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teoría




Traducción: Nicolás Rosa
Traducción del ensayo “Fromentin: Dominique”:
Patricia Willson

roland barthes

el grado cero de la escritura

y nuevos ensayos críticos



edición revisada y ampliada




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EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA

Introducción

Hébert jamás comenzaba un número del Père Duchêne sin poner algunos “¡mierda!” o algunos “¡carajo!”. Esas groserías no significaban nada, pero señalaban. ¿Qué? Una situación revolucionaria. He aquí el ejemplo de una escritura cuya función ya no es sólo comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje que es, a la vez, la Historia y la posición que se toma frente a ella.

No hay lenguaje escrito sin ostentación, y lo que es cierto del Père Duchêne lo es también de la literatura. Ésta también debe señalar algo, distinto de su contenido y de su forma individual, y que es su propio cerco, aquello precisamente por lo que se impone como Literatura. De ahí un conjunto de signos sin relación con la idea, la lengua o el estilo y destinados a definir, en el espesor de todos los modos posibles de expresión, la soledad de un lenguaje ritual. Este orden sacro de los Signos escritos propone a la Literatura como una institución y evidentemente tiende a abstraerla de la Historia, pues ningún cerco se funda sin una idea de perennidad; pero allí donde se la rechaza, la historia actúa más claramente; por lo que es posible formular una historia del lenguaje literario que no sea ni la historia de la lengua, ni la de los estilos, sino solamente la historia de los Signos de la Literatura, y se puede descontar que esta historia formal manifieste a su modo, que no es el menos claro, su unión con la Historia profunda.

Por supuesto se trata de una unión cuya forma puede variar con la Historia misma; no es necesario recurrir a un determinismo directo para sentir a la Historia presente en un destino de las escrituras: esta especie de frente funcional que arrastra los acontecimientos, las situaciones, las ideas a lo largo del tiempo histórico, propone en este caso menos los efectos que los límites de una elección. La Historia se presenta entonces frente al escritor como el advenimiento de una opción necesaria entre varias morales del lenguaje –lo obliga a significar la Literatura según posibles de los que no es dueño. Veremos, por ejemplo, que la unidad ideológica de la burguesía produjo una escritura única, y que en los tiempos burgueses (es decir, clásicos y románticos), la forma no podía ser desgarrada ya que la conciencia no lo era; y que, por el contrario, a partir del momento en que el escritor dejó de ser testigo universal para transformarse en una conciencia infeliz (hacia 1850), su primer gesto fue elegir el compromiso de su forma, sea asumiendo, sea rechazando la escritura de su pasado. Entonces, la escritura clásica estalló y la Literatura en su totalidad, desde Flaubert hasta nuestros días, se ha transformado en una problemática del lenguaje.

En ese mismo momento la Literatura (el término había nacido poco antes) se consagró definitivamente como objeto. El arte clásico no podía sentirse como un lenguaje, era lenguaje, es decir, transparencia, circulación sin resabios, encuentro ideal de un Espíritu universal y de un signo decorativo sin espesor y sin responsabilidad; el cerco de ese lenguaje era social y no inherente a su naturaleza. Se sabe que a fines del siglo XVIII esa transparencia empezó a enturbiarse; la forma literaria desarrolla un poder segundo, independiente de su economía y de su eufemia; fascina, desarraiga, encanta, tiene peso; ya no se siente la Literatura como un modo de circulación socialmente privilegiado sino como un lenguaje consistente, profundo, lleno de secretos, dado a la vez como sueño y como amenaza.

Esto es lo importante: en adelante la forma literaria puede provocar sentimientos existenciales que están unidos al hueco de todo objeto: sentido de lo insólito, familiaridad, asco, complacencia, uso, destrucción. Desde hace cien años, toda escritura es un ejercicio de domesticación o de repulsión frente a esa Forma-Objeto que el escritor encuentra fatalmente en su camino, que necesita mirar, afrontar, asumir, y que nunca puede destruir sin destruirse a sí mismo como escritor. La Forma se suspende frente a la mirada como un objeto, hágase lo que se haga es un escándalo: espléndida, aparece pasada de moda; anárquica, es asocial; particular en relación con el tiempo o con los hombres, de cualquier modo es soledad.

