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la creación literaria

Luis Spota

Palabras mayores

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
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PQ7297.S76

A6

2017 Spota, Luis

Novelas / Luis Spota. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2017.

recurso digital – (La costumbre del poder)

Contenido: v. 1. Retrato hablado – v. 2. Palabras mayores – v. 3. Sobre la marcha – v. 4. El primer día – v. 5. El rostro del sueño – v. 6. La víspera del trueno.

ISBN: 978-607-03-0857-4 (volumen 2)

1. Literatura mexicana – Siglo XX. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0826-0 (obra completa)
isbn 978-607-03-0857-4 (volumen 2)

derechos reservados conforme a la ley

a Gabriela, Andrea, Ángela
y Ximena.

…y sólo en el presente ocurren los hechos.

Jorge Luis Borges

Ser gobernado, es ser inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, controlado, estimado, oprimido, censurado, ordenado por seres que no tienen ni el título, ni la ciencia, ni la virtud.

Proudhon

…estaba de más en un país del cual había oído hablar en la infancia o en la escuela y que más parecía pertenecer a la historia que a la realidad.

Daniel Moyano

…pues siempre había otra verdad detrás de la verdad.

Gabriel García Márquez

…la distancia entre el altar y la silla del poder es pequeña.

Jaime Labastida

1

Minuciosamente, don Aurelio Gómez-Anda coló el café –una tintura negra como su traje, espesa como la luz de la tarde que se quemaba afuera, en los jardines de la casa presidencial. La taza era pequeña, rosada, quizá de porcelana china. La tocó apenas con los labios. La punta de una servilleta de lino le sirvió para recoger la humedad que en ellos hubiera podido quedar. Aficionado a toros, aunque hacía años no iba a las corridas, recomendó:

—Use la mano izquierda, doctor Ávila.

—Hay demasiados intereses comprometidos en el problema, señor presidente.

Gómez-Anda aspiró el aroma del café que preparaba personalmente, a la manera serrana, con unos granitos de anís, unas veinte, treinta veces al día.

—Intereses políticos, sí —concedió— y por eso se requiere inteligencia, valor; algo de suerte, también.

—Ellos, al parecer, no tienen mayor interés en llegar a un arreglo.

—Es parte de un juego, doctor Ávila. Presión sobre usted, ministro de Industrias y Desarrollo; presión sobre mí; presión sobre la opinión pública. Todo, con un propósito —lo miró derechamente a los ojos—: eliminarlo, doctor Ávila, como eventual candidato a la presidencia de la República…

Don Aurelio Gómez-Anda agotó, de dos tragos, los restos del café. Dio la espalda a Víctor Ávila Puig y se ocupó, por unos momentos, en poner más agua en la marmita siempre dispuesta sobre la estufilla a gas que mantenía, no importaba dónde estuviese, a su alcance:

—¿Yo candidato, señor presidente…?

El presidente hizo girar su silla de alto respaldo y lo enfrentó. La sonrisa lucía, ahora, más franca en sus labios duros, de natural secos:

—No se le escapa a usted, doctor Ávila, que hay corrientes de opinión que lo favorecen; sectores que verían con agrado a una persona como usted ocupando la presidencia de este país nuestro tan necesitado de hombres jóvenes con ideas nuevas…

Víctor Ávila Puig, doctor en ciencias económicas; desde hacía cincuenta y cuatro meses titular de un ministerio sólo inferior en importancia al de Finanzas, experimentó un aturdimiento comparable a los que padecía a causa de las bruscas bajas de la presión sanguínea. Apartó de su cara los anteojos que se había colocado al principio de su acuerdo con el señor Gómez-Anda. Mecánicamente, sirviéndose de la corbata, empezó a limpiar los cristales “corrientes de opinión que lo favorecen… verían con agrado… ocupando la presidencia”. Dichas por el presidente de la República, ésas eran palabras mayores; no sólo buenos deseos, corazonadas, del suegro Vértiz, o especulaciones de Horacio Allende, afecto a desearle lo mejor en una carrera política que no se animaba a seguir del todo. Palabras mayores porque habían sido dichas por el hombre de más autoridad que había en el país: el señor de Los Arcos, don Aurelio Gómez-Anda: sabio estadista, despiadado hijo de puta, reverenciado santón de la política nacional –según se le quisiera considerar.

—No quiero decir, amigo Ávila, que sea usted el único entre los miembros del gabinete que tiene merecimientos para sucederme. Otros hay, usted lo sabe. Otros que empezaron a, digamos, trabajar, con el único propósito de llegar a esta silla, un minuto después de que los incluí entre mis cercanos colaboradores…

—En todo ese tiempo, señor presidente, no he levantado un dedo para…

—Me consta que sí, doctor Ávila, y estimo su lealtad… Si hubiera hecho lo que ellos, no se lo reprocharía tampoco… Distraer el tiempo que debiéramos destinar al cumplimiento de nuestras tareas; usar el cargo para anudar alianzas; gastar el dinero de la nación en la compra de influencias o en el pago de sobornos, es, de tan repetido, normal que ocurra entre nosotros. A nadie, pues, asombra descubrirlo…

—Hay ciertos principios morales… —apuntó Ávila Puig, y no avanzó más.

Cuando él dijo “principios morales”, el presidente había alzado una ceja (la izquierda) y eso lo intimidó. ¿Sería demasiada torpeza suya hablar de moral cuando solamente se estaba hablando de política?

—La moral, sí… La moral… —indicó, su voz eco de sólo él sabía qué remoto pensamiento, el presidente.

Se había levantado y, sosteniendo la tacita por la base, entre los dedos índice, medio y pulgar de la mano derecha, había dado unos pasos por el despacho. Había ido, luego, al muro de cristales que lo aislaba del mundo que se le había confiado gobernar. Apartó la cortina blanca y miró a la ciudad tendida al pie de la colina que la dominaba; a esa ciudad, de casi ocho millones de habitantes, suntuosa y miserable; sobrada de riquezas y fatigada de carencias. Miró, en el centro de ella, altísimas, retadoras, unidas por la O de acero y hormigón, las Torres Gemelas del Grupo Olid —el otro poder de la República; la única otra fuerza comparable a la que él, desde Palacio Nacional o desde Los Arcos, ejercía.

