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«Está bien el mundo que hemos fabricado. Nos toca vivir en él».

T.C. Boyle

«Se dice que algunos nacen para ser felices y que la felicidad cae por casualidad encima de los demás».

Jack London

PRIMERA PARTE: ¿La naturaleza nos perdonará?

1. Félix

· Toulouse ·

Jérômine Gartner estaba sentada en el sillón, sus piernas abiertas indicaban una hora aproximada, las ocho y veinte, poco más o menos, estaba desnuda y muerta. «Gartner», ese nombre me sonaba.

Había recibido la llamada de madrugada. Germaine Jourda estaba preocupada por su vecina. Esta se había ido de fin de semana el viernes por la tarde. Como pasaba a menudo, le había confiado al pequeño Paul, al que recogería el lunes por la tarde como máximo. Ya era martes y Jérômine Gartner no había dado señales de vida.

—Entiendo que esté preocupada, señora Jourda, pero ¿no le parece prematuro? Quizá su vecina llegó ayer muy tarde y en estos momentos todavía esté durmiendo…

—Ya le ocurrió lo mismo una vez y me pasó una nota por debajo de la puerta. Así no me preocupo. Jérômine es una buena chica.

—Es posible que haya tenido un contratiempo, señora Jourda, y no haya podido avisarla.

—¿Y qué hacemos con el pequeño Paul?

Le aconsejé que tuviera paciencia, y, si Jérômine no regresaba ni daba señales de vida de un modo u otro antes del final del día, que me llamara de nuevo, que preguntara por el capitán Félix Dutrey, estaba a su disposición, pero le insistí muchas veces, todavía no había por qué preocuparse. Colgué. Era el 20 de junio de 2000, el sol ya pegaba fuerte, un viento intenso agitaba los plátanos en el canal de Midi y no sabía si salir a patrullar. Podía quedarme en el frescor del despacho ocupándome de algunos asuntos. El teléfono de mi escritorio volvió a sonar.

—Tiene que venir, capitán.

—Señora Jourda, se lo ruego…

—He subido a casa de Jérômine.

—¿Y?

—He llamado al timbre, he golpeado la puerta y nadie contesta.

—Quizá simplemente esté ausente —suspiré.

—La puerta está abierta.

—¿Cómo dice?

—He intentado abrirla y se ha abierto.

—¿Y ha entrado en el piso?

—¡No, por Dios!

Enseguida llamé a mi superior. A pocas horas de su jubilación, Claude Mousplède estaba dispuesto a concedérmelo todo, pero con la condición de que volviera puntual para su fiesta de despedida. Tenía la voz alegre, se le notaba un gran alivio y me pregunté cómo me sentiría yo en el momento de dejar mi arma. Como un niño, me dijo que había elegido un vino del Aude magnífico. Más en serio, me dijo que seguramente sería la última vez, si yo se lo permitía, que llamaría al procurador de la República. Me aconsejó que pidiera la ayuda de un cerrajero.

El cerrajero al que llamábamos normalmente no estaba en la ciudad, debido a la defunción de su madre, así que recurrí a Jacques Labit, cuya empresa estaba situada en el barrio de Saint-Cyprien. Al principio, el hombre protestó, pero le amenacé un poco:

—Señor Labit, ¿tengo que recordarle que rechazar sin motivo legítimo o no responder a un requerimiento de un magistrado o de una autoridad de la policía judicial actuando en el ejercicio de sus funciones está castigado por el artículo R. 642-1 del nuevo Código Penal?

—Vaya… no suena muy bien.

—Se enfrenta a una multa de segunda clase.

Pocos momentos después, Marc Ventimiglia aparcaba el Peugeot 306 delante del Blacksmith. El inmueble de siete plantas estaba situado en la plaza de Fer à Cheval. La plaza era redonda y la fachada, entre las calles Sainte-Lucie y Henri-Lavigne, ocupaba buena parte de una de sus esquinas. Jérômine Gartner vivía en el séptimo piso, el último. Jacques Labit nos esperaba en el pasillo, con las manos en los bolsillos.

—No abriré esta puerta, ¿de acuerdo?

Por toda respuesta, Marc sacó el formulario adecuado para estos casos y tomé juramento al cerrajero. Jacques Labit suspiró al firmar al pie del documento, y después empezó a examinar la puerta, empezando por la cerradura. El examen duró unos minutos.

—La puerta no ha sido forzada —dijo.

—Ya me lo parecía.

—¿Aún me necesita?

—No.

—¿Qué cobro por esto?

—Nuestro agradecimiento…

—Pues, ¡muy bien!

—¿Podrá enviarme su informe esta tarde?

—Si tengo un hueco…

Jacques Labit se alejó arrastrando los pies. Miré a Marc y saqué un pañuelo de mi bolsillo.

Aunque el piso solo tuviera tres estancias, además del pasillo y el baño, era amplio, estimé que tenía una superficie de unos noventa metros cuadrados. Jérômine Gartner tenía unas proporciones más razonables, un metro setenta y cincuenta y seis kilos aproximadamente. Era rubia. Por las arrugas en su rostro, pensé que debía tener treinta y ocho o treinta y nueve años. Había muerto con los ojos cerrados o alguien le había bajado los párpados. En ambos casos, estaba muerta y bien muerta. El sillón en el que yacía se encontraba en el salón, frente a una estantería llena de cachivaches, lo que no habría resultado curioso de no ser porque el sillón no estaba situado perpendicularmente al sofá, ni de cara o espaldas a las ventanas, sino en paralelo. No era una posición normal.

