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la creación literaria

Luis Spota

Retrato hablado

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
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PQ7297.S76

A6

2017 Spota, Luis

Novelas / Luis Spota. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2017.

6 recursos digitales – (La costumbre del poder)

Contenido: v. 1. Retrato hablado – v. 2. Palabras mayores – v. 3. Sobre la marcha – v. 4. El primer día – v. 5. El rostro del sueño – v. 6. La víspera del trueno.

ISBN: 978-607-03-0852-9 (volumen 1)

1. Literatura mexicana – Siglo XX. I. t. II. ser

primera edición digital, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0852-9 (volumen 1)

derechos reservados conforme a la ley

a Rosa Marina
† 1973

Es preciso, pues, que sea justamente yo,
y no el hombre que hay en mí,
quien sea reconocido, llorado y amado.

Cesare Pavese

1

Sólo una vez en los años que lleva como secretaria del director general, ha escuchado Makrina Kuri la voz de Eugenio Olid –una voz pequeñita y amable como dicen que es de talla y de trato, el hombre que habita en el tercer piso de un roñoso edificio de Nueva Castilla y que nunca, por lo que Kuri sabe, ha tenido interés, curiosidad o necesidad de venir a la capital para conocer este conjunto que aloja a las vistosas torres gemelas (las más altas del país), y los bloques de oficinas en los que encuentran asilo algunas de las principales empresas que componen lo que en el directorio aparece escuetamente citado, al principio de veintisiete páginas, como Olid, S.A.; un grupo industrial, comercial y financiero que apoya su solvencia, y la de sus innumerables subsidiarias, en los miles de millones de activos pesos que maneja, y su fuerza política en el poder que ha ido acumulando a partir de una madrugada de hace poco más de medio siglo en que un chico de quince, que no conocía mujer, salió de Avemaría Purísima, cruzó la barranca y el arroyo de Agualimpia, y llegó, ya anochecido, al rebumbio de feria que estaba viviendo el caserío que en la llanura derramó su desorden en torno a la iglesia franciscana; caserío que hoy se precia de ser, por la importancia de sus fábricas, refinerías, mataderos, plantas siderúrgicas, empacadoras, tecnológicos, bancos, almacenes y aeropuertos, la tercera, o quizá ya la segunda, metrópoli de la República. Recién admitida en los pisos superiores de las Torres; desconocedora de reglas que ni su antecesora ni su jefe se ocuparon de explicarle, Kuri acudió, en su primer día de trabajo, al llamado de la luz que se encendía y se apagaba en el aparato, y respondió: “Dirección-general-del-Grupo-Olid-a-sus-órdenes”, con la tersura, cortesía y exactitud que debe mostrar invariablemente una mujer que llegaría a devengar el más cuantioso salario que en la compañía se paga a un empleado de confianza. La voz que traía el hilo, tímida y acaso sorprendida de no encontrar respondiéndole la de Miguel o la de Rafael Balda, preguntó por el señor Rebul; y cuando ella, en su turno, inquirió: “¿De parte de quién, caballero?”, y la voz dijo: “De Eugenio Olid”, Kuri se sintió absolutamente estúpida y (nunca ha sabido por qué) se puso a llorar. Sus oídos habían sido tocados por la palabra de Olid, el hombre cuya imagen presidía todas las dependencias, visibles o no, de sus negocios. Más tarde, un Rebul, si no colérico sí enérgico, la ilustró: “Nunca, nunca, entienda Miss Kuri, debe usted responder a ese teléfono, a menos, claro, que el señor Balda o yo lo autoricemos. Ese teléfono es intocable. Sagrado”, y la señorita Kuri aprendió que cuando Miguel Rebul dice nunca, quiere decir nunca. “Y si ni usted ni el señor Balda están presentes, ¿qué debo hacer?” “Buscarnos. Buscarme si es a mi aparato al que don Eugenio llama. Siempre tendrá usted medios de localizarnos.”

En el tablero de instrumentos desde el que tiene acceso de vigilancia electrónica a todas las oficinas de las Torres (excepto al penthouse en el que habita Rebul desde que encontró más cómodo vivir allí que en su casa) Kuri observa el parpadeo verde-azuloso con el que el señor Olid está convocando al director. ¿Por qué no responde si se llevó a la sala de consejo una réplica portátil del Teléfono Sagrado? Cuando se inicia la tercera serie de guiños luminosos, Makrina Kuri, con algo de temor, activa la tecla correspondiente a la sala y en el monitor aparece una vista general de la mesa y después, cuando opera el zoom, un acercamiento en medio close-up, de Rebul. A su lado se halla, en efecto, el aparato y si no lo atiende es porque montones de papeles, planos y carpetas lo ponen fuera de la vista. Resuelve usar el circuito de intercomunicación local. Miguel interrumpe su discurso y alza la bocina. Busca el lente. Kuri y él quedan cara a cara, cerquísima, en las pantallas. “El teléfono especial, señor”, dice ella. Miguel aparta los estorbos. Tictac de luz, un destello fulgura a pausas en el sitio donde en los aparatos convencionales se coloca el disco de los números. “Gracias, Kuri.” Antes de hablar, y aunque no pueda oírlo, Miguel Rebul espera a que se borre el rostro de su secretaria.

Los japoneses son nueve. Unánimes, visten de negro. Idéntico a ellos en estatura, color, seriedad y modo de anudarse la corbata, es el señor Kakuei Nakayama –el experto al que hace cinco años importaron de Tokio, adiestraron en el uso del idioma y el conocimiento de las costumbres nacionales y designaron asesor del departamento que maneja lo relacionado, a nivel de exportación, con el mercado oriental y las Acerías Olid. Cuando Rebul se dispone a hablar por teléfono, Nakayama alza la mano levemente y los negociadores callan, discretos, para no dificultar el diálogo del director. Con alguna palabra que no entienden, Rebul indica a Nakayama que prosiga el regateo, y el regateo se reanuda, tan entonado como era hace un momento, entre los que quieren comprar y los que quieren vender.