—Otros, cinco o seis, quizá piensen que le llevan ventaja, doctor Ávila —dijo el presidente, sin volverse—. Sin embargo, ninguno de ellos tiene razón para decir que se ha asegurado la presidencia…

Ávila Puig habló con la boca endulzada por el caramelito que el presidente le había dado al iniciar el coloquio y que él había puesto, sin sacarlo de su capullo de celofán, en la bolsa de su chaqueta gris:

—Todos quisieran tener un voto, señor. El suyo, que es el bueno… —se sintió, él que no lo era, él que aborrecía parecerlo, un poco adulador del poderoso.

—El voto del presidente es importante, sí, pero no definitivo —suspiró Gómez-Anda, como si lo lamentara—. Al señalar sucesor, el presidente está sólo interpretando el sentir de otros…; está, como si dijéramos, actuando en nombre de otros.

Más para oírse que para ser oído, mencionó, después, que había llegado ya la hora de ir pensando quién, entre los más capaces de sus colaboradores, sería el idóneo para alcanzar la presidencia. Los enumeró un poco como si apenas fuera recordándolos, y así Ávila Puig supo quiénes había inscritos en esa lista que siempre (lo decía Horacio Allende; lo murmuraban todos) forma el presidente cuando se aproxima el momento de ceder el gobierno –aunque no necesariamente el poder.

Algunos, como Marat Zabala, ministro de Información y Turismo, eran populares entre los políticos y muy conocidos por el público; Andrómaco Batis, Jorge Avellaneda Jáuregui. François Millet-López, Espinosa Carrillo y él mismo, lo eran menos, pese a su jerarquía técnica, a su prestigio académico o a su veteranía. “Alfonso Videgaray es otra cosa…”

—El tiempo… —un golpecito de hipo cortó la frase que el presidente iniciaba. Después del segundo, colocó la taza sobre el escritorio. Se echó dentro de la boca una pastilla de magnesia—. El tiempo, gran enemigo… La campaña será corta. Cinco meses a lo sumo… El país no puede ser paralizado mientras se le busca inquilino a esta casa… Tampoco es posible sangrar al erario haciéndolo sufragar los gastos de un carnaval muy largo… Ciento cincuenta días cansan poco y sobran para que el pueblo conozca a quien va a elegir…

Aludió, después, a lo que la Constitución estipula. Los partidos (incluso el Partido Unificador Revolucionario, en el poder desde que lo tomó hacía treinta años) estaban obligados a registrar sus candidatos a la presidencia de la República seis meses antes de la fecha de los comicios. La Comisión Nacional Electoral rechazaría a quienes pretendieran inscribirse más tarde.

—Esto es… —calculó Gómez-Anda— el partido debe escoger a su hombre en, a lo más, una semana…

—Poco tiempo, señor…

—O demasiado, doctor. Depende, claro, del valor que uno le conceda al tiempo. Para ustedes, que pueden ser elegidos, el tiempo tendrá un valor distinto al que para mí pudiera tener… Yo voy de salida, no tengo ansiedad ninguna por marcharme… ¿Cómo será la de ustedes, los que quieren entrar…?

No quiso el presidente que el ministro de Industrias y Desarrollo le mostrara los otros documentos que componían el acuerdo de la semana. El conflicto que pretendían plantear los magnates del pan, del gas y de la leche, sólo había merecido de Gómez-Anda una sugerencia de índole taurina: usar la mano izquierda ¿contemporizar?, ¿ceder?, ¿engañarlos? Quiso, en cambio (insólito en alguien como él, árido y severo), acompañarlo a la puerta.

—Hay que estirar un poco las piernas, doctor… Es bueno para la próstata; hace bien a la salud…

—Sí, señor. Yo nado por las mañanas.

El presidente corrió la puerta de cristales. Pisaron el césped. Alcanzar el sitio donde el chofer de Ávila Puig tenía el automóvil del ministro, demandaría recorrer varios centenares de metros entre macizos de árboles centenarios, arriates apretados de variadas flores, fuentes que jamás dejaban de funcionar. El infinito jardín parecía estar ocupado sólo por venados y pavorreales, ardillas y guacamayos; abejas y tímidos faisanes. No era así. Presencias humanas, policías de Seguridad, siluetas ensombreradas se mostraban a distancia, ocultos detrás de los troncos, perdidos en la cuidada espesura, recatados entre las muchas estatuas, de bronce y mármol, consagradas a los próceres de la República.

—A propósito de salud, ¿cómo está hoy su señora madre, doctor Ávila?

—Quebrantada, señor presidente.

—Preséntele mis respetos.

—De su parte, señor.

Unos veinte metros caminaron, gacha la cabeza, sin hablar. El presidente lo llevaba todavía tomado del brazo. Ávila Puig trataba de reconstruir la frase, el pasaje, con el que le había hecho saber, un poco al desgaire, que su nombre figuraba en La Lista. Lo único que conseguía recordar era el rostro de Laura Kraus. ¿Qué diría ella cuando supiera lo que le había insinuado Gómez-Anda? Luego, el presidente (a la vista ya del automóvil de Víctor y del gris en el que viajaban Juan Robles y otro elemento de seguridad), expresó:

—Todos ustedes tienen, para mí, merecimientos considerables… que uno sea elegido, y no otro, dependerá de ciertas circunstancias… Nada, en política, es definitivo aunque todo en la política a nuestro estilo es posible… Usted: sume, vea a sus amigos, prepárese, estudie, cuídese…

Le dio dos, tres cordiales palmaditas. Le apretó significativamente (así le pareció a Víctor) el brazo que le tenía tomado. Le entregó una sonrisa y, no estuvo seguro, pues su confusión seguía siendo grande, también un guiño.

Cuando partió el automóvil, alcanzó a vislumbrar, solitario y vestido de negro, acariciando entre la luz de la tarde la barroca cornamenta de un gran alce, al más poderoso de los hombres políticos del país, al presidente de la República: don Aurelio Gómez-Anda.

A la izquierda quedaba, amurallada y severa, la residencia oficial del Jefe del Poder Ejecutivo, popularmente conocida como Los Arcos, por los restos, muy bien reconstruidos, del acueducto del siglo XVII: a la derecha, más allá de la autopista Olid, se extendía, caótica y populosa, ruralizada ya, híbrida, la metrópoli. El chofer preguntó:

—¿A la oficina, doctor?

