Este libro va dedicado a todas esas personas que luchan cada día tremendas batallas con su mente.

Uno





Hojas de colores, música melódica sin percusión y dulces de menta para estimular un cerebro caprichoso, nada salía. Había agotado todos los recursos, pensar con ojos ajenos, relacionar conceptos de manera forzada, inspirarme en la naturaleza. Abría la MacBook Pro, la cerraba, las mismas ideas desabridas daban vueltas por mi cabeza.

Algunos planners pasaban por mi escritorio, dejaban notas que rápidamente se volvían basura. De poco habían servido las sesiones interminables de brainstorming, la agencia estaba colapsada. El Jefe lo había notado.

—José, ven un momento.

Me levanté de mi escritorio, arribé a la oficina de uno de los mejores publicistas de la Perla Tapatía, el legendario Miguel Bacinetti, un hombre de unos cuarenta y cuatro años, de mirada recta, profunda y media silvestre, que interpretaba el rol del director general, guion, director creativo. Toqué dos veces.

—Toma asiento.

Observé aquellas místicas paredes de color gris oxford. Ya había estado allí cientos de veces, sin embargo, volvía a apreciar todos esos detalles como si apenas los conociera. Un mapa de Italia, donde el Jefe vivió hasta los doce años, una fotografía muy artística del viejo restaurante de su madre sonorense, un pizarrón de corcho con muchos recortes de campañas y un cuadro negro que alojaba una frase sencilla del grupo más prominente: «Here comes the sun».

—¿Cómo va la campaña de la Señora Toscano?

—Andamos en eso.

—Tenemos la presentación en una semana.

—Lo sé.

—José, cabrón. No veo que andes motivado.

—Estamos por llegar a algo.

—Algo no nos sirve ahora. José, esta cuenta debe quedarse en casa.

Hace unos siete años, la Señora Toscano, una diseñadora de modas sumamente talentosa, casada con unos de los empresarios más ricos de la ciudad, decidió lanzar su propia marca de ropa, Regina Toscano.

Convenció a su marido, consiguió una inversión muy apetitosa, diseñó algunos modelos de tallas pequeñas, organizó pasarelas, apareció en las portadas de la gente excelsa, de los rostros de hoy. Abrió una tienda, después otra. La marca creció a pasos agigantados.

Ahora, hasta el Licenciado Toscano pensaba en invertir más plata en los bocetos de su Señora, pues para sorpresa de todos, el hobby de ricos había progresado notablemente. ¿Qué prosiguió? Decidieron invertir varios montos de siete dígitos en lo que supuestamente sabíamos hacer mejor, esas campañas publicitarias que son misteriosas, íntimas y sensuales, esos anuncios que gritan: ¡Ey, tú, míranos! Por acá andamos, somos esa marca súper importante que ha llegado para darle valor a tu vida, atrévete a probarnos, anímate a cambiar el curso de tu existencia.

Regina y su marido, asesorados por el comité de tiburones que cuidaba las inversiones de la familia, convocaron a tres de las mejores agencias de la ciudad de Guadalajara: Básiko, Mishtech y Bacinetti. Nos dieron un brief ambiguo de palabras orales, el cual expresaba la necesidad de crear una campaña nacional que pudiera dotar de muchísima fama a las nuevas colecciones de la Señora.

En pocas palabras, nos invitaron a participar en un pitch bastante decente, de esos que ya se ven poco en México. Tres agencias, un solo reto, remuneración de entrada y una recompensa que sí valía la pena. Nos otorgaron un plazo bastante generoso, tres semanas para crear una propuesta creativa con selección de medios y presupuestos.

Ya habían pasado varios días. El equipo creativo, apoyándose desesperadamente en los cuarenta y dos empleados de la agencia, trataba de descubrir esa idea reveladora que nos haría ganar, nada importante surgía hasta ahora. Parecía que el bloqueo había cegado a todos, parecía que llegaban de nuevo los pensamientos incoherentes que siempre me provocaban vértigos abrumadores. ¿Me faltaban nuevos estimulantes? ¿Chocolates amables de doble jalea? ¿Café azucarado con granos libres de ansias? No lo sabía.

Miguel me miraba fijamente, como queriendo adivinar las oraciones que nadaban en el pedazo artístico de mi cabeza.

—¿Hace cuánto que no coges?

—¿Cómo?

—¿Hace cuánto que no tienes sexo, cabrón?