Ni una sola vez, mientras recibe el mensaje que le está llegando por la Línea Olid, pide Miguel Rebul que se le aclare algo o se le amplíe un dato. Como de costumbre, se espera de él la decisión adecuada, el acuerdo conveniente. Decisión, acuerdo, que habrán de ser, conforme al estilo de la casa, inapelables. Porque así se lo permite el largo cordón blanco, se acerca al ventanal. Desde el piso 87 de las torres, la ciudad es una mancha en movimiento; una cuadrícula parda, como el rostro que Nakayama le mira; ahogada en polvo como la voz que el interlocutor, al principio, recibe de él; que vuelve a ser, luego, filosa, casi agresiva: “¿Está él ahí?” Pausa. “No, no es necesario. Ya hablaremos después.” Siempre de soslayo, Nakayama lo ve consultar el reloj de pulso. “Si él dice que eso debe hacerse, que lo haga… Llegaremos, supongo, alrededor de las cinco…”

Los acereros (bajitos, melosos, tenaces, dueños del tiempo) callan; aguardan a que Rebul, ahora que ha terminado de hablar, ocupe la cabecera de la mesa y reasuma el mando. Como lo conocen menos que Nakayama, ninguno advierte que su rostro, árido de por sí, se ha vuelto más duro, como si sólo tuviera piedra debajo de la piel. “Dígales que debo ausentarme. Hágase cargo usted. Proceda conforme a lo convenido.” Nakayama traduce. Parecen desconcertados. Luego, uno se alza y los otros ocho lo hacen. Disciplinados, se quiebran por la cintura. Rebul les devuelve la caravanita y con ella les entrega su única palabra en japonés, “arigato” que ellos, sonrientes, aceptan.

—¡Hey, Raf! Ven a nadar conmigo —gritó ella, en inglés, desde el extremo norte de la alberca.

—Estoy cansado —dijo él, también en inglés, y luego pensó en español: “No jodas”, mientras seguía con los binoculares las evoluciones que a lo lejos, en el centro de la bahía, en perfecto equilibrio sobre los esquíes, realizaban la jovencita (su hija) y el hombre de pelo amarillo, su huésped (el señor Svenson).

Hasta fines de la década de los cuarenta, la isla de Olid había sido una base naval norteamericana. En nueve años, los oficiales crearon para su gusto el balneario que es hoy, con la casa mayor de sesenta habitaciones; salas inmensas para conferencias; playrooms; porches y cuartos para juntas privadas; la marina; el helipuerto; el campo de golf, par 27; los asoleaderos que permiten tomar luz au naturel; el sistema de faros que funciona automáticamente a partir de las siete, y las canchas de tennis. En ese tiempo lucía un nombre indígena que, traducido, significaba Roca Lagarto porque su forma imita, con exactitud que a todos hace decir: “Pero, si parece un lagarto”, la de uno de esos bichos que abundan en los esteros de tierra firme. El que ahora figura en mapas y cartas de marear, le fue impuesto (se cree que por Miguel Rebul para halagar al viejo) a raíz de que las finanzas nacionales, siempre a tumbos, pudieron ser salvadas gracias a una intervención, tan misteriosa como decisiva, de Olid. El congreso no se rehusó a que el presidente de entonces, además de algunas otras cosas que se ignoran, cediera al grupo Olid el derecho de usufructuar durante noventa y nueve años, a cambio de una simbólica renta mensual de un peso, esta mínima parte del territorio que domina la Bahía de Gardenias, un paraje que los intereses Olid están convirtiendo (han convertido ya) en el más hermoso complejo turístico de esa costa. Los muy pocos a quienes se autoriza visitarla, arriban a la isla en alguno de los tres helicópteros Olid Modelo A12, de guardia en la avenida costanera Eugenio Olid, o utilizando el hidrofoil Olid-29 que, a partir del atracadero del Hotel del Rey don Alfonso, cruza la bahía en exactamente once minutos. En el inventario general de bienes inmuebles de la empresa, la antigua Roca Lagarto tiene asignado como número de registro el P.I.001-209, y como casi todo lo que es suyo, jamás ha sido vista, excepto quizá en fotografías o película, por su dueño. Pero la isla está siempre en servicio. La cuida un equipo permanente de veinticinco personas: técnicos en comunicaciones, jardineros, marinos particulares, green-keepers, camareras, mozos, policías, dos bar-tenders, un administrador. La visitan, poco o casi nunca, Miguel Rebul; con frecuencia, especialmente desde que enviudó, Rafael Balda y su hija Jo; algunos gerentes o directores generales (con sus familias; jamás solos ni en plan de juerga) y aquellos personajes a los que al grupo conviene agasajar.

—Raf… No seas aburrido; ven…

—Dentro de un momento…

Y uno de esos personajes a los que es conveniente agasajar (proporcionándole, incluso, una nativa de piel cobriza o negra, con la que quiere, de ser posible, acostarse esta noche) es Gustav Svenson, que ha venido, acompañado por Elke, la de las tetas suntuosas que chapotea en la alberca grande, a discutir un convenio que involucra la compra-venta de, según informó a los reporteros que lo abordaron en rueda de prensa al llegar a la capital, un “sustancial volumen de productos de Petroquímica básica”; convenio que, de concretarse, significará una ganancia considerable para Olid, S.A. (División Crudos) y, para el gobierno, un ingreso tampoco desdeñable.

Tipo enorme, de pecho ya blanco, bebedor de respeto, Svenson habrá superado los sesenta años. Elke es apenas algo mayor que Jo Balda. El primero de los saraos que se ofreció a los Svenson tuvo por escenario, la noche anterior, uno de los cabarés del Parador Roca Blanca (Olid, S.A.: División Hoteles Internacionales) y a él concurrieron, convocados por Velasco y guiados por los auxiliares de éste, los príncipes italianos, los marqueses españoles, los barones alemanes y los condes franceses que pudieron ser reclutados en el área, y los espontáneos socialités de la chabacana high-society nacional que aparecieron en bandadas apenas cundió el rumor de que un magnate sueco, danés, noruego, de todos modos: escandinavo, y la linda muchacha que presentaba como su esposa, iban a ser objeto del homenaje público que les rendiría Rafael Balda, él mismo, por la cuantía de su fortuna, uno de los solteros más apetecibles del país.