Llamé al SRIJ. Serge Tubé me prometió que estaría aquí en un cuarto de hora y coloqué el móvil en mi cinturón. Miré un momento en dirección a Marc y me di cuenta de que apretaba los dientes.

—Puedes empezar por interrogar a los vecinos, Marc.

—Eh…

—¿Me oyes?

Marc consiguió apartar sus ojos del cadáver, retrocedió en el salón y acabó tropezando con las cajas de cartón que se amontonaban en el pasillo. Una contenía revistas viejas, y la otra, botes y botellas de cristal vacíos. Soltó una palabrota, se masajeó la pantorrilla y salió cerrando la puerta.

Marc era mi compañero desde hacía poco más de un año y nos entendíamos muy bien. Nos había llegado de Bergerac, donde había iniciado su carrera. Tenía treinta años. De italiano solo tenía el apellido. Ventimiglia era la traducción de Vintimille y fue suficiente para que los graciosos del servicio se burlaran de él, por lo menos durante los primeros meses. Le llamaban el Calaisien, en referencia a la línea de ferrocarril entre Calais y Vintimille. Cuando Marc llegaba tarde, le recordaban que los trenes llegaban puntuales, lo que, todo sea dicho, casi nunca pasaba. Incluso a veces decían chu-chu cuando pasaba por delante de ellos. Muy graciosos, sí.

Marc no era italiano ni tampoco de Calais. Sus abuelos se habían ido del Piamonte, donde se morían de hambre, para trabajar en Francia, en la Lorena, entre las dos guerras mundiales. Pronto sufrieron lo que sufrían todos los inmigrantes, fueran blancos o de cualquier otro color. Pero las humillaciones diarias no les bajaron la moral, al contrario, salieron reforzados. A pesar de todo, para poder integrarse en la patria que les acogía, decidieron abandonar su lengua materna, de modo que, alimentados por el biberón de la escuela laica y republicana, sus hijos, entre ellos el padre de Marc, nunca la hablaron.

Los padres de Marc trabajaron toda su vida en la siderurgia, hasta su jubilación, cuando se instalaron en las Corbières. El drama se había producido siete meses antes, durante las terribles inundaciones del canal de Midi. En un pueblo, Béatrice, la hermana de Marc, pensando quizá salvarse del agua, había salido de su coche. En un segundo, fue arrastrada por la corriente. Tuvo una muerte atroz. Encontraron su cuerpo atrapado en un desagüe. Marc seguía teniendo pesadillas, empezaba a sudar en cuanto el cielo se cargaba de nubes, pero los graciosos del servicio ya no decían chu-chu a su paso.

No se notaba el olor de la muerte. El aire acondicionado estaba puesto a 5 °C y el vello se me erizaba en los antebrazos. Me acostumbré al frío y al ruido de la máquina. Mientras seguía observando el salón, empecé a tomar medidas cautelares. Pedí refuerzos: necesitaba a un hombre en el pasillo y dos más en la entrada del edificio, unos auxiliares me bastaban. Acababa de exponer la situación a Claude Mousplède cuando Serge Turbé entró en el piso, seguido por Karim Tahir y Maxime Pons, con las manos cargadas de su material. En silencio, con unos pocos movimientos, Serge desplegó sus cosas. Me guiñó el ojo y Karim, tras observar toda la estancia, empezó a establecer el plan. Enseguida eligió como punto inamovible y referencia para toda la operación una de las dos esquinas que formaba la pared con el pasillo. Serge trazó un círculo con tiza en torno al sillón y Maxime empezó a ametrallar la habitación con su Nikon. Los tres hombres, actuando metódicamente y con minuciosidad, parecían moverse al ralentí, como astronautas, una impresión acentuada por el frío que reinaba en el piso y su traje: un mono blanco, unos guantes de látex y chanclas de caucho. Serge se distinguía del grupo porque llevaba la capucha echada hacia atrás. Interrumpí mi comunicación con Mousplède y Serge me preguntó:

—¿Has tocado algo, Félix?

—Solo con los ojos… Encontrarás huellas de Germaine Jourda en la puerta de entrada, mías no.

—Perfecto. Espero al forense, y después tomaré las de…

—Jérômine Gartner.

—Es bonita, Jérômine. Ten, ponte esto. Estarás más cómodo y nos facilitará el trabajo.

Me puse los guantes de látex que me tendía. Serge exigía que cualquier persona presente en la escena de un crimen, y durante todo el tiempo que durara la inspección, los llevara. Habría impuesto sus malditos guantes a las cucarachas de haber podido y no protesté, para guardar las formas. Karim Tahir y Maxime Pons no eran los mejores técnicos del servicio regional de identidad judicial para trabajar en silencio y sin prisas. Serge, sin embargo, les seguía en sus desplazamientos, les apoyaba si era necesario, controlando de forma sistemática las muestras que recogían y clasificaban. Germaine Jourda había llamado a las nueve horas treinta y dos minutos y a las once el equipo de Serge había terminado con el salón y la cocina, y todos nos preguntábamos qué estaba haciendo Eusèbe Cathala. En la cocina, Karim y Maxime no habían recogido muchos indicios. Como en el salón, unas plantas robustas en macetas caían en cascada aquí y allá. Parecía evidente que la estancia había sido limpiada recientemente. Los últimos platos usados aún estaban en el fregadero. El congelador estaba vacío, pero la nevera, sin estar llena, podía revelar algunos aspectos sobre la víctima. Abre mi nevera y sabrás quién soy. Contenía una botella de vino blanco de Charentes, unos yogures Pascal, otros de soja (bio), aceite de oliva virgen (primera prensada en frío), un pollo que, por el aspecto de su molleja, había sido criado en una granja, unos brócolis, otras buenas verduras como las que solo se encontraban en los mercados de Salin o de Saint-Aubin y, entre otros alimentos perecederos, un envase de fresas de Moissac. Aún estaban buenas y cedí a la gula, cogí una y me la comí mientras me dirigía hacia la habitación.