Aunque ya estaba acostumbrado a las preguntas bizarras del Jefe, nuevamente sentía absoluta vergüenza. Bacinetti era un hombre de pocos filtros. Era bien sabido que le encantaba hablar de esos temas doble ce que rozaban cerquita al de varias equis. Le deleitaba pavonearse frente a todas las mujeres que rondaran por la oficina, y si eran de cuentas aún mejor. ¿Qué buscaría? Meter mano en las zonas reservadas o tan solo encontrar algunos elogios que enaltecieran el ego de publicista, nadie sabía. Al parecer era un hombre fielmente casado, o al menos eso creíamos.

—No sé, un rato —contesté.

—Allí está el problema.

—¿Qué tiene que ver eso?

—¿Cómo que qué tiene que ver eso? ¿No has visto la marca? Todo está relacionado, José, la idea de esto es que las mujeres quieren verse mejor, quieren sentirse deseadas, atraer a muchos hombres, tener una casa grande con dos perros.

—¿Dos perros?

—O tres, yo que sé, eso da igual.

—Muy simple la idea, ¿no? Ni que todo fuera así.

—No es una idea, cabrón. Quiero que pienses como el consumidor.

De pronto sonó el timbre habitual de mi teléfono. Cogí el móvil, lo miré de reojo, era una notificación del Tinder, la red social que supuestamente me llevaría a conseguir algún roce de partes íntimas, hasta ahora nada pasaba, mis muslos seguían teñidos de un blanco muy frío. Extraña paradoja, había cientos de personas intentando llenar esos vacíos que aparecen cuando el Facebook se atiborra de infantes y compromisos, sin embargo, nomás llegaban conversaciones fallidas de poca trayectoria.

Bacinetti percibió mi distracción. Lanzó esos ojos afilados que cortan cualquier chispa inventiva.

—¿Sabes cuál es el problema de los pinches milenials?

No contesté nada. Me encontraba formulando un mensaje original que me llevara a conseguir la atención de esa chica que seguramente tendría como ochenta y ocho matchs.

—La falta de huevos…

Mi mente frenó.

—Ahora la raza quiere todo fácil y rápido. Hay que agarrarse los huevitos para ligar mujeres.

Otra vez apareció el pitidito agudo del iPhone quinta generación, al parecer traía una buena racha.

—Cabrón, por eso vamos tan mal. Esas chingaderas te apendejan, te vuelven un incapacitado social, bien torpe para hablar con cualquiera.

Las frases del Jefe sonaban puristas, hasta alejadas de su propia edad, pero en el fondo sabía que tenían razón. Ya llevaba varias temporadas banqueando, se había achatado mi lengua colmilluda que nunca había solicitado permisos. Dónde estaba la galantería dominguera que me había llevado a enamorar a Alejandrita, mi apreciada exnovia Ale, quien aún tomaba minutos en los vaivenes de mi cerebro. Qué hubiera pensado de mí la educadora bonita de la colonia Moderna, la única que me hablaba con párrafos de novela mientras accedía a un manoseo indulgente entre los árboles chuecos del parque.

Nunca fui un incapacitado social, alguna vez tuve esa chispa dicharachera que hoy determina a Miguel Bacinetti, alguna vez fui ese que también habla de sexo, de cachoreo, y que puede lograr que muchas se presten a los besos de lengüetazos sin tanto trámite.

Dónde habían quedado los años dorados de la preparatoria diez. Dónde había quedado el gran Pepe III, hijo de José Luis, nieto de José Emilio. Dónde estaba el estudiante mediocre con corazón de potasio y alma de albañil, el que no era alburero, pero sí poeta del amor, el que transformaba los piropos corrientes en frases honradas, el que demostraba que el verbo, con un buen sujeto y dos o tres adjetivos aparatosos, siempre fulmina las caritas y carteritas.

—No chingues, José, hasta pareces nuevo. Es más fácil conocer mujeres a la antigüita. Como debe de ser.

Aunque siempre había sido medio feo, tronco y desatinado, sabía compensar mi falta de guapura con mucha labia. Mientras otros se preocupaban por agrandar los bíceps en los gimnasios madreados de la colonia, yo me dedicaba a hacer lo que más me gustaba, escribir historias heroicas con finales prometedores. De alguna extraña manera, eso me hacía estar siempre preparado para la vida.

Esa escuela de vagancia sosa también me había llevado a conseguir un empleo en esta agencia, primero como todólogo que sirve de poco, llevador de aguas embotelladas y americanos con splenda. Después como escritor de anuncios sencillos y preparador oficial del cañón para juntas. Al final como un creativo poco reconocido, compositor de ideas desvariadas, románticas, cumplidoras y siempre arriesgadas para los anunciantes de esta maravillosa ciudad.