El Bloody-Mary (tres le llevaba servidos esa mañana, Totó, el más hábil de los dos cantineros maricas) le aplacó los ardores que padecía en el estómago; le calmó la tensión que le hormigueaba en las manos y en la punta de los pies. Luego de un sorbo, Balda puso junto al Teléfono Sagrado los lentes de marino y a través de los suyos; oscuros para protegerse del ataque del sol, se dedicó a observar a Elke Svenson, la del mínimo bikini escarlata, atlética de formas, de piel sonrosada ahí donde la dejaba al descubierto la tela. Para llevarla a la cama (le parecía que eso estaba pidiéndole desde la víspera) sería necesario enviar esa noche al marido a tierra. Velasco había salido hacia la capital muy temprano y regresaría a media tarde con la starlet negroide que distraería a Svenson mientras su mujer, si es que lo era, descifraba ahí en la isla, con uno de sus señores, la veracidad de la leyenda que presenta como amantes insuperables a ciertos latinoamericanos de agitanada tez olivácea y esbelta figura, dueños, a los cuarenta, de inevitable experiencia mundana.

Elke nadó una vuelta más y salió del agua. Chorreante, su cuerpo espejeaba en la claridad de las once. Lo mejor de ella, lo que atraía a Balda, lo que obligaba a voltear aun a los muchachos del bar, eran sus pechos. La imaginó… Como una brasa, la tetilla del Teléfono Sagrado empezó a encenderse. En el estómago de Rafael Balda se agrió el jugo de tomate. Vio venir hacia él, sinuosa, gallarda, desnuda casi, a la apetecible señora Svenson, pero ningún apetito sensual lo removió ahora. La voz de Rebul estaba explicándole: fría, cercana, como si estuviese allí, entre ese sol y frente a esa hembra. Le molestó que Elke le alborotara el pelo al inclinarse a recoger la caja de cigarrillos Olid-Banda Oro; le enfadó que restregara los muslos, el calzoncito del bikini, las rodillas, contra su hombro. “¿A qué hora fue…?” Saberlo no cambiaba las cosas, carecía de importancia y, sin embargo, lo preguntó. Rechazó el cigarro que Elke, como si fuera un pezón, le acercaba a los labios. “Inmediatamente, Miguel… Haré que se le informe al señor Svenson… Quiñones y Berensen, con el cónsul y el consejero, han manejado bien los distintos aspectos del asunto… No, ahora anda abajo, en el mar, esquiando con Jo… Hicimos un break para beber un trago y…” Volvió ella a ofrecerle el cabo del banda oro. A Elke seguía pareciéndole positivamente hermoso ese hombre casi maduro, de piel oscura a causa del sol y rasgos algo achinados, junto al que se había sentado en la silla de asolearse; un hombre que de pronto, en cuanto se puso a hablar por teléfono, se transformó en un ser diferente: sumiso, bastaba verlo, a la voz que lo llamaba. “Inmediatamente, Miguel. Sí. Directo a Castilla. Calcula que salgo, digamos, en unos veinte minutos. Esperaré allá, como dices, si llego antes que tú.” Un par de cabeceos afirmativos. “Dejaré a Jo aquí, con ellos. Velasco y los otros se harán cargo de atenderlos. Descuida, Miguel… Bien…”

Casi bruscamente, la apartó y recogió el estuche negro dentro del cual, animal reverenciable, reposaba el teléfono. Elke había empezado a vertir gotas de loción bronceadora sobre sus hombros, sus brazos, la parte alta de sus senos, y esperaba que él, como lo había hecho antes de meterse al agua, se ocupara de dispersar el líquido viscoso que pondría un matiz de color tropical en la palidez de algunas zonas de su cuerpo. Balda recogió el alambre y cerró el estuche. Con él pegado a la mano derecha parecía un obrero en calzoncillos blancos cargando su caja de lunch.

—Tengo que irme, señora Svenson. —Había algo solemne, fuera de lugar ahí, en su voz, en su actitud, ahora tiesas, reservadas—. Le ruego informar al señor Svenson que nos veremos, conforme a la agenda de trabajo, pasado mañana en la capital. Mi hija, y el resto del personal, el avión y todos los demás, quedan a sus órdenes…

Y antes de que Elke Svenson pudiera encontrar la media docena de palabras de una pregunta. Rafael Balda cruzó uno de los asoleaderos; indicó al piloto del helicóptero que le urgía partir en cinco minutos; convocó al de su jet 2-Blanco-0 y en tanto el agua tibia de la ducha limpiaba de su cuerpo el sol y la transpiración, le ordenó formular un plan de vuelo directo, sin escala en la capital, a Nueva Castilla. Un poco más tarde, vistiendo la ropa sport menos llamativa que halló en su recámara, encomendó a Jo atender a los huéspedes.

—¿Te vas?

—Ahora mismo.

—Tío Miguel dijo que íbamos a quedarnos hasta el viernes.

—Hubo cambio de planes. Te quedarás tú.

—¿Pasa algo malo?

—Si puedo te llamaré esta noche desde Nueva Castilla.

—Bueno. ¡Suerte!

Balda agradeció a la madre de Jo haberla educado así: una niña nunca debe querer saber más de lo que los adultos desean decirle. Jo estaba acostumbrada a no interrogar innecesariamente. Él le marcó un beso en la mejilla.

La recepción de audio era impecable, no así la de video. En la pantalla aparecían líneas multicolores, manchas, lloviznas de puntos, pero no lo que a Miguel Rebul le interesaba ver: a Samuel Laviana, doctor en periodismo; catedrático en Ciencias de la Comunicación Humana por la Universidad de Berkeley y la Nacional Autónoma; y jefe nominal de lo que genéricamente se llamaba Publicaciones Olid –un matutino; un periódico del mediodía; un vespertino; la Hoja del Lunes, dedicada a la poesía, y la Revista Tiempo Nacional, semanaria, en lo que a la zona metropolitana concernía; y los ciento siete diarios de provincia que integraban la CIO (Cadena Informativa Olid) y los dos o tres que aparecían en los países vecinos. Al cabo de varios intentos, Rebul acertó a detener el cuadro. Habló y su voz fue recogida en el piso 42 de la torre gemela izquierda: “Doctor Laviana…” Advirtió cómo se congelaba un gesto más de preocupación que de sorpresa en el rostro, tan parecido al de un búho, del hombre que estaba mirando ahora al ojo de la cámara: el mismo que parpadeó detrás de los cristales de sus gafas. “A sus órdenes, don Miguel.” Así como las grabadoras instaladas en todas las salas de juntas de las torres recogen de la primera a la última de las palabras que en tales sitios se pronuncian con el propósito de tener una minuta oral que puede ser consultada si es necesario, del mismo modo en la CCM (Central de Control Maestro) se lleva un cuidadoso registro visual de cuantos curiosean las VR-175 de circuito cerrado. Esta rutina de grabar todo sólo puede ser alterada, anulando los contactos de las cabezas de registro, por el señor Balda o por el señor Rebul.