La habitación era la estancia más grande. Una estantería repleta, sobre todo, de ensayos y libros de fotografía, la dividía por la mitad. A un lado, estaba la cama y una mesilla de noche donde había unos pañuelos de papel y el retrato de un hombre en un marco sobrio. Al otro lado, de cara a las ventanas, una silla y una mesa de despacho con un ordenador. El mobiliario, en este espacio, era de diseño elegante y caro. A través de las ventanas, podía contemplarse la avenida Dillon, el río Garona y, casi hasta Bazacle, los muelles de la ciudad. En esta época, a pesar de los edificios, el color dominante era el verde, tanto el verde incierto del río como el más tierno de los árboles, en su orilla, la pradera de Filtres, las palomas torcaces o los muelles.

Karim y Maxime estaban cada uno a un lado de la estantería. Karim barría la cama y la moqueta con una lámpara de luz monocromática, que permitía hacer visibles por fluorescencia los indicios no aparentes, como las huellas de dedos, de saliva o de esperma. Al otro lado de la habitación, Maxime extendía ninhidrina por la superficie de los muebles con ayuda de un pincel. Serge recorría incansablemente la distancia que separaba a los dos técnicos, escribía en su cuaderno cada observación, etiquetaba cada muestra. Observé el par de zapatillas que descansaban encima de la moqueta y el armario llenísimo de ropa. En voz alta, me pregunté si Jérômine había muerto desnuda o vestida.

—Huele a puesta en escena —observó Karim.

—Sí —admití, y me dirigí a Serge—. ¿Restos orgánicos?

—Restos de uñas. Pelos.

—¿De qué tipo?

—Pelos, pelos de brazo, pelos de culo, ¿qué quieres decir con tipos de pelos?

—Umm…

—Dicho esto, hay pelos morenos, y Jérômine Gartner es rubia, una rubia auténtica.

—Quizá son del tipo de la foto.

—Quizá sí, quizá no.

—Te quedas con lo aparente.

—Ya lo sé. Pero también hay manchas de esperma en las sábanas.

—Bien. ¿Y qué me dices de las huellas?

—Tendrás que esperar un poco, pero me parece que hay varias huellas papilares muy diferentes las unas de las otras. Consultaré nuestro fichero dactilar, y, si es preciso, me dirigiré al SCIJ, que me dará acceso al FAED…

Serge sonrió, se burlaba de las siglas. Resultaba que los servicios centrales de la subdirección de la policía técnica y científica se habían deslocalizado en 1996 a Écully, en la zona de Lyon.

Abarcaban, sobre todo, el Servicio Central de Identidad Judicial (SCIJ) que, por un lado, orientaba y controlaba la actividad de los servicios territoriales, y por el otro, gestionaba el Fichero Automatizado de las Huellas Digitales (FAED), una aplicación ya común en la policía y la gendarmería. Serge veía en el SCIJ no tanto una amenaza, sino más bien un obstáculo a sus propias prerrogativas. Pero era evidente que la creación de ese fichero nos facilitaba mucho el trabajo. Le devolví la sonrisa, como para decirle: «No te quejes», y volví al salón.

Mi mirada volvió a fijarse en Jérômine Gartner y luego me puse a estudiar los objetos colocados en los diferentes estantes. Lo que más llamaba la atención era una escultura de madera oscura de unos veinte centímetros de altura; quizá de origen africano. Representaba una rana, de pie, que llevaba a un niño en sus patas. La rana y el niño mostraban unas miradas inexpresivas pero curiosamente relajantes. No podía decirse lo mismo de la criatura, más bien espantosa, dibujada en papel de seda y puesta en un marco sin cristal. No se trataba de un animal, ni de un humano, una humana si acaso, sino de una mezcla de los dos algo grotesca. La cara era muy pálida. Los dientes recordaban a unos colmillos. El pelo, largo y enredado, bajaba hasta los tobillos. Mostraba unos senos fláccidos que le caían hasta las rodillas y, detalle particularmente horrible, unas largas piernas peludas acababan en unos pies girados hacia atrás. Observé durante un rato al monstruo y luego la gran cantidad de botellitas repartidas en torno a un gong, en el segundo estante. Las botellitas contenían arena, había de varios colores y, en cada una, una etiqueta indicaba su origen. Empecé a leer en silencio: Islas del Viento (Polinesia), Mostaganem (Argelia), Valparaíso (Chile), Arrecife (Brasil), Puerto Príncipe (Haití), Leffrinckouck (Francia), Vik (Islandia), Hydra (Grecia), Samarinda (Borneo), murmuré:

—Siquijor…

—Vengo de ahí…

Reconocí la voz antes de dirigir mi mirada hacia aquel hombre.

—Joder, qué frío hace aquí…

Cumplidos los cuarenta, entre rubio y pelirrojo, el pelo muy corto, el bigote rebelde, Eusèbe Cathala llevaba un polo deforme de color negro, unos pantalones cortos verdes y unas chanclas de un color dudoso. Parecía bronceado, pero solo lo parecía. Excepto en sus piernas blanquecinas, había tomado el sol, aunque más bien parecía que su piel había sufrido una verdadera agresión. Además, tenía los dedos de los pies llenos de ampollas, se le habían reventado y el Betadine las teñía de un color ocre.

Para acabar de completar el cuadro, el forense mostraba su carácter gruñón, estaba acatarrado y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. No dijo nada más. Serge salió de la estancia.

