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Dedicatoria

PRÓLOGO, por JAIME LABASTIDA

TEATRO DE MÉXICO

ENVÍO

PRIMERA PARTE

EL ANTIGUO ORDENAMIENTO

1. LOS ENTRAMADOS SEMIÓTICOS O FIESTAS DE MÉXICO

2. LAS REPRESENTACIONES SAGRADAS

3. LAS REPRESENTACIONES SAGRADAS O FIESTAS PREHISPÁNICAS: MAQUETAS VIVAS DEL DEVENIR UNIVERSAL

4. LAS CATEGORÍAS DE LOS PARTICIPANTES-ACTORES

5. EL CALENDARIO RITUAL CATÓLICO Y SUS REPRESENTACIONES SAGRADAS

6. LAS CONQUISTAS

7. EL TEATRO EVANGELIZADOR EN NÁHUATL Y EN OTRAS LENGUAS

8. DOCE DE JUNIO DE 1539

9. EL FIN DE LA UTOPÍA

SEGUNDA PARTE

CAMBIO DE PIEL

10. LAS LEYES DE INDIAS

11. ATLTEPETL Y CALPULLI: FIESTA Y DIOS

TERCERA PARTE

EL TEATRO RITUAL POPULAR MEXICANO. VIAJES POR LOS SUBSUELOS DE MÉXICO

12. LA FIESTA DEL CARNAVAL

13. LA COMPLEJA FIESTA DE SEMANA SANTA

14. LAS GUERRAS FINGIDAS, CONCERTADAS

15. LOS DOCE PARES DE FRANCIA

16. SAN FRANCISCO

17. EL “GRITO”

18. LAS MALINCHES

19. NUESTRA ÚNICA FIESTA DE LOS MUERTOS

20. LA MAYOR DE LAS FIESTAS: GUADALUPE

21. LA PASTORELA

22. LA FIESTA DE LA ADORACIÓN DE LOS REYES

CUARTA PARTE

¿QUÉ PODEMOS HACER?

23. CUADERNOS DE COLOQUIO

FINIS

RECONOCIMIENTOS Y AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

ANEXO A

ANEXO B: COLOQUIO DE LA ADORACIÓN DE LOS REYES

artes

TEATRO SAGRADO

Los “coloquios” de México

por

MIGUEL SABIDO

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

PN2312

S33
2014       Sabido, Miguel

Teatro sagrado : los «coloquios» de México / por Miguel Sabido. — México : Siglo XXI Editores, 2014.

1 recurso digital. — (Artes)

ISBN-13-e: 978-607-03-0797-3

1. Teatro – México – Historia – Siglo XVII. 2. Teatro – Aspectos religiosos. 3. Drama religioso mexicano – Historia y crítica. I. t. II. Ser.

primera edición, 2014; segunda edición, 2016
primera edición electrónica, 2016
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn-e: 978-607-03-0797-3

derechos reservados conforme a la ley

A mi padre, que me llevó a bailar a Chalma
“Los doce pares de Francia” a los seis años
.

Y a todos los “mayordomos” indígenas
que durante cuatrocientos años,
de manera heroica y silenciosa
han defendido el TEATRO SAGRADO de México
.

Sin la desinteresada colaboración del doctor Miguel León-Portilla, del poeta Jaime Labastida, de don Adolfo Castañón y del doctor Alberto Morales Damián este libro no se hubiera publicado. Gracias.

PRÓLOGO

Este libro nos arroja al rostro una serie de interrogantes que acaso nunca podamos despejar. Al propio tiempo, nos propone un haz de problemas dignos de la mayor atención. En especial, creo, el que se refiere a la manera como se ha producido, en México, el proceso de la aculturación.1 Se reduce, y hasta el absurdo en ocasiones, el efecto del encuentro brutal entre los pueblos amerindios y los conquistadores españoles. Por un lado, se dice que la cultura prehispánica fue cortada de tajo y que se impuso a los pueblos sometidos la lengua y las costumbres de los europeos. Por otro, se afirma, no sin razón, que la nuestra es una cultura mestiza, híbrida, el fruto de la unión entre dos visiones no sólo diferentes sino incluso opuestas del mundo. Las dos tesis, contradictorias, poseen una gran dosis de verdad. A pesar de haber sido sometida, la cultura, la lengua y la visión mítica de los pueblos amerindios está aún viva en nuestro país, por un lado. Por otro, no se puede reducir un fenómeno complejo (la construcción del México actual) a la mera suma de dos elementos.

Las dos tesis se apoyan en causas y hechos de no poco peso. ¿Cuál de las dos debe prevalecer? Es cierto que la Corona española insistió, a lo largo del virreinato, en la necesidad de enseñar la lengua española a las comunidades amerindias, pero no es menos cierto que los misioneros no acataron las órdenes reales: aprendieron las lenguas nativas y adoctrinaron en ellas a los pueblos de Mesoamérica. Por esta causa disponemos de un gran número de diccionarios y gramáticas de las lenguas náhuatl, otomí, purépecha, maya, cahita o zapoteca.2 En tan to que las comunidades pudieron conservar sus tierras y costumbres, su cultura se mantuvo.

A pesar de la agresión de que han sido objeto, las comunidades originarias guardan muchos aspectos de su visión mítica. No omito subrayar que en los dos siglos de vida independiente, la mayoría nacional hispanohablante ha minado la base material de las comunidades amerindias de manera brutal y en proporción mayor a la destrucción que ocurrió en los tres siglos del virreinato. Las Nuevas Leyes de Indias, promovidas por Bartolomé de Las Casas, dividieron a la población de la Nueva España en dos segmentos. Por un lado, la República de los Indios; por otro, la República de los Españoles, sin que una pudiera tocar a la otra. Tras de la Independencia, por las Leyes de Reforma, las tierras comunales fueron poco a poco desamortizadas, quiero decir, entraron en la circulación mercantil. Las leyes de la república concedieron a los habitantes de la nación una sola categoría jurídica, la de ciudadanos. La población dejó de segmentarse en españoles (sean peninsulares o criollos), indios y castas, para adquirir la condición de mexicanos. Se estableció, por lo tanto, la igualdad de todos ante la ley (tal vez una igualdad ficticia, imaginada).