“Quiero que venga inmediatamente’’, indicó Rebul, todo el énfasis martilleando en las sílabas, in-me-dia-ta-men-te, de su palabra predilecta. Saltó de su silla el doctor Laviana: “En seguida, señor.” Listo para interrumpir la conferencia, agregó Rebul: “Traiga, actualizado como supongo que lo tiene, el expediente biográfico del señor Olid.” No aguarda a que el responsable de Publicaciones Olid (División: Impresos; Diarios y Revistas) diga algo, pues él ya está llamando a Larry Pavlevich López, un isleño al que respeta, y en ocasiones admira, aunque sea judío y ateo, porque tiene imaginación y talento. Le perdona ciertas frivolidades (la más repetida: abusa de su cargo para hacerles el amor malvadamente a chicas que aspiran a ser estrellas o modelos de comerciales) pues Pavlevich es elemento valioso para la empresa; tan valioso que en menos de seis años, y a costo mínimo relativo, ha logrado convertir un canal que el grupo recibió en bancarrota, listo para la liquidación judicial, en lo que ahora es TV-Olid 9 (División Video-Radio): la red más vista, y por ello más influyente, de la República. Le gusta, además, porque no renuncia a una cierta independencia de criterio que deviene, en momentos, altanería. “¿Pavlevich?” Pelirrojo, fumador de puro, desenfadado, estentóreo, todo él desaliño, Larry Pavlevich López se enfrenta al monitor. “Diga”, su voz es algo ruda, así no ignore que es el director general Rebul quien le habla. “Venga a mi oficina. Lo espero en diez minutos.” Rebate Pavlevich que está diseñando un programa espectacular y que no podrá desocuparse en menos de media hora. No se irrita Miguel. Se ve a sí mismo en la época en que desafiaba la autoridad de don Eugenio, esa autoridad que desde hace mucho ya, ejerce ilimitadamente. Repite: “En diez minutos, y que la gente que está allí con usted espere instrucciones.” Antes de levantarse Miguel garabatea una tarjeta-memorándum: “Kuri: Que Dept. M(antenimiento) revise circuitos TV-DG (Dirección General) a P(ublicaciones)”; la inserta en el cartucho de plástico y la introduce en el orificio de acceso al sistema (tan parecido a los antiguos pneumatiques franceses) que le permite distribuir órdenes manuscritas, enviar documentos y aun paquetes, de su despacho a prácticamente todos los demás de las Torres.

Lo mortifica una duda: ¿debe o no llamarlo?, ¿debe o no hacerle saber, directamente, la noticia que indirectamente le entregarán, quizá esta misma noche, los periódicos de Roma? Como si fueran dados, vierte en la palma de su mano un par de aspirinas. ¿Cuántas ha ingerido desde las 6:30 de la mañana en que se levantó como todos los días? Acude, después, al librero situado a la izquierda de ese despacho inmenso, casi vacío, de muros desnudos, pintados de negro, que no lucen más decoración que un retrato, al óleo, de Eugenio Olid y, en el panel opuesto, el Organigrama del Grupo que sólo es posible estudiar si el banco de luces que hay detrás de él está encendido. Aparta el gordo ejemplar de la edición del año del Dictionary of World Economics, de E. P. Stempleton, y descubre la botella de whisky que ahí esconde. Podría beber del que llena casi por completo la licorera de cristal tallado que se fabrica en una de las plantas Olid, pero no quiere que Kuri piense mal de un hombre, así sea su jefe, que acude a su primer alcohol antes que el sol alcance la vertical del mediodía. El whisky, legítimo de Edimburgo (no lleva su lealtad a la empresa al extremo de preferir el, por lo demás, aceptable tipo escocés que se elabora en Destilerías Olid [División: Vitivinícola y Conexas]) lo entona; por un largo, un grato momento lo deja como flotando en una nada en la que no hay recuerdos, en la que carece de identidad y no se reconoce. Bebe otra vez a pico de botella y pone ésta en su lugar, atrás del mamotreto de Stempleton que la esconde a los ojos inquisitivos de Kuri o al interés, y aun a la codicia, de quienes asean por las noches su oficina inaccesible. Se pregunta si no está acudiendo al licor con demasiada frecuencia.

Sólo dos retratos ocupan la mesita chippendale a la que todos, incluso él, llaman escritorio. Uno, reciente, del último octubre, le ofrece la sonrisa de Eugenio Rebul, su hijo, destinado a manejar algún día todo lo que ahora él y Rafael Balda manejan: el imperio Olid; un imperio incalculable que recibirá, cuando complete su doctorado en Ciencias Económicas y adquiera la experiencia adecuada, enriquecido con la adquisición, ya en proceso de ser instrumentada, de nuevas empresas. Otro, muy antiguo y borroso, muestra el semblante triste, apagado, de su padre: don Carlos Rebul y Barrientos –banquero. Esa foto, la única más o menos actual que conserva, le fue tomada al señor Rebul cosa de un año antes de su muerte. Nunca ha podido localizar al fotógrafo que la hizo en Nueva Castilla, ni, en consecuencia, el negativo del que salió la mala copia. Ésos son, lo admite, los únicos rostros que le importan, aunque por motivos distintos.