—¿Qué coño hacías? —dijo sin más preámbulo.

—No he podido ir más rápido —le contestó Eusèbe, dejó su maletín y se arrodilló cerca del cadáver.

Serge enseguida le tendió unos guantes.

—No me jodas con los guantes, Turbé.

—Es el procedimiento.

Tu procedimiento. ¿Acaso no conoces mis huellas? ¿Sabes deducir? Métete esos condones donde te quepan.

Serge suspiró e intervine, menos por curiosidad que por calmar el ambiente, y también con la idea de que aquello permitiría a Serge no quedar mal.

—Así que vienes de Siquijor…

—Sí —contestó—, es una isla de las Visayas, en el centro de las Filipinas.

—Y la arena es tan blanca como el mono de Serge, ¿no?

—Exactamente.

—¿Y qué cojones hacías ahí? —dijo Serge, y Eusèbe le lanzó una mirada entre ofendida y molesta.

—Solo tienes que mirar mi brazo… Y que no se te ocurra regalarme una moto para Navidad…

—Tranquilízate…

—Esos trastos no aguantan esos caminos, y menos una pista asquerosa que lleva a una playa asquerosa.

—A Stevenson le gustaba más el asno para ese tipo de terreno…

—¡Unas bonitas vacaciones bajo los cocoteros! —continuó Eusèbe, indiferente al sarcasmo. Mientras hablaba, palpaba el cuerpo con su mano buena.

—Una idea de mi compañero, ve demasiado Ushuaia TV.[1] Solo hemos visto a dos macacos en una jaula. Uno se te parecía, Serge.

—Seguro que era primo mío.

—En fin, mi médico no podía creer lo que veía: fractura polifragmentaria de la extremidad superior del húmero derecho. Para ser más claros, tengo el brazo como un rompecabezas. Mi fisio me dice que tardaré en poder cargar garrafas de agua, como si tuviera cara de cargar garrafas de agua.

Serge y yo nos miramos, divertidos.

—Está buena, la tía —observó.

—¿Y qué más? —pregunté.

—Mmm…

—Date prisa —exclamó Serge, que esperaba para tomar las huellas de la víctima.

—A ver, chicos, se trata de una estrangulación en toda regla, simple y eficaz. ¿Tenía los ojos abiertos cuando habéis llegado?

—No.

—Alguien se los habrá cerrado… Cuando la circulación de la sangre se hace imposible, hay una dilatación de las venas detrás del cráneo, provocada por el aumento de la presión. Esta tía ha muerto asfixiada. Qué lástima. Observo una hemorragia —explicó, como si le hablara a un dictáfono—, cerca del hueso hioides y la tráquea está rota. Muestra un rostro extrañamente sereno para alguien que ha sufrido algo así.

A primera vista, la cara de Jérômine Gartner me había inspirado una reflexión parecida, aunque aún no conocía las causas exactas de su muerte.

Eusèbe se apoyó en un brazo del sillón para levantarse y lo movió un poco. Serge expresó su exasperación con un ronquido y Eusèbe le respondió encogiéndose de hombros, luego algo captó su atención y Serge se arrodilló para observar la zona del parqué que hasta entonces había quedado oculta por el sillón.

—Es grava —dijo.

—Es lo que llamamos material indiciario —dijo irónicamente Eusèbe—, ¿y a quién hay que darle las gracias?

—Vete a la mierda, Eusèbe.

—Pues sí voy a ir. El furgón de la morgue debería estar abajo.

Serge metió la grava en una bolsa de plástico y pregunté a Eusèbe:

—¿Puedes mandarme el informe de la autopsia lo antes posible?

—Dependerá de mi brazo… Bromas aparte, tengo dos nuevos becarios que aún no controlan.

Eusèbe se fue del salón y no supe si me tomaba el pelo o no. En el pasillo se encontró con Marc, que había recuperado el color. Entró en la estancia sin manifestar demasiada aprensión y me dijo:

—Germaine Jourda quiere hablar con el capitán, y solo con él.

Tras haber saludado al chico que estaba de guardia en el rellano, me separé de mi compañero. Por su lado, Marc no había conseguido averiguar demasiado. Había hecho buen tiempo durante el fin de semana y la mayor parte de los inquilinos se habían marchado el viernes por la tarde, y no habían regresado hasta el lunes por la mañana. Además, algunos ya estaban de vacaciones. Para el resto, habría que esperar a que volvieran del trabajo.

—¿Qué impresión te ha dado?

—Está conmocionada, pero finge no estarlo.

Germaine Jourda vivía en el piso justo de abajo. Nos abrió la puerta entornando los ojos. Di a Marc una palmada cordial mientras ella nos decía que no tuviéramos en cuenta el desorden, que estaríamos mejor en la cocina. Se sentó y puso los brazos encima de la mesa, como una colegiala bien educada. Germaine Jourda había llegado a ese momento de su vida en que no puedes adivinar su edad, podía tener tanto setenta como ochenta años, y en ambos casos los llevaba bastante bien.

No me sorprendió que la cocina estuviera ordenada. Había un cubo encima de un taburete y debajo de la caldera de gas, las carpinterías necesitaban una mano de pintura, el papel pintado estaba un poco ajado, pero la estancia estaba limpia. Sobre el aparador reposaba, bajo un trapo, lo que podía ser una jaula o un acuario. Solo destacaba un retrato del papa Juan Pablo II pegado a la puerta del frigorífico. Agucé el oído, el pequeño Paul debía estar durmiendo, y cogí una silla de modo que pudiera establecer una distancia tranquilizadora con Germaine.