Ávila Puig conoció un titubeo. Venía pensando en lo que acababa de hablar con el presidente; más bien, en lo que el presidente le había dicho. Venía pensando en el viraje que daría su vida, en el cambio de planes a que estaría obligado si sobre él recaía la decisión final del partido. Venía pensando en Laura Kraus, y también en su propia madre que agonizaba, una turbiedad de cáncer en los pulmones, en la casa de Miraflores. Venía pensando en la importancia que tenía para él, como Gómez-Anda apuntaba, el tiempo. De tenerlo allí, Horacio Allende estaría diciéndole qué primeros pasos intentar, qué cabildeos emprender, a quién acercarse. En eso venía pensando cuando Luis García preguntó si iban a la oficina.

—A la casa…

—¿Miraflores, doctor?

—Sí.

El chofer miró, por el espejo, brevemente, al ministro de Industrias y Desarrollo para quien trabajaba desde hacía siete años: le parecía preocupado, quizá de mal humor. Escuchó un ruidito. El doctor Ávila había abierto la puerta del bar que constituía uno de los lujos del automóvil. Algún fuerte borbotón de whisky bañaba los cubos de hielo en el vaso. No es que le importara, pero el doctor Ávila estaba bebiendo con exceso (y desde muy temprano) en los últimos tiempos.

Porque si el doctor hubiera dicho: “A Miraflores no”, seguramente estarían dirigiéndose, puesto que no iba a ir a la oficina, a la otra casa, linda y blanca, que compartía con la señora Laura y la niña. Una casa, nunca tan grande como la de Miraflores, viva, alegre; tal vez porque la señora Laura jamás peleaba con el doctor; tal vez porque era allí donde el doctor (le constaba a Luis) se sentía a gusto. Pero iban a Miraflores…

Luis encontró congestionadas las dos vías de acceso al Viaducto Transversal Coronel Jasón Mármol y buscó el Trébol Gómez-Anda (espectacular obra de ingeniería vial que figuraba entre los trabajos mayores del alcalde Videgaray). Luego de un giro de casi trescientos sesenta grados logró penetrar en la complicación del Circuito Interior Independencia. Pero el Circuito, como antes el Trébol y el Viaducto, estaba prácticamente bloqueado por millares de vehículos que pretendían alcanzar las calles y avenidas en las que sus pasajeros, o quienes los manejaban, quedarían en libertad por lo que durara la noche.

—Tendremos que salirnos, doctor… Es la hora —se disculpó García.

Las calles metidas dentro del cuerpo de la ciudad, aparecían igual de colmadas. Por torpeza de los encargados de sincronizarlos, por falta de criterio de quienes los manejaban manualmente, los semáforos contribuían a entorpecer, más aún, la circulación de coches y autobuses, tranvías y guayines.

—Cada día está peor esto, doctor.

—Sí.

Acabó de beber el whisky que se había servido. Pensó en prepararse otro. Desistió. Colocó el vaso entre las licoreras. Se echó hacia atrás. Empezaba a sentirse tranquilo, relajado. Trató de no pensar. Recordó entonces… Desprendió la bocina del teléfono. Apretó la tecla que pondría en marcha el sistema de comunicación programada. Percibió dos zumbidos.

—Diga —era la voz de Paco Spínola.

—¿Qué se ha ofrecido?

—Nada todavía, doctor.

—¿Llamadas de mi casa?

—Ninguna hasta ahora.

—¿Llegaron esas gentes…?

—Hace un momento cancelaron, doctor.

—¿Dijeron por qué?

—No, doctor. Sólo avisaron que hoy no podrán venir.

—¿Pidieron otra cita?

—No, doctor…

Víctor Ávila Puig sintió alivio al oír que los industriales y comerciantes del pan, la leche y el gas, con los que debía enfrentarse en su oficina, a las ocho, habían aplazado la entrevista. Así, no tendría él que postergar la junta o encargar al viceministro Ricardo Ballesteros de la negociación de esa noche.

—Que Relaciones Públicas despache un boletín informando que la reunión, a pedido de los señores, se ha pospuesto y que se efectuará cuando ellos la soliciten nuevamente…

—Se hará así, doctor… ¿Viene para acá?

—Estoy saliendo de Los Arcos y voy a Miraflores. Puedes llamarme allá, si es necesario.

—Sí, doctor.

Llamó después, mientras el auto avanzaba arrastrándose otra cuadra, a Horacio Allende. Quince o veinte veces oyó sonar el timbre del teléfono en la suite que ocupaba en el Hotel Jardín. A las siete con veinte minutos ¿dónde podría encontrarse Horacio? Se comunicó con el servicio secretarial que recogía los recados del señor Juan Hernández, seudónimo que encubría la identidad del suscriptor. Dos minutos aguardó a que Horacio respondiera. Le quedaba, nada más, el número del despacho alquilado por un cierto doctor A. Fierro en un edificio de la parte antigua del centro, que Horacio utilizaba para recibir correspondencia o telefonemas de muy diverso género.

—El doctor Fierro ha salido. Ésta es una grabación. El doctor Fierro ha salido. Cuando escuche el zumbador podrá usted dictar su recado. El doctor Fierro ha salido. Ésta es una…

Le molestó que Horacio tampoco estuviera allí. Dudó si debía dejar su voz, sus instrucciones, en una cinta. Sólo tres veces, en cuatro años, lo había hecho. Uno nunca sabe. Se arriesgaría. Esperó que se escuchara la señal del zumbador:

—Al doctor le urge hablar con usted, señor Fierro… El doctor estará en su casa toda la noche, esperando que usted lo llame. Es importante, señor Fierro…

