Enrique García Santo-Tomás

LA MUSA REFRACTADA

Literatura y óptica en la España del Barroco

 

TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA

La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección:

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(Universidad Complutense de Madrid)

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(Universidad de Alcalá de Henares)

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Hilda Sabato

(Universidad de Buenos Aires)

Nigel Townson

(Universidad Complutense de Madrid)

Enrique García Santo-Tomás

LA MUSA REFRACTADA

Literatura y óptica en la España del Barroco

 

Iberoamericana - Vervuert - 2015

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La publicación de este libro ha sido posible gracias a una subvención de la Universidad de Michigan

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ISBN 978-84-8489-881-8 (Iberoamericana)

ISBN 978-39-5487-421-7 (Vervuert)

E-ISBN 978-3-95487-267-1

 

Diseño de cubierta: Carlos Zamora

Ilustración de cubierta: Justus Sustermans, Portrait of Galileo Galilei, 1636.
National Maritime Museum, Greenwich, London.

 

A Bruno y Stella, musas incandescentes

ÍNDICE

 

PRELIMINARES

INTRODUCCIÓN

Parámetros, panoramas

1. FIRMA Y FIRMAMENTO

I. Observaciones

El telescopio de Galileo y la mirada de España

Primeros síntomas: la scienza nuova en los tratados de óptica

2. GALILEO Y SUS CONTEMPORÁNEOS ESPAÑOLES

II. Fundaciones

Ciencia (y) ficción: elementos para una nueva mecánica

III. Asimilaciones

La influencia italiana y la cultura del conocimiento

IV. Plasmaciones

Visible intermitencia: el viaje del secreto y la creación del virtuoso

3. LA CIENCIA DE LA SÁTIRA

V. Situaciones

El espacio refractado de la urbe

Atalayas, visiones, horizontes

VI. Exploraciones

La crítica social en el universo de cristal

Vigilia/sueño: lunas, lunares y lunáticos en la poesía del Barroco

4. LA MUSA REFRACTADA

VII. Intervenciones

La intervención política (I): el prisma transatlántico

La intervención política (II): el prisma transalpino

VIII. Reverberaciones

Musas foráneas, versos propios

Vista cansada: la tienda de anteojos

5. CONCLUSIONES

Luces, sombras, eclipses

6. BIBLIOGRAFÍA

7. ÍNDICE ONOMÁSTICO

Ninguna ciencia en cuanto ciencia engaña;
el engaño está en quien no la sabe

MIGUEL DE CERVANTES, Persiles y Sigismunda

PRELIMINARES

 

La idea de escribir un libro como éste surgió en 2008 a partir de una nota a pie de página, una breve nota en un trabajo publicado en 1946 que para mí había pasado hasta entonces desapercibido. El libro en cuestión lo firmaba un hispanista de quien yo jamás había oído hablar, Robert Haden Williams, y se titulaba Boccalini in Spain. A Study of his Influence on Prose Fiction of the Seventeenth Century. Había salido en las prensas de un pequeño pueblo de Wisconsin llamado Menasha, y apenas superaba el centenar de páginas, pero su lectura me deparó un sinfín de datos útiles en torno a las relaciones literarias de España e Italia y una nueva perspectiva del diálogo entre ciencia y sátira en el siglo XVII. Esta simple apostilla, en donde se comentaba la influencia del motivo de los occhiali politici en media docena de ingenios castellanos, suscitó en mí un interés, no exento de curiosidad, en desenredar esta madeja particular de la historia cultural española e investigar cómo se manifestaba dicho motivo en los títulos que se citaban. Fui así poco a poco ampliando el abanico de referencias, indagando en las diversas relaciones que se establecían entre estos autores, y de esa primera exploración surgió el artículo que publiqué al año siguiente en la revista PMLA, titulado “Fortunes of the Occhiali Politici in Early Modern Spain: Optics, Vision, Points of View”.