En Teatro sagrado, Miguel Sabido nos muestra la persistencia de un diálogo entre la cultura amerindia y la europea y pone ante los ojos fenómenos culturales que persisten a lo largo de más de cinco siglos. ¿Qué sucede?, preguntemos. México es complejo y plural. Hay un México híbrido, mestizo, no cabe la menor duda. Pero ese México híbrido no es sólo el que está formado por la mayoría nacional, la que habla español. Hay en México muchos Méxicos, híbridos y complejos. Entre otros, aquel México profundo, soterrado, que vive y que se expresa por todos los poros de la nación. Lo integran diversas etnias amerindias, que tampoco son ni pueden ser ya homogéneas porque han recibido, con matices diferentes, el impacto occidental.

No podemos olvidar que los pueblos amerindios siguen vivos, que su lengua y su cultura están presentes en la vida del país. El Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali) ha levantado un censo extraordinario por el que se informa, con todo detalle, el número y el lugar donde se localizan los hablantes de once familias lingüísticas amerindias. Estas once familias, a su vez, se dividen en sesenta y ocho agrupaciones lingüísticas (tradicionalmente llamadas lenguas), que se fragmentan en trescientas sesenta y cuatro variantes lingüísticas.3 Así, los hablantes de lenguas originales, monolingües o multilingües, ascienden a cerca del diez por ciento de la población de nuestro país. La cifra oscila alrededor de diez millones de personas, o sea, cuatro veces superior a la que sumaban los habitantes del territorio en el año aciago de 1521 en el que Cortés y sus huestes culminaron la conquista del señorío mexica de Tenochtitlan. Por lo tanto, hay que saber cómo vive cada uno de esos pueblos y cómo ha hecho suya la impronta occidental. Las variantes abundan. Los yaquis y los mayos de Sonora y Sinaloa se entreveran con la población mestiza, cultivan tierras de regadío y usan tractores modernos. Los tarahumaras habitan en las barrancas agrestes de la sierra de Chihuahua. Los coras y huicholes viven en los parajes de la Mesa del Nayar y conservan, casi intactas, sus costumbres y lenguas. Los tzeltales y los tzotziles, dispersos por los Altos de Chiapas, se visten con cotones de lana. Las mujeres nahuas de la Sierra de Puebla adornan sus vestidos blancos con corales sintéticos que vienen de Japón. A su vez, las indígenas incas de Ecuador y Perú se tocan con sombreros de fieltro, por supuesto que occidentales.

Estos pueblos han asimilado algunos rasgos de la cultura occidental y la han incorporado en su visión del mundo. Coras y huicholes asumen, pongo por caso, en el tronco vital de su cultura, ciertos aspectos de la religión cristiana, pero la han transformado en algo propio. Para ellos, en la Semana Santa, Cristo equivale al Sol y los judíos que cubren su cuerpo con betún, que lo persiguen y lo crucifican, son los astros que por la tarde y la noche lo opacan y lo matan.4 Estas muertes son, si se puede decir así, de carácter simbólico (o mejor, mítico), ya que, por las mañanas, ocurre lo inverso. En la cosmología mexica, al igual que en la cora, cada amanecer, Huitzilopochtli, el Sol, mata a sus hermanos, los Centzon Huitznahua (Cuatrocientos o Innumerables del Sur), los astros, y degüella a su hermana, Coyolxauhqui, la Luna. Además, cada solsticio de invierno, Huitzilopochtli, el Sol, vuelve a nacer desde las entrañas de su madre, Coatlicue, la Tierra. Y cada 52 años nace otra vez, renovado, en la ceremonia del Fuego Nuevo. Los ciclos se repiten, pues, todos los días, todos los años, todos los siglos.

A diferencia de lo que relatan los diversos textos egipcios, mesopo- támicos y occidentales sobre el nacimiento del cosmos (desde la Epopeya de Gilgamesh hasta la Cosmogonía de Hesíodo y el Génesis bíblico), en donde los hechos son hechos de una vez y para siempre y en los que el tiempo es pensado y descrito bajo la forma de una línea recta trazada de izquierda a derecha, tal como se escribe en Occidente, o sea, con un inicio cierto y definitivo, en Mesoamérica, por el contrario, la línea del tiempo es circular. Se repite, una y otra vez, todos los días y todos los años. Lo que sucede cada día, sucede cada año y cada ciclo de 52 años. Huitzilopochtli (el Sol) nace y muere todos los días (y todos los solsticios de invierno, lo dije) y todas las noches se hunde en las aguas primordiales sobre las que se sostiene el caimán, Cipactli, la Tierra, que lo devora. Por su parte, los astros duermen durante el día.

Se trata, lo diré una vez más, de una visión mítica del mundo. ¿Hay todavía restos de esta cosmovisión entre los pueblos vivos de México? Por supuesto. Pero en ellos se han incrustado, de manera fragmentaria, rasgos decisivos de la cultura occidental, fundamentalmente aquellos que se derivan de la religión cristiana. Los pueblos mesoamericanos, por lo tanto, participaron antes y participan ahora en un trabajo constante y ritual: mantener vivo el cosmos. Miguel Sabido lo destaca.

En ese mismo sentido, no podemos hacer caso omiso de cuanto el grueso de la población mexicana, la hispanoparlante, ha asimilado de los pueblos amerindios. Esta aculturación se expresa en el léxico, la culinaria o las costumbres. Si hacia la mitad del siglo xx estaba vigente en algunos círculos intelectuales de nuestro país la búsqueda de una cierta entidad metafísica a la que se daba el nombre genérico de mexicano, la investigación antropológica pone ahora el acento en la diversidad y estudia, hasta el mínimo detalle, rasgos y costumbres de los pueblos amerindios. La búsqueda de la identidad nacional, por una parte, y de la entidad genérica, por la otra, condujo al olvido de muchos matices particulares, en tanto que puso el acento en una abstracción, lo mexicano, y postuló una entidad genérica llamada México (un México extraño, homogéneo, en el que se anulaban y disipaban las diferencias. Por entidad genérica entiendo la abstracción que indaga por la identidad nacional y que hace caso omiso de la particularidad). El México ficticio se expresó en la tendencia filosófica que buscaba (en realidad, construía teóricamente) un México idéntico a sí mismo, un México que, gracias a la revolución, había hecho una súbita inmersión en el interior de sí mismo.