Todo el siglo XIX ha visto progresar este fenómeno dramático de concreción. En Chateaubriand es leve depósito, peso liviano de una euforia del lenguaje, especie de narcisismo donde la escritura se separa apenas de su función instrumental y sólo se mira a sí misma. Flaubert –para señalar aquí sólo los momentos típicos del proceso– constituyó definitivamente a la Literatura como objeto, por el advenimiento de un valor-trabajo: la forma se hizo el término último de una “fabricación”, como una cerámica o una joya (es necesario leer que la fabricación fue “significada”, es decir, dada por primera vez como espectáculo e impuesta). Mallarmé, finalmente, coronó esta construcción de la Literatura-Objeto por medio del acto último de todas las objetivaciones, la destrucción: sabemos que todo el esfuerzo de Mallarmé se centró en la aniquilación del lenguaje, cuyo cadáver, en alguna medida, es la Literatura. Partiendo de una nada donde el pensamiento parecía erguirse felizmente sobre el decorado de las palabras, la escritura atravesó así todos los estados de una progresiva solidificación: objeto de una mirada primero, luego de un hacer y finalmente de una destrucción, alcanza hoy su último avatar, la ausencia: en las escrituras neutras, llamadas aquí “el grado cero de la escritura”, se puede fácilmente discernir el movimiento mismo de una negación y la imposibilidad de realizarla en una duración, como si la Literatura, que tiende desde hace un siglo a transmutar su superficie en una forma sin herencia, sólo encontrara la pureza en la ausencia de todo signo, proponiendo en fin el cumplimiento de ese sueño órfico: un escritor sin Literatura. La escritura blanca, la de Camus, la de Blanchot o la de Cayrol por ejemplo, o la escritura hablada de Queneau, son el último episodio de una Pasión de la escritura que sigue paso a paso el desgarramiento de la conciencia burguesa.

Se quiere aquí esbozar esa unión, afirmar la existencia de una realidad formal independiente de la lengua y del estilo; tratar de mostrar que esa tercera dimensión de la Forma también une, no sin algún sentido trágico suplementario, el escritor a la sociedad; finalmente, es hacer sentir que no hay Literatura sin una moral del lenguaje. Los límites materiales de este ensayo (algunas de cuyas páginas aparecieron en Combat en 1947 y en 1950) indican suficientemente que sólo se trata de una Introducción a lo que podría ser una Historia de la Escritura.

PARTE I

¿Qué es la escritura?

Sabemos que la lengua es un corpus de prescripciones y hábitos común a todos los escritores de una época. Lo que equivale a decir que la lengua es como una naturaleza que se desliza enteramente a través de la palabra del escritor sin darle, sin embargo, forma alguna, incluso sin alimentarla: es como un círculo abstracto de verdades, fuera del cual solamente comienza a depositarse la densidad de un verbo solitario. Encierra toda la creación literaria, algo así como el cielo, el suelo y su interacción dibujan para el hombre un hábitat familiar. Es menos una fuente de materiales que un horizonte, es decir, a la vez límite y estación, en una palabra, la extensión tranquilizadora de una economía. El escritor, en definitiva, no saca nada de ella: la lengua es para él más bien como una línea cuya transgresión quizá designe una sobrenaturaleza del lenguaje: es el área de una acción, la definición y la espera de un posible. No es el lugar de un compromiso oficial, sino sólo reflejo sin elección, propiedad indivisa de los hombres y no de los escritores; permanece fuera del ritual de las Letras; es un objeto social por definición, no por elección. Nadie puede, sin preparación, insertar su libertad de escritor en la opacidad de la lengua, porque a través de ella está toda la Historia, completa y unida al modo de una Naturaleza. De tal manera, para el escritor, la lengua es sólo un horizonte humano que instala a lo lejos cierta familiaridad, por lo demás negativa: decir que Camus y Queneau hablan la misma lengua es sólo presumir, por una operación diferencial, todas las lenguas, arcaicas o futuristas, que no hablan: suspendida entre formas aisladas y desconocidas, la lengua del escritor es menos un fondo que un límite extremo; es el lugar geométrico de todo lo que no podría decir sin perder, como Orfeo al volverse, la estable significación de su marcha y el gesto esencial de su sociabilidad.