Sin embargo, su conclusión pronto me hizo ver que había dado con una pregunta cuya posible respuesta requería un recorrido mucho más ambicioso; que lo que había escrito constituía, en otras palabras, la punta de un iceberg de gran envergadura. Boccalini era tan solo uno de los referentes para los autores que yo estudiaba, y el motivo del occhial formaba parte de un sistema de citas mucho más complejo que no solo involucraba la tradición literaria del presente y del pasado, sino también los hallazgos coetáneos en disciplinas como óptica y astronomía. Siendo como era un periodo de grandes cambios epistemológicos coincidentes con la eclosión de la mal llamada ‘Revolución científica’, comprendí que hablar del motivo compartido de la lente política era hablar de la materia del cristal, y que sus cualidades me conducían inexorablemente al campo de la óptica, a los avances en optometría tanto como a la elaboración de instrumentos de exploración científica; y, una vez con un pie ya en este territorio, se hacía inevitable el estudio de la astronomía gracias a estos mismos logros, pues muchos de ellos iban férreamente hermanados. No se trataba de expandir por expandir el campo de análisis: es que los propios textos me lo exigían, a veces de forma explícita, a veces entre líneas. Cuando los grandes ingenios del Barroco escribían sobre el controvertido anteojo, estaban escogiendo un lexema que les permitía revelar conductas caprichosas o delirantes —en la forma de antojo— pero también sobre lentes correctoras, sobre catalejos, sobre rudimentarios telescopios y, por extensión, sobre el acto de mirar como un gesto insolente de audacia o curiosidad. Y nadie mejor para encarnar esa insolencia que el hombre más influyente del momento, el científico Galileo Galilei.

Los compases iniciales de la escritura del libro no solo me hicieron ver que la formación literaria era insuficiente a la hora de embarcarse en semejante proyecto, sino que también me revelaron algo que ya sospechaba, a saber, que el estudio de la historia y la filosofía de la ciencia no estaba tan alejado, en realidad, del de la literatura; es más, si se desprende una tesis de tipo metodológico y conceptual del presente estudio es que no nos hallamos ante discursos autónomos y divorciados, sino más bien ante universos compartidos, ante lenguajes que se nutren —y que se inspiran— mutuamente. Si el término interdisciplinar suena ya un tanto cansado para el lector moderno, lo cierto es que la prosa barroca no se puede apreciar en la plenitud de todos sus registros sin conocer los avances en el campo de la ciencia. Y es este diálogo, precisamente, una de las vías de estudio más prometedoras para la crítica literaria de este nuevo siglo. La musa refractada: literatura y óptica en la España del Barroco busca así cubrir una parcela de este amplio panorama que aún se mantiene, en mi opinión, inexplorado.

El itinerario histórico del presente libro arranca en una serie de textos y autores del reinado del tercer Felipe y termina en los últimos compases de siglo XVII. No busca agotar un catálogo de numerosos matices y sabores, sino que, por el contrario, se propone identificar pautas diferenciales en una muy selecta colección de testimonios, dejando así la puerta abierta a futuras intervenciones. Si bien su diseño es cronológico, evita presentar una línea de progreso(s) pues, como se ha sugerido recientemente, el recorrido de la técnica y la ciencia en la Europa del Barroco fue accidental, expuesto a callejones sin salida, a pasos en falso y a frecuentes rectificaciones.1 Y lo mismo cabría decir de la mentalidad del español del momento, abierto a cambios pero también atenazado por los diferentes mecanismos de censura: hay voces de inicios del XVII que se mostraron abiertas a lo novedoso, y plumas de fin de siglo que, sin embargo, respondieron con un escepticismo un tanto desalentador a lo que ya ni siquiera era tan nuevo. Mi análisis busca por tanto identificar las tensiones internas de los textos tanto como las dudas y vaivenes que se manifiestan en quienes los firman; porque si el momento histórico fue de cambios, no se puede negar que estos cambios afectaron también a quienes los vivieron en carne propia. Muchos de los testimonios que desfilan por el libro, de hecho, deben leerse con extraordinaria cautela, a veces incluso entre líneas, para ver que la noción de una España cerrada a lo proveniente de fuera es completamente falsa, para ver que el ingenio barroco ni era tan dogmático ni tan reaccionario como a veces se ha creído. Hubo, no cabe duda de ello, una actitud curiosa y también mucha ironía a la hora de escribir sobre estas cuestiones tan espinosas; sin esta porosidad ante lo nuevo, sin esta amplitud de miras del escritor cuya obra se visita en estas páginas, no existiría la posibilidad de un libro como este. La musa de cada una de las plumas que visito es una musa refractada que acoge la luz de lo foráneo y la recrea a su manera desde un ángulo nuevo, logrando resultados sorprendentes en formatos como la comedia, el emblema, el soneto o la novela, con la sátira como el registro de burla y reflexión por excelencia.