Esta indagación filosófica fue cultivada, con notable ahínco, entre otros, por Samuel Ramos, José Gaos, Emilio Uranga, Jorge Portilla, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Jorge Carrión, Abelardo Villegas... Acaso haya culminado, en el doble sentido de que alcanzó su nivel más alto y al propio tiempo inició su declive, cuando Octavio Paz publicó en 1950 El laberinto de la soledad.5

Ahora bien, el libro de Miguel Sabido nos muestra la faceta de una de las varias y posibles fusiones de las tradiciones prehispánicas y coloniales. Se trata del teatro y los coloquios, quiero decir, del intercambio de palabras e ideas entre dos maneras, diferentes, acaso antagónicas, de concebir el mundo. Miguel Sabido le da un nombre a esa experiencia; la llama teatro sagrado. Me detendré en el examen de este sintagma: teatro sagrado.

Tanto la palabra teatro cuanto la práctica del mismo nacieron en la Grecia clásica. ¿Qué quiero decir? ¿Cómo me atrevo a levantar tamaña afirmación? ¿Acaso no había teatro en las culturas previas a la helena? El teatro, ¿es un producto, pues, de la cultura occidental? En las sociedades homotaxialmente anteriores a la griega, ¿no se produjo el fenómeno que llamamos teatro? ¿Qué significado prístino tiene el concepto de teatro? La voz española teatro viene del latín, que la adoptó del griego, y no por casualidad. La voz θέατρον tiene como raíz el sustantivo ςέα, que significa espectáculo, contemplación.6 La misma raíz está en el concepto de teoría (θεωρíα), un término complejo que designaba lo mismo al magistrado enviado a recoger los oráculos de Apolo que, en la Atenas de Platón, una actividad filosófica suprema (la contemplación del Bien, la Verdad y la Belleza). Para lo que deseo subrayar, baste decir que θέατρον designaba aquel espacio en donde se re-presentaban las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes. En este espacio había actores que se cubrían el rostro con un πρόσωπον (careta o máscara del teatro). La palabra latina equivalente es persona: así el actor se hacía personaje. Se sabe que los actores de la tragedia helena clásica eran varones y que las mujeres no podían subir a la escena. Eran hombres, cubierto su rostro con una persona, los que re-presentaban los papeles femeninos de Yocasta o de Antígona. El actor era el hipócrita (ύποκριτής), o sea, el que finge.7 El término no es gratuito. El actor de teatro finge ser la persona a la que re-presenta.

He utilizado, y no por azar, este conjunto de conceptos para hacer notar que el teatro, en la Grecia clásica, igual que en la Edad Moderna y la Contemporánea, o sea, tanto en el teatro isabelino como en el teatro del Siglo de Oro español, había logrado separar en dos segmentos, al propio tiempo diferentes y complementarios, a los actores y a los espectadores. También había logrado algo tan decisivo como lo anterior: que el actor guardara distancia frente al personaje, que fuera un hipócrita, que re-presentara su papel, en una palabra, que fingiera. Así, la gente iba al teatro a contemplar, pero no a participar. El espectador estaba fuera de la escena, en todos los sentidos: miraba, gozaba, sufría y, pese a todo, no participaba de modo activo en aquello que los actores re-presentaban para él. Podía padecer los efectos de la κάθαρσις o de la αναγνώρισις , pero no era parte de la escena. El espectador, pues, sólo veía. Debo recordar que specio, -is significa mirar y dio, en español, la palabra espejo, el verbo especular y el sustantivo especulación.8

En Mesoamérica, ¿se produjo algo semejante a lo que he descrito? No, desde luego que no. Los cantares, los himnos o los textos recogidos por Andrés de Olmos y Bernardino de Sahagún; el enorme cúmulo de palabras que hallamos en el Códice florentino, ¿qué son?9 El tlamatini nahua se inclinaba sobre el códice abierto ante sus ojos, señalaba con el índice alguno de los jerogliflos y decía, en aquella celda en penumbras del Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, “aquí está lo que se sabe de...” El texto plasmado por Sahagún se halla, por lo tanto, fuera de contexto. No es un texto para ser representado por actores ni para ser visto por un conjunto de espectadores. No hay en ese ritual una división tajante en dos segmentos (de un lado, actores, de otro, espectadores). El pueblo entero, por el contrario, participa en las ceremonias rituales y forma parte activa del rito sacramental.

El texto lo dicta un sabio, un toltecatl. Pero el texto, transliterado a la grafía de la lengua española, en su origen se acompañaba de música: era un canto ritual con el que se danzaba (era parte sustancial del rito sagrado). Alguno de esos textos estaba vinculado a Huitzilopochtli; otro a Quetzalcoatl (en verdad, pues, a multitud de deidades, como lo muestra Miguel Sabido); era acompañado de chirimías y de atabales. Se decía, se cantaba, se bailaba en las fiestas comunales (la del calpulli o la de todo el pueblo). Se repetía, una vez y otra vez, a lo largo de la ceremonia. Era un texto sagrado. Si ese texto es desprendido del contexto de su enunciación; si es desgajado del ceremonial y del contexto mítico en el que es producido, la atención se centra, y eso es lo que hacen Olmos y Sahagún (sin que les sea posible hacer otra cosa), por encima de todo, en actos de orden lingüístico. Olmos y Sahagún desean entender las palabras, lo que significa (o puede significar) aquel texto que el sabio nahua dicta (o escribe). Pero ni Olmos ni Sahagún pueden captar la realidad mítica profunda del texto que transcriben: desean anularlo, combatirlo, destruirlo. Hoy, en cambio, nuestra obligación es recontextualizarlo, situarlo en su contexto.

Toco ahora la otra parte del sintagma que nos propone Miguel Sabido.