La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan de una vez por todas los grandes temas verbales de su existencia. Sea cual fuere su refinamiento, el estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, no de una intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento. Sus referencias se hallan en el nivel de una biología o de un pasado, no de una Historia: es la “cosa” del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad. Indiferente y transparente a la sociedad, caminar cerrado de la persona, no es de ningún modo el producto de una elección, de una reflexión sobre la Literatura. Es la parte privada del ritual, se eleva a partir de las profundidades míticas del escritor y se despliega fuera de su responsabilidad. Es la voz decorativa de una carne desconocida y secreta; funciona al modo de una Necesidad, como si, en esa suerte de empuje floral, el estilo sólo fuera el término de una metamorfosis ciega y obstinada, salida de un infralenguaje que se elabora en el límite de la carne y del mundo. El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo, la transmutación de un Humor. De este modo, las alusiones del estilo están distribuidas en profundidad; la palabra tiene una estructura horizontal, sus secretos están en la misma línea que sus palabras y lo que esconde se desanuda en la duración de su continuo; en la palabra todo está ofrecido, destinado a un inmediato desgaste, y el verbo, el silencio y su movimiento son lanzados hacia un sentido abolido: es una transferencia sin huella ni atraso. Por el contrario, el estilo sólo tiene una dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a partir de cierta experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es decir, ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor (es necesario recordar que la estructura es el residuo de una duración). El estilo es así siempre un secreto; pero la vertiente silenciosa de su referencia no se relaciona con la naturaleza móvil y sin cesar diferida del lenguaje; su secreto es un recuerdo encerrado en el cuerpo del escritor; la virtud alusiva del estilo no es un fenómeno de velocidad, como en la palabra, donde lo que no es dicho sigue siendo de todos modos un ínterin del lenguaje, sino un fenómeno de densidad, pues lo que se mantiene derecha y profundamente bajo el estilo, reunido dura o tiernamente en sus figuras, son los fragmentos de una realidad absolutamente extraña al lenguaje. El milagro de esta transformación hace del estilo una suerte de operación supraliteraria que arrastra al hombre hasta el umbral del poder y de la magia. Por su origen biológico, el estilo se sitúa fuera del arte, esto es, fuera del pacto que liga al escritor con la sociedad. Podemos imaginar por tanto a autores que prefieran la seguridad del arte a la soledad del estilo. Gide es el prototipo del escritor sin estilo cuya manera artesanal explota el placer moderno de cierto ethos clásico, como Saint-Saëns rechaza a Bach o Poulenc a Schubert. En contraposición, la poesía moderna –la de Hugo, Rimbaud o Char– está saturada de estilo y es arte sólo por referencia a una intención de la Poesía. La Autoridad del estilo, es decir, el lazo absolutamente libre del lenguaje y de su doble carnal, impone al escritor como un Frescor por encima de la Historia.

El horizonte de la lengua y la verticalidad del estilo dibujan pues, para el escritor, una naturaleza, ya que no elige ni el uno ni el otro. La lengua funciona como una negatividad, el límite inicial de lo posible; el estilo es una Necesidad que anuda el humor del escritor a su lenguaje. Encuentra allí la familiaridad de la Historia y aquí la de su propio pasado. En ambos casos se trata realmente de una naturaleza, es decir, de una gesticulación familiar, donde la energía es sólo de orden operatorio, se emplea aquí para enumerar, allí para transformar, pero nunca para juzgar o significar una elección.