Este rastreo plural me ha permitido una nueva lectura de piezas canónicas, así como también la posibilidad de hacer cala en textos poco conocidos de autores secundarios, e incluso llevar a cabo la reproducción completa, por primera vez en la historia de la crítica literaria, de un poema que hasta ahora permanecía engastado de forma juguetona en otro, a saber, el Tratado poético de la esfera (1609) de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo. Me ha permitido, igualmente, no solo acercarme a historiadores y filósofos de la ciencia reflexionando sobre el misterio de la ficción barroca, sino hacerlo también en dirección opuesta, a saber, leer a críticos literarios enfrentándose a la dificultad del lenguaje técnico-científico. Y no sólo he podido apreciar los vericuetos de la filosofía, de la historia y la filología: el cotejo de cerca de un millar de cédulas del Nuevo Diccionario Histórico me ha invitado a visitar la historia de la lengua española gracias al rastreo diacrónico de ciertos términos como anteojo o telescopio, cuya trayectoria léxica constituye, de por sí, una fascinante materia de estudio.

El libro se estructura en ocho capítulos, precedidos de una Introducción y seguidos de una Conclusión y de la Bibliografía. En la Introducción, que titulo “Parámetros, panoramas”, siento las bases teóricas y metodológicas del itinerario que propongo, delimitando el escenario en donde se van a ir construyendo, por utilizar un término moderno, las diferentes redes sociales —o networks, para los críticos anglosajones de los que bebo— entre culturas y ocupaciones diferentes. Es un panorama histórico en el que no dejo de lado los diversos vectores sociales y científicos que determinaron la canonización de Galileo para, y entre, sus contemporáneos; dicho panorama incluye de forma esquemática —pues no es el asunto central del libro— un repaso de la tormentosa relación de Galileo con las autoridades eclesiásticas y políticas de su momento.

El primer bloque del estudio, “Firma y firmamento”, consta de un solo capítulo llamado “Observaciones”, el cual se abre con una sección que titulo “El telescopio de Galileo y la mirada de España”. En ella analizo cuál fue la trayectoria del famoso instrumento astronómico en su viaje transpirenaico hasta llegar a la corte madrileña y a los círculos de investigación técnico-científica. Recorro las redes diplomáticas establecidas entre la Toscana, Roma y Madrid, así como la gestión del propio Galileo dentro de este entramado de intereses geopolíticos en el que también se involucraron escritores del momento, como fue el caso de Bartolomé Leonardo de Argensola; cubro también el desarrollo de la famosa Academia de Matemáticas y del Colegio Imperial, deteniéndome en aquellas figuras que no solo fueron cruciales en su maduración como centro de enseñanza y de conocimiento, sino en aquellas que también fueron luego homenajeadas por sus propios alumnos, como fue el caso de Lope de Vega. Todos los vectores históricos en los que hago breve cala —la familia Roget, Venecia, la Accademia dei Lincei, etc.— serán fundamentales, a veces de manera indirecta, para comprender lo que desarrollo más tarde en el libro. La segunda parte de este capítulo, “Primeros síntomas: la scienza nuova en los tratados de óptica”, se detiene brevemente en el panorama teórico y práctico de ciertas ramas de la óptica en España, pasando así a la disciplina que hoy consideraríamos más cercana a la oftalmología, cerrando entonces con un análisis del tratado más relevante y completo del momento, el Uso de los anteojos para todo género de vistas (1623) de Benito Daza de Valdés. Un tratado que, como es sabido, incorpora, sin citar la fuente del importantísimo Sidereus Nuncius (1610), muchos de los nuevos hallazgos astronómicos de Galileo.