Alcanzaron, siguiendo siempre un zigzag de innumerables calles atestadas, la Vía Rápida General Cátulo Henríquez, nombrada en honor de quien le diera sus primeras oportunidades en política a Alfonso Videgaray, El Insustituible. No pudieron penetrar en ella. Una fila de por lo menos doscientos coches se había formado a la entrada de la vía. Un agente de tránsito comía plátanos, pero no intervenía para deshacer el nudo que impedía avanzar… “porque no basta llenar de jardines la ciudad, ni abrir viaductos y periféricos, no. Videgaray se ha ido por lo fácil: que es lo vistoso, lo suntuario: lo que puede ser mostrado en los periódicos, en la televisión… Una ciudad que padece un tránsito como éste, es una ciudad que no está bien gobernada… Si yo llegara a la presidencia, no retendría a Videgaray. Hombres como él creen que los puestos fueron hechos para ellos o que les han sido dados en propiedad. ¿Acaso no se siente Videgaray dueño, creador y padrastro de la capital? ¿No ha sido con dinero, con muchísimo dinero de la alcaldía que se ha inventado la Leyenda Videgaray –Videgaray El Honesto; Videgaray El Visionario; Videgaray El Infatigable; Videgaray, El Constructor? ¿Qué sabe el pueblo de sus abismales debilidades?, ¿qué, de sus negocios tan sucios como increíbles…? Bien, hay que quitarlo, removerlo, archivarlo. Lleva más de la cuenta en servicio activo. ¿Con quién remplazarlo?, ¿a quién de los que conozco, y que pudiera ser de mi confianza: economistas casi todos; teóricos en su mayoría, inexpertos la mitad de ellos, con nula práctica, en el quehacer administrativo, le encargaría mantener sometido a este monstruo, rebelde por costumbre, inconforme siempre, y voluble?, ¿qué hacer cuando el hombre de la calle, que lo detesta por su rigor y por sus abusos, haga comparaciones y exija que Videgaray vuelva a la oficina, verde y tenebrosa, desde la que espía veinte horas diariamente la Plaza Mayor de la metrópoli: esa plaza con su catedral y sus palacios; sus portales y el Ministerio de Finanzas; plaza-corazón-ombligo del país, campo de batalla en borrascosas jornadas de tumultos estudiantiles y escenario de fiestas deportivas, desfiles militares y multitudinarios actos políticos de apoyo al régimen y de aplauso a quien se deja ver, un par de veces al año, como una remota deidad, entre los terciopelos carmesí del Balcón de Honor –el mejor de los escaparates en que puede exhibirse el Mandatario? Videgaray no nació siendo. Habrá modo, jodidos estaríamos si no lo hubiera, de inventar a otro Videgaray: uno mío, mío: alcalde que sea amigo y no competidor; compañero de trabajo, y no rival como Videgaray ha sido, desde hace ya cuatro administraciones, de todos los presidentes… Es una torpeza que yo no cometería en caso de… No más tiranitos…”

Se encendió entonces, a lo largo de la Autopista Interurbana, el doble sistema de alumbrado público (exceso, pensó Ávila, que habría de corregir): el federal, de resplandores verdosos, metálicos y fríos, y el municipal, de faroles ostentosamente pintados de amarillo que vaciaban su luz oro, cálida y tierna, sobre la vía rápida de superficie inaugurada por Gómez-Anda apenas en mayo. La ciudad veía uno de los espléndidos crepúsculos que la favorecen en esa época del año. Por sectores, su dilatada superficie iba recibiendo el goteo de una luz que el gobierno le entregaba muy barata, así le costara el triple producirla. (“Demagogia disfrazada de servicio social; falsa apariencia de prosperidad en la que no debe insistirse más, por antieconómica”, volvió a pensar.) En la montaña de enfrente, bajo la cual se escurrían los dos túneles que sacan del valle a la autopista, aparecían los barrios residenciales gratos a los ricos, revestidos de césped que jamás conocía sed aunque a lo lejos, en los llanos resecos del norte, en las fangosas villas-pobreza del oeste, cientos de miles de miserables tuvieran que caminar kilómetros en busca de un grifo, o esperar horas el paso del carro-tanque de la alcaldía, para llenar un balde con el agua que aquí refresca los rosales, abrillanta las bardas de piedra volcánica o se pierde, sin provecho, en las alcantarillas. (“Los de allá, y los de acá, recordó, pagan lo mismo por el agua, y eso también, por injusto, habrá de ser corregido”.)

Llamó a Laura, aunque había resuelto hacerlo desde la seguridad de su habitación, para poner sus palabras a salvo de ser recogidas por extraños, porque extraño era, por mucho que también fuera de absoluta confianza, el chofer.

—Ha pasado algo… —informó, apagadamente.

Ella, luego de un silencio temeroso:

—¿Tu mamá…?

—No. No. Algo… importante… para mí…

El nuevo silencio de Laura fue también breve y, le pareció a Víctor Ávila, igualmente temeroso:

—¿Político?

—Fui al acuerdo… Surgió cierta posibilidad… —le hablaba en voz muy baja, como si hicieran el amor.

—¿Qué…?

—Algo muy, muy… —cuidaba que sus palabras no llegaran demasiado fuertes a los oídos de Luis—. Estoy en el coche… no puedo… ¿Entiendes?… Voy para casa ahora… Te llamaré de allá.

—Bueno.

Ya no tenía por qué esconder la voz; ya no tenía, cambiado el tema, por qué hablar entrecortadamente.

—¿Cómo está la nena?

Limpia, satisfecha, oyó la voz de Laura:

—Linda… —y luego alegre—: Lleva media hora en la bañera y no quiere salir.

—Un beso para ella…

—¿Vendrás a desayunar?

—Naturalmente.

Ella había aprendido en todos esos años a no preguntar demasiado; a respetar el silencio de quien, como Ávila Puig, ha de tener secretos, no sólo porque es marido de otra, sino porque cumple responsabilidades en el gobierno. No obstante, Laura Kraus se atrevió a violar la regla de discreción que se había impuesto:

—Lo que hablaste en Los Arcos, ¿nos afecta…?

Como tomado en falta, Víctor Ávila miró con desconfianza el oído, atento a pesar suyo, del chofer. Bisbiseó:

—Ahora no… Después… Desde casa —apoyó el dedo, como sobre un gatillo, en el interruptor. Dispuso—: Cuida a la niña… Hablaremos, llegando…

Once kilómetros después, los de su longitud, el túnel le entregaba el paisaje, incomparable a esa hora tardía, de Miraflores –el más acabado ejemplo, al decir de los expertos que lo han visto, que han venido y siguen viniendo a copiar sus excelencias, de la perfección urbanística: es la realidad de un experimento delirante: un experimento en el que coincidieron la imaginación de quien lo concibió, Miguel Rebul, su amigo y protector, y la capacidad económica del Grupo Olid que aportó el dinero que exigía la extraordinaria empresa.