No se decide. ¿Llamarlo, inquietarlo? ¿Dejar las cosas así? Si recibiera oportunamente su mensaje, Eugenio podría llegar a tiempo de participar en el funeral, lo cual causaría muy buen efecto… Le parece que por el momento es mejor mantenerlo al margen. ¿Le habrá dicho Rafael a Jo lo ocurrido? Hay que pensar en el futuro; ahora es cuando hay que pensar verdaderamente en el futuro. Siente que su cabeza se despeja de oscuridades. Siempre es así, luego de unos sorbos… Jo, que era flacucha y granujienta a los once, se ha transformado a los dieciocho en una hembrita muy linda. Así sea Eugenio algo tierno, habrá que casarlo con ella. Los muchachos se llevan bien, han sido casi novios y proponerles que contraigan matrimonio no habrá de disgustar ni a uno ni a otra. Pactada la boda se aseguran todos de que ningún intruso, ningún cazafortunas, penetrará en la cerrada estructura del Grupo Olid. Lo inquieta, de pronto, que Eugenio vaya a cometer la torpeza de enredarse en serio con una lagartona de las de por allá; de enredarse y volver casado, lo que sin ser del todo grave sí complicaría innecesariamente las cosas. Podría ocurrir, lo que sí las complicaría irremediablemente, que Jo, su ahijada, formalizara esa amistad-a-la-moderna que sostiene con Ulises de Souza, el playboy cuarentón con el que ha dado en salir y debido a la cual su nombre rueda ya más de la cuenta por las páginas de sociales de los periódicos.

—Kuri… Kuri… —se ha echado ansiosamente sobre la mesa auxiliar, ésta sí sobrada de timbres, teléfonos y monitores de televisión.

—¿Señor…? —hay asombro en el rostro de Miss K.

—Localice a mi hijo en Roma o donde esté de Italia. Comuníquese con Ruoti. Que lo encuentre inmediatamente. Por orden mía, debe salir hacia acá en el primer avión. Prioridad A. No olvide en insistir: Asunto Prioridad A… ¿Entendido?

—Afirmativo, señor.

—Bien…

—Señor…

—¿Sí?

—Han llegado el doctor Laviana y el señor Pavlevich.

—Déjelos pasar.

Una brisa que rueda de las montañas hacia el agujero que llaman El Valle, ha limpiado un poco la nata de esmog que ahora cubre casi siempre a la ciudad y de la que es responsable, en no escasa medida, el haz de chimeneas que Olid, S.A., ha ido plantando, en el curso de los años, en los que eran, entonces, suburbios, y que son ahora céntricos; grises, populosos, conflictivos barrios obreros. De todos modos, desde el piso 87 de las torres (símbolo de la capital, que se reproduce en timbres y tarjetas postales, ya en monedas de cincuenta centavos y que pronto figurará en uno de los cuarteles del nuevo escudo de la metrópoli próxima a celebrar el cuarto centenario de su fundación) la vista es, a cualquier hora, espléndida, y en particular, si la niebla industrial es ligera, a ésta de poco antes de las doce. Dicen, en un sentido no del todo figurado, que las dos altas torres Olid sostienen el cielo de la patria e impiden que se desplome y aplaste a una república que no acaba de acostumbrarse a que la gobiernen civiles, y cuya economía, voluble y precaria, está sujeta a muchas presiones de las que parece destinado a aliviarlo, por ciclos, el capital Olid. (Los inconformes murmuran que esas presiones, mayores en tiempo de administración militar, las produce a voluntad la organización que tuvo por creador a Eugenio Olid y que por taumaturgo tiene hoy a un hombre joven, glacial, misterioso como el viejo cuyos intereses cuida y cuyas ganancias, que se suponen formidables, comparte.) Esas torres, a las que la letra O une a manera de puente (una O colosal en la que humea el sol, por las mañanas, al salir; en la que humea, por las tardes, al agotarse) producen ciertamente el efecto de estar apuntalando el techo de la urbe, quinta, por su tamaño, en Latinoamérica. Aunque lo conoce de memoria, contemplar el panorama siempre ha emocionado a Rebul, quizá porque observarlo le proporciona una reconfortante sensación de poder, de dominio, de fuerza. Católico que no va a misa, cuando se asoma a mirar los techos de la gran aldea siente estar más cerca de Dios –casi, a Su lado.

Sin volverse, porque su mirada seguía, atenta, la maniobra de uno de los reactores de Aerolíneas Olid que enfilaba hacia el Aeropuerto Internacional “Maclovio Borges”, héroe de una cuartelada triunfal del XIX, ordenó, al sentir que habían entrado:

—Acérquense…

Lo vieron perderse por un momento, así que avanzaba hacia ellos, en el contraluz. El poder de Miguel Rebul no correspondía, figurativamente, a su estatura: un escaso metro con setenta centímetros que mantenía sin adiposidades, aunque con algunos sacrificios, en una aceptable talla 32. Sólo un par de frágiles sillas había frente a su mesa. No los invitó a ocuparlas. Temeroso de que su aliento lo delatara como bebedor tempranero, Miguel exigió entre él y sus colaboradores la distancia que equivalía a la anchura de la mesa. Larry Pavlevich produjo entonces una gran humareda al encender un puro. Cargando el grueso Dossier Olid, lo desaprobó, con el crítico arqueo de una ceja, el encogido doctor Laviana. (No lo demuestran, pero ambos están preocupados. ¿Qué error de orden político habrá usted cometido, doctor Laviana?, ¿qué otro exceso suyo, Larry Pavlevich, le habrán reportado al jefe sus espías?) Se tranquilizaron. No había hostilidad en el semblante de Rebul.

—Tenemos una noticia grande, en exclusiva… —ni hubo tampoco emoción, color en su voz.

—¿La paz? —con algo de suficiencia sonrió Laviana—. Ya leí el flash, don Miguel, y estaba llegando el agregado cuando llamó usted…

—Una todavía más importante, doctor.

—¿Cuál más importante que el fin de esa absurda guerra en…?

Alzó el brazo Miguel Rebul y el bronco Pavlevich tascó el puro:

—El señor Olid acaba de morir…

Y fue en ese momento, cuando se escuchó comunicarles la noticia a dos extraños, a dos engranajes secundarios del mecanismo Olid, cuando él (todavía tenía los sollozos de Sofía Vaquero enredados en el caracol del oído) también la creyó; cuando él admitió, por fin, que ese don Eugenio que gustaba recomendarles a él y a Balda: “No sean tontos; no se hagan viejos, porque el que se hace viejo se muere”, era como todos, no obstante sus millones, perecedero, vulnerable, mortal. ¿Acaso su corazón, protegido por una maraña de rígidas costillas, no había acabado por fastidiarse y reventar?