El segundo bloque temático y cronológico de La musa refractada se titula “Galileo y sus contemporáneos españoles”, y consta de tres capítulos con tan solo una sección cada uno. El primero, “Fundaciones”, sirve para delimitar el momento histórico y estético en el que se encuentra la ficción en Castilla según van llegando nuevas ideas, libros y objetos de medición a la Península; contiene la sección “Ciencia (y) ficción: elementos para una nueva mecánica”, y en ella hago una breve parada en varios testimonios de Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Salas Barbadillo o Tirso de Molina. Me detengo así en las posibles tensiones de tipo personal e institucional que se manifiestan en estas primeras generaciones de ingenios, herederos aún de una visión tolemaica del universo pero que, por su propia educación en muchos casos, se sienten al menos familiarizados con la labor de los Kepler, Brahe y Copérnico. En “Asimilaciones”, como anuncia el título, hablo de lo que denomino “La influencia italiana y la cultura del conocimiento”, seleccionando dos textos que me parecen de capital importancia a la hora de comprender las razones de por qué determinados instrumentos ópticos, como el cristal mismo, resultaron tan controvertidos: los Ragguagli di Parnaso (1612) de Trajano Boccalini en traducción parcial de Fernando Pérez de Sousa —si bien fueron leídos por muchos españoles en lengua original— y La piazza universale di tutte le professioni del mondo (1585) de Tomaso Garzoni en traducción bastante libre de Cristóbal Suárez de Figueroa bajo el título de Plaza universal de todas ciencias y artes (1615). A través de su lectura vemos cómo ciertos escenarios de la sátira barroca —la ciudad, el mercado, la tienda de anteojos, el Parnaso, el tribunal…— facilitaron la denuncia del anteojo como símbolo de vanidad personal y, por extensión, de una sociedad enferma y en completa decadencia. La tercera entrega de este bloque, “Plasmaciones”, estudia precisamente cómo esa fluidez de modelos facilita la divulgación de un nuevo modo de hacer ciencia ya visto antes, por ejemplo, en las accademias italianas; demuestro así en “Visible intermitencia: el viaje del secreto y la creación del virtuoso” que un personaje como el famoso coleccionista cortesano Juan de Espina resulta de enorme relevancia para comprender los obstáculos que debió sortear la nuova scienza en España, pues su figura, incluso aún en vida, se proyectó en un aura de misterio y de polémica; este misterio, por cierto, determinó su fortuna literaria a cargo de plumas como las de Alonso de Castillo Solórzano, Anastasio Pantaleón de Ribera, Juan de Piña o Luis Vélez de Guevara, que aportaron testimonios de extraordinario interés al tiempo que lo canonizaban como arquetipo de ficción.