(—Será, recuerda lo que te digo hoy, algo grande… —dijo Miguel Rebul, el pelo al viento; al viento también, banderas crujientes, los planos en los que aparecían, meros signos taquigráficos, las colinas rocosas, los pliegues de las montañas dificultadas de espinos, los amontonamientos aquí, allá, de lava congelada, las superficies planas sobre las que no alzaban un palmo las hierbas que habían arraigado en esas tierras estériles y sin valor, mordidas por los dientes tenaces de la erosión, aisladas de la capital, o sea: del progreso: o sea: del futuro, por la montaña imposible de cruzar.

—¿Comprar aquí?

—Sí… He resuelto que te quedes con veinticinco mil metros, ahora que valen nada.

Lo aparentemente absurdo empezó a adquirir sentido. ¿Enterrar su dinero, poco dinero, entre cien colinas amarillas y tristísimas? Las medias palabras, las ideas fragmentariamente expuestas, los planes un poco en el aire, se completaban, se afinaban, correspondían. Todo quedó explicado cuando se conoció la noticia de que el Grupo Olid recibía del gobierno federal el encargo de construir, a través de Cerro Borrego, esa mole basáltica de tres mil metros de altura y quién sabe cuántas millas de espesor en su base, dos gigantescos túneles –obra necesarísima para que la ciudad pudiera saltar hacia el sur y proseguir allí, sin barreras, su incontenible crecimiento, y sobre todo: para asegurarse el suministro, más rápido y mucho más barato, de los víveres que por las carreteras Central, Panamericana y del Pacífico, le traían millares de camiones desde las provincias donde son producidos.

Cuando se anunció oficialmente, tres meses después, que el proyecto de los túneles de Cerro Borrego había sido aprobado por el entonces presidente don Tito Livio Gómez de Lara, tío lejano del actual don Aurelio, casi todos los millares de hectáreas de tierras disponibles más allá de la montaña habían sido ya escriturados a nombre del Grupo Olid, de algunas de sus empresas subsidiarias, de unos pocos políticos (el señor de Los Arcos incluido) y de varios amigos personales o cercanos colaboradores del director general ejecutivo, Miguel Rebul.

—Al terminar la obra, al vender la tierra, habrás multiplicado por cien, cuando menos, tu inversión… —fue el augurio que Rebul le hizo aquella mañana, cuando los planos crujían en sus manos como banderas arrugadas por el viento que jugaba a levantar trompos de polvo en la calva de las lomas.

Fue inexacto, sin embargo, el cálculo de Rebul. La tierra, en la sección especial de lo que sería Miraflores, donde Víctor Ávila Puig conserva intactos los veinticinco mil metros cuadrados que se resistía a comprar, porque era pobre y el dinero significaba mucho para él, vale hoy mil veces más que en aquellos días.)

Suavemente, el camino sinuoso llevaría el auto, en menos de dos minutos, a la entrada de la casa particular del doctor Ávila; del doctor Ávila que volvía sin interés a la mansión gigantesca y más entristecida, ahora que dentro de ella doña Elena Puig viuda de Ávila moría un poquito cada segundo, “y cuando empiecen las calumnias, el mencionar qué tiene, qué no, dónde y cuándo se lo robó cada uno de los candidatos probables a la presidencia, nadie podrá acusarme de haber aprovechado mi cargo para comprar la casa o el terreno donde vivo… Es demostrable, y conocido de antiguo, que los tengo desde antes de interesarme en la política: antes de ser ministro; mucho antes, incluso, de llegar a la Dirección del Presupuesto Federal, en Finanzas…” Lo que poseía estaba a la vista. Su otra fortuna, ésa de cuya existencia su esposa sólo tenía una vaga noción, se hallaba segura, produciendo en silencio, en manos del más sagaz y discreto de los administradores: su consejero: Miguel Rebul.

El chofer envió el rayo de luz que permitía operar, desde cincuenta metros de distancia, el dispositivo electrónico de la puerta. Deliberadamente parecidas a las de una hacienda de Concepción, las dos grandes hojas de encino empezaron a girar sobre sus goznes. En el hueco se delineó la figura de un hombre vestido con algo que parecía uniforme militar. Embrazaba un arma larga, automática.

—Luis: hay que decirle al mono ése que no tiene por qué andar pavoneándose con el rifle…

—Se lo dije ayer, doctor, pero no hace caso.

—Si no obedece, que el capitán Robles pida otro…

Encendidas solamente las luces pequeñas, el auto penetró en el silencio del jardín. Una segunda sombra, sin armas, que había aparecido en la puerta de la caseta de vigilancia, dibujó un saludo tocándose con los dedos la visera de la gorra. Ávila Puig no se ocupó de responder. Uno de los perros, reconociendo el coche, se plantó a mitad del sendero y empezó a rascarse. El chofer pretendió apartarlo con un toque de bocina. El perro, un dálmata de moteada piel, no se movió.

—Iré caminando —dijo Ávila, y bajó del coche.

Quería retardar al máximo el reencuentro con la realidad a la que había escapado, como todas las mañanas, cuando salió de ésta para ir a desayunar con Laura y la niña en la otra casa: la del mínimo jardín, sin piscina ni caballerizas; sin cocheras ni asadores capaces de contener, cada uno, completas, dos de las gordas reses que criaba el suegro Vértiz en sus llanuras de Concepción; la pequeña casa colmada de libros y pinturas, de objetos lindos e inútiles, reunidos con fervor de coleccionista por él, por Laura, por ambos, en los recorridos que en tiempos menos agitados podían hacer por los mercados de viejo, los bazares del barrio de los Capuchinos, los baratillos de algunas ciudades del valle y aun de más allá. Tallas de anónimos imagineros; planchas de cobre que recogían rostros de también anónimos burgueses, militares y religiosos de la Colonia y de los años primeros de la Reforma; campanas enteras, o rajadas por el uso y el mal trato; relojes de arena, silenciosos tasadores de eternidad, que acumulaba porque poseerlos era, ya desde joven, su placer; rosarios cuyas cuentas hicieron pasar reiteradas generaciones de beatas; crucifijos de plata, de oro, de cobre humilde, que quizá acompañaron a la muerte a más de un infeliz; cajitas de música; cajitas de esmalte francés, aptas para el rapé o las píldoras, las perlas de éter o las de oriente; cajitas chinas llenas de cajitas chinas llenas de cajitas chinas; muñecas tan antiguas como los días que siguieron a la Conquista del país por don Nuño Gaspar de Espinosa, llamado también El Irascible… Eso era en la otra casa.