—Señora Jourda —empecé con suavidad—, ¿podría contestarme a unas preguntas?

Su mirada se puso por un momento en el retrato de Juan Pablo II, como si esperara su bendición, y luego me miró.

—Sí…

—¿Desde cuándo conoce a su vecina, Jérômine Gartner?

—Desde que llegó al edificio, hace dos años.

—¿Conoce a algún familiar suyo?

—Nunca me habló de ningún familiar.

—¿Amigos?

—Amigos, sí, tenía amigos maravillosos.

—¿Les conoció usted?

—No. Jérômine un día me dijo que eran maravillosos.

—¿Y nunca se ha encontrado con ninguno en la escalera o el pasillo?

—Nunca. No salgo demasiado.

Dudó unos segundos y volvió a mirar a Juan Pablo II. ¿Cuántas ancianas en dificultades esperaban de ese papa un apoyo, un consuelo? ¿Cuántas de ellas eran fáciles de engañar? ¿Habría alguna que creyera, como yo, que solo se trataba de una caricatura, un indigno representante de Dios? Evidentemente, yo no era creyente, pero recordaba un viaje a África, regiones enteras devastadas, tras el paso del sida. Creced y multiplicaos, follad en paz, hermanos. Este papa había hecho más por la propagación de la enfermedad que cualquier conducta ilícita. Esperé.

—Pero…

Levantó los ojos al techo, luego vagamente la mano derecha.

—No entiendo, señora Jourda.

—Les oía.

—¿Cómo dice?

—Bien, hacían fiestas.

Se ruborizó, le costaba decir esas palabras, no era fácil para ella hablar mal de su prójimo.

—Montaban jarana, sí.

—¿A menudo?

—A veces.

—¿Recuerda la última fiesta?

—Ya hace meses. Nunca le decía nada, solo a veces de pasada. Jérômine me hacía algunos favores. Era una buena chica.

—¿Qué tipo de favores?

—Tenía el código de mi tarjeta bancaria, iba a buscarme el dinero para el mes. A menudo me hacía la compra. Se ocupaba de ir a pagar mi teléfono…

Habría sido seguramente más lógico que Jérômine Gartner estuviera en el lugar de Juan Pablo II en la nevera. Por supuesto, me guardé esa reflexión para mí.

—Y a cambio, usted cuidaba de su pequeño Paul, ¿verdad?

—Me hace compañía…

—El viernes por la tarde, ¿notó algo extraño en el comportamiento de Jérômine?

—¿Algo extraño?

—¿De qué humor estaba? ¿Parecía preocupada, nerviosa?

—No lo creo.

—¿No está segura?

—Bueno, me repitió por lo menos tres veces que cuidara bien de Paul. Me molestó. ¡Como si no le tratara siempre bien!

Le sonreí, compasivo, y me levanté.

—¿Algún ruido llamó su atención el viernes, el sábado o el domingo, incluso ayer por la tarde?

—Veo la televisión hasta muy tarde. A menudo me duermo con el aparato encendido. ¿Debería haber oído ruidos?

—No necesariamente. Muchas gracias. De momento esto es todo, señora Jourda. Evidentemente, si recuerda algo más, no dude en llamarme…

—¿Y qué hago con el pequeño Paul?

—El fiscal nombrará a un juez de infancia y…

—¡Pero si el pequeño Paul no necesita un juez de infancia!

—No puede quedarse con él, señora Jourda.

—Pero…

Germaine Jourda me miró como si hubiera proferido una blasfemia y exclamó:

—¡Es que el pequeño Paul no es un niño!

Marc y yo nos miramos, incrédulos, y nuestra incredulidad no dejó de crecer mientras Germaine se levantaba a su vez, se dirigía a pequeños pasos hacia el aparador y quitaba el trapo que, no me había equivocado, recubría una jaula.

—¡Quizá tenga cien años! ¡No lo sé! ¿Se puede saber la edad de estos animales?

Guiada por el sol que entraba a raudales por la ventana, la iguana empezó a subir lentamente por la rama.

[1]. Ushuaia TV es un canal temático francés dedicado a los documentales de naturaleza (N. de la E.)

2. Bonobo

· Al sur de la ciudad ·

Réjane no tenía miedo, pensaba que le gustaba, le quería, cruelmente, tanto como se puede desear cruelmente a alguien. Bonobo, curioso nombre, se dijo, y aceleró un poco en el camino azaroso. Recorrió aún unas decenas de metros y se detuvo, las ruedas crujieron sobre la grava, unas zarzas quizá habían arañado la carrocería. Réjane llevaba un vestido corto, amarillo pálido, que destacaba sus bellos senos, y que el viento levantó, a pesar del sudor que la cubría hasta los muslos. Durante todo el trayecto no había parado de moverse en su asiento, había bajado todas las ventanillas y, al final, se resignó a no ser más que carne y sudor, aunque su vestido acabara pareciendo cualquier otra cosa: un trozo de tela arrugado y molesto. Tenía las bragas húmedas de deseo, que había estimulado de vez en cuando con sus dedos. Réjane ya solo era carne, sudor e impaciencia, y sonrió, se quitó las bragas, hizo con ellas una bola y las abandonó en el interior del coche.