“La ciencia de la sátira” es el tercer momento epistemológico que analizo en el libro, y contiene dos partes diferenciadas. La primera, “Situaciones”, se detiene precisamente en eso, en la creación de lugares imaginarios —aunque tras muchos de ellos lo que palpita es fácilmente identificable—en la ficción más representativa del primer tercio de siglo. Sus dos partes (“El espacio refractado de la urbe” y “Atalayas, visiones, horizontes”) pueden leerse como una larga secuencia en la cual fijo una serie de coordenadas de análisis del espacio citadino para después detenerme en aquellos textos que mejor captan las inquietudes del momento. Me detengo en escritores como Rodrigo Fernández de Ribera y Antonio Enríquez Gómez, excelsos practicantes de la visión desde la atalaya. Por su parte, “Exploraciones” recorre un camino paralelo, pero desde alturas mayores, demostrando cómo el viaje aéreo y la visión del paisaje celeste se vieron influidas por las nuevas teorías galileanas; en “La crítica social en el universo de cristal” me centro en el que sin duda es el texto del periodo que más materiales aporta al libro, El Diablo Cojuelo (1641) del ya citado Luis Vélez de Guevara, y en el cual tenemos además una mención directa a Galileo; y en “Vigilia/sueño: lunas, lunares y lunáticos en la poesía del Barroco” viajo por el firmamento literario con Juan Enríquez de Zúñiga y Anastasio Pantaleón de Ribera en su particular choque tolemaico-copernicano, mezclando lo antiguo con lo nuevo en el análisis de la sociedad contemporánea.

“La musa refractada” constituye el cuarto y último bloque del libro, estructurado en dos partes, en este caso, completamente diferentes. Entro ya en las décadas de mitad de siglo, y estudio una serie de testimonios en donde ya se aprecia de forma más evidente una tensión entre la herencia recibida y la evidencia de una nueva cosmografía, al tiempo que el uso del cristal en accesorios del ajuar privado condena cada vez más al cortesano ocioso del momento, consumido por la vanidad y un cierto “afeminamiento” muy frecuentemente sancionado en la literatura satírico-costumbrista de estos años. En “Intervenciones” me detengo en dos casos de importancia medular a la hora de leer el telescopio galileano: por una parte, la compleja discusión de tipo geopolítico engastada en el episodio “Los holandeses en Chile” en La Hora de todos (1650) de Francisco de Quevedo —un Quevedo, por cierto, que se retrató como ‘lince’ en su tratado a Felipe IV El lince de Italia u zahorí español (1628)— y que titulo “La intervención política (I): el prisma transatlántico”; por otra, esa apreciación más cercana al centro del imperio que lleva Diego de Saavedra Fajardo en la Empresa VII de sus Empresas políticas (1640) con el moto Auget et minuit (“Aumenta y disminuye”), en donde se vale de un telescopio como pictura, y cuyo análisis da aliento a “La intervención política (II): el prisma transalpino”. Ambos testimonios constituyen una lectura nada unívoca de lo que los nuevos medios ópticos de observación de largo alcance significaron como instrumentos de poder. Finalmente, en “Reverberaciones” visito una serie de piezas del último tercio de siglo en donde, al tiempo que se aprecia cada vez más el interés por los nuevos hallazgos en óptica, perviven ciertas rémoras producto de la tradición y también de los propios límites del arte; así ocurre en “Musas foráneas, versos propios” con ciertos estrenos ‘a la italiana’ del teatro calderoniano tanto como con algunas composiciones poéticas de figuras como el Conde de Rebolledo y Miguel Barrios, que escriben desde el norte de Europa —a veces con el estímulo de prestigiosas academias y tertulias literarias—, pero también con un sabor autóctono. Estamos ya en tiempos de Carlos II, y este desencanto político y fatiga en el terreno de una ficción necesitada de nuevos modelos se aprecia en el tratamiento de postrimerías del motivo del bazar, en donde se pueden encontrar aún diversos tipos de anteojos que nos permitan llevar a cabo una nueva lectura de la historia. Por ello, en “Vista cansada: la tienda de anteojos” concluyo este recorrido del Barroco peninsular con un autor aún poco conocido como Andrés Dávila y Heredia y con quien es, acaso, el último de sus más grandes narradores, el extraño, obsesivo y atosigante moralista Francisco Santos. Nos hallamos, además, en los albores del periodo novator y ante el nacimiento de un término que se impondrá pronto en el léxico científico tanto como en el doméstico, telescopio, y sobre el que escribirán jugosas páginas muchas voces de indudable interés —Torres Villarroel, Feijoo, Martínez, Jovellanos— pero en los márgenes ya de este periodo de transición que nos ocupa.