En ésta, descomunal como la casa grande de la que era réplica por capricho de don Amadeo Vértiz; helada por más que en salas, alcobas, comedores, cuartos de costura, salones y despachos ardieran todos los días del invierno las chimeneas alimentadas con las aromáticas maderas preciosas traídas de los bosques del sureste; vacía aunque la ocuparan muebles y lámparas y los adornos de los aperos de labranza plantados en todas partes por los decoradores, en esta enorme casa faltaba el calor de lo que está vivo, de lo que es vivido y es usado. Hubo siempre, desde el principio, desde que la ocuparon (mucho antes que Isabel supiera de su enredo con Laura Kraus) una inevitable tensión cuyo origen no podían explicarse. Quizá a Isabel Vértiz de Ávila le ocurría también, como a él, sentirse huésped, extraña, forastera en la fortaleza que repetía piedra por piedra, viga por viga, aquella en la que había nacido en Concepción –hija única de un ganadero que tenía tantos millones de pesos como vacunos para exportar. Esa tensión, a la que nadie se sustraía, había terminado por afectar también al personal de servicio y se había agravado desde que se tuvo la certeza de que doña Elena estaba realmente muy enferma.

—¿Cáncer?

—Lamentablemente, sí —dijo el doctor Quijano, y le mostró una mancha, oscura y densa, con bordes muy regulares, de unos diez centímetros de diámetro—. La radiografía no deja lugar ni a una duda razonable…

Esto había ocurrido una tarde lluviosa, mientras una inesperada tempestad de junio se rompía estrepitosamente en los pelados crestones de Cerro Borrego. “El once de junio, ¿cómo olvidarlo?”

—¿Es necesario, doctor, que ella lo sepa…? —preguntó, angustiada la voz.

—No. Si acaso, le quitaremos el tabaco.

Ávila Puig se atrevió, por fin, a plantear la pregunta cuya respuesta lo aterraría, estaba seguro de ello:

—¿Cuánto tiempo más… meses, años, todavía?

Quijano prefirió no ser muy explícito. Desde hacía años era el médico de la familia que componían doña Elena y su hijo. Los estimaba; compartía, aunque no quisiera, el dolor de Ávila.

—Es difícil precisarlo, don Víctor…

—Aproximadamente, doctor. Debo tener una idea…

El agua golpeaba, con chorros oblicuos, los cristales de las ventanas. Se oía crecer su estruendo, agotarse, tomar fuerza nuevamente. Con el dedo índice acompañó, desde adentro, el lento resbalar de un goterón:

—Sesenta, noventa días… Un poco más, con suerte; un poco menos, casi seguro…

Junto a la puerta, respetuoso y cordial, lo esperaba Domingo, el mayordomo. Había encendido la galería. Muebles rústicos, fabricados por laboriosos ebanistas de Concepción, daban a esa galería un cierto toque de autenticidad subrayado por las sogas de lazar que colgaban, enrolladas, de las columnas de piedra; por las espuelas de faena que pendían de las alcayatas bien ahincadas en los muros encalados; por la gran campana, de badajo herrumbroso igual a una criadilla de toro, que colgaba del cuarto arco de la izquierda, contado a partir del centro.

—Buenas noches, doctor.

—Buenas, Domingo… ¿La señora?

—Aún no regresa, doctor…

El vestíbulo, como todo en la casa, era gigantesco. Al fondo (verla le producía un cierto indefinible disgusto) montaba guardia, absolutamente fuera de sitio, una armadura española de la época de don Nuño el Conquistador. Obsequio del presidente, debía conservarla allí, a la vista de quien entrara, por si algún día Gómez-Anda repetía su visita a la propiedad. El único bello entre tantos muebles (demasiado nuevos para creerlos auténticos) era un largo arcón del siglo XVIII que había hallado Laura Kraus en un convento y que él había tenido que llevar a su propio domicilio porque resultó imposible acomodarlo en la otra casa.

—¿Llamadas, recados…?

—Sólo una, del señor Horacio —un paso atrás, Domingo lo seguía por la escalera de anchos peldaños de encino.

—¿Qué dijo?

—Que vendrá más tarde.

—El doctor Quijano ¿todavía está…?

—Se fue hará un cuarto de hora. Pasó acá toda la tarde, señor.

—En cuanto llegue el señor Horacio, que vaya a verme…

—Se lo diré, señor.

Ya no avanzó más Domingo, un hombre tranquilo, serio, de rostro oscuro y cabello gris como la ceniza de un puro de la costa de donde procedía. Había trabajado para Miguel Rebul y Rafael Balda en Isla de Olid. Cuando se agravó su reumatismo vino a hacerlo con Ávila Puig en el clima seco y saludable de la alta meseta.

Por mucho que cuidara de no hacer ruido, sus pasos alzaban ecos y éstos se multiplicaban, se amplificaban, chocaban contra los muros blancos del corredor que lo llevaba a la sección de la casa (el ala derecha) que ocupaban las habitaciones de su madre: cuatro alcobas, dos baños, salita de tejido y una kitchenette contigua a su comedor particular. Los ecos se hacían tantos que por un momento tuvo la impresión de que eran los de una multitud que caminaba detrás de él, siguiendolo, persiguiéndolo, como los ansiosos políticos que buscan una sonrisa, la oportunidad de hacerse presentes, para conseguir un saludo, una palmada, una mirada del poderoso dispensador de gracias y mercedes.

Al abrir la puerta de la antecámara de doña Elena, recibió a Víctor Ávila Puig un acusado olor a medicamentos. La enfermera auxiliar se turbó mucho porque la había sorprendido viendo la telenovela de las siete.

