Título original: En la Toscana te espero
© 2014 Olivia Ardey
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: mayo 2014
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2014: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
«Hay solo dos legados duraderos que podemos dejar a nuestros hijos: uno de ellos es las raíces, el otro, las alas para volar.»
Henry W. Beecher.
Cuando abrió los ojos y miró hacia el lado derecho de la cama, tuvo la sensación de que acababa de despertar al lado de un ángel.
Massimo salió de entre las sábanas con cuidado de no despertarla. Años de entrenamiento militar le habían preparado para moverse con sigilo. Sin hacer el más mínimo ruido, fue recogiendo su ropa y se vistió con premura antes de que ella notara su ausencia. Se sentó en una butaca, frente a la cama, y se calzó sin dejar de mirarla. Era preciosa. Sobre el almohadón blanco, su pelo era luz. Tenía ese brillo de hoguera que cobra el horizonte con la caída del sol. Unas horas antes, la chica sin nombre lo había llevado al éxtasis; entregada, solícita y a ratos, dominadora. Mimosa y exigente a la vez. Pero en ese momento, agotada tras una noche sin límites, dormía con la melena desordenada y la paz de una criatura celestial.
Esos rizos pelirrojos tuvieron la culpa. Massimo cayó bajo el hechizo a las once de la noche, cuando ella giró la cabeza en la recepción del hotel, haciendo bailar su pelo para mostrarle su sonrisa de niña buena que, por una vez, no piensa portarse bien. Él contestó con un guiño afirmativo a la propuesta que ella le lanzó con una mirada juguetona.
Massimo entendió el mensaje cuando la chica dijo, alto y claro para que él lo oyera, el número de su habitación, con el ruego al recepcionista de que la despertaran por la mañana. A las nueve en punto, eso también lo oyó. La observó marchar camino del ascensor y miró el reloj: cinco minutos de tregua, le otorgó. Para arrepentirse o para esperarlo con impaciencia, la decisión la dejaba en manos de ella.
Subió hasta la quinta planta y buscó el número quinientos dos. La chica traviesa le había dejado la puerta entreabierta; sonrió satisfecho y entró. La luz estaba apagada, solo la noche romana se colaba en el dormitorio por las cortinas entreabiertas. Massimo aún no había acostumbrado los ojos al gris y negro, cuando ella le cogió la mano desde atrás. Ansioso por verle la cara, tiró de ella y con un giro fácil la pegó a su cuerpo. Ella lo miró a los ojos y Massimo leyó en los suyos que ambos querían lo mismo. Eran dos jugadores entregados al azar de una sola noche, un encuentro secreto que no se repetiría jamás.
La chica misteriosa enlazó las manos en su nuca.
—Nada de nombres —exigió pegada a su boca.
Y Massimo aceptó la invitación. Casi a ciegas, enredó la mano en sus rizos y le besó los labios muchas veces, a conciencia, recreándose en la calidez de sus besos. La llevó hacia la cama y se dejó caer de espaldas, arrastrándola con él. Rodaron mientras se desnudaban el uno al otro y lanzaban la ropa de cualquier manera. Las manos de ella lo recorrían con descaro. Las de Massimo tentaban sus pechos, apretaban la suave redondez de sus nalgas. Deslizó la mano entre sus piernas y la acarició disfrutando del roce sedoso, que no podía ver, e imaginaba del color del cobre, como su melena.
La oyó gemir cerca del oído y obedeció a su ruego silencioso. Se tumbó de espaldas y dejó que la diosa de manos generosas y labios ávidos de besos lo montara con brío hasta que estalló de placer y se dejó caer sobre él. Massimo le acarició la espalda, giró con ella en brazos y la penetró cada vez más rápido en busca de su propio orgasmo hasta desplomarse rendido, tembloroso y resollando con los ojos cerrados.
Compartieron sexo del bueno dos veces más. Sin preguntas, sin palabras ni reproches, con la promesa tácita de no exigir nombres ni explicaciones que agriaran la dulce aventura cuando todo acabara con la salida del sol. Con el primer bostezo, ella se le arrimó como un cachorrito en busca de calor y él la abrazó. No era la primera vez que Massimo Tizzi disfrutaba del sexo esporádico con una mujer. En realidad, no buscaba una relación que durara más que unas horas desde hacía dos años. Desde que Ada Marini le cambió la vida para bien y para mal.
Pero esa noche, en lugar de vestirse a toda prisa, marcharse y olvidar, como solía hacer, se concedió a sí mismo el capricho de dormir un par de horas con la pelirroja entre los brazos. Fue una sensación tan tierna y tan única que le dejó con ganas de repetir.
