuentes

En la historia anterior he hablado de personas con las que he trabajado en la cárcel, pero el mensaje se aplica a cualquiera que esté «cumpliendo condena» en la cárcel de la culpa. En cuanto a ese «crimen» por el que nos sentimos culpables, ¿qué otras cosas hicimos ese día, ese año, en esta vida? ¿Podemos ver los otros ladrillos de la pared? ¿Podemos ver más allá del acto estúpido que genera nuestra culpa? Si nos centramos en la acción de la clase B durante demasiado tiempo, podríamos convertirnos en una persona de clase B: y así podemos seguir repitiendo nuestros errores y amasando más culpa. Pero cuando vemos las otras partes de nuestra vida, los otros ladrillos de nuestra pared, cuando conseguimos una perspectiva realista, entonces se abre una intuición maravillosa como una flor en el corazón: merecemos ser perdonados.

Liberarse para siempre de la culpa

La etapa más difícil del trayecto para salir de la culpa es la de convencernos a nosotros mismos de que merecemos ser perdonados. Las historias anteriores están ahí para ayudarnos, pero el paso final de la salida de la cárcel se hace en solitario.

Cuando era todavía un niño, un amigo mío estaba jugando con su mejor amigo en el embarcadero. En broma, empujó a su amigo al agua, y el chiquillo se ahogó. Durante muchos años, ese joven vivió abrumado y paralizado por la culpa. Los padres del amigo ahogado eran vecinos, y él creció sabiendo que les había privado de su hijo. Luego, una mañana, cuando me lo contó, se dio cuenta de que no tenía que sentirse culpable nunca más. Salió de su propia cárcel al aire cálido de la libertad.