Con unas breves “Conclusiones”, manifestadas en ciertas “Luces, sombras, eclipses” de la historia literaria y de la ciencia en España cierro La musa refractada. Intento en estas páginas finales abordar la tarea doble de dar cohesión a lo dicho y de proponer nuevas vías de estudio a partir de una serie de preguntas que continúan abiertas a debate; preguntas que no solo atañen al crítico literario, sino que también se formulan desde el ángulo de la historia y de la filosofía de la ciencia, pues en la encrucijada de estas tres avenidas se sitúa el análisis que llevo a cabo y desde el cual se proyecta el abanico de lectores.

Al tratarse, por tanto, de un estudio que bebe de diferentes disciplinas del saber, el número de entradas bibliográficas ha intentado ser, a pesar de su cómputo en ocasiones elevado, el indispensable. La Bibliografía que cierra el libro tan solo presenta una selección de lo más relevante de cada cuestión en la que me detengo con el fin de ofrecer nuevos temas de estudio al lector interesado.

***

El formato de presentación del libro requiere una serie de indicaciones. Las notas a pie de página no repiten el nombre del autor o título de referencia si se ha citado previamente; si se trata de un autor o autora con más de una entrada, y si este o esta ya ha sido citado, incluyo tan solo su apellido y el año de publicación de la obra para evitar confusiones (por ejemplo, op. cit., 2005…). Mantengo la forma original en el lugar de publicación de las referencias (Philadelphia, Paris, London, etc.). Cuando cito de una princeps anterior a 1700 de la que no existan ediciones, modernizo la ortografía y puntuación para facilitar la lectura del lector no familiarizado. No he traducido, sin embargo, las citas en lengua extranjera, que he mantenido siempre en un número razonable; la vitalidad e importancia de la historia de la ciencia de proveniencia anglosajona hace que muchas de las entradas que considero más relevantes sean en inglés; libros estos que, por desgracia, no cuentan con traducción al español.

La investigación y redacción del libro se llevó a cabo en la Harlan Hatcher Graduate Library de University of Michigan y en la Cecil H. Green Library de Stanford University, donde tuve el privilegio de pasar un año sabático. Una parte del capítulo III salió publicada en forma de artículo bajo el título “Visiting the Virtuoso in Early Modern Spain: the Case of Juan de Espina”, en Journal of Spanish Cultural Studies 13. 2 (2012): 127-142; una versión reducida del capítulo VII se publicó bajo el título “Saavedra Fajardo en la encrucijada de la ciencia” en Crítica Hispánica 32. 2 (2010): 82-102; a los editores de ambas revistas agradezco la posibilidad de reproducir aquí —en uno de los casos, obviamente, traducido— su contenido. Algunas secciones del libro, cuando aún era work in progress, se presentaron en forma de conferencia, y, en este sentido, me siento sumamente agradecido a mis colegas y amigos Frederick A. de Armas (University of Chicago), María Mercedes Carrión (Emory University), María Chouza Calo (Central Michigan University), Robert A. Davidson (University of Toronto), Barbara Fuchs (UCLA), Esther Gómez-Sierra (University of Manchester), Carlos Gutiérrez (University of Cincinnati), Rebecca Haidt (Ohio State University), Carmen Hsu (University of North Carolina, Chapell Hill), Donald S. Lopez Jr. (Michigan Society of Fellows, University of Michigan), Luce López Baralt (Universidad de Puerto Rico, Río Piedras), Joan Ramon Resina (Stanford University), Veronika Ryjik (Franklin & Marshall College), Germán Vega García-Luengos (Universidad de Valladolid) y Julio Vélez Sáinz (Universidad Complutense). Y el diálogo —en persona, en la distancia o a través de la lectura mutua— entablado con Alain Bègue, Javier Castro-Ibaseta, Luciano García Lorenzo, Alejandro García Reidy, George Hoffmann, Tayra M. C. Lanuza Navarro, Mariluz López Terrada, José Pardo Tomás, Juan Pimentel, Fernando R. de la Flor, Antonio Sánchez Jiménez, John D. Slater, Ryan Szpiech y Juan Udaondo Alegre, sirvió para mejorar el enfoque y contenidos de este estudio. Un estudio que espera ser de utilidad y entretenimiento no solo para el crítico literario, sino también para todos aquellos interesados en el diálogo entre ficción barroca y la práctica científica. Así lo quiso siempre, a fin de cuentas, el propio Galileo.