Un abejorro cruzó el aire cargado de polvo en suspensión y Réjane traspasó el paso practicado en la valla. Numerosos caminos serpenteaban a través de la antigua cantera, entre los agujeros de aguas turbulentas, en medio de bosquecillos impenetrables y bambús que susurraban. Contempló el paisaje y le hizo pensar en un cráter en el que estaría adormilada una criatura mítica, con su caparazón a la vista. ¿Dónde estaba la cabeza? ¿Y la cola? Bonobo había estimulado su imaginación, no cabía duda; no había ni un solo neumático que no estuviera dispuesto según un esquema preciso, aunque curioso. Algunos formaban centros de agua o de flores. ¿Cuántos neumáticos había? ¿Miles? ¿Millones? Eran como anillos de terribles serpientes y de sus cuerpos abrazados, obscenos, y, bajo ese sol aplastante, se alzaba un olor ahumado. El hecho de que un hombre hubiera moldeado de tal forma el paisaje sobrepasaba la imaginación de cualquiera. Pero se trataba de un reflejo de su alma. ¿Un reflejo o el reflejo?

Réjane se estremeció, notó que su corazón latía de placer, mientras que los altavoces ocultos en los bordes de los reptiles inmóviles lanzaban de repente piares y aullidos extraños. Aunque era de lo más discreta, su presencia no había pasado desapercibida a Bonobo, seguramente la estaba espiando desde el fondo de su jungla. Su turbación iba en aumento, y se incrementó cuando, mezclándose con aquellos sonidos incongruentes, reconoció un ligero latido de corazón. Réjane se quedó quieta. En una actitud que le hubiera gustado que fuera insolente, mirando a su alrededor, bajó un tirante de su vestido y se acarició la parte superior de un seno. Luego los ruidos pararon, tan repentinamente como habían llenado el cráter. Réjane se pasó la lengua por los labios y reanudó la marcha.

Cruzó un ancho foso por una pasarela provisional: unas planchas de obra colocadas encima de neumáticos en forma de columnas. Caminó con cuidado. Unas ranas saltaron, otras, menos miedosas, la observaron desde dentro del estanque. Pero Réjane ya se alejaba. Las ranas no tenían nada que temer.

Réjane se sentía confiada, caminaba a buen paso, y en poco rato rodeó el inmenso montón de neumáticos que parecía representar una nariz. Hacia el sur, la casa sin ventanas estaba edificada sobre pilotes. El suelo estaba construido encima de enormes bambús. Las paredes, también de bambú, estaban hechas con láminas entrecruzadas de varios calibres, y sujetas con ligaduras de junquillo. El tejado de doble vertiente estaba hecho con vigas de madera escuadradas de cualquier forma y de paja. Un tronco de árbol lleno de muescas llevaba a una varenga.

Réjane se quitó los zapatos y trepó, casi a cuatro patas, por el tronco. Se le cayó un zapato y voluntariamente dejó caer el segundo. Pronto ya solo le quedaría quitarse el vestido y, al notar el contacto de las láminas de bambú bajo sus pies desnudos, le pareció buena idea.

El sol apenas podía filtrarse a través de los intersticios, la pieza parecía acribillada por una miríada de alfileres de luz suave, y Réjane acostumbró su mirada.

Había una estera en el suelo. La rusticidad de los muebles no podía disimular unos equipos funcionales y modernos. Bonobo estaba en cuclillas, con las rodillas separadas, cerca del altar donde ardían unos bastones de incienso.

—Bonobo.

—Réjane.

Aún en cuclillas, Bonobo dio un paso hacia la derecha, balanceando los brazos, adoptó una actitud dubitativa y luego se rascó el cráneo avanzando hacia ella. Réjane inclinó la cabeza tal como él lo hacía, imitó sus muecas mientras él la observaba, con los labios temblando como con ganas de comer frutos maduros.

Bonobo solo llevaba unos calzoncillos, que en un momento se deformaron debido a una tímida erección, tímida pero llena de promesas. Le brillaban los ojos. Réjane lo encontraba guapo. Ahora estaba muy cerca de ella. Con una mano precavida, le levantó el vestido. La tocó y ella notó que se fundía, separó un poco las piernas y él olió el perfume de su coño.

—Oh, Bonobo…

Réjane dejó caer el otro tirante de su vestido y, mientras el vestido se deslizaba hasta sus pies, Bonobo apartó un momento la mano, pero enseguida la acarició de nuevo. Réjane gimió, se pellizcó un pezón y se tumbó encima de la estera.

Bonobo se estaba empalmando, su sexo sobresalía de los calzoncillos. Réjane tenía una cara preciosa, una tez muy suave, muy poco vello púbico, unas largas piernas, un culo magnífico. Bonobo la acariciaba sin cesar, sus ojos le decían de cuantas formas quería follarla, y Réjane quería ser follada de todas esas formas. Se lo pediría una y otra vez.

—Bonobo —dijo, lánguidamente—, cuéntame una historia…

Bonobo sonrió como lo hacen los monos, mostrando mucho los labios, golpeándose el pecho, y Réjane se echó a reír, se sentía preparada para gozar, quería su sexo dentro de ella.

—Hace mucho tiempo —empezó a contar—, en la época de los antepasados, un herrero fabricaba penes para los animales. Cada vez que terminaba uno, lo metía en el fuego para endurecerlo, lo sumergía en agua para enfriarlo y luego lo ponía en su sitio.

Bonobo hizo una pausa y Réjane le manifestó su curiosidad con una caricia muy fuerte, le apretó el miembro y la respiración de Bonobo se aceleró, ella lo apretó un poco más y el efecto le pareció cómico; se felicitó a sí misma por su habilidad y él volvió a hablar, casi sin aliento.

—Ningún animal se podía quejar. Salvo el toro… Estaba ansioso, por decirlo de algún modo, por poseer de su pene. Ya no podía esperar más y, cuando por fin llegó su turno, en cuanto el herrero apartó su pene del fuego, lo cogió para probarlo con su compañera. Pero, como aún estaba ardiendo, la vaca huyó gritando de dolor. Es por esta razón que, hoy en día, cada vez que el toro se acerca a la vaca, esta huye mugiendo de miedo…

Réjane se rio y separó más las piernas, tocándose un poco. Su sexo estaba abierto y parecía que Bonobo la quería tomar en la postura del misionero. Él también estaba preparado. ¿A qué esperaba?