Ahora bien, toda forma es también valor; por lo que, entre la lengua y el estilo, hay espacio para otra realidad formal: la escritura. En toda forma literaria existe la elección general de un tono, de un ethos si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza claramente porque es donde se compromete. Lengua y estilo son antecedentes de toda problemática del lenguaje, lengua y estilo son el producto natural del Tiempo y de la persona biológica; pero la identidad formal del escritor sólo se establece realmente fuera de la instalación de las normas de la gramática y de las constantes del estilo, allí donde lo continuo escrito, reunido y encerrado primeramente en una naturaleza lingüística perfectamente inocente se va a convertir finalmente en un signo total, en la elección de un comportamiento humano, en la afirmación de cierto Bien, comprometiendo así al escritor en la evidencia y la comunicación de una felicidad o de un malestar, y ligando la forma a la vez normal y singular de su palabra a la amplia Historia del otro. Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto de solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función: es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes crisis de la Historia. Por ejemplo, Merimée y Fénelon están separados por fenómenos de lengua y por accidentes de estilo; sin embargo, practican un lenguaje cargado de la misma intencionalidad, se refieren a una misma idea de la forma y del fondo, aceptan un mismo orden de convenciones, son el encuentro de los mismos reflejos técnicos, emplean con los mismos gestos, a un siglo y medio de distancia, un instrumento idéntico, sin duda un poco modificado en su aspecto, pero en modo alguno en su situación o en su uso: en suma, tienen la misma escritura. Por el contrario, casi contemporáneos, Merimée y Lautréamont, Mallarmé y Céline, Gide y Queneau, Claudel y Camus, que hablaron o hablan el mismo estado histórico de nuestra lengua, utilizan escrituras profundamente diferentes; todo los separa –el tono, la elocución, el fin, la moral, lo natural de su palabra–, de tal modo que la comunidad de época y de lengua es poca cosa en relación con escrituras tan opuestas y definidas por su misma oposición.

En efecto, estas escrituras son distintas pero comparables, porque han sido originadas por un movimiento idéntico: la reflexión del escritor sobre el uso social de su forma y la elección que asume. Colocada en el centro de la problemática literaria, que sólo comienza con ella, la escritura es por lo tanto esencialmente la moral de la forma, la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje. Pero esta área social no es de ningún modo la de un consumo efectivo. Para el escritor no se trata de elegir el grupo social para el que escribe: sabe que, salvo por medio de una Revolución, no puede tratarse sino de una misma sociedad. Su elección es una elección de conciencia, no de eficacia. Su escritura es un modo de pensar la Literatura, no de extenderla. O mejor aún: porque el escritor no puede de ningún modo modificar los datos objetivos del consumo literario (estos datos puramente históricos se le escapan, incluso si es consciente de ellos), transporta voluntariamente la exigencia de un lenguaje libre a las fuentes de ese lenguaje y no al momento de su consumo. Por eso la escritura es una realidad ambigua: por una parte nace, sin duda, de una confrontación del escritor y de su sociedad; por otra, remite al escritor, por una suerte de transferencia trágica, desde esa finalidad social hasta las fuentes instrumentales de su creación. No pudiendo ofrecerle un lenguaje libremente consumido, la Historia le propone la exigencia de un lenguaje libremente producido.