Fue Laviana quien primero interrumpió el silencio con un murmullo:

—Créame, señor Rebul, que me siento terriblemente apenado por él, por usted y por don Rafael…

Pavlevich tuvo un gesto cortés: retiró de sus labios el tabaco que fumaba, para decir:

—Mi pésame, director.

—Gracias… —expresó Miguel, emocionado. Se rehízo: no era cuestión de empantanarse en sentimentalismos. Endureció, deshumanizó su palabra—. Ahora hay que tratar este asunto a nivel profesional…

Tic inevitable, con el anular de su mano izquierda Laviana empujó hacia arriba sus gruesos anteojos:

—Le daremos el cintillo de La Extra

—¿Por qué nada más el cintillo?

—Bueno, señor… —Laviana se retorció; se retorcía siempre que lo obligaban a responder algo que no fuera una vaguedad—. La noticia principal de hoy, la grande, periodísticamente hablando, es la de la paz…

Tenso ahora, Rebul no lo dejó proseguir:

—Para el país, para la ciudad, para nosotros, incluidos ustedes, no puede haber una noticia mayor que la del fallecimiento de nuestro fundador. La paz se firma al fin de cada guerra… El señor Olid sólo muere una vez en la vida. Así que… cabeza principal: “Ha muerto don Eugenio Olid.” En primera página, arriba, su biografía… Esta noche, en La Extra, mañana en el matutino y tres días en los demás periódicos nuestros. Y otra cosa: que los poetas de la Hoja le dediquen un número especial como benefactor del arte y la cultura que fue; que el semanario destaque lo más sobresaliente de su visión como pionero de las conquistas sociales…

Tiritando de pánico, el doctor Laviana, experto en asuntos de comunicación humana, se atrevió a argüir:

—¿Tres días la biografía… en primera plana? Podríamos, si usted quisiera…

—Tres días, como dije, doctor. Que los lectores, les guste o no, se aprendan de memoria la biografía del señor Olid… Eso es lo que quiero.

—Como usted lo disponga, señor… —Laviana reculó prudentemente hacia el silencio. Ahora el amo era este Miguel Rebul que sabrá de negocios, pero ni jota de periodismo. Muerto Olid, del que era en cierta forma protegido, ¿a quién acudir? ¿Por quién ser amparado?

Indicó Rebul:

—Los datos principales son éstos…: —Dictó a una grabadora los que conocía: lugar, hora, causa probable de la muerte. Le cedió el casete, que Laviana recibió como si quemara, temeroso—. El resto, que su gente lo consiga allá…

Pavlevich habló antes de que se abatiera sobre él la cubetada de órdenes inevitables:

—A nivel nacional, me parece, es la noticia del año… Habrá que hacer un Especial, si lo aprueba.

—Aprobado —¿Por qué no eran todos como Pavlevich, que tenía el talento de adivinarle el pensamiento?

—Cadena de costa a costa. Color. Vivo y directo desde Nueva Castilla.

—Perfecto. Adelante.

—Habrá que llevar a Jacinto Olmedo para que maneje todo —Rebul asintió, porque eso, que despachara a Jacinto Olmedo (El Monstruo Sagrado de la Televisión Nacional, lo llamaban) era lo que él se disponía a sugerir. Pavlevich miró su reloj y lo mismo hizo, como si se dispusieran a sincronizarlos, el director general—. En media hora, si no dispone usted otra cosa, estaremos volando…

—Eso es… En media hora… —Miguel estaba disfrutando por primera vez de un nuevo aspecto del poder: ese que le permitía intervenir, así fuese sólo con generalidades y su visto bueno, en la confección de una noticia que sería, como apuntara con maña Larry Pavlevich, la del día, la del año, la del siglo, quizá, en la República. Recomendó: —No se escatime nada… Gástese lo que sea necesario. Pidan, usen lo que haga falta…

—División cine —mencionó Pavlevich, invadiendo terrenos que no eran suyos— podría hacer, paralelamente a nosotros, un documental…

—Se hará… Una cosa más, señores —Laviana y Pavlevich escucharon atentamente—: El ángulo que debemos explotar es el de la leyenda fascinante que fue la vida de don Eugenio Olid… En caso de duda, consulten conmigo.…

—¿Lo veremos en Castilla, director?

—Los veré allá…

Se marcharon. Luego.

Resistió la tentación de acudir, por segunda vez, a la botella y se sintió satisfecho de ese éxito de su voluntad. Por una escalera de caracol, que pasaría por ser un elemento más de la escenografía de la oficina, llegó a su hábitat –el penthouse del piso 88 con frecuencia metido entre nubes–. Empezó a desnudarse. Olid nunca disfrutó de estas costosas comodidades, de este paisaje, de esta piscina, del jardín de raras plantas tropicales que la rodea, de este amplio sauna en el que ha resuelto descansar cinco minutos como lo hace cuando está nervioso o abrumado de trabajo. Le agrada que sea hoy el día libre de Fausto, el bañero. Estar a solas en el calor que le ablanda la piel, reconforta. Trombosis, y el viejo carburador, ¡pafff!, a la mierda. Aun en el sauna existe, disponible, un panel con teléfonos a los que no afectan la humedad o las graves temperaturas. Pica la tecla del que está programado para que en su casa respondan el mayordomo, si anda cerca, o su esposa Érika Bazán de Rebul. Alguien está usándolo y él sabe quién. Murmura una palabra agresiva, que repite cuando al insistir, la única respuesta que recibe es un pi-pi-pi-pi-pi que se prolonga sin variación.

—Cuelga… ¡Cuelga ya…! —se oye (o tal vez sólo lo piensa) murmurar.

Decide algo más drástico: usar el IECO (Interruptor Electrónico Carbonel-Olid) –sistema ideado hace cinco años por Severo Carbonel, uno de los técnicos de la compañía, que ha merecido, además de la riqueza y de los honores que hacia él se han derivado por su invento, cuyas patentes se utilizan ya en el extranjero, la gratitud del género humano. Gracias a Carbonel, ahora es posible no sólo informar a quien usa desmedidamente un teléfono que alguien aguarda la oportunidad de comunicarse, sino también interrumpirlo, invadir la línea que bloquea, anular la otra llamada. Y eso, sólo con mover la palanquita azul que se encuentra en el segundo tablero, es lo que hace Miguel.