¿Qué es lo sagrado? ¿Qué significa esta palabra? Se opone, por supuesto, a lo profano. ¿Qué diferencia hay entre lo sagrado y lo profano'? ¿Puede hacerse sagrado cualquier acto de la vida cotidiana? ¿De qué materia intangible estamos hechos los seres humanos? A los mexicanos, ¿qué materiales fósiles nos forman? Ignorados tal vez, no por eso menos vivos, estos fósiles se acumulan en nuestras vidas. ¿De qué manera? Muchas culturas ha habido (las hay, todavía) en las que este residuo sutil que se llama lo sagrado forma parte integral de la vida. En esas culturas, lo sagrado está inmerso en lo profano y es difícil separar un aspecto del otro. Retomo la tesis de Mircea Eliade: “Una de las principales diferencias que separa al hombre de las culturas arcaicas del hombre moderno reside precisamente en la incapacidad que éste tiene de vivir la vida orgánica (en primer lugar, la vida erótica y la nutrición) como un sacramento”. Para el hombre moderno, añade Eliade, los actos eróticos o los actos nutritivos son meros hechos fisiológicos, en tanto que “para el hombre de las culturas arcaicas son sacramentos”, es decir, “ceremonias por las que entra en comunión con la fuerza que representa la Vida misma”. Hierofanías y kratofanías las llama Eliade, o sea, formas en las que se muestra lo sagrado, rituales por los que se hace aparecer lo sacro.10 En este aspecto profundo, la vida toda de los hombres de Mesoamérica estaba presidida por la sacralización de lo cotidiano y es correcto lo que observa Miguel Sabido.

Añado otro aspecto, que estimo decisivo. La raíz de la palabra sacrificio es sacer. Sacrificar significa hacer sagrado, por la muerte ritual, a un ser vivo (hombre o animal). ¿Por qué, pregunta Émile Benveniste, la palabra “sacrificar quiere decir, de hecho, ejecutar, cuando propiamente significa hacer sagrado”? Así, para que una bestia se vuelva sagrada, hay que “separarla del mundo de los vivos”. Por lo tanto, el sacerdos es el que está “investido de los poderes que lo autorizan a sacrificar”.11 El sacerdos tiene derecho de matar, pero con esto se convierte en un ser humano aparte: sobre sus hombros “lleva una verdadera mancilla que lo pone al margen de la sociedad de los hombres: hay que huir de su contacto”.12

George Dumézil ha descubierto, como propias del mundo indoeuropeo, tres funciones básicas. Una se halla definida por la inteligencia (es la de los sacerdotes y los gobernantes); otra, por la fuerza física (agrupa a los guerreros); la tercera, por la riqueza (la forman los productores: agricultores, artesanos, comerciantes).13 Las mismas tres funciones las hallamos en otros pueblos, igual en Mesoamérica que en África o Polinesia. Podrán no estar plenamente desarrolladas, pero lo cierto es que existen. Entre los mexicas, pongo por caso, los agricultores son también guerreros. A su vez, los sacerdotes cumplen funciones bélicas y de gobierno. Así, el señor, el tlahtoani (o el cacique)14 es, al mismo tiempo, el jefe de todo el pueblo, el supremo sacerdote y el máximo guerrero. Por esta razón no puede ni siquiera ser tocado. Lo sagrado es tabú y conduce a la muerte (o a lo santo). Los rudos soldados españoles se asombran del trato que se le prodiga a Motecuhzo- ma (lo consideran producto de una reverencia mayestática): ignoran, desde luego, que su cuerpo está investido de un poder superior, el de la muerte. Tampoco alcanzan el saber profundo de la concepción mítica del mundo.15

La guerra florida proporcionaba cautivos que eran llevados al sacrificio; en esa guerra, los guerreros no podían matar a los que combatían: los capturaban. De acuerdo con el relato de Bernal, Cortés fue atrapado en el fragor de la batalla y, sin embargo, pudo ser rescatado por sus compañeros.16 ¿Por qué se deseaba capturar a Cortés? ¿Por qué no matarlo allí mismo? Creo que la razón profunda es ésta: les estaba prohibido a los guerreros mexicas matar: debían llevar al cautivo a la Casa del Dios, el teocalli, para que fuera allí sacrificado. Sólo el sacerdos podía realizar el prodigio de matar, aun cuando siempre en una fiesta ritual.

Esta fiesta ritual era celebrada alrededor de la pirámide, en la cúspide de la cual sólo se hallaban los sacerdotes. El pueblo, abajo, participaba del rito: bailaba, cantaba, tocaba atabales y chirimías. Luego, el cuerpo del sacrificado rodaba por la escalera: se había convertido en alimento sagrado y se podía entrar en comunión con él. Ese mismo ritual, por más simbólico que ahora nos parezca, se produce en el llamado misterio de la misa católica. Un pan ázimo y un vino aguado se vuelven carne y sangre del cordero de Dios, que toma para sí los pecados del mundo (agnus dei qui tollis peccata mundi, según dice Juan en su Evangelio). Destaco este aspecto decisivo: el pueblo se purifica a través del sacrificio: el sacrificado acumula en su cuerpo el miasma (o los pecados) que la sociedad tiene en su seno: en él se expían todas las culpas. El cordero de dios, por lo tanto, recoge él mismo la suciedad moral acumulada y libra al pueblo del pecado.

El hombre que se dirigía al sacrificio había sido capturado en una guerra, ya lo dije. Lo asombroso es que llamaba padre (notatzin) a su captor y, a su vez, éste le otorgaba el nombre de hijo (nopiltzin).17 El cautivo no se consideraba, como hoy lo podríamos suponer, una víctima, sino el cuerpo de un dios. No sufría de cárcel y se paseaba en libertad por el poblado. Lo alimentaban y lo coronaban de flores.18

Los misioneros advierten de inmediato que les resulta imposible hacer que los hombres de Mesoamérica entren en las iglesias. Inventan entonces las capillas posas y las capillas abiertas. Por esa causa, el atrio monumental es un invento de la recién formada Nueva España: el sitio en el que pueden estar los indígenas. Desde dentro de la iglesia, en un balcón, un sacerdote católico se dirige al pueblo. No cabe la menor duda: los franciscanos transforman el ritual mítico mesoamericano y le otorgan una nueva dimensión. Para ellos, los amerindios tienen una religión, pero, a su juicio, se trata de una religión distorsionada, hasta demoníaca en ocasiones. Si no pueden destruirla (lo intentan, por supuesto: destruyen pirámides, derrumban ídolos, queman códices), la asimilan a la liturgia católica. Ya que el pueblo no entra en las iglesias, sus atrios se convierten, ahora sí, en grandiosos escenarios en los que se representan el nacimiento y la pasión de Cristo, la anunciación de María, las guerras de moros y cristianos y, hoy, hasta la batalla del 5 de mayo en Puebla.