—Réjane —dijo.

—Ven por favor…

—Tengo que preguntarte…

—¿Sí?

—¿Me quieres?

—No me lo puedo explicar, pero te quiero, sí.

Bonobo dudó y luego le preguntó:

—¿De qué serías capaz por mí?

—De todo, sería capaz de todo, te lo aseguro.

La luz que se filtraba a través de las láminas de bambú hacía dibujos en su cuerpo ofrecido e impaciente. Bonobo hundió sus dedos en el sexo de Réjane, pero de pronto los retiró y dio un salto, para colocarse encima de ella, le puso las manos alrededor del cuello y empezó a apretar suavemente.

—Réjane, si te preguntaran dónde estuve el fin de semana pasado, ¿qué contestarías?

—Que estabas aquí —dijo sin pensar—, en tu planeta extraño. Conmigo. Lo he soñado. Así que no mentiría. Y ahora, ven, me muero de ganas de que me folles. ¿O hay que pedir permiso a los espíritus?

3. Suzanne

· Yakarta ·

—Han salido de la jungla. A pesar del fuego que ardía detrás de ellos, caminaban despacio. Y después, de golpe, un árbol se ha derrumbado encima de la pista. Nos hizo retroceder. El fuego se estaba expandiendo por todos lados. Unos minutos antes, podríamos haber hecho algo…

Lydie miraba la estera. Mostraba unas oscuras ojeras y algunos mechones de pelo se le habían quedado pegados a la frente por el sudor. Llevaba una camiseta gris descolorida, unos shorts a juego y unas botas de suelas gastadas. La camiseta ocultaba mal los tirantes de un sujetador que había conocido mejores tiempos. Lydie parecía haber envejecido diez años o que acabara de salir de la jungla en llamas. Y eso que hacía cuatro días que había regresado a Yakarta. Me había avisado por correo electrónico. Aproveché la ocasión.

—Parecían hombres…

Lydie siempre había sido un ejemplo para mí. Sin saberlo, me había ayudado durante toda mi última misión. Sin ella y sin la idea que yo tenía de su valentía, que a veces rayaba la demencia, seguro que no hubiera conseguido aguantar. Había pasado casi un año. Bosnia estaba curando sus heridas. Tres años de guerra habían destrozado un territorio salvaje de una riqueza increíble. Un animal de cada tres o cuatro había muerto. El ochenta y cinco por ciento los ciervos, las liebres y las gamuzas habían desaparecido víctimas de las matanzas. Se temía que el gran urogallo había quedado diezmado. Para gran alivio de los montañeros, el oso había reaparecido, pero aún se estaba lejos de la repoblación. En la región de Bugojno, donde vivían doscientos osos, es decir el quince por ciento de la población global, solo se habían censado cuarenta. ¿Y qué les había pasado a centenares de águilas, millares de linces, cientos de miles de tejones, de martas y de nutrias? Las cifras daban vértigo, helaban la sangre. Irritaban también a los especialistas. Algunos admitían que la guerra había sido una catástrofe, que el mundo animal, en efecto, había quedado totalmente alterado, pero que el instinto de supervivencia era sorprendente y, por poco que se contara con ayuda extranjera para el repoblamiento de determinadas especies demasiado amenazadas, Bosnia podría recuperar su mundo salvaje. La ironía de la situación quiso que únicamente el lobo, emblema nacional bosnio, hubiera visto cómo su población crecía, en un momento en el que el hombre era peor que un lobo para sí mismo. Seguramente no era una casualidad. No puedo dejar de recordar la imagen de Lydie luchando en cuerpo y alma en la otra punta del mundo, yo salí de esta experiencia terriblemente afectada. Al bajar del avión, no podía con mi alma. Hablé mucho de ello con Marthe, Simon, Cédric y Jérômine. Quizá demasiado. Una noche, Simon, seguramente de mala fe, pero fiel a su talante, se enfadó:

—¿Bugojno, dices? ¿No es en esa región en que la violencia de los combates entre croatas y musulmanes llegó a su punto máximo? ¿Crees que en aquel momento se preocupaban por unos cuantos osos?

Me quedé muda. Le puse mala cara durante toda la velada. Más tarde, vino a abrazarme en señal de paz y le rechacé. Jérômine nunca se cansaba de mis tristes relatos. Estaba horrorizada, pero parecía querer impregnarse de todo. Yo llevaba el agua a su molino, también cuando le expliqué la teoría del ecologista Nijaz Abadzic. Abadzic echaba por tierra algunos discursos tranquilizadores. Afirmaba que el desastre era irremediable y que tendría consecuencias en la vida humana y vegetal. El fin de los gorjeos y de los zumbidos de las aves y de los insectos crearía carencias sensoriales en el ser humano. Y además, mucho más inquietante, el abandono de decenas de miles de colmenas, teniendo en cuenta que las abejas desempeñaban un papel primordial en la fecundación de las flores, ponía en peligro algunos cultivos de árboles frutales. En realidad, la situación era aún más dramática. Expliqué a Jérômine que la conciencia ecológica había retrocedido en el país, y que no podía esperarse nada del Estado. El Estado bosnio se había hecho pedazos y las tres comunidades se neutralizaban. Los bosques sucumbirían a enfermedades o a talas salvajes. La posguerra sería más mortífera que la propia guerra. Ahí adoptaba el punto de vista de Sead Hadziabdic, una de las voces más optimistas en la polémica que causaba estragos. Jérômine lo deploró.