Una voz brava, ronca, le sale al paso:

—¿Quién carajos se ha creído usted que es para cortar la comunicación?

“Está borracha”, admitió Rebul al escuchar la voz de su mujer retumbando en el sauna. ¿Vodka-y-jugo-de-naranja?, ¿vodka-y-jugo-de-carne? “Borracha como casi todas las mañanas.” La imaginó acostada en cama, la charola con restos del desayuno a un lado; el pelo prisionero de los abominables tubos de plástico en los que todas las noches lo enreda; la cara con plastas de la crema que, según ella, la rejuvenece. O si no en la alcoba, abajo, en el bar, a caballo sobre un escabel, fumando, intercambiando naderías con alguna de sus amigas –conversadoras planas, parásitas, estúpidas también.

—Cállate —grita Rebul.

Hay un brevísimo silencio. Luego:

—¡Vaya, hasta que apareciste…! Creí que anoche, siquiera porque era mi cumpleaños, se dignaría el señor dormir en su casa…

—Terminé muy tarde, ya de madrugada. No salí…

—El chofer me trajo tu anillo… —Hay mucho sarcasmo en la voz de Érika Rebul, que ya no es tan bella a los cuarenta y dos años como lo era, todavía, a los treinta y nueve.

—¿Te gustó?

—No tuve tiempo de verlo. Lo eché a la caja donde están los otros… —Una pausa. Quizá esté bebiendo un trago. Luego—: Rebul, ¿por qué diablos llamas a esta hora del amanecer? Como si hablara de algo sin importancia, informa Rebul:

—Voy a estar fuera, creo, un par de días…

—¿A dónde va el señor?

—A Castilla…

—¿Otra vez? Estuviste allí anteayer…

—Sofía acaba de llamarme… —Es ahora él quien plantea el silencio y convoca, de ese modo, la curiosidad, el interés de su mujer.

—Aló… aló… ¿Para qué te llamó la bruja?

—Para decirme, óyelo bien; para decirme —marcaba muy lentamente las palabras— que don Eugenio murió esta mañana.

Largo es el silencio que sobreviene. Miguel Rebul sabe que Érika sigue allí, el teléfono pegado al oído, ¿pensando qué, sintiendo qué? Al cabo, por las bocinas que concurren al cuarto de sauna, baja sobre el sudoroso director general del Grupo Olid, en forma de risa cacareada, el comentario:

—¡Hasta que hizo algo bueno, muriéndose, el gran cabrón de tu jefe!

—Érika ¡respeto!

—Respeto, ¡su madre…! ¿Sabes, Rebul? Pobres de los tipos del infierno ahora que les ha llegado allá el hijodelagranputa…

Rebul cancela el diálogo. Abomina discutir con una persona ebria; más si esa persona es su mujer. La muerte de Olid, reflexiona mientras se pone un calcetín, es, también, la ansiada apertura hacia la libertad. Ahora podrá divorciarse; ahora no tendrá a don Eugenio, puritano en ciertos aspectos, rehusándose a autorizar su separación oficial de la que ha sido su esposa por tantos años. Sin Olid que cuide el buen-nombre-de-los-ejecutivos-que-trabajan-con-nosotros, aguardará a que Eugenio chico y Jo se casen; luego, ante los tribunales, perfeccionará la ruptura. Le dará a Érika lo que pida –precio bajo a pagar para no tener que seguir soportando su presencia, su amargura, su alcoholismo.

Con un ruidito de baleros meticulosamente aceitados, corren sobre sus raíles las puertas del guardarropa. En la sección destinada a trajes oscuros habrá, de menos, cincuenta: la mayoría sin estrenar. Elije uno gris, casi negro. Esos trajes le son confeccionados por los maestros sartoriales de la Boutique Signore d’O (División Vestuario Masculino) trajes que parecen de serie, pero que son tan costosos que sólo él y Rafael Balda tienen derecho a usarlos.

Los ojos de su memoria, que no envejecen, ven a don Eugenio allá en Nueva Castilla, una mañana antigua. Está mostrándole, con una humildad que es casi ofensiva, con mucho orgullo también, sus dos únicos trajes –tan viejos que su estilo ha vuelto a ponerse de moda. No recordaba el señor Olid cuándo compró el más deteriorado: el que de lo pringoso estaba para ser freído:

—No sé, Miguelito, si fue cuando la revolución de Peláez o cuando el general Iturrigoitia fue presidente interino… De todos modos viene de esos tiempos en que los paños, toca éste, eran buenos…

El otro, eso sí lo recordaba, lo mandó traer de Almacenes Olid, de la calle de La Santísima. Eso ocurrió cuando hubo que viajar a la capital de la provincia, hará veintitantos años, para asistir a la primera exaltación como gobernador del general Teófilo Medina Irigoyen, el más amigo de sus amigos, el más compadre de sus compadres.

—Para que se ponga al día, don Eugenio, voy a mandarle una docena de los que estamos fabricando… De esos que vendimos, como prueba, sesenta mil el año pasado a Europa… De los que venderemos doscientos mil el próximo…

Cerrando el olor a cedro y naftalina del armario de elevado copete, Olid había sonreído:

—No te molestes, Miguel…

—Van a gustarle, don Eugenio…

—No necesito trajes, porque tampoco necesito demostrarle nada a nadie… Soy Eugenio Olid, así como me miras, con esta mi ropa consentida… —y acarició, como si fuera un muslo de mujer, el brazo de la chaqueta de cuero: una chaqueta café, ajustada por la cintura, sobre la que habían caído muchos soles, en la que se habían endurecido muchos sudores.

En el espejo de-piso-a-techo, Miguel Rebul se encontró frente a sí. Se echó en el bolsillo unos anteojos ahumados. Le pareció frívolo (él, que abominaba serlo) haberse perfumado con unas gotas de Aqua Signore d’O.

—Señor. . .

—Diga… —Hasta al vestidor lo rastreaba, por las bocinas, la eficiencia de Miss Kuri.

—Se reporta listo, arriba, el capitán De la Parra.