—José, así nunca llegarás a nada…

Pero me imagino que esas cosas pasan, la vida avanza, uno se estanca, se traba con las morritas, con las ideas, luego se añeja y se avinagra como los vinos que nunca se terminaron.

—Se me ocurre algo…

Ahora fundaba mis esperanzas de sobrellevar los domingos en el aparato que reposaba sobre mi bolsillo; afortunadamente, estaba sonando más veces que de costumbre. ¿Era mi día de suerte? ¿Quién sería? ¿Sandra o Laura? ¿La que tenía una sonrisa solemne de tonos marrones?

Bacinetti asintió extrañamente. En seguida se levantó, cogió su chamarra y su portafolio.

—Vámonos cabrón…

—¿Cómo? ¿A dónde?

Tinder pitó otra vez, no conseguí leer el mensaje. El Jefe me miró fijamente, con esa actitud cerril del norte, la que se traduce como un estoy a punto de hacer un pinche desmadre. Nunca me habían gustado las discusiones, decidí evitar la que se asomaba. Me levanté de la silla Barcelona pintada a mano, intercepté las últimas palabras.

—Si no tienes éxito con las mujeres, jamás podrás ser un buen publicista.

Partimos sin avisar.





Dos





La banda sonora del recorrido, la trompeta de San Juan Project saltando a un compás de dos cuartos, con ganas de acribillar a los sonidos de pocas notas y ánimos de cargarle drama a las vueltitas que siempre ocasionan mareos.

Bajamos dos cuadras que parecían de subida, doblamos a la derecha. Cruzamos las aguas del Chaplin, después los letreros que gimen obra en proceso. Nos enfrentamos con un paso a desnivel colosal, sumamente violento.

—Vámonos por arriba, seguro es más rápido.

El Jefe hizo caso omiso de mi sugerencia. Esas cloacas eran tan frágiles, bastaría un chistecito de la tierra para quedar atrapados y morir lentamente sin tanques de oxígeno. Diri, dirip, tip tap, la trompeta cambiaba de escala, se mofaba de mis disimulos. Aparecieron algunos rayos solares con poderes poco frecuentes, atravesaron el techo. Me desabotoné la camisa sin iconito, me arremangué los sobrantes, intenté bajar la ventana para olvidar los habituales apretujones de panza. Me acordé de Natalia. ¿Acaso ella sentiría lo mismo?

—¿Qué pasa, cabrón, todo bien?

—¿Puedo bajar el vidrio?

Tomé dos estrofas.

Caminamos después de planear.

¿Cómo iba el estribillo? ¿Diri, diri, tap?

Pasamos por la explanada de una tienda de moda olvidada, de esas que tienen luz media y playlists de David Guetta. Entraron a escena dos personajes muy secundarios, que tal vez se quedarían como extras. La mamá, mujer cuarentona que despertaba muchos deseos. La hija, adolescente bonita, con rostro de quiero crecer, pero no tan rápido. Intenté recopilar esos insights que supuestamente alimentarían mi proceso creativo.

Anotación número 1: ya no le queda la ropa, no es culpa de la señora, tampoco de ella.

Anotación número 2: ¿por qué no le compra eso? ¿Por qué ella no quiere aquello?

Conclusión: qué guapas están las dos.



Llegamos al café Pal Real, el lugar favorito del Jefe. Sonaba una canción sesentera de Tom Jones, esa bien famosa que te pone de buenas. ¿Cuál era el nombre? Shazam me diría en seguida. Bacinetti cogió un periódico que estaba abandonado en una de las mesas, después caminó como siempre camina, con el cuello en posición de firmes, sin dejar que afloren los titubeos. Siete pasos a la derecha encontramos el sitio que nos tocaba, cerca de las meseras más vistosas, lejos del baño.

Espié el diario sin intención. Aullaron algunos cintillos de ropa casual, se revolvieron con los nuevos homicidios de Jalisco. Pistolas, ahorcamientos. Cambio y fuera. Preferí no pensar en la muerte, cuando dejas ese tema olvidado puedes dormir más tranquilo, o por lo menos con menos agruras. Volví al celular. Apareció el nombre de la melodía: «Its not unusual».

Algunos dicen que la vida de publicista debería ser así, inusual. Según eso, las mejores ideas aparecen cuando te alejas de la criticadísima zona confortable. Ya no estaba tan seguro ello, a mí me llegaban después de lavarme las manos con alguna fragancia de aromas boscosos. Después de todo, mi vida no era tan digna de algún relato de Netflix. No sonaba nada mal, me dispuse a tuitear una frase de unos ciento quince caracteres. Bacinetti me arrebató el aparato. Solo llegué al diez.