La diferencia es clara. En el teatro occidental, quienes asisten a él se hallan en un escenario: miran y contemplan un espectáculo. En el ritual mesoamericano, el pueblo forma parte indisoluble del acto y participa en él. Danza por la mañana, por la tarde y por la noche, canta el himno sagrado, se transforma en lo que desea ser (astro, serpiente, Sol); no finge, no es un actor, no es un hipócrita. Su acción le da vida a la Tierra. Si danza, hace llover, conserva el ritmo de las estaciones, obliga a que las plantas del maíz se renueven, a que la caza le sea propicia. El sentido sacro o, mejor aún, mítico, de ese ritual se pierde a partir de la conquista. Los misioneros lo aprovechan y lo transforman en un teatro evangelizador.19

A partir de ese momento histórico, como lo muestra Miguel Sabido, se da la primera fusión entre las dos concepciones del mundo, la amerindia y la europea. Los franciscanos respetan aspectos básicos del ritual anterior, pero lo revisten con las tradiciones cristianas. Miguel Sabido nos muestra el conjunto, rico y variado, de las ceremonias de los pueblos amerindios y su carácter sagrado. Esas ceremonias se hallaban integradas de modo pleno en la vida cotidiana del amerindio, como ya lo he dicho, y no había separación entre lo sacro y lo profano. Se trataba de rituales por medio de los que el pueblo entraba en perfecta comunión con lo sagrado. En la Edad Mítica todo está vivo: el Sol, la Luna, los astros, la Tierra, esta piedra, la lluvia, la pirámide misma (hecha por el pueblo, era vista empero como si fuera un ser vivo). Desde el centro del altepetl, desde el ombligo de aquel centro ceremonial, desde aquel axis mundi se veía, no sin asombro, el paso del Sol por los solsticios y los equinoccios: el conjunto de las pirámides trabajaba como si fuera un inmenso reloj astronómico. Por esta causa el calendario mesoamericano fue tan exacto: se podía ver el tiempo con los ojos y observar los pasos del Sol en la bóveda celeste.20 La cosmovisión mesoamericana no había dividido en dos conceptos abstractos tiempo y espacio. Las investigaciones arqueoastronómicas contemporáneas han destacado el vínculo estrecho que existe, en Mesoamérica, entre la arquitectura y la visión de la bóveda celeste (un conjunto sagrado). Por esto mismo, los centros ceremoniales mesoamericanos están dispuestos como vastos marcadores solares. La pirámide misma era una réplica del ascenso, el orto y el ocaso del Sol.21

Muchos antropólogos del siglo XIX, llenos de asombro ante estos hechos, les dieron el nombre de animismo, voz que viene del latín anima, alma, y distorsiona el sentido de la visión mítica del mundo, en tanto que en la concepción mítica no hay división entre cuerpo y alma (este concepto se produce en una etapa homotaxial posterior). En la vasta cosmovisión de la Edad Mítica, el conjunto del universo se conduce como un ser vivo: posee voluntad propia; se debe sostener un diálogo con él, como con otro ser humano: hay que alimentarlo (darle sangre, por ejemplo, de hombres y animales). Así, el Sol necesita vivir; la Tierra, que nos nutre (es nuestra madre), precisa ser satisfecha: la lluvia es el semen que la preña. Estos rituales no son, según creo, representaciones teatrales, en el sentido occidental del término. Sí son, en cambio, y en esto le cabe toda la razón a Miguel Sabido, actos sagrados, es decir, hierofanías, rituales de poder (kratofanías) por las cuales el mesoamericano desea dominar el mundo que le rodea.

¿Qué sucede en el proceso de la conquista de Tenochtitlan? En este punto se enfrentan dos conceptos antagónicos de hacer la guerra. Los mesoamericanos no desean, en las guerras floridas, conquistar territorios; lo que buscan es someter poblaciones a su dominio. Los europeos, por el contrario, lo que quieren es lograr el dominio de un territorio, con todo lo que le es adyacente (incluidos los seres humanos). Parecen acciones con propósitos idénticos; en modo alguno lo son. Los mesoamericanos tenían el sentido (jurídico, si podemos decirlo así) de la posesión, no el de la propiedad. En sus guerras, obtenían lo que en el mundo occidental se llama tributo y que en la tradición mesoamericana recibía el nombre de tequitl (en el espacio dominado por los incas se llama mit’a): servicios y trabajo, por un lado; entrega de bienes, por el otro (así se levantaron todos los centros ceremoniales, igual aquí que en Egipto: con trabajo forzado, tequitl, no con trabajo de esclavos). Los europeos, en cambio, someten territorios. Mientras que los mesoamericanos realizan una guerra pactada según determinadas reglas (nunca combaten de noche y no matan en el curso de la misma), los europeos, por el contrario, pelean de día y de noche. No sólo se estrellan, uno contra el otro, el hierro y el pedernal (una vasija de barro contra una marmita de hierro, como lo escribió certeramente Alfonso Reyes); se trata del contraste entre dos conceptos opuestos de la guerra.22

Los mexicas fueron vencidos. El señorío tenochca se derrumbó y, con él, la mayor parte de los ritos y las ceremonias de los pueblos amerindios. Poco a poco, los europeos realizaron una conquista tras otra. Nuño de Guzmán avanzó hacia el Occidente; Pedro de Alvarado y Pedrarias Dávila hacia el sur; Francisco de Montejo se apoderó del territorio de Yucatán. Entre estas ruinas, materiales y morales, los pueblos amerindios guardaron lenguas, ritos y costumbres. Miguel Sabido resalta la fuerza que tienen esos rituales que persisten, llenos de vigor, tras cinco siglos. El teatro sagrado se guarda en la memoria de nuestro pueblo y en él se fusionan, con múltiples variantes, dos vastas visiones del mundo, la europea y la mesoamericana.

Miguel Sabido nos ayuda a comprender la complejidad de las fusiones que existen, hoy, en la cultura mexicana. Ante la ficticia imagen propuesta por filósofos que buscaban la esencia del mexicano, debe subrayarse la pluralidad que posee el México actual. Hay muchos Méxi- cos. El más importante es el que deseamos elevar en el horizonte, el México moderno que nos es preciso construir, viendo el futuro. Acaso podríamos concluir diciendo que este libro nos muestra un México plural, diverso, un vasto y complejo mosaico de lenguas, ritos, culturas y costumbres en pleno desarrollo. Así, pues, Miguel Sabido ha rescatado, con un amor profundo, la multitud de fiestas sagradas que aún están vivas en México. Debemos agradecerlo.