Pero las horas de magia se esfumaron. Ya había amanecido hacía rato. Eran las ocho pasadas y ella seguía durmiendo. Massimo se abrochó el cinturón sin quitarle la vista de encima. Se veía deliciosa con los párpados cerrados y una sonrisa inocente de media luna en los labios. Massimo Tizzi supo que le costaría olvidar aquella noche. Y mucho más le costaría olvidar a esa mujer y el sonido de su voz. Los nombres desaparecen de la cabeza, pero los sentidos tienen una memoria muy larga. Con él se llevaba de recuerdo sus caricias, el tacto de su piel grabado en la palma de las manos, el sabor de sus besos y su forma de gemir.
Massimo sacó el contenido de los bolsillos para comprobar que no se dejaba nada olvidado. Depositó sobre la esquina de la cama el teléfono móvil, la cartera y el llavero. Sonrió al ver el color violeta nacarado en las uñas de los pies. No recordaba que llevara pintadas las de las manos. Paseó la mirada por la curva de su cadera hasta la almohada y comprobó que estaba en lo cierto: uñas cortas y pulidas. Parecía muy joven, demasiado, para un hombre con una existencia tan complicada como la que él arrastraba. Le habría gustado que aquella chica se hubiera cruzado en su vida dos años atrás. Ojalá se hubieran conocido despacio, con ese ritmo pausado que marca el camino hacia el amor.
Lamentó no ser el hombre adecuado para ella. Él solo le complicaría la existencia con su particular infierno de problemas con Ada. No era justo cargarla también con la misma condena. Aquella chica merecía un tipo que la conquistara con un primer beso de despedida en el portal. Una pena que las cosas no fueran más sencillas y que aquella bella desconocida no tuviera cabida en su vida. Le habría gustado verla reír, o su cara de enfado; descubrir todas esas ilusiones que le harían brillar los ojos. Saber el alcance de su genio y su malicia cuando tuviera ganas de bromear.
En las ocasiones en las que compartía placer y nada más, Massimo se marchaba sin despedidas. Pero esa vez no pudo evitar inclinarse sobre ella. Le dio un beso en la cabeza sin apenas rozarla y le estiró un rizo que al soltarlo volvió a encogerse como un muelle.
—Duerme, preciosa —susurró.
Y lo era. A Massimo le recordaba a «la bella Simonetta» que Boticelli consagró como diosa del amor. Cuánto le habría gustado saber su nombre. Quizás un día no muy lejano escuchara su voz a la espalda, girara la cabeza y la encontrara de nuevo. Pura fantasía. Era absurdo pensar que en una urbe como Roma pudieran volver a coincidir. Se alojaba en un hotel, por tanto, no era de allí. Tal vez una turista que no buscaba otra cosa que una noche de diversión. Como él, ni más ni menos.
Massimo recogió sus cosas y, antes de guardar la cartera, buscó la tarjeta-llave de su cuarto. Entre los papelorios que extrajo, apareció un solitario condón. El último de cuatro, que no llegaron a usar. Lástima, se dijo.
El teléfono comenzó a sonarle en la mano y la chica se removió en la cama. Él colgó deprisa; la llamada era de Enzo Carpentiere. Debía de estar esperándolo ya. Massimo recogió sus cosas de encima de la cama y, con todo en las manos, abandonó la habitación antes de que el móvil volviera a sonar.
Con las prisas, no llegó a ver los dos billetes plegados que se le habían resbalado de la cartera.
***
Martina abrió los párpados, como si la soledad de la cama la hubiera despertado. Aguzó el oído, pero no se escuchaba ruido alguno en el cuarto de baño. Dio un vistazo rápido a la habitación; no había ni rastro de él.
Estiró los brazos y se desperezó, estirándose como una gata recordando la noche pasada. Seducir a un desconocido era la locura más excitante que había cometido en su vida. Y estaba contenta de haberlo hecho. No albergaba remordimiento alguno. Después de tanto tiempo de tristeza y soledad, era hora de pensar en sí misma. Y pasar la noche con un hombre sexy a rabiar era el mejor regalo que podía hacerse. Con la vista fija en el techo, sonrió al recordar el placer que habían compartido. Horas y horas entregados a la pasión. La había hecho gozar de mil maneras y ella no se quedó atrás. Se había dejado llevar, dando rienda suelta al apetito que la consumía, deseosa por satisfacerlo y ávida por complacer su propio deseo.
Recordó su rostro, aquella sonrisa que la hizo desearlo desde el momento en que cruzaron la mirada en el vestíbulo del hotel. Martina se preguntó a qué dedicaría su vida. Un visitante de paso en la ciudad, al que probablemente no volvería a ver. Una noche nada más con un hombre desconocido, esa diablura morbosa y excitante sería su secreto. Nadie tenía por qué saberlo, solo él. Se mostró tan apasionado, generoso y pendiente de procurarle placer que la hizo, por primera vez, sentirse única. Hacía mucho que no se sabía deseada. Dos brevísimas relaciones en los últimos seis años, anodinas y decepcionantes, por culpa de un hombre que le destrozó el alma y el cuerpo.