—Ya apaga esa chingadera, cabrón. Estás enajenado.

—No te enojes, Jefe.

—¿Sabes por qué estamos aquí?

—Para pelotear sobre la campaña, ¿no? Para sacar nuevas ideas.

—Para eso, después para más cosas.

—No entiendo…

—No nos vamos a ir de aquí hasta que conozcas a alguien.

—¿Cómo? —pregunté confundido.

—A la antigüita, cabrón, como si tuvieras dos.

¿A la antigüita? ¿Cómo cuando llevábamos serenatas en la prepa? Quise reír, como era costumbre, no pude. Hacía tiempo que no reía, por supuesto que curveaba la boca, estiraba los labios y enseñaba los dientes, pero una buena carcajada, de esas que hacen que te duela la panza con mucho orgullo, esas ya no brotaban.

Ya ni me acordaba de esas serenatas. ¿Cómo eran? Varios amigos que se volvían amorosos con el alcohol, dos guitarras acústicas de Paracho y un montón de gritos desentonados. Sí, algo así. Cogí una servilleta, escribí una frase campechana sencilla. Te voy a enamorar a la antigüita, con muchos piropos y algunas canciones. La doblé, la guardé en el bolsillo. Floreció la rutina de la mesera de piel blanca con lentes de Ben & Frank. Frases garigoleadas en un bloc de notas, después dos oscuras nacionales y una frase educada. Bebí como si fuera agua de filtro. Arribaron varios minutos de silencio ruidoso.

Por primera vez pude apreciar esa inquietud pavorosa que emergía entre los ojos marrones del Jefe. Circulaba un nuevo verbo por mi cabeza, desasosiego. ¿Serían verdad los rumores del pasillo? ¿El futuro de la agencia dependía de Regina Toscano?

—Vamos a hacer lo siguiente. Primero mira a tu alrededor…

—¿Para qué?

—Así inicia todo…

Ya sabía para dónde iba la cosa. No me gustaba nada. Hacía unos quince años, el Italiano Sonorense había demostrado que era uno de los mejores publicitarios después ganar un León de Oro en el prestigiado festival de Cannes. Acto seguido, se fue cuesta arriba caminando de espaldas por un precipicio muy afilado. Le llegaron muchas ofertas que le hubiesen permitido estar al frente de la creatividad de las grandes corporaciones. Si hubiera aceptado, tal vez hoy estaría liderando las campañas de Procter and Gamble, Nike, Axe o alguna de esas marcas que ejecutan las ideas de los presupuestos que todos deseamos. Sin embargo, decidió dejar las transnacionales y apostarle todo a la independencia.

¿Qué sucedió? Muy simple, la globalización lo chingó. Bacinetti terminó con una agencia pequeña estancada en la ciudad de Guadalajara, atendiendo únicamente a clientes locales y a departamentos de gobierno. Muchas campañas después, fundaba todas sus esperanzas en los ejercicios creativos que estábamos realizando.

—A ver, cabrón. Pongamos los hechos en perspectiva. ¿Por qué crees que la muchacha que vimos hace rato estaba enojada?

—Caprichos de adolescentes. La mamá tiene algo en mente y ella todo lo contrario.

—Ve más allá. ¿Tú por qué compras ropa?

—Pues hay que abrigarse.

—Ya sé que eres medio hippie, cabrón; pero aun así estoy seguro de que cuidas tu apariencia. Y sabes perfectamente que todo dice algo de ti… esa pulsera vieja, esa barba dizque olvidada de cuatro pelos y medio.

—Cada uno tiene su estilo, ¿qué no?

—Eso quisiera decir Toscano.

Tres tragos más. Desconecté mi presencia para configurar ciertas líneas. Volví con la pila cargada. Expulsé el primer slogan con un movimiento de manos.

—Regina Toscano, más de nueve formas para definir tu estilo.

Tenemos que ser más arrogantes, cabrón. Hay que lanzar un mensaje más distinguido. Recuerda el público, esto va directo al jet set, a quienes siempre están aspirando más… Poca cultura y mucho dinero.

—¿Cómo Palacio de Hierro? Algo mamón que reafirme que las clases sociales sí existen, y la ropa de Regina Toscano es la que te permite identificarte en alguno de los lados.

—Eso es lo que tenemos que decir, pero de una forma poética, tocando los sentimientos y no la razón.