—Gracias… Ah, Kuri…

—Sí, señor…

—Mande un memo circular para que en absolutamente todos los retratos del señor Olid que tengamos en la compañía, en la ciudad, en la República y en el extranjero, se coloque un crespón de luto para significar su muerte…

Kuri, que no conocía la noticia, demoró un instante, el que le tomó asimilar la sorpresa, antes de comentar:

—Créame, señor Rebul, que lo siento. Se pondrá el crespón, señor…

—Si es necesario, me comunicaré con usted por la línea abierta…

—Estaré al cuidado… Buen viaje, señor…

Cosa de un minuto después, el helicóptero personal del director general del Grupo Olid despegaba de la torre derecha e iniciaba la precisa evolución que lo conduciría a la pista que por gracia del gobierno federal usan, en forma exclusiva, los aparatos de la fuerza aérea particular de don Eugenio…

2

Si ella hubiera acudido oportunamente al primer repique, como lo hizo el atardecer de aquel noviembre de hace ya seis años; si hubiera obedecido los campanillazos que la alcanzaron después, en la cocina, mientras aguardaba a que hirviera el agua para la infusión de yerbas medicinales, ¿estaría don Eugenio Olid como ahora –desnudo, frío y ya algo rígido, inofensivo y dulce–, sobre la sábana que le servirá de sudario?

—Sal y mira qué se le ofrece al doctor.

Con el aire de ausencia, de no estar en el mundo, que hace evidente su retardo mental, se va Sebastián:

—Sí… Sí.

Docenas de veces se ha hecho la pregunta y docenas de veces se le ha negado una respuesta que la aligere de remordimientos, a esta mujer que ha pasado dos tercios de su vida cerca de Olid –Sofía Vaquero que por cuna tuvo el Refugio de la Beata Margarita para Niñas sin Hogar; Sofía Vaquero, no amante, empleada o ama de llaves; Sofía la imprescindible, después de don Eugenio, la pieza más importante: la que todo lo sabe y lo resuelve y lo alivia; la que ya una vez le salvó la vida al señor y no mereció la gratitud, siquiera, de una sonrisa; la que veló sus enfermedades, satisfizo sus caprichos, perdonó agravios, injurias, golpes.

—Señor… Mi señor… —suspira, seca la voz, ardorosos los ojos, removiendo una brizna de pelo blanco que ha caído sobre la frente de Olid.

Su abnegación, lo admite mientras mira el cuerpo que de lo enjuto parece un pedacito de madera apolillada, ha tenido la mayor de las recompensas: Eugenio Olid, el todopoderoso, buscó su oído para dejar en él la última palabra de su vida; buscó sus pechos para acurrucar entre ellos la cabeza; buscó su regazo (él, pobrecito, que tampoco conoció padre o madre) para dejarse tomar, allí, por la muerte;

y ella estaba en la cocina, de codos sobre la estufa, de mal humor porque le dolía la cabeza, y Olid seguía alborotando el silencio con su campanita, exigiéndole que le llevara el té con el que mantenía domado su hígado, y ella gritó: “Voy, voy”, sólo para manifestar su enfado, pues él no iba a oírla, pues su recámara está lejos, al otro lado del living, y como siempre que despertaba después de una noche de vino tinto, Sofía Vaquero encontró abominable trabajar ¿a cambio de qué sueldo, si ninguno percibía? con ese maniático-impaciente-autoritario-caprichoso-irascible-cabrón al que no se le pueden ofrecer, porque de principio los rechaza, excusas o pretextos; y él insiste y ella, al paso tardo que termina por imponer la rutina, coló el bebistrajo, tomó la taza de peltre blanco que Olid prefería y acudió a la alcoba donde acataría otra rutina, otra costumbre, aguardar, de pie, con el plato en la mano, a que él consumiera el líquido, refunfuñando inconformidades, quejándose de lo caliente (de lo frío) del brebaje; de lo mal que había dormido; de lo bochornoso (o gélido) de la temperatura; del exceso de frazadas (o de la falta de ellas); o si no, soportando que sus manos ávidas la manosearan por debajo de la falda, señal, ésta, de que don Eugenio había amanecido de buenas y que no habría borrascas en parte del día;

pero al que halló hoy en la cama fue a un Olid agónico, de ojos agrandados por el terror, que braceaba buscando en el aire algún apoyo improbable; que al verla entrar la miró con la esperanza de que el milagro se repitiera; y cuando Sofía se acercó para colocar en el buró la taza de té, él la abrazó como si fuera un tronco y ella lo abrazó también y fue entonces cuando oyó La Palabra y supo, un poquito después, que la muerte es, en algunos casos, un sacudimiento, un calosfrío, antes de la inmovilidad, y luego algo parecido al sueño de un niño, al reposo de un feto sacrificado por el aborto;

sólo entonces, cuando en la boca de Olid cesó de silbar su aliento agrio, Sofía Vaquero tendió el cadáver sobre la cama; lo arropó con la colcha; recogió la campanita; fue al living y llamó al médico Porcela; enseguida, desde lo alto de la escalera, a Sebastián, que andaba todavía abajo en el primer piso, y tras de llorar un poco alzó la bocina del teléfono que sólo usaba el señor Olid para hablar a la capital; al cabo de mucho tiempo pudo comunicarse, entre sollozos, con Miguel Rebul.

Ahora que Sebastián se ha ido y que escucha sus murmullos en la estancia donde el médico Sergio Porcela se ha puesto a escribir, Sofía se siente mejor. No la asusta manejar el cadáver (aunque nunca ha visto ni tocado otro); no le repugna limpiar meticulosamente la piel vieja, endurecida y seca, con un algodón que rezuma alcohol de alcanfor. De hallarse presente el que por órdenes de don Eugenio se convirtió en su esposo, hará de esto unos nueve años, no podría tocar así, con tanta confianza, el cuerpo que no poco tiempo dominó al suyo. Lo que concedía significación a ese cuerpo que se va empequeñeciendo (le parece) a medida que transcurre la mañana, ya no existe, ha cesado de manifestarse. Sesenta kilos de carne, a lo sumo: una cabeza flaca, de pájaro: unos dientes amarillos por las sales que contienen las aguas del rumbo; eso queda de Eugenio Olid: eso y lo que ella, así que termina de ungirlo y se sienta en el borde de la cama, recuerda;