Martina cerró los ojos y atesoró como recuerdo las caricias del desconocido de la sonrisa bonita, todos sus besos y el calor reconfortante de su abrazo aquella noche irrepetible. El juego había acabado y era hora de regresar a casa. Una casa a la que no tenía ganas de volver. Era suya pero no era su hogar. Se consoló pensando que la tía Vivi no estaría allí. Tres días atrás le había dejado sobre la mesa una nota y un sobre con el dinero. Iban a fumigar el palacete, dichosas hormigas que se colaban por el jardín y habían invadido la cocina y parte de la planta baja. Durante unos días tendría que buscar un lugar donde dormir. Decía también en la nota que ella salía de viaje y, como despedida, le aconsejó que buscara un buen hotel y se diera un capricho. En resumen: «querida sobrina, me marcho y apáñatelas como puedas». Ese era todo el afecto que podía esperar de tía Vivi. Martina no sintió remordimientos; el bolsillo de su tía costeó la sesión de masaje, el spa, la peluquería y el tratamiento de belleza completo. Y también esa habitación en la que disfrutó de una merecida noche de erotismo, gracias al destino que le sirvió en bandeja el hombre más atractivo que una mujer podía desear.
Miró su reloj de pulsera que descansaba sobre la mesilla, aún no eran las nueve. La llamada de recepción no debía tardar. Era hora de retornar a esa vida que no le gustaba. Martina se repitió que su tía pagaba sus estudios. Un año, solo doce meses más y abandonaría esa existencia incómoda que la hacía tan infeliz. En cuanto obtuviese su licenciatura y aprobara el examen de capacitación, se marcharía de allí. Estaba empeñada en obtener unas calificaciones brillantes que le posibilitaran encontrar un empleo como Asistente social. A partir de entonces, sería dueña de su vida y de escoger su futuro lejos de la dependencia económica disfrazada de protección de la tía Vivi.
Solo tenía que aguantar hasta acabar la carrera. Y para obtener buenas notas, lo más sensato, aunque sonara egoísta, era aprovechar que su tía le costeaba los gastos para poder dedicarse en cuerpo y alma a las asignaturas sin necesidad de buscar un empleo que le restara tiempo de estudio.
Unos meses más y sería libre. Libre como se había sentido en brazos del desconocido que sonreía al abrazarla. La miraba con tanta ternura en sus ojos azules que le hizo creer que la necesitaba. ¡A ella!, que parecía sobrar en el Universo. Ni para sus propios padres fue imprescindible mientas vivieron. Mucho menos para tía Vivi, que la consideraba un estorbo soportable con ciertos beneficios. Ni siquiera para el abuelo Giuseppe, que tanto la quería, pero era feliz en Sicilia, viviendo lejos de su única nieta huérfana.
Aquella locura secreta le había devuelto la ilusión, el desconocido irresistible fue por unas horas ese príncipe que la hizo querer cerrar los brazos para amarrar los sueños con fuerza. Qué lástima que siempre acabaran escapando, como la bruma, y que solo parecieran reales mientas duran las horas de magia.
Martina se incorporó de la cama y los ojos se le llenaron de tristeza y de rabia. Hay días que la acariciadora luz de la mañana se torna cruel, como un fogonazo de linterna en plena cara. Y a ella, la realidad acababa de espabilarla con un bofetón al ver dinero junto a sus pies, en una esquina de la cama. Doscientos euros. El desconocido de ensueño, cuyos ojos azules Martina intuyó tan faltos de afecto, la había confundido con una puta.
***
—Ya le he dicho que es muy importante —insistió Martina.
Lo había intentado con toda clase de argumentos pero la recepcionista del hotel, de turno ese día, seguía sin dejarse convencer.
—Y yo le repito —reiteró la mujer con una amabilidad de acero— que puede dejar en un sobre eso tan importante que desea entregar al caballero que ocupaba la setecientos siete y nosotros, con mucho gusto, se lo haremos llegar. Bajo ningún concepto nos está permitido revelar la identidad de un huésped. Esos son datos a los que solo tiene acceso la policía.
Martina ya había pagado su cuenta. Con cara de enfado, murmuró una despedida fría, agarró su maletín de viaje y fue directa a la salida. El portero la despidió con un movimiento de cabeza, mientras ella miraba dudosa qué dirección tomar. No sabía si coger un taxi e ir a casa. O bien, ya que estaba tan cerca, aprovechar para pasar por la residencia de estudiantes y dejar algunas de las cosas que llevaba en el bolso en su habitación. El día anterior le habían confirmado cuál era el dormitorio compartido que ocuparía durante el próximo curso.
El portero puede que fuera un romántico, porque se apiadó de ella.
—No hay riña de enamorados que dure toda la vida. —Dejó caer, mirándola con lástima.
Martina se felicitó en silencio. El hombre había escuchado parte de la sarta de mentiras que usó para convencer a la recepcionista, sin resultado; y le indicó con un gesto discreto el único vehículo que ocupaba el aparcamiento reservado. Uno de los taxis concertados para prestar servicio a los clientes del hotel.
Tuvo suerte y el taxista escuchó su ruego con interés. Aquel era el mismo taxi en el que, media hora antes, había montado el hombre con el que había pasado la noche. Como le pagaban por cada carrera, se dejó convencer por la historia de una pelea de novios que Martina inventó sobre la marcha. El hombre no tardó en claudicar al ver sus ojos dolidos y su carita de enamorada arrepentida, porque le abrió el capó para que dejara el maletín. Un minuto después, Martina viajaba en el asiento trasero hacia el corazón de Roma.
No sabía qué iba a decirle a aquel gilipollas que la había tomado por una prostituta, como si una mujer no tuviera derecho a una aventura de una noche. Debía de ser un machista redomado de los que creían que esa decisión era patrimonio exclusivo de los hombres. ¿O acaso no era eso lo que él buscaba cuando fue a su habitación? Debía de ser un tipejo de los que piensan que solo ellos pueden elegir cuándo, cómo y con quién. ¡Estúpido! La primera vez, tras un año sin permitir que un hombre la tocara; la primera vez que se permitía recordar lo que es el placer, y se había sentido más insultada que en toda su vida.
Qué sabía él de ella, ¡nada absolutamente! Nunca sería capaz de entender que escogió un hombre anónimo porque no quería ninguno en su horizonte, ni mucho menos una relación, ni citas, ni obligaciones cuando necesitaba dedicarse por completo a sus estudios. Solo quería una noche que le recordara que estaba viva, y de todo el género masculino, fue a elegir el peor.
El taxi se detuvo en un semáforo y, cuando la luz estuvo en verde, se arrimó junto a la acera de via Concilliazione, entre los autobuses de turistas que iban al Vaticano.
—Es ese de ahí, ¿no? —indicó, señalándole a uno de los dos hombres que desayunaban en una terraza en la acera de enfrente.
—Sí, es él.
—No sea demasiado dura con su novio —recomendó, sonriendo al ver la expresión furiosa de Martina.
Ella no apartó la mirada de los ocupantes de la mesa, en concreto del que se sentaba a la derecha. A tientas, sacó los dos billetes del bolso y, cuando los tuvo en la mano, cerró el puño como una garra.
—Espéreme, por favor —rogó—. No tardaré ni un minuto.
Bajó del taxi, miró a derecha e izquierda y cruzó con paso ágil. A golpe de tacón, se plantó frente al de los ojos azules que, enfrascado en la conversación, no se percató de su llegada hasta que la tuvo prácticamente encima.
Se quedó mirándola con cara de sorpresa. Martina no le dio tiempo a abrir la boca. Lo acribilló con ojos resentidos y metió los dos billetes de cien euros en su capuccino con tanto ímpetu que derramó la mitad. Mientras los dos hombres contemplaban perplejos el dinero empapado que sobresalía de la taza, ella dio media vuelta y se marchó echando chispas.
Martina oyó que la llamaba pero no se detuvo. Notó que corría tras ella, hasta que el tráfico le obligó a parar. Ella ya había montado en el taxi cuando, por el rabillo del ojo, le vio cruzar la calzada a la carrera.
—Arranque, rápido —pidió.
Él taxista salió hacia el Lungotevere con un acelerón y Martina ni siquiera volvió la cabeza para darle una última mirada. No era más que un desconocido al que no merecía la pena conocer.
—¿Qué le has hecho a esa pelirroja para tenerla tan enfadada? —le preguntó Vincenzo con cara de diversión al verlo venir.
Massimo terminó de teclear el número de la matrícula del taxi y la guardó en la memoria de su teléfono. Se encogió de hombros y alzó las manos con impotencia.
—¿Puedes creerte que no lo sé? —reconoció, sentándose de nuevo—. No tengo la menor idea.
—No sabía que tenías pareja. Y digo tenías, porque es obvio que para ella se ha acabado.
—No sé ni cómo se llama —aclaró Massimo, sacando el dinero de la taza.
Mientras se entretenía en secar los billetes con varias servilletas de papel, Enzo pidió a un camarero que trajeran un nuevo capuccino y otro par de cornetti para los dos.
—Creía que se te habían quitado las ganas de aventuras —comentó.
Massimo no contestó. Eran amigos desde hacía años y ambos sabían el porqué del comentario. Fue a Enzo Carpentiere a quien había recurrido cuando los problemas con Ada se agudizaron hasta el punto de obligarlo a buscar asesoramiento legal.
Enzo y él se conocieron en Roma cuando Massimo concluyó su etapa de formación en Apulia como piloto de aviones de caza y, desde la escuela aérea de Lecce-Galatina, fue destinado a la base militar de Pratica di Mare. Por aquel entonces Enzo acababa de licenciarse en Derecho, eran muy jóvenes y disponían de un sueldo en exclusiva para divertirse sin pensar en el futuro, puesto que carecían de obligaciones salvo consigo mismos. Años después, se unió a la pandilla Ada Marini, a la que conocieron una noche de fiesta. Y empezaron las preocupaciones para Massimo. Ada se quedó embarazada. Con el maravilloso regalo de la paternidad, su vida se transformó en un purgatorio.
Su hijita Iris era la luz de sus ojos y estaba dispuesto a aguantar cuanto fuera por tal de no perderla, pero las exigencias de Ada eran cada vez mayores y más absurdas, fruto del rencor hacia él que aceptó asumir su responsabilidad paterna con la niña, pero se negó a casarse. Ada Marini nunca le perdonaría que no la amara.
Desde el nacimiento de Iris, Ada utilizaba a la niña como arma contra él, para hacerlo bailar en la palma de la mano. Por eso tenía que recurrir continuamente a Enzo y de ahí el comentario de su amigo, que estaba al tanto de los detalles de su mala relación con la madre de su hija. Por aquel escarceo irresponsable y sin futuro, Massimo estaba pagando las consecuencias a un precio muy alto.
—Anoche necesitaba un respiro —le explicó.
Ada se volvía loca al pensar que una mujer que no fuera ella apareciera en la vida de su hija, y, por culpa de esa presión, Massimo no podía rehacer su vida sentimental. Sus relaciones eran escasas y esporádicas, como la compartida con la chica del pelo de fuego y las piernas largas. Una noche para disfrutar y olvidar.
—En cuanto al dinero, te juro que no entiendo nada —añadió sacando la cartera; al comprobar su contenido, lo entendió todo—. Se me debió caer cuando saqué la llave.
Enzo terminó de masticar el cornetto y dio un sorbo de café.
—Con lo inteligente que eres para unas cosas, y en cambio para otras… —opinó—. Vamos a ver, conoces a una chica, te metes en su cama, ¿fue así?
—Sí.
—Y desapareces cuando se hace de día. Ella despierta sola y encuentra doscientos euros —presumió—. ¿Qué quieres que piense? Tienes suerte de que no te haya matado.
Al entender por donde iba la conjetura de Enzo, Massimo se quedó petrificado.
—Tú la has visto —dijo señalando el lugar donde rato antes estaba aparcado el taxi—. Nadie, por muy idiota que fuera, la tendría por una furcia. Ni aun de las caras.
—Pues está claro que ella ha llegado a esa conclusión.
—Tengo la matrícula del taxi —añadió indicando con la barbilla su móvil sobre la mesa—. Haré lo que sea por localizarlo a ver si sabe decirme dónde vive e iré a aclarar las cosas con ella.
—Difícil tarea en una ciudad como esta.
—Difícil fue regresar vivo de Libia hace tres años.
Enzo aceptó que su amigo estaba adiestrado para luchar y ganar. Dar por perdida la batalla de antemano no lo llevaría a ningún sitio.
—Tienes razón. Si ella te ha encontrado, ¿por qué no intentarlo? —aprobó Enzo.
—Pienso hacerlo. No quiero que se quede con una idea equivocada.
Enzo se cruzó de brazos e, intrigado, miró a su amigo.
—Voy a hacerte una pregunta, puedes responderme o no.
—Adelante, hazla —lo invitó.
—¿Por qué te interesa tanto lo que pueda pensar de ti?
Massimo se pasó la mano por el pelo, como si le costase reconocer lo que estaba a punto de decir.
—Ha hecho lo imposible por encontrarme y lo ha conseguido, a pesar de que no sabe ni quién soy, ni dónde vivo ni cómo carajo me llamo. Y solo para tirarme a la cara doscientos euros.
—Otra se habría quedado con el disgusto y con el dinero —alegó Enzo.
—Exacto. Tanto esfuerzo significa que se ha sentido muy ofendida —concluyó Massimo, disgustado con la situación—. No volveré a verla nunca, pero me gustaría pedirle disculpas y aclarar las cosas solo por una razón: yo guardo un buen recuerdo de ella y no quiero que ella guarde un mal recuerdo de mí. Conque Ada me deteste, ya tengo suficiente ración de odio femenino.
—La chica es preciosa.
Massimo desechó la idea con la mano.
—No tengo intención de iniciar nada con ella ni con otra mujer.
—¿Ada sigue dándote problemas?
—Como siempre, hoy más, mañana menos. Depende de cómo amanezca el día.
—Nunca cedas a sus chantajes —aconsejó—. Si lo haces, te tendrá toda la vida cogido por las pelotas y nunca te soltará.
—Lo peor es el chantaje emocional.
—A ese me refiero. El otro se soluciona en el tribunal de familia.
Para Enzo era fácil decirlo. Él no tenía hijos, desconocía el alcance del miedo. La cabeza de una niña es muy manipulable y Massimo temía perder el cariño de Iris.
Al verlo masticar en silencio, su amigo miró la hora y cambió de tema.
—Dijiste que no era Ada de quien querías hablarme. Tengo que regresar al trabajo, así que mejor me cuentas qué puedo hacer por ti.
Massimo asintió, como disculpa. Con el lío de la pelirroja se le había ido el santo al cielo.
—Ya te comenté por teléfono que hace un par de semanas aparecieron por casa unos inspectores de Hacienda —se refería a la explotación ganadera de raza Chianina de sus padres—. Por lo que mi padre me contó, tiene un jaleo de papeles impresionante. Desde que murió mi tío Gigio…
—Tu tío era muy poco hablador, pero un buen hombre —lo interrumpió Enzo.
Él había estado en el pasado varios fines de semana en Villa Tizzi, invitado por Massimo. Y recordaba al fallecido tanto como a los padres de su amigo.
—¿Qué es de la pequeña Rita? —se interesó al acordarse de la jovencita silenciosa que apenas se dejaba ver cuando Massimo y sus amigos aparecían por allí.
—Creció. Ahora tiene veintiséis años.
—Siete menos que nosotros —calculó recordando los ojos tristes de la rubita.
Massimo cambió de tema y fue directo al asunto que le preocupaba.
—En fin, que mi tío era quien se ocupaba de las cuentas, de los pagos de los impuestos, y mi padre lo ha ido dejando. El caso es que desde que tío Gigio no está, el negocio funciona muy bien pero en el despacho todo está manga por hombro.
—¿Quieres que le eche un vistazo?
Massimo esperó a que un camión dejara de tocar el claxon y llamó al camarero para que le trajera la cuenta.
—Mi propuesta va más allá —aclaró—. ¿Podrías compaginar el trabajo en el banco con llevar los temas burocráticos de mis padres? Sin horarios y a tu aire. Mira a ver si puedes hacerte cargo porque mi padre no mira ni lo que firma. A su lado quiero a alguien de absoluta confianza.
Enzo resopló y tableteó con los dedos sobre la mesa.
—Mi consejo legal lo tienes, por descontado. En cuanto a lo de responsabilizarme de la gestión, no te aseguro nada. Antes tengo que ver cómo están las cuentas de la hacienda.
—Me parece bien —agradeció dejando sobre el platillo con la cuenta el importe del desayuno—. Podrías quedarte en casa un fin de semana.
—Dame un par de meses —resopló—. Ahora mismo tengo un cúmulo de trabajo que me satura.
Enzo estaba cansado de su empleo como asesor legal, con alta responsabilidad en el departamento de inversiones de una importante entidad bancaria.
—Cuándo tú decidas —aceptó—. Por dos meses, no creo que las cosas empeoren más de lo que están.
—Que no te asusten los inspectores de Hacienda, hombre —rio—. Les pagan para eso.
—No sé qué decirte. Aquel día, a mi padre lo asustaron de verdad.
***
—Papá tiene razón, Rita —convino Massimo—. No puedes ser la eterna estudiante. Tienes veintiséis años y ya es hora de que acabes la carrera.
Su hermano la había llevado en coche hasta Roma y, antes de dejarla en su nuevo alojamiento, una residencia universitaria cerca de La Sapienza, se había encargado de recordarle algo que ella ya sabía. Aún le resonaba en los oídos el ultimátum de su padre cuando los despidió a la puerta de Villa Tizzi en Civitella.
—Sí, todos tenéis razón —reconoció—. No puedo seguir perdiendo el tiempo, pero me he dado cuenta de que no tengo vocación para ser Asistente social. No soy como tú, Massimo, no creas que no me habría gustado saber desde pequeña a qué quería dedicarme cuando fuera mayor.
Massimo entendía a su hermana, pero no era excusa para postergar su licenciatura indefinidamente. Ya había perdido varios cursos, entre los que había repetido por suspender los exámenes, el año que pasó en Inglaterra con la excusa de aprender inglés y otro sabático cuyo pretexto fue la informática.
—Está bien, la carrera que has elegido no te gusta, pero eso no te da derecho a tirar la toalla en el último curso —la reconvino Massimo—. Papá y mamá no son millonarios, piensa en el esfuerzo que les supone a unos granjeros del valle de Chiana el coste de nuestros estudios. Y llevan bastante invertido, con los dos. Pero en tu caso, no ven resultados y, no es que te lo eche en cara, pero es hora de que pienses en ellos.
—Papá cree que pierdo el tiempo en Roma.
Su padre le había advertido que la dolce vita romana era solo una película, del mismo modo que le anunció su decisión: o estudiaba con ganas y se licenciaba, o cerraba el grifo del dinero y volvía a arrimar el hombro en la hacienda familiar, le gustara o no trabajar con el ganado.
—Es que lo pierdes, aprovecha y obtén tu licenciatura. Después, ya decidirás a qué te dedicas.
—Yo no soy la hija modelo, como tú.
Massimo le dio una palmadita en la cabeza para que dejara de decir tonterías.
—Yo quería ser piloto y luché por ello con todas mis ganas. Ganas: grábate esa palabra en la cabeza.
Ella hizo una mueca.
—¿Para qué? Acabaré muriéndome de asco en la hacienda.
—Rita, no me gusta que hables con desprecio de una ganadería que mamá heredó de sus padres, y el abuelo de los suyos y podríamos remontarnos hasta hace dos siglos.
Ella negó con los ojos cerrados, arrepentida, y cogió la mano de su hermano. Massimo había aparcado mal enfrente del edificio de la residencia, señal de que tenía prisa. No iba a verla con frecuencia, debido sobre todo a sus obligaciones como capitán de la Fuerza Aérea Italiana, y no quería despedirse de él con caras largas.
—Sabes que adoro nuestra casa, las vacas, las gallinas, la tierra y que admiro a papá porque ama su trabajo. Es en Civitella donde no quiero acabar.
Massimo la entendía. Durante años sufrió en el colegio las burlas de los otros niños. «Rita la gordita», fue el sambenito que tuvo que escuchar a todas horas. Y en el instituto, con los mismos compañeros, no le fue mucho mejor. Nunca tuvo amigos en el pueblo y cada vez que pisaba Civitella, toda la familia sabía que lo hacía con angustia porque a cada paso se encontraba con alguno de los que le amargaron la vida en la escuela.
—No hace falta que te explique por qué escogí estudiar Trabajo social.
Massimo eso también lo sabía. Porque tendría más salidas laborales en una ciudad grande, como Roma sin ir más lejos, y eso le daba la oportunidad y la excusa perfecta para no vivir en aquel rincón de la Toscana donde no tenía amistades y era tan infeliz.
—Estudia, Rita. Aunque el año que viene decidas dedicarte a otra cosa.
—Voy a haceros caso a todos —aceptó—. Y voy a conseguir que estéis todos orgullosos de mí, sobre todo papá que siempre dice que el dinero, las tierras y las fortunas se pueden perder, pero nadie podrá quitarme lo aprendido ni mis títulos.
—Escucha a papá, que tiene mucha razón.
—Es un sabio a su manera.
—Ya quisieran muchos su sentido común y su experiencia.
Los dos, tanto Massimo como Rita, respetaban y admiraban mucho a sus padres. Etore Tizzi era un hombre sin estudios universitarios, que acabó el bachillerato de milagro y que, hijo de emigrantes del sur, desde muy joven se dedicó a trabajar la tierra y a criar ganado en la hacienda de su suegro. A pocas personas admiraban tanto los dos hermanos como a él.
—Bueno, es hora de que nos despidamos —dijo Rita algo apenada—. Ahora a ver qué compañera de cuarto me toca, una cría, ya verás.
—No esperes a una «abuelita» como tú. Es lo que tiene repetir varios cursos y tomarse los estudios a cachondeo —la regañó con una sonrisa de hermano mayor.
—Déjalo ya, ¿vale? —protestó—. Te he dicho que este año pienso hincar los codos en serio.
—Eso espero. Por ti, sobre todo.
—Al menos me queda el consuelo de tenerte un poco más cerca. Aunque no creo que nos veamos mucho, ¿o sí?
Massimo fue hacia el coche y ella lo acompañó para recoger su maleta y el ordenador portátil del maletero.
—Te llamaré en cuanto tenga una tarde libre —aseguró, sacando el enorme trolley del portaequipajes—. Y espero tener suerte y, ahora que tengo casa propia en Roma, Ada se avenga a dejarme a Iris alguna tarde.
—Me alegro de que hayas alquilado el piso —comentó colgándose al hombro el maletín del portátil—. Cuando te instales, tienes que enseñármelo.
—Claro que sí.
Para animarlo, Rita le comentó que justo dos calles detrás de donde se encontraban, estaba el parque de Villa Mercedes, y que podrían llevar allí a la niña si Ada accedía a dejarle ver a su hija más tiempo del que marcaba el acuerdo judicial.
Massimo dejó que su hermana hablara con ilusión, aunque prefería no albergar falsas esperanzas al respecto.
***
Cuando el coche de Massimo se perdió de vista por via Tiburtina, Rita tiró del mango de la maleta y la arrastró hasta la residencia.
Sí, todos tenían razón. Ella también era consciente. Pero tanto consejo y tanto discurso sobre su futuro la hacían sentirse una ruina. En realidad, lo era. Un fracaso andante. Aún se mordía las uñas como una cría, de pura desazón. Rita se riñó a sí misma por dejar que los pensamientos derrotistas la asaltaran de nuevo. En su mano tenía la posibilidad de cambiar las cosas y la opinión que todos tenían de ella, por su propio bien. Aunque para ello tuviera que bregar durante un semestre entero con unas asignaturas que se le habían atragantado hasta el punto de provocarle arcadas.
Lo primero que hizo fue acercarse a las oficinas para averiguar qué dormitorio le habían asignado. Observó a los chicos y chicas que iban por los pasillos hasta las salas de estudio o las zonas de recreo. Para colmo, tenía que vivir allí encerrada, en una especie de internado lleno de estudiantes más jóvenes que ella. Entre todos ellos, parecía la hermana mayor. Y todo porque su padre se negó en redondo a pagar su estancia en un apartamento compartido, idea que él asociaba con descontrol, sexo salvaje y fiestas sin fin.
Una vez le comunicaron que se alojaba en la segunda planta, subió en el ascensor con los dedos cruzados. A ver si tenía suerte y al menos su compañera de cuarto era una chica simpática. Y poco ruidosa. Y buena estudiante, que le contagiara sus buenos hábitos. Y no muy charlatana. Y ordenada. Y limpia. Y…
El ascensor se detuvo y ella recorrió el pasillo hasta la penúltima puerta. Estaba entreabierta y Rita ojeó a través de la rendija. Tocó suavemente con los nudillos, pero nadie contestó. Abrió con cuidado y sobre la cama del fondo, vio a una chica con la espalda en la pared y con un ordenador portátil sobre las piernas. No oyó su llegada, porque llevaba los cascos puestos. Rita se fijó en su chándal de terciopelo gris y en las pequitas que le adornaban el puente de la nariz. Le calculó unos veintidós o veintitrés años; seguramente alumna del último curso, como ella. A primera vista, transmitía un aire agradable.
La chica se percató de su presencia, se apresuró a quitarse los cascos y a dejar el portátil sobre la cama. A Rita le fascinó su pelo anaranjado, enroscado en un moño sujeto con un lápiz. Sintió envidia de aquellas espirales de un tono tan llamativo que escapaban en todas direcciones; cuando lo llevara suelto, debía de lucir una melena preciosa.
La pelirroja bajó de la cama, fue a recibirla con una sonrisa y se ofreció a ayudarla cogiéndole el pesado maletín del ordenador.
—Tú debes ser mi compañera de cuarto —adivinó con franca simpatía—. Cuánto me alegro de que seas de mi edad. Ya empezaba a sentirme como un bicho raro.
A Rita le extrañó, porque el pelo y las pequitas le daban un aspecto muy juvenil.
—No te preocupes que yo tengo veintiséis, me parece que soy la abuelita de la residencia.
La chica se llevó la mano al pecho con aire de sorpresa.
—¡Yo también!
—Las chicas del 87 somos la mejor cosecha —afirmó Rita.
Ambas eran más mayores que el resto de estudiantes e imaginó que debían de haberlas acomodado juntas por ese motivo.
La pelirroja sonrió contenta.
—Bienvenida. Me llamo Martina, ¿y tú?
Rita y Martina congeniaron enseguida. Para Rita, su responsable compañera de cuarto era el empujón que le hacía falta para dedicarse con ahínco al estudio. Y para Martina, su rubia compañera fue ese soplo de alegría que tanto necesitaba.
Mediado octubre, ambas se hallaban inmersas en la primera tanda de exámenes del semestre. Esa tarde, como acostumbraban al salir de la última clase, hicieron una pausa para un refresco en la pizzería La Casetta, que por estar muy cerca de la universidad de la Sapienza, era punto de encuentro de muchos estudiantes.
—Yo me alegro mucho de que estés en la residencia. Pero reconoce que resulta extraño —comentó Rita, dejando sobre la mesa los dos refrescos de naranja que acababa de recoger de la barra.
—Es mi casa porque la heredé de mis padres —explicó Martina—. Pero es mi tía quien decide. Mientras viva, es como si le perteneciera.
—¿Has hablado con algún abogado?
—¿Para qué? No me apetece lo más mínimo estar allí. Y si ella se encuentra, todavía menos.
Rita ya lo sabía porque le había contado la mala relación con su tía, que disfrutaba de la propiedad en usufructo. Un derecho vitalicio que anulaba cualquier decisión por parte de Martina sobre su propia casa.
—Martina, dime que me calle si te parezco indiscreta —dudó; aunque ganó su curiosidad—. Tus padres eran cooperantes, ¿no?
—Sí, eran enfermeros los dos. Se conocieron cuando estudiaban.
—No es que fueran millonarios.
Martina sonrió ante la idea.
—No, desde luego que no.
—Entonces, ¿cómo pudieron comprar un palacete en Roma? Debe de valer una fortuna.
—Con la herencia que recibió mi madre de sus padres y porque les tocó la lotería.
—¿La lotería? ¡Qué suerte!
—Tener una casa preciosa era su ilusión y gracias al azar lograron su sueño —reveló; y la sonrisa se le borró de golpe—. Y luego qué poca suerte tuvieron. Ya ves cómo se las gasta la vida.
Martina se quedó callada. Rita al verla tan seria y meditativa, adivinó que su tía Vivi no era el único motivo por el que detestaba vivir en el palacete.
—Ese hombre sabe dónde encontrarte, ¿verdad?
Martina dio un sorbo a su lata de refresco, asediada por los malos recuerdos. Le había contado a Rita que, en el pasado, mantuvo una relación con un hombre casado, que la abandonó a su suerte cuando se quedó embarazada.
—Ya sabes que conocí a Rocco en una fiesta que dio mi tía en casa. Era amigo suyo.