De esta manera la elección, y luego la responsabilidad de una escritura, designan una Libertad, pero esta libertad no tiene los mismos límites en los diferentes momentos de la Historia. Al escritor no le está dado elegir su escritura en una especie de arsenal intemporal de formas literarias. Bajo la presión de la Historia y de la Tradición se establecen las posibles escrituras de un escritor dado: hay una Historia de la Escritura, pero esa Historia es doble: en el momento en que la Historia general propone –o impone– una nueva problemática del lenguaje literario, la escritura permanece todavía llena del recuerdo de sus usos anteriores, pues el lenguaje nunca es inocente: las palabras tienen una memoria segunda que se prolonga misteriosamente en medio de las significaciones nuevas. La escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo, es esa libertad recordante que sólo es libertad en el gesto de elección, no ya en su duración. Sin duda puedo hoy elegirme tal o cual escritura, y con ese gesto afirmar mi libertad, pretender un frescor o una tradición; pero no puedo ya desarrollarla en una duración sin volverme poco a poco prisionero de las palabras del otro e incluso de mis propias palabras. Una obstinada remanencia, que llega de todas las escrituras precedentes y del pasado mismo de mi propia escritura, cubre la voz presente de mis palabras. Toda huella escrita se precipita como un elemento químico, primero transparente, inocente y neutro, en el que la simple duración hace aparecer poco a poco un pasado en suspensión, una criptografía cada vez más densa.

Como Libertad, la escritura es sólo un momento. Pero ese momento es uno de los más explícitos de la Historia, ya que la Historia es siempre, y ante todo, una elección y los límites de esa elección. Y porque la escritura deriva de un gesto significativo del escritor, roza la Historia más sensiblemente que cualquier otro corte de la literatura. La unidad de la escritura clásica, homogénea durante siglos, la pluralidad de las escrituras modernas, multiplicadas desde hace cien años hasta el límite mismo del hecho literario, esa forma de estallido de la escritura francesa corresponde a una gran crisis de la Historia total, visible de modo mucho más confuso en la Historia literaria propiamente dicha. Lo que separa el “pensamiento” de un Balzac del de un Flaubert es una variación de escuela; lo que opone sus escrituras es una ruptura esencial, en el instante mismo en que dos estructuras económicas se imbrican, arrastrando en su articulación cambios decisivos de mentalidad y de conciencia.

Escrituras políticas

Todas las escrituras presentan un aspecto de cerco que es extraño al lenguaje hablado. La escritura no es en modo alguno un instrumento de comunicación, no es la vía abierta por donde sólo pasaría una intención del lenguaje. Es todo un desorden que se desliza a través de la palabra y le da ese ansioso movimiento que lo mantiene en un estado de eterno aplazamiento. Por el contrario, la escritura es un lenguaje endurecido que vive sobre sí mismo y de ningún modo está encargado de confiar a su propia duración una sucesión móvil de aproximaciones, sino que, por el contrario, debe imponer, en la unidad y la sombra de sus signos, la imagen de una palabra construida mucho antes de ser inventada. Lo que opone la escritura a la palabra es el hecho de que la primera siempre parece simbólica, introvertida, vuelta ostensiblemente hacia una pendiente secreta del lenguaje, mientras que la segunda no es más que una duración de signos vacíos cuyo movimiento es lo único significativo. Toda la palabra está encerrada en ese desgaste de las palabras, en esa espuma siempre arrastrada más lejos, y no hay palabra sino allí donde el lenguaje funciona evidentemente como una voracidad que sólo tomaría la extremidad móvil de las palabras; la escritura, por el contrario, está siempre enraizada en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un germen y no como una línea, manifiesta una esencia y amenaza con un secreto, es una contracomunicación, intimida. Encontraremos entonces, en toda escritura, la ambigüedad de un objeto que es a la vez lenguaje y coerción: existe en el fondo de la escritura una “circunstancia” extraña al lenguaje, como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje. Esa mirada puede muy bien ser una pasión del lenguaje, como en la escritura literaria; puede también ser la amenaza de un castigo, como en las escrituras políticas: la escritura está entonces encargada de unir con un solo trazo la realidad de los actos y la idealidad de los fines. Por ello, el poder o la sombra del poder siempre acaba por instituir una escritura axiológica, donde el trayecto que separa habitualmente el hecho del valor está suprimido en el espacio mismo de la palabra, dado a la vez como descripción y como juicio. La palabra se hace excusa (es decir, un “otra parte” y una justificación). Esto, que es verdadero para las escrituras literarias, donde la unidad de los signos está incesantemente fascinada por las zonas de infra o de ultralenguaje, lo es más aún para las escrituras políticas, donde la excusa del lenguaje es al mismo tiempo intimidación y glorificación: efectivamente, el poder o el combate son los que producen los tipos más puros de escritura.