Yakarta se hundía en la noche. El barrio en el que nos encontrábamos alternaba edificios modernos con chozas vetustas. Lydie no decía nada desde hacía un buen rato y cada vez hacía más calor. El ventilador, que la camarera nos había acercado, simplemente movía el aire caliente, hacía volar nuestro pelo, nos pegaba la ropa a la piel, era más bien desagradable, aunque atenuaba un poco el alboroto de la calle.

Lydie hizo una señal a la joven para que nos trajera más cervezas. Bajo los trópicos, la humedad es insidiosa y nunca se sabe cuánto tiempo han permanecido las botellas en los botelleros. Así pues, Lydie actuó como todos acostumbrábamos a hacer enseguida. Después de que la joven abriera las botellas delante de nosotras, Lydie cogió la suya y, para hacer desaparecer la fina partícula de óxido en el cristal, se puso a secar cuidadosamente el cuello de la botella con su camiseta. Después, prolongando el ceremonial, y lanzándome una pálida sonrisa, vertió unas gotas de cerveza en el suelo. La imité y le tendí mi botella con un gesto de entendimiento.

—Por los ancestros —murmuré.

—¿Aún crees en ellos, Suzanne?

—Han cambiado muchas cosas, ya lo sabes… Mientras nos quede un poco de amor…

—Amor —suspiró—. Vuelvo a ver a aquella cría pegada a su madre, su desesperación entre las llamas. No entendían lo que les sucedía. ¿Cuántos de ellos murieron? No les podíamos salvar, a menos que estuviésemos dispuestos a poner en peligro la vida de nuestros hombres. Vi llorar a algunos… No podíamos más. Yo no puedo más.

Hacía diez años Lydie había conocido a Biruté Galdikas, la famosa primatóloga, y su vida había dado un giro. Lydie soñaba con entrar en acción, dedicar todo su ser a una noble causa, y, sin tener la formación necesaria, una mañana voló hacia Indonesia. Durante mucho tiempo, había ayudado a Biruté Galdikas en la reserva de Tanjung Puting, en la isla de Borneo.

—¿Vas a tirar la toalla, Lydie?

—Hace diez años que lucho y estoy cansada…

—Galdikas lucha desde hace treinta años.

—Biruté tiene otro temple. Sigue creyendo en ello, no sé cómo aún tiene fuerzas.

—De todos modos, nos reconforta.

—¿Ah, sí?

Lydie se llevó la botella a los labios. La cerveza ya estaba tibia. Me pregunté si Simon habría tenido la poca delicadeza de expresar algún sarcasmo de los suyos, y cómo habría reaccionado Lydie. Había tenido la valentía de la que todos habíamos carecido. ¿Le habría tirado la botella a la cara como se podría imaginar por su ímpetu de otros tiempos? ¿O se habría contentado con echarse a llorar como permitía suponer su tristeza actual? Proseguí:

—Hace poco, en una entrevista, decía que los grandes monos son casi humanos y que merecen los mismos derechos que nosotros…

—En malayo, orangután significa hombre del bosque, tenemos en común con él el noventa y siete por ciento de nuestro patrimonio genético. Matar a un orangután debería ser considerado como un asesinato.

—Es lo que ella decía…

—¿Y qué cambia eso?

—También afirmaba que el ser humano es incontestablemente único, pero que nuestra cultura, nuestra tecnología y sus beneficios los debemos a un cerebro desarrollado de póngido, a una herencia formada en los árboles, a una época en la que nuestros antepasados solo eran un grupo de grandes monos entre otros muchos.

—Es muy de su estilo —constató con una arruga amarga en sus labios.

—Lydie, te lo ruego, no puedes abandonar.

—Cada día es más difícil. Prolongo mis periodos de descanso y empino el codo. Vuelvo a Yakarta, hace meses que no follo, me paso horas en tugurios como este, me persiguen imágenes aterradoras y me pregunto qué me retiene para no pegarme un tiro a la cabeza.

Lydie se secó la cerveza y le acaricié el brazo. Me partía el corazón. No podía pensar en que ella renunciara. La admiraba tanto. La acaricié más fuerte.

—Lydie —dije en voz baja—, ¿de verdad ya no hay esperanza?

—En pocos años se han quemado unos tres millones de hectáreas de bosque. Cuando los orangutanes no mueren debido a las llamas, al tener que aventurarse hacia sitios habitados, la gente los masacra. El bosque primario, en Borneo y en Sumatra, el hábitat natural del orangután, casi ha desaparecido por completo. Luchamos en vano.

—¿Y la opinión pública? No me digas que es indiferente…

—Cada vez más, Suzanne. La gente está harta de informaciones alarmantes sobre el medio ambiente y las especies en peligro.

—Intento convencerme de lo contrario…

—Se cansan. Nos anuncian que desde ahora hasta el año 2025 un cuarto de las especies animales podría desaparecer y, ¿crees que a muchos eso no les deja dormir? Uno de cada cuatro, ¿te das cuenta de lo que significa?

—Me da miedo…

—Suzanne, cada vez que muere un orangután, me da la impresión de que estamos matando un poco de nosotros. Es un suicidio.

—Tiene que haber soluciones…

—¿Se podría retrasar la fecha de caducidad, quieres decir?

En efecto, unos pocos dementes del mundo no podrían hacer gran cosa, cada vez menos. Había un poco de masoquismo en ello. ¿Y cuánto sufrirían los millones a quienes no importaba lo más mínimo? Lydie continuó, sarcástica: