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Desde la torre

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Francisco de Quevedo

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Índice

 

El sueño del infierno, de Francisco de Quevedo y Villegas,
por eduardo ramos-izquierdo

 

El sueño del infierno

 

El mundo por de dentro

 

El sueño de la muerte

 

Cronología







Prólogo

 

El sueño del infierno, de Francisco de Quevedo y Villegas

 

 

Inteligente hasta las uñas, maestro del ingenio y la agudeza, mordaz, Quevedo es uno de los faros más intensos del Siglo de Oro español. Su pluma recrea literariamente la España de su época con la diversidad de sus conflictos religiosos, ideológicos y raciales, para hacerla trascender más allá de sus fronteras y su tiempo. Escritor de contrastes que nos hereda un universo lírico-poético pero, a la vez, una visión crítica de la realidad y del sentido grotesco del mundo, no exenta de una reflexión metafísica.

A diferencia de su acérrimo rival Luis de Góngora (1561-1627), cuya obra tuvo que esperar una revalorización hasta los albores del siglo xx, la obra de Quevedo nunca cae en el olvido desde su concepción en el siglo xvii. Obra vasta y compleja, densa e innovadora, es sin lugar a dudas la de un artífice mayor de la lengua que ha influido en la literatura occidental y en particular en algunos de los más grandes escritores de lengua española del siglo pasado como Unamuno o Valle Inclán, o en las latitudes de nuestra Iberoamérica, en Borges, Neruda y Paz

Huérfano de padre a temprana edad, Quevedo estudió en el colegio de los jesuitas en Madrid y más tarde en las universidades de Alcalá y Valladolid. A lo largo de su vida persiste una duplicidad, la del escritor y artista junto a la del diplomático y cortesano. Su vida en la Corte es harto activa: amigo y consejero del Duque de Osuna en Italia; acompañante de Felipe IV en varios viajes y más tarde su secretario; colaborador de Olivares antes de ser víctima del mismo.

El par de copias del retrato hecho por Diego de Velázquez que se conservan nos muestran a un Quevedo poco agraciado físicamente. Sabemos que tenía los pies deformes, que era muy corto de vista, casi ciego y, según Astrana, que portaba una barba roja. Conocido es también su carácter a veces agrio, violento y quizá injusto, capaz de la sátira destructora y el insulto cruel.

A diferencia de Lope, Quevedo fue un hombre secreto que supo preservar su intimidad, lo que ha dado motivo a variadas leyendas. Poco conocemos de su vida sentimental y no es de excluir que en sus poemas de amor haya sembrado falsas pistas. No obstante, algunas fuentes nos precisan un efímero matrimonio y su unión con “la Ledesma”, de quien tuvo algunos hijos. Por otra parte, sabemos con certeza de su vida contrastada de cortesano y de varios encarcelamientos, en particular, de uno más largo que precede su muerte. Es claro que fue acusado de algo grave; sin embargo, algunas dudas caben en cuanto al motivo de su prisión: ¿ateo e infiel o enemigo del gobierno y traidor? No es de extrañar que al final de su vida haya sido invadido por la melancolía y por un pesimismo nihilista.

Su obra, de plena intensidad barroca, nunca deja de admirar y sorprender al lector con sus acrobacias estilísticas y conceptos; sus quiasmos y antítesis; sus hipérboles e imágenes; sus nutridas enumeraciones como fachadas churriguerescas; sus efectos de claroscuro como en los mejores cuadros de Rembrandt o Velázquez. Su estilo dinámico refleja esa época de brillo y esplendor, pero también dislocada y agónica de la dinastía de los Habsburgo.

La producción vasta y plurigenérica de Quevedo comprende la poesía (tanto lírica y refinada como obscena, satírica y escatológica); la prosa (de ficción, crítica, filosófica, moral, histórica y política); y alguna incursión en el género dramático. El contraste la caracteriza: es autor de obras ascéticas y estoicas, pero también de sátiras bajas y soeces; de los apasionados sonetos a Lisi y de cáusticas caricaturas de mujer. En su escritura se aprecia una erudición densa y variada, producto del refugio fértil de la soledad.

El volumen que conocemos en la actualidad como los Sueños fue impreso por primera vez en 1627. Reunió cinco textos escritos entre 1605 y 1622: El sueño del Juicio Final (1605), El alguacil endemoniado (1605-1608), El sueño del infierno (1608), El mundo por de dentro (dedicatoria al duque de Osuna de 1612) y el Sueño de la muerte (1622). A estas prosas tradicionalmente se asocia La hora de todos y la fortuna con seso (1635 y publicada póstumamente en 1650).

Los Sueños son una serie de bocetos que representan el mundo del más allá. Su materia es un nuevo eslabón en la tradición de las célebres visiones como el Sueño de Escipión de Cicéron o la Divina Comedia de Dante. Si Quevedo comparte con el florentino simpatías, principalmente en el Sueño del infierno (el viaje, las visiones infernales, la categorización de los pecadores, entre otras), notables son también las diferencias. El sueño de Quevedo es una obra en prosa de juventud; su exposición es menos sistemática en la categorización de los condenados y en la simbólica de los números que Dante impone tanto a sus espacios circulares como a la estructura en cantos y versos; sus visiones son más caricaturescas que trágicas. Por otra parte, es de importancia recordar que las sátiras en el Sueño del infierno siguen la tradición de las sátiras de oficios y estados, de origen popular, de las danzas de la muerte medievales.

Si el infierno quevediano refrenda la imagen medieval cristiana, es ante todo una proyección de la sociedad española de la época con su amplia gama de personajes y tipos descritos con tintes picarescos y crueles. En su escritura es claro un efecto de distorsión y exageración en un ámbito en que todo parece posible y en el que, dada su naturaleza sobrenatural, nada exige una justificación preliminar.

El Sueño del infierno (conocido también con el título de Las zahúrdas de Plutón) es el más extenso y el de mayor variedad temática con respecto a sus aláteres. Un breve prólogo, con un adarme agresivo, es dirigido “al ingrato y desconocido lector”; en él, lo insta a que tome su parte del infierno y se anticipa a la crítica al aclarar su intención de no atacar al decoro de las personas, pues solo reprende los vicios. En el texto propiamente dicho, observamos que el autor es también el narrador y el protagonista de la historia. Este narrador-protagonista, agudo observador de las visiones infernales, carece, a diferencia de la Comedia dantesca, de un acompañante o guía a lo largo de su recorrido, a pesar de que en un principio nos explicita la guía del “Ángel de mi guarda”.

Se pueden distinguir tres momentos principales: el inicio y la elección, el recorrido por la senda y el deambular por el infierno. El primero, el más breve de los tres, nos muestra un inicio o incipit en el que el autor se encuentra en “un lugar favorecido por la naturaleza” conforme al tópico del locus amoenus (lugar ameno). Al buscar alguna compañía descubre dos sendas que parten de dicho lugar: la de la derecha “angosta”, “llena de abrojos, y asperezas y malos pasos” en la que se avanza con dificultad; y la otra, a la izquierda, más amplia y placentera, que es la que el protagonista elige tomar. Quevedo recupera así el tópico de las dos vías o bivium que ya Jenofonte había puesto como dilema a Hércules y que también la tradición cristiana especifica en los Evangelios (Mateo 7, 13-14). Es claro pues el sentido alegórico de las sendas: la de la virtud y la del pecado.

La etapa intermedia del texto corresponde al recorrido por esa senda harto más atractiva al principio que es la del vicio. En ella descubrimos carrozas, caballos y gente lujosamente vestida. Más tarde aparecen los primeros oficios como el de los sastres, joyeros, mercaderes y taberneros. Caso particular es el de los hipócritas que comprende varias categorías. Por fin, el sendero se angosta y toda la muchedumbre, sin percatarse, va a parar al infierno.

La tercera parte describe específicamente ese recorrido por el averno en el que asistimos a una serie de cuadros independientes, que alcanzan su unidad gracias a la presencia del protagonista y en donde aparecen paulatinamente los principales gremios: sastres, cocheros, bufones —por su oficio o por sus actos—, zapateros, pasteleros. En la presentación de cada nuevo gremio se distinguen a los diablos que lo acompañan. Es notoria la función plural de éstos en el texto: una primera es la de ser los interlocutores del protagonista, pues ellos son quienes le explican las categorías de los atormentados y las causas de su encierro; otra, obviamente, la de ser los verdugos de los réprobos; otra, nos permite ver cómo les cantan sus verdades a los condenados, con lo que al tormento físico se añade otro de tipo psicológico-moral al insistir en las faltas que motivaron el encierro. A notar lo paradójico en el texto entre la naturaleza de los demonios, representantes del mal, y el contenido de sus discursos, sermones del más puro orden didáctico y moral.

Entre los encuentros del protagonista se distinguen dos casos singulares. El del librero, un personaje conocido del autor (cuyo nombre no revela) que se ha condenado por lo que vende en su tienda, «el burdel de los libros». Por otra parte, el caso del hidalgo muestra el vano alcance de las pretensiones y constituye una lección moral sobre la inconsistencia de la honra mundana y del aparentar, no exento de una aguda ridiculización de la nobleza.

El espacio recorrido por el protagonista está descrito de una forma vaga ya que deambula a través de un ámbito anónimo de bóvedas, pasadizos, corrales, zahúrdas, charcos, dehesas, escalones, puertas. Como resultado de la imprecisión del lugar, en ese «desesperado palacio» se percibe un universo cerrado y opresivo que resulta angustioso.

Nuevos grupos de condenados son descubiertos por el protagonista, reunidos —más que por sus oficios— por sus actitudes morales. Así pues, después de las prototípicas y tradicionales dueñas, aparecen los necios y sobre todo una serie de curiosos condenados que se designan por expresiones: los de “oh quién hubiera”, los de “Dios es piadoso” y los “muertos de repente”.

Siguen a los anteriores otros ejemplos de oficios (tintoreros, taberneros, boticarios, barberos) antes de exhibir a otros grupos constituidos a partir de particularidades físicas (los zurdos y las mujeres feas) para terminar con el caso del que se atormenta a sí mismo. De pronto se interrumpe la visión caleidoscópica en el encuentro con Judas, primer caso de condenado reconocible por su nombre. El diálogo resulta un pretexto para alusiones e invectivas satíricas –harto afines al sentir religioso de la época– contra los judíos y herejes. Interesante es notar que Judas se justifica en una autoapología dialéctica al señalar cómo su traición ha servido como medio para la salvación de todo el mundo. Borges amplificará más tarde esta idea en alguna de sus célebres ficciones.

Ágil y vivaz resulta la presentación de las damas hermosas, los malos letrados y los enamorados (“destruidos por pensequé”) que prepara la aparición de los poetas, cuyo número es abusivo (“cien mil dellos en una jaula”) y son llamados los “orates” en el infierno. La caricatura de uno de ellos es una burla grotesca del oficio: el condenado maldice la rima que le forzó a decir cosas contrarias a lo que quería expresar de una dama, descrita como “absoluta” y que “por dar fin al cuarteto, la hice puta”.

Un cambio de ritmo en la descripción de los condenados se aprecia al evocar los temas de la astrología y de la alquimia, harto escabrosos en la sociedad contemporánea a Quevedo, regida bajo las estrictas normas de la Inquisición. Efecto de hipertrofia barroca de la enumeración, abundan pues las menciones de personajes por sus nombres propios en una prolija relación de los herejes antes y después de Cristo conforme a la tradición de los humanistas como Philastrius y Ravisius Textor. El estilo y la densidad referencial en esta parte –que anticipan la referencialidad borgesiana– contrastan ampliamente con la fluidez de los cuadros y diálogos de las páginas anteriores.

La tríada religiosa abominable para el catolicismo español se inicia con Judas y se completa con Mahoma y Lutero. La presentación del profeta islámico es grotesca, y su mofa juguetea con las prohibiciones del vino y el tocino. En el diálogo con Lutero, situado entre otros herejes “hinchado como un sapo y blasfemando”, el protagonista esta vez no vitupera las prohibiciones alimenticias, sino que argumenta contra la reprobación al culto de las imágenes y los efectos de la Redención.

El sueño concluye con la visita final al camarín de Lucifer, centro del poder de la corte infernal, decorado con diversos tipos de condenados: cornudos, alguaciles, médicos, aduladores y algunas doncellas (asaz particulares) “con los virgos fiambres”, es decir, con la virginidad inútil y seca. El protagonista sale espantado y de manera abrupta, como si realmente despertara de una pesadilla. Su reacción difiere de manera ostensible de aquella del Sueño del Juicio Final —en donde al final del texto reía a carcajadas—, ya que esta vez alecciona al lector instándolo a una conducta virtuosa que le evitará la nefasta morada.

Ese Quevedo noble y político ambicioso; tan humanista, poeta y erudito; tan chocarrero, ingenioso y maquiavélico; tan lírico, cáustico e insolente; tan barroco, conceptista y desengañado de la vanidad del mundo. Ese Quevedo del siglo xvii, que es también el siglo de Cervantes, Góngora, Lope, Calderón y Sor Juana; de Shakespeare, Jonson y Webster; de Corneille, Molière y Racine; del Greco, Rubens, Velázquez y Rembrandt.

Si ya la crítica ha señalado que las visiones ultraterrenas de Quevedo sugieren los óleos de Bosch —ciertamente pudo haberlos conocido en las colecciones reales—, yo quisiera insistir en sus asombrosos reflejos en la posterior obra de Goya, tanto en las escenas satíricas de los grabados (Caprichos) como en esos personajes y masas grotescamente humanas de ciertos óleos (Pinturas de la Quinta del Sordo).

En el Sueño del infierno es clara la repugnancia frente a las figuras demoníacas y los tormentos; pero ese horror es menor frente a la visión lúcida y reveladora o a la sátira aguda y universal. El infierno expresado por un artista es una concepción humana y un espejo deformante a partir de la realidad. Casi cinco siglos han pasado desde la composición del Sueño quevedesco y sin duda algunos aspectos de su visión nos pueden parecer de otro tiempo; no obstante, en la lectura comprobamos que las más de las veces sus sátiras son, por fortuna o por desgracia, profundamente actuales e ineludibles en la sociedad en la que nos ha tocado vivir y acaso sufrir.

eduardo ramos-izquierdo

 

EL SUEÑO DEL INFIERNO