Veremos más adelante que la escritura clásica manifestaba ceremonialmente la implantación del escritor en una sociedad política particular y que hablar como Vaugelas fue, en un primer momento, ligarse al ejercicio del poder. Si la Revolución no modificó las normas de esta escritura, porque el personal pensante seguía siendo de todos modos el mismo y sólo pasaba del poder intelectual al poder político, las excepcionales condiciones de la lucha produjeron sin embargo, en el seno mismo de la gran Forma clásica, una escritura propiamente revolucionaria, no por su estructura, más académica que antes, sino por su cercamiento y su doble: el ejercicio del lenguaje ligándose, como nunca había sucedido todavía en la Historia, con la Sangre vertida. Los revolucionarios no tenían ninguna razón para querer modificar la escritura clásica, no pensaban de ningún modo poner en tela de juicio la naturaleza del hombre y menos aún su lenguaje; un “instrumento” heredado de Voltaire, de Rousseau o de Vauvenargues no podía parecerles comprometido. La singularidad de las situaciones históricas formó la identidad de la escritura revolucionaria. En algún lugar, Baudelaire habló de la “verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida”. La Revolución fue, por excelencia, una de esas grandes circunstancias en que la verdad, por la sangre que cuesta, se hace tan pesada que requiere, para expresarse, las formas mismas de la amplificación teatral. La escritura revolucionaria fue ese gesto enfático que era el único que podía continuar el cadalso cotidiano. Lo que hoy parece exageración era entonces la medida de la realidad. Esta escritura que tiene todos los signos de la inflación fue una escritura exacta: nunca el lenguaje fue menos inverosímil y menos impostor. Ese énfasis no era solamente la forma moldeada sobre el drama; era también su conciencia. Sin ese extravagante drapeado, propio de todos los grandes revolucionarios, que le permitió al girondino Guadet, detenido en Saint-Émilion, declarar, sin ser ridículo porque iba a morir: “Sí, soy Guadet. Verdugo, haz tu oficio. Lleva mi cabeza a los tiranos de la patria. Los hizo siempre palidecer: cortada, les hará empalidecer más aún”, la Revolución no hubiera podido ser ese acontecimiento mítico que fecundó la Historia y toda idea futura de la Revolución. La escritura revolucionaria fue como la entelequia de la leyenda revolucionaria: intimidaba e imponía una consagración cívica de la Sangre.


La escritura marxista es otra. Aquí el cerco de la forma no surge de una amplificación retórica ni del énfasis de la elocución, sino de un léxico tan particular y tan funcional como un vocabulario técnico; incluso las metáforas están severamente codificadas. La escritura revolucionaria francesa siempre fundaba un derecho sangriento o una justificación moral; en su origen, la escritura marxista está dada como un lenguaje del conocimiento; aquella escritura es unívoca porque está destinada a mantener la cohesión de una Naturaleza; la identidad lexical de esta escritura le permite imponer una estabilidad de las explicaciones y una permanencia del método; sólo en los extremos de su lenguaje el marxismo alcanza comportamientos puramente políticos. Así como la escritura revolucionaria francesa es enfática, la marxista es litótica, ya que cada palabra es sólo una exigua referencia al conjunto de los principios que la soportan sin confesarlo. Por ejemplo, la palabra “implicar”, frecuente en la escritura marxista, no tiene el sentido neutro del diccionario; alude siempre a un proceso histórico preciso, es como un signo algebraico que representaría todo un paréntesis de postulados anteriores.

Ligada a una acción, la escritura marxista se hizo rápidamente, de hecho, un lenguaje del valor. Este carácter, ya visible en Marx, cuya escritura por lo general sigue siendo explicativa, invadió completamente la escritura estalinista triunfante. Ciertas nociones, formalmente idénticas y que el vocabulario neutro no designaría dos veces, están escindidas por el valor, y cada lado se une a una palabra distinta: por ejemplo, “cosmopolitismo” es la palabra negativa de “internacionalismo” (ya en Marx). En el universo estaliniano, donde la definición, es decir, la separación del Bien y del Mal, ocupa todo el lenguaje, ya no hay palabras sin valor, y la escritura tiene finalmente por función llevar a cabo la economía de un proceso: no hay ya aplazamiento entre la denominación y el juicio, y el cerco del lenguaje es perfecto puesto que, finalmente, un valor es dado como explicación de otro valor; por ejemplo, se dirá que tal criminal desplegó una actividad perjudicial a los intereses del Estado, lo que equivale a decir que un criminal es quien comete un crimen. Vemos que se trata de una verdadera tautología, procedimiento constante de la escritura estaliniana. Ésta, en efecto, no trata de fundar una explicación marxista de los hechos, sino de dar lo real bajo su forma juzgada, imponiendo una lectura inmediata de las condenas: el contenido objetivo de la palabra “desviacionista” es de orden penal. Si dos desviacionistas se reúnen se vuelven “fraccionistas”, lo que no corresponde a una falta objetivamente diferente, sino a una agravación de la pena. Se puede inventariar una escritura propiamente marxista (la de Marx y Lenin) y una escritura del estalinismo triunfante (la de las democracias populares); hay ciertamente también una escritura trotskista y una escritura táctica que es, por ejemplo, la del comunismo francés (sustitución de “pueblo”, usada después de “buena gente”, por “clase obrera”, voluntaria ambigüedad de los términos “democracia”, “libertad”, “paz”, etcétera).

No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se creyera de él: una historia de las escrituras políticas constituiría, por lo tanto, la mejor de las fenomenologías sociales. Por ejemplo, la Restauración elaboró una escritura de clase, gracias a la cual, la represión se daba inmediatamente como una condena surgida espontáneamente de la “Naturaleza” clásica: los obreros reivindicadores eran siempre “individuos”, los rompehuelgas, “obreros tranquilos”, y la servilidad de los jueces se transformaba en la “vigilancia paterna de los magistrados” (en nuestros días, por un procedimiento análogo, el “golismo” llama “separatistas” a los comunistas). Vemos aquí que la escritura funciona como una buena conciencia y que tiene por misión hacer coincidir fraudulentamente el origen del hecho y su avatar más lejano, dando a la justificación del acto la caución de su realidad. Este hecho de escritura es por otra parte propio de todos los regímenes autoritarios; es lo que se podría llamar la escritura policial: se conoce, por ejemplo, el contenido eternamente represivo de la palabra “Orden”.


Esprit Temps Modernes

Esta duplicidad de las escrituras intelectuales de hoy está acentuada por el hecho de que, a pesar de los esfuerzos de la época, la Literatura nunca pudo ser enteramente liquidada: forma un horizonte verbal siempre prestigioso. El intelectual no es más que un escritor mal transformado y, a menos que se sumerja y se convierta para siempre en un militante que ya no escribe (algunos lo hicieron, por definición olvidados), no puede sino volver a la fascinación de escrituras anteriores, transmitidas a partir de la Literatura como un instrumento intacto y pasado de moda. Por lo tanto, estas escrituras intelectuales son inestables, siguen siendo literarias –en la medida en que son impotentes– y sólo son políticas por su obsesión de compromiso. En suma, se trata todavía de escrituras éticas en las que la conciencia del escribiente (no nos atrevemos a decir del escritor) encuentra la imagen apaciguante de la salvación colectiva.

Pero, del mismo modo en que, en el estado presente de la Historia, toda escritura política sólo puede confirmar un universo policial, toda escritura intelectual puede instituir únicamente una paraliteratura que no se atreve a decir su nombre. Están en un callejón sin salida, sólo pueden remitir a una complicidad o a una impotencia, es decir, de todos modos, a una alienación.