JAIME LABASTIDA

México, febrero-marzo de 2014


1 Véase el libro, clásico ya, de Gonzalo Aguirre Beltrán, El proceso de aculturación, volumen 3 del Seminario de Problemas Científicos y Filosóficos, México, UNAM, 1957. La aculturación significa, en última instancia, sostiene Aguirre Beltrán, “contacto de culturas”.

2 Ascensión Hernández Triviño afirma con toda razón que, de igual manera como Elio Antonio de Nebrija partió del latín para elaborar su Gramática sobre la lengua castellana, los misioneros novohispanos arrancaron de Nebrija para “cimentar el estudio de las lenguas amerindias” (“Gramáticas, diccionarios y libros religiosos del siglo XVI”, en Beatriz Garza Cuarón y Georges Baudot, Historia de la literatura mexicana, tomo I, Las literaturas amerindias de México y la literatura en español del siglo XVI, México, Siglo XXI Editores, 1996, p. 359. Sólo por lo que toca a la lengua náhuatl, Miguel León-Portilla reconoce la existencia de casi veinte gramáticas elaboradas en los tres siglos virreinales (“Literatura en náhuatl clásico y en las variantes de dicha lengua hasta el presente”, en el mismo tomo I de Historia de la literatura mexicana, op. cit., p. 164).

3 Inali, Catálogo de las lenguas indígenas nacionales. Variantes lingüísticas de México con sus autodenominaciones y referencias geoestadísticas, México, SEP, 2009.

4 A partir de los estudios hechos por el gran etnólogo alemán Konrad Theodor Preuss, que realizó una expedición a la Sierra del Nayar entre 1905 y 1907, se ha desplegado, en fechas recientes, una serie de ensayos de primer nivel a propósito de los coras y los huicholes. La obra más importante de Preuss es Die Nayarit-Expedition, publicada en Leipzig en 1912. Existe una compilación de sus ensayos, hecha por Jesús Jáuregui y Johannes Neurath, Fiesta, literatura y magia en el Nayarit. Estudios sobre coras, huicholes y mexicaneros (México, INI-CEMCA, 1998). Con devoción ejemplar, Jesús Jáuregui, Laura Magriñá y Margarita Valdovinos han propuesto una serie de trabajos sobre la zona del Nayar, que no tiene paralelo. Destaco, de Laura Magriñá, Los coras entre 1531 y 1722 (México, INAH-Universidad de Guadalajara, 2002); de Jesús Jáuregui y Johannes Neurath, Flechadores de estrellas (México, INAH-Universidad de Guadalajara, 2003); de Margarita Valdovinos, “Le cerf chasseur et le maïs agriculteur: l’identité des divinités dans les mitotes náyeri” (París, Journal de la Société des Americanistas, 2008), “De la acción ritual a los cilindros de cera” (Berlín, Baesshr-Archiv, 2008), “La materialidad de la palabra. La labor etnolingüística de Konrad Theodor Preuss en torno a su expedición a México” (Berlín, Baesshr-Archiv, 2012). Por mi parte, he intentado alguna aproximación al concepto de mito en diversos ensayos: “El pensamiento mítico de los coras” y “El mito de los Cinco Soles” (Cuerpo, territorio, mito, México, Siglo XXI Editores, 2000); “¿Filosofía o pensamiento mítico?” (El encantador divino. La Nueva España desde la Academia Mexicana de la Lengua, México, AML, 2014) y “Lengua y mundo en la obra de Phelipe Guaman Poma de Ayala”, en mi libro El univ&rso del español, el español del universo, México, AML, 2014.

5 Cabe destacar, entre otros muchos, los textos siguientes: Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México (1a edición, 1934); José Gaos, Filosofia mexicana de nuestros días (México, UNAM, 1954); Emilio Uranga, Análisis del ser del mexicano (México, editorial Porrúa y Obregón, 1952); Leopoldo Zea, Jorge Portilla, Fenomenología del relajo. Y otros ensayos (la primera edición es de 1954; la que ahora cito es de Era, México, 1966); Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México (México, El Colegio de México, 1954); Abelardo Villegas, La filosofía de lo mexicano (México, FCE, 1960); Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, FCE, 1950. Es necesario añadir que, desde 1952, en la editorial Porrúa y Obregón, Leopoldo Zea creó y dirigió la colección “México y lo mexicano”: el primer título publicado fue una colección de ensayos de Alfonso Reyes, La x en la frente.

6 Pierre Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque. Histoire des mots, Éditions Klincksieck, París, 1980, bajo la entrada ςέα.

7 Pierre Chantraine, op. cit., bajo la entrada κρίνω. Este verbo ha sido productivo en extremo. Posee múltiples significados: separar, dividir, cortar, decidir. Hipócrates lo usó con frecuencia para describir, en el lenguaje médico, la etapa crítica de alguna enfermedad (cuando el enfermo se agrava o se alivia: ver, de Pedro Laín Entralgo, La medicina hipocrática, Madrid, Revista de Occidente, 1970 y La curación por la palabra en la antigüedad clásica, Barcelona, Anthropos, 1987). Del verbo κρίνω se derivan, en español, los sustantivos crisis, crítico, criterio. Por otro lado, la voz máscara, como se sabe, proviene del árabe.

8 Para las voces κάθαρσις y αναγνώρισις, Aristóteles, Poética (edición trilingüe -griego, latín y español- de Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, 1974). García Yebra vierte κάθαρσις como purgación o purga y αναγνώρισις como agnición (término técnico del teatro) o reconocimiento. Anatole Bailly dice que κάθαρσις significa “purificación” y “expiación”; que a veces indica la “víctima ofrecida para un sacrificio expiatorio” (Grand Bailly. Dictionnaire grec-français, París, Hachette, 2000). Bajo la entrada specio-is, A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire étimologyque de la langue latine. Histoire des mots, París, Éditions Klincksieck, 1979.

9 Fray Bernardino de Sahagún, Códice florentino, edición facsimilar, Gobierno de la República, México, 1979. El libro lo imprimió Giunti Barbèra en Florencia.

10 Mircea Eliade, Traité d’histoire des religions, Payot, París, 1953, p. 40. Hierofanía y kratofanía son neologismos que Eliade construye con dos voces griegas; de un lado, hierofanía se forma con ιερός, “sagrado” y con el verbo φαίνω, “mostrar”, “sacar a la luz”. A su vez, kratofanía se forma con ese mismo verbo precedido por la voz κράτος, “dureza”, “fuerza”, “poder”. El drae sólo reconoce la voz hierofante.

11 Émile Benveniste, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, traducción de Mauro Armiño, Madrid, Taurus, 1983, p. 350.

12 É. Benveniste, ibid., p. 351.

13 Georges Dumézil, Mythe et épopée. L’idéologie des trois fonctions dans les épopées des peuples indo-européens, París, Gallimard, 1968, passim.

14 Cacique es voz caribe. En las islas, aún guarda una connotación positiva, en tanto que en México ha adquirido una acepción despectiva. Equivale a señor, tlahtoani o jefe del pueblo. Tlahtoani es voz náhuatl que se deriva del verbo tlahtoa, hablar. Así, el señor es el que habla con autoridad. Rémi Siméon lo reconoce como el que habla bien y, por extensión, gran señor, gobernante, príncipe (Diccionario de la lengua náhuatl o mexicana, traducción de Josefina Oliva de Coll, México, Siglo XXI Editores, 1977. La primera edición francesa fue hecha en París el año de 1885).

15 Señala Mircea Eliade que en las sociedades arcaicas, presididas por el mito y el ritual, el rey (en nuestro caso, el tlahtoani) “es un depósito lleno de fuerzas”; por lo tanto, nadie se puede “aproximar a él sino guardando ciertas precauciones: el rey no puede ser tocado ni mirado de manera directa; incluso, no se le puede dirigir la palabra. En ciertas regiones, el soberano no puede tocar la tierra, ya que podría aniquilarla por las fuerzas que se acumulan en él; por consecuencia, debe ser transportado o caminar sobre tapetes” (op. cit., p. 28). ¿Acaso no ocurre algo semejante con Motecuhzoma, según los testimonios de Cortés y de Bernal? Los europeos no entienden el sentido de esta actitud y la consideran, dentro de los cánones occidentales, como “reverencias” debidas a la “majestad” que posee el señor mexica, ya lo dije. Pero, en realidad, se trata de un tabú.

16 En la batalla de Xochimilco, al sufrir un “desmayo” el caballo que montaba Cortés, “los contrarios mexicanos, como eran muchos, echaron mano a Cortés e le derribaron del cavallo... y en aquel instante llegaron muchos más guerreros mexicanos para si pudieran apañarle bivo” (Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Manuscrito “Guatemala”, edición crítica de José Antonio Barbón Rodríguez et al., México, El Colegio de México-UNAM, 2005, cap... CXLV, fol. 148 r, líneas 14 y ss., p. 437). Más adelante, Bernal dice: “por manera que apañaron los mexicanos dos de los soldados moços d’espuelas de Cortés, de los quatro que llevaba, y bivos los llevaron a Guatemuz e los sacrificaron” (ibid., p. 443). En Biblioteca Clásica de la RAE, pp. 587 y 595.

17 Recojo el testimonio que ofrece Bernardino de Sahagún: “El señor del cautivo no comía de la carne, porque hacía de cuenta que aquella era su misma carne, porque desde la hora que le cautivó le tenía por su hijo (ca iuhqui nopiltzin), y el cautivo a su señor por padre (auh in malli quitoa ca notatzin), y por esta razón no quería comer de aquella carne” (sigo la lectura que ofrece Ángel María Garibay, Historia general de las cosas de Nueva España, México, Porrúa, 1956, tomo I, p. 146; Garibay moderniza la grafía). En el Códice florentino, el pasaje pertenece al Libro II, cap. 21, columna izquierda; los textos nahuas, a la columna derecha (folio 23).

18 Imposible aceptar las cifras que dan los misioneros sobre el número de cautivos que se sacrificaban en las ceremonias colectivas. Cabe señalar que la captura de guerreros para los sacrificios era recíproca: los tlaxcaltecas tomaban también guerreros mexi- cas para llevarlos a sus teocallis. El sacrificio ritual se hacía en pocas ocasiones y sólo se podía comer carne sacramentada. En la Relación de Michoacán, informe de Jerónimo de Alcalá al primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, se da cuenta del engaño urdido por Tariácuri, calzontzin purépecha, en contra de su enemigo, Çurûmban. El engaño consistió en que a Çurûmban se le dio a comer la carne de una persona que no había sido debidamente sacrificada. Cuando la hubo comido, un enviado de Tariácuri le dijo la verdad. Çurûmban tuvo tal asco que se “quedó en el patio gomitando la carne” del falso sacrificado, sin poder lograrlo (Jerónimo de Alcalá, Relación de las cerimonias y ñctos y población y gobwnación de los indios de la provincia de Mechuacán, México, El Colegio de Michoacán-Gobierno del Estado de Michoacán, 2000, Lámina VI, pp. 390 ss.).

19 Véase el reciente libro de Germán Viveros, Escenario novohispano, Academia Mexicana de la Lengua, México, 2014.

20 Altepetl es definido tanto por Alonso de Molina como por Rémi Siméon como poblado. Se forma con dos raíces: atl, agua, y tepetl, cerro: el cerro que brota o nace de las aguas primordiales, la pirámide sagrada, el centro ceremonial desde el que se observa el camino del Sol por el cielo (de ahí que sus pasos se puedan dibujar).