—¡Oh!, perdón, señor… —era una mujer de cara redonda y blanca. Se atragantó al informar—: Carmelita está ahora adentro, con la señora.

—Gracias…

En la penumbra, interrumpida apenas por la luz de una lamparita de buró, era más intenso el olor a hospital. Aguardó a que sus ojos, que venían de la claridad, se desencandilaran. Descubrió entonces algo que no estaba por la mañana en la alcoba: dos grandes cilindros color plata que ostentaban, cada uno, una etiqueta: Oxígeno para enfermos. Cada día, durante los últimos dos meses y medio, algo nuevo era agregado por órdenes del médico Quijano: lo último, esos tanques con el regulador de carátula muy visible aun a oscuras.

Al sentir que había alguien en la habitación, la enfermera de guardia dejó de leer, se volvió y, reconociendo al doctor Ávila, quiso levantarse. Con una orden de su mano izquierda, el ministro le exigió quedarse en la pequeña mecedora de aluminio junto a la cama. Doña Elena no necesitó preguntar quién había llegado. Quizá reconoció su olor: tal vez no dormitara como creían:

—Víctor… M’hijito…

El rumor de la pequeña voz cruzó el aire oscuro y quieto de la alcoba y fue recogido por Víctor Ávila Puig.

—Hola, señora bonita… —dijo él, como le decía siempre, sin cuidarse ya de no hacer ruido; hablando en voz alta para dar la impresión de normalidad, de que todo era igual que de costumbre.

—¿No fuiste a trabajar?

Mientras ella decía muy lenta y trabajosamente sus palabras, Víctor le había tomado una mano, la derecha, de huesos a flor de piel; deformada por el cáncer, sin peso: una mano que en días de salud había sido hermosa de forma y proporciones. La conservaba entre las suyas, de pronto sudorosas.

—Sí, fui a trabajar, señora bonita, sólo que salí temprano para venir a verla…

La viuda de Ávila, que había sido linda en su juventud, y agraciada en sus años mayores, era esa noche, le pareció a su hijo, la figuración de un esqueleto: un ser empequeñecido, de ojos enormes de fijo mirar, de manos inseguras, que al levantarse para acariciarle el rostro parecían las de un ciego que pretendiera palpar la sustancia del aire, tocar la carne del aire.

Informó la mujer vestida de azul plúmbago, que se había puesto en movimiento:

—La señora mamá pasó un día tranquilito…

—¡Qué bueno…!

Doña Elena movió la cabeza tan enérgicamente como su menguada energía lo autorizaba. Gruñó:

—No… no… El malvado Quijano me está matando de hambre…

Rieron de su cólera, quizá sincera. Carmelita componía el orden de los cojines sobre los que se recargaba la enferma; libraba de arrugas la carpeta del buró; apagaba la veladora después de haber encendido la luz principal.

—No se queje… No se queje… Su dieta blanda le gustó…

Hicieron broma Víctor Ávila y la enfermera unos momentos, hasta que doña Elena, con inesperada fuerza en los dedos que tocaban la mano del hijo y los ojos muy abiertos, pero sin expresión, preguntó aludiendo, con un lento cabeceo, a los dos tanques:

—Voy a morirme ya, ¿verdad?

Rápidamente la enfermera salió de la alcoba. Acaso porque no quería agregar, a las de orden profesional que debía soportar por un salario, una mortificación de orden personal. Retenido por la mano de su madre, Víctor, que también hubiera deseado huir, no estar allí, no responderle, no ser testigo de cuánto se había destruido en las horas que había dejado de verla, pretendió parecer sincero, despreocupado y, lo que más difícil resultaba, convincente:

—¿Qué dice usted, señora? ¿Morirse…? Doña Elena bonita ¡una poca de seriedad!

—Si me pongo más enferma no quiero que me lleves al hospital.

—No saldrás de aquí, mamá.

—Que no me saquen de mi casita. Que no me lleven, Víctor. Diles que no me lleven… Papá murió solo, sin nadie con él, en un hospital… Yo no quiero…

—Shhh… —hizo él, tranquilizándola.

—No quiero morir, amor; no todavía… Unos añitos más en la vida, a cambio de…

Se inclinó sobre ella. Apoyó su cara en la cara transparente de su madre. Le hubiese gustado llorar, humedecer la piel sin vida de ese rostro que fue lindo tanto tiempo.

—Te quedarás aquí, conmigo, siempre… Y no vas tampoco a morirte… El médico Quijano dice…

A medida que él mentía, que la engañaba con una esperanza tranquilizadora, doña Elena Puig iba cerrando los ojos, dejando de temblar, de masticarse (en el interior de la boca necesitada del líquido que le prohibían) la lengua que cada día más trabajo le costaba mover para decir las cosas que aún tenía que comunicarle a Víctor; a los que estaban, en torno a ella, sanos, vivos, fuertes: su nuera, el consuegro Vértiz: estruendoso y pintoresco, todo él anécdotas y pillerías; su hijo, cariñoso y tierno siempre…

Volvió la enfermera. Ávila Puig la escuchó, a su espalda, atarearse con frascos, instrumentos metálicos, ampolletas, algodones. Percibió, fuerte y cercano, el olor del alcohol o de algún antiséptico que lo contenía en apreciable proporción.

—Es hora de preparar a la doña para que descanse… —informó, encendiendo otras luces, acercando a la orilla de la alta cama de duro colchón ortopédico, la mesa movible que contenía el riñón de acero inoxidable, las torundas, una toallita, los pañuelos de papel.

Lentamente, la viuda Ávila abrió los ojos. El párpado izquierdo (“esto no le pasaba en la mañana”, pensarlo fue una punzadura) no alcanzó, como el derecho, a alzarse del todo. Sorprendió una expresión alarmada en Carmelita. ¿Qué nuevo daño anunciaba esa membrana sin vigor?

—Te dejo un ratito, mamá…

—¿Vendrás antes de que me duerma…?

—Claro que sí… —prometió él. No tendría que hacerlo: en cuanto terminaran de asearla, doña Elena recibiría el somnífero que la vencería seis horas.

Mucho tiempo le tomó a doña Elena dibujar sobre el rostro de su hijo una lenta, titubeante, señal de la cruz.

—Dios… te… cuide…

Víctor Ávila Puig, ministro de Industrias y Desarrollo, sentía detrás de los ojos la gran carga de las lágrimas.

2

Con la molestia de la indigestión en el cuerpo, Horacio Allende echó dos pastillas antiácidas dentro del vaso y esperó a que se aplacaran las burbujas que le dejarían en la boca su acusado sabor a purga.

—¿Ha pasado algo?

—Sí.

—¿Problemas?

—¡Pscht…! —El doctor Ávila se sirvió otro whisky sobre hielo, el segundo en media hora.

Le preocupó a Horacio tal avidez, tal ansiedad por beber. La justificó. Con la madre en agonía, desahuciada, cómo no recurrir al rápido alivio de los tragos, sin más testigo que el más cercano de sus amigos íntimos. Horacio conocía sus flaquezas del mismo modo que Ávila Puig conocía, sin censurarlo, las de este Horacio Allende que era para él consultor, personero, agente de relaciones públicas: A wonderful man at large.

—Por la prisa que tenías, supuse…

—Era urgente, ya sabrás por qué…

Víctor consultó el panel con las cuatro pantallitas de televisión situado frente a la mesa, poblada de teléfonos y relojes de arena, que le servía de escritorio en el área central de esa ala de la casa, la izquierda, que había convertido en su hábitat: una recámara, el sauna y el baño convencional, la biblioteca, el vestidor, la zona de esparcimiento (como la designaban los arquitectos) con el bar y la mesa de billar. En ninguna de las pantallas aparecía lo que a él, a esa hora, le interesaba. “Más de las diez y esta mujer no vuelve. Esos charlatanes, puñeteros, que le vuelan la cabeza ahora…” Desconectó el sistema de vigilancia electrónica instalado, por cuenta del Ministerio, hacía cuatro años, para garantizar su seguridad personal y la del sitio donde vivía.

—Bueno, dilo…

Esperó a que Víctor se acercara a la barra, a que montara en uno de los escabeles, a que dejara su rostro, abierto y franco, frente al suyo.

—Estuve con el presidente.

—¿Líos con él…? —El líquido, en efecto, tenía un salobre sabor a laxante. Horacio se preocupó. Esa indigestión la había adquirido comiendo de más y bebiendo de sobra con los rumanos a los que les interesaba comprar un permiso de exportación no sujeto a las cuotas que regulan la de la muy codiciada metiomina, de altísimo valor en Europa; permiso que equivalía a un cheque por ochenta mil dólares contra un banco de Nueva York. Si el ministro contemplaba dificultades con el presidente, el permiso difícilmente sería aprobado.

—Según como lo veas…

—Coño: lo que sea, suéltalo…

Lo vio sonreír. Lo vio beber y sonreír. Lo vio ofrecerle de lleno, ahora sí, la cara:

—El presidente, sin darle muchas vueltas, me informó que figuro en la lista de los que tienen probabilidades, muchas probabilidades de ser candidato a la Presidencia…

Como una mancha de vino tinto, el asombro había ido apareciendo, derramándose en el rostro de Horacio Allende. Había abierto la boca y, sin pestañear, las manos de pronto húmedas, congelada la expresión, se había quedado mirando a quien, de codos sobre la barra, lo miraba a su vez, y bebía: bebía mirando su sorpresa.

—¿Dijo qué…?

—Que era legítimo que yo también aspirara a ser presidente…

—¿Insinuaste tú que te gustaría serlo?

—No. No. Quien lo mencionó fue él, Horacio… Él fue quien me dijo a mí, a mí, ¿entiendes?, que había corrientes a mi favor, sectores interesados en… Habíamos despachado parte del acuerdo, cuando don Aurelio sacó a relucir el asunto de la sucesión…

Le explicó, tan claramente como pudo, cuáles habían sido, primero, las palabras del presidente y cuáles, después, sus comentarios. Sin olvidar a ninguno, recitó, para información de Horacio, los nombres de los otros ministros incluidos en La Lista. ¿Con el propósito de que supiera contra quiénes iba a competir…?

Abandonaron la incomodidad del bar y fueron a echarse en el sofá de viejo cuero negro, Víctor Ávila, y en la butaca que lo enfrentaba, Horacio Allende. El ministro conservaba en la mano, muy frío, su vaso de whisky.

—Es muy raro que el presidente, siendo yo más bien técnico que político, me haya incluido…

—¡Eres político! ¡Político profesional…! —casi gritó, riñéndolo, Allende—. Ya es tiempo de que aceptes que lo eres… También de que entiendas que no se puede hablar, como si pertenecieran a mundos enemigos de técnicos acá y de políticos allá…

—Bien: soy político. Es el único diploma que me falta colgar en la pared. Conozco a quienes serán, o ya son, mis competidores, muy encallecidos casi todos en estos asuntos. ¿Qué porcentaje de éxito debo concederme?, ¿hasta dónde puedo llegar en la carrera…?

Expresó Allende:

—Que el presidente haya anotado tu nombre en su Lista, significa que…

Los argumentos que Horacio barajaba parecían convincentes. Obligado a elegir al hombre que lo sucedería en el cargo (el que cubriría sus errores, encubriría sus abusos y le garantizaría el disfrute de sus bienes) don Aurelio podía disponer de, por lo menos, media docena de colaboradores de cierta confianza: amigos viejos, compañeros de Cámara o Partido; socios, incluso; favoritos porque amenizaban sus horas de tedio o soledad.

—¿Por qué meterme a mí, que no soy amigo de antes, ni compañero de curul o de escuela, ni su bufón…?

—Eso, Víctor, tal vez sólo él lo sepa… Creo que nos estamos descuadrando un poco. Importa más saber por qué, en mi opinión, no puede ser elegido candidato casi ninguno de los otros de esa Lista, que averiguar por qué te inscribió en ella…

Columnista político varios años; bien informado siempre por exigencias de las actividades a que se dedicaba; en contacto permanente con quienes, de un modo u otro, conocían las intimidades, los chismorreos, las verdades y las mentiras de la política y sus hombres, Horacio Allende levantó el análisis sobre cada uno de los funcionarios a los que aludió el señor Gómez-Anda:

—Alfonso Videgaray —citó Ávila.