Después de todo no iba tan mal. Tomé otro sorbo de cerveza, escuché una nota de mi celular, era imposible decodificar el sonido, ¿me habría contestado Nancy o la flaquita con la blusa de los Sex Pistols?

Bacinetti apagó el aparato que descansaba en su lado de la mesa, después lo guardó en una de las bolsas de su saco. Apareció el turno de un jazz psicodélico con muchísimo groove, seguramente sería Troker.

Los complejos fraseos del bajo se interrumpían con las carcajadas de un grupo de mujeres jóvenes. ¿Serían de Sonora? Al igual que el Jefe sabían enfatizar mucho sus enunciados, más allá de lo que las palabras hubiesen pedido. ¿Cuántos años tendrían? ¿Sería soltera la primera de la derecha?

Bacinetti clamaba muchas afirmaciones, las apariencias decían demasiado. Y más aún cuando alguien porta esos ojos cafés, ese pelo café, esa piel tostada, esa pancita mediana, esas caderas chiquitas y rechonchitas, cubiertas con unos shorts naranjas y una blusa de tirantes. ¿Cómo podría encontrarme con esos vistazos? Gira un poquito más, te faltan algunos grados a la izquierda, préstame esa mirada durante cuatro segundos, intentaré no incomodarte, aunque no puedo prometerte nada.

—¿Qué ves en aquella muchacha? —preguntó Bacinetti.

—¿Pues, está guapa, no?

—Bien, cabrón, ese es el primer paso para hacerse hombrecito… Ahora ve para allá y dile algo. Después vuelves y me cuentas qué pensaste de la campaña.

Prescindí del consejo. Mis músculos no se animaron. Volví a la sesión acústica que alimentaba mi pensamiento periférico. Palpé la textura maltosa. Encontré el segundo slogan entre algunos deseos poco coherentes.

—Yo no visto ropa de marca. Las marcas me visten a mí. Regina Toscano.

—Vas bien… Ahora ve a saludar a las morritas.

—Jefe, con todo respeto…

—José. Mira, cabrón. Tú me conoces bien. Sabes que soy una persona que cumple su palabra. Déjame contarte una anécdota, cuando vivía en México… Cuando tenía tu edad, ¿treinta y dos, qué no? JWT estaba buscando creativos para empezar una nueva etapa, pero yo ya había fundado mi propia agencia…

Parecía que alguien le había dado play a alguno de los casetes que el Jefe guardaba en los archivos de su vida. Esos documentos que ya me sabía de memoria. Páginas y páginas que narraban el recelo que Bacinetti tenía hacia los bloques internacionales. Qué pereza. Escuché más palabras. Historias que se volvían señales, señales que se transformaban en datos, datos que se convertían en ruido, ruido que contaminaba mis oídos.

Preferí contemplar la atmósfera del lugar, los Res con los Fas sostenidos que volaban entre los asistentes, la decoración de escalas magentas, las plantas coloridas que sobrepasaban el espacio regalado por las macetas, la barra con olor a pino y bolsitas de café estelar, los azulejos geométricos que embonaban como un rompecabezas. Sabía que el Jefe no pararía, no hasta que hiciera exactamente lo que estaba pidiendo. Terminé mi cerveza, me dirigí hacia la mesa vecina de mujeres prometedoras.

—¡Hola!

Las cuatro integrantes del grupo ruidoso notaron mi presencia. Había interrumpido estrepitosamente su conversación, por lo tanto, esperaban algunas palabras sugestivas de mi parte.

—Disculpen, no quiero interrumpir…

Miré a mi target, esa chica desenfadada, de aura café.

—Solamente quiero entregarte esta nota.

La norteña agraciada cogió el papel que había reposado en mi bolsillo.

—Vale, gracias —comentó.

Llegó una borrachera de forma súbita, como si me hubiera tomado cuatro Stouts alemanas en doce segundos. Mis rodillas optaron por enchuecarse, mis manos perdieron su lugar en el mundo. ¿Dónde iban? ¿En la cintura? ¿Junto a los muslos?

Me alejé de la mesa, salí del café. Caminé con la frente a medias por Lope de Vega, intentando narrar esa canción de los Fleet Foxes que aparecía de repente. ¿Y el Jefe? ¿Debería regresar por él? Ya no podía, no quise perder ese indicio de heroísmo que había sugerido.

¿Vale? ¿Por qué el vale? Probablemente la chica había pasado alguna temporada en el viejo continente, tal vez se fue por un verano, consiguió trabajo en algún restaurante mexicano, se enamoró de un catalán ventajoso y adoptó la palabra como un insert prestigiado que le recordaba aquella época valiosa de su existencia.