21 Véase el extraordinario libro Arqueoastronomía y etnoastronomía en Mesoamérica, edición de Johanna Broda, Stanislaw Iwaniszewski y Lucrecia Maupomé, México, UNAM, 1991, passim. Diversos autores demuestran en él que los centros ceremoniales de mayas, mexicas y aun de los pueblos actuales están ordenados de acuerdo con los que nosotros llamamos “puntos cardinales”, o sea, los cuatro cuadrantes de la superficie terrestre (tlaltipac) y el punto axial, el centro. Esto forma un quincunce en donde el cielo es sostenido por cuatro árboles sagrados y por cuatro parejas de dioses que encarnan el viento (éste impide que el cielo caiga sobre la Tierra). Es más que probable que esta visión mítica del cosmos sea la que se plasma en el mito náhuatl de los Cinco Soles. Munro S. Edmonson, en Sistemas calendáncos mesoamericanos. El libro del año solar (México, UNAM, 1995, traducción de Pablo García Cisneros; 1a. edición inglesa, 1988) muestra la pasmosa unidad de los calendarios usados en la región mesoamericana a lo largo de dos y medio milenios (su primera expresión se halla en Cuicuilco, el año 739 a. C.). ¿Cómo es posible que pueblos sin escritura, que hablaban tantas y tan diferentes lenguas pudieran lograr este prodigio? ¿Se transmitían de manera oral sus “cálculos matemáticos”? Lo considero imposible. Creo que compartían un patrón cultural común: la unidad se debe, a mi juicio, a la precisa observación del tránsito del Sol por solsticios y equinoccios por medio de marcadores exactos (determinados cerros, por ejemplo, o pirámides construidas conforme a cánones severos).

22 Adolph Bandelier, “Sobre el arte de la guerra y el modo de guerrear de los antiguos mexicanos”, en Lewis H. Morgan y Adolph Bandelier, México antiguo, edición y prólogo de Jaime Labastida, México, Siglo XXI Editores, 2a. edición, 2004.

TEATRO DE MÉXICO

Soy nepantla. Adjetivo que en náhuatl quiere decir: entre dos cosas. Como San Miguel Nepantla que se encuentra entre los dos volcanes. Por una parte soy teórico de la comunicación –mi Teoría del Tono es comentada mundialmente como la generadora de la metodología para un uso social de la tv, conocida como Entertainment Education– y por otra soy un práctico de la comunicación pues escribo, dirijo y produzco obras de teatro como Falsa crónica de Juana la loca y telenovelas didácticas como Aprender a vivir, dedicada a la reforma educativa. Y también soy nepantla porque recibí la doble educación de un niño indígena –mi nombre en maya es D’zul y mi chichi (abuela) murió sin hablar español y tengo varios primos hermanos que no lo hablan- y la educación de un niño criollo: mi madre fue maestra misionera vasconcelista y hermana por elección de Rodolfo Usigli y mi abuela fundó la carrera de trabajo social en México. Debido a eso desde niño me acostumbré a escuchar enormes discusiones sobre México. Y sostenidas por personas que lo amaban profundamente y, sin embargo, sus puntos de vista eran diametralmente opuestos. Hasta que llegué a la Facultad de Filosofía y Letras y empecé a hablar de los “Cuadernos de coloquio” como una forma más del teatro mexicano y mis maestros se me quedaron viendo entre asombrados y escandalizados. En ese momento me di cuenta que el teatro mexicano, como la luna, estaba formado por una cara que todos discutían y hablaban de ella, que se iniciaba con González de Eslava y culminaba con mi tío Rodolfo Usigli, y otro teatro, completamente desconocido, obcecadamente negado: el teatro ritual popular mexicano. El lado oscuro de la luna que nadie ve y que por eso lo niegan con necedad casi enfermiza. Y me di cuenta que el problema no era solamente del teatro sino del país entero. Había un México exterior lleno de cualidades y de talentosísimos hombres y mujeres conocidos en el mundo entero. Y otro escondido, formado por hombres y mujeres silenciosos que apenas cada siglo levantaban su voz convertida en grito. De tan claro el problema nos deslumbra y no lo vemos: la Nueva España fue organizada bajo la base de que existía una República de indios y una República de españoles. Eso es: una colonia esquizofrénica –como todas las colonias– dos países que viven en el mismo territorio, respiran el mismo aire y comen las mismas tortillas pero separados por años luz. Y cada uno con su indumentaria, sus propias creencias, su propio teatro. Solamente que el país criollo, español, blanco –como quiera usted llamarle–, negando obcecadamente la existencia del otro. Y la paradoja más asombrosa resulta ser que lo que le da una fisonomía propia ante el mundo son los intangibles culturales generados en el mundo indígena. Y aunque el cura Hidalgo, generosamente, gritó que todos los habitantes de esta América éramos iguales ante Dios y Morelos lo ratificó por escrito, todo el siglo xix siguió existiendo esa situación esquizofrénica. Y gran parte del xx. Hasta que Guillermo Bonfil Batalla los definió de manera certera “El México profundo” y “El México imaginario”. Tuve la suerte de nacer nepantla, en medio de los dos. Y doy seminarios de doctorado en Comunicación en universidades norteamericanas y europeas pero también sé bailar El coloquio de los doce pares de Francia.

Éste es un libro escrito por un hombre de teatro para las mujeres y los hombres de México que están tan aterrados como yo por la pérdida tan acelerada de las representaciones tradicionales, nuestro Teatro Sagrado, llamadas generalmente fiestas de méxico, que son una de las fuentes más importates de los intangibles culturales que le confieren identidad a toda nuestra cultura mexicana. Este libro intenta discutir las fiestas de México y con ello tratar de contestar preguntas como ¿qué la cultura mexicana solamente la generan los descendientes de la República de los españoles? Llámeles usted como quiera: criollos, blancos. Pero también intenta probar la existencia de un segundo teatro mexicano jamás subsidiado por las autoridades. Ni siquiera advertido por las autoridades. Señalar el humilde y asombroso sistema que ha permitido que los coloquios mexicanos sobrevivan así 500 años ante la befa y el escarnio del México criollo o blanco, llámele como quiera. Explicar qué es una cofradía, un mayordomo, un fiscal, un teniente, un ensayador y, sobre todo, qué es un cuaderno de coloquio y que sin él las representaciones sagradas como La adoración de los Reyes, las Pastorelas, La batalla del cinco de Mayo, Los doce pares de Francia y la Morisma de Zacatecas no pueden existir. Admitir que los versos de los cuadernos de coloquio no intentan ser literatura, en el sentido criollo del término, sino, punto de partida para organizar un entramado semiótico de música, danza, palabras rituales, trajes y coreografías ritualizadas. Describe también mis “viajes por los subsuelos Cuadernos de coloquio para el siglo xxiLa adoración de los Reyes