 

Palo Alto, California,
verano de 2013.


1. Esta es la tesis que se presenta en uno de los volúmenes más estimulantes sobre el fenómeno, el de Ofer Gal y Raz D. Chen-Morris, Baroque Science. Chicago: The University of Chicago Press, 2013.

 

telescopio

(de tele- y -scopio).

1. m. Instrumento formado por lentes o por lentes y espejos curvos que permite ver agrandada una imagen de un objeto lejano, en especial los cuerpos celestes.

 

Diccionario de la Real Academia Española, 23ª edición

 

Fig. 1. Telescopio de Galileo, Florencia.

INTRODUCCIÓN

Ignorato motu ignoratur natura

TOMÁS DE AQUINO

 

PARÁMETROS, PANORAMAS

El presente libro explora el impacto que tuvieron en la España del Barroco los avances en óptica logrados bajo el marco de la denominada ‘Revolución científica’ del siglo XVII.1 Se centra, concretamente, en el universo literario, prestando especial atención a aquellos textos y autores que incorporaron referencias a las aplicaciones del cristal en la disciplina de la astronomía desde su paulatina transición de lo tolemaico a lo copernicano. Busca con ello conectar dos lenguajes aparentemente distantes entre sí como fueron el científico y el literario, demostrando cómo, tras su engañosa separación o aparente autonomía, palpitó en los ingenios áureos una inquietud que se fue haciendo cada vez más evidente según fue avanzando el siglo. Propone, por ejemplo, que muchas de las alusiones a la idea aristotélica del universo no fueron sino una reacción tradicionalista a lo que ya parecía ser inevitable, a saber, el reconocimiento de una nueva visión heliocéntrica del cosmos; y recorre así los vaivenes de un largo siglo en el que fue poco a poco cuajando la aceptación e integración en textos científicos de lo que iba a ser ya una idea mucho más certera y precisa del universo. Dentro de este marco temporal —en el que también, cómo no, se dieron numerosas lecturas a medio camino entre lo antiguo y lo nuevo provocadas por el desconocimiento, el miedo o la prudencia—, el análisis que llevo a cabo traza el recorrido histórico de dos fenómenos que se unen y desunen a lo largo del siglo XVII de forma intermitente: por una parte, la recepción en la España aurisecular de la obra del científico Galileo Galilei (1564-1642), condicionada no solo por factores de índole religiosa, política e incluso económica, sino también por los avatares de toda translatio semiclandestina; y, por otra, la evolución del motivo literario de los occhiali politici o “anteojos políticos” desde su original tratamiento a cargo de la sátira menipea del momento.2 Si el primero de estos asuntos cuenta ya con aportaciones de sumo interés provenientes de la historia de la ciencia,3 el segundo continúa hoy —entroncando aquí con una po pular imagen de la poética áurea— en estado de mantillas. En ambos recorridos ejerce un rol axial la constante preocupación por la facultad de la vista, que deriva en meditaciones, muy típicas del período, en torno al fundamento ético de la perspectiva visual y la correcta interpretación de la realidad una vez superados los velos de las apariencias.4 Estas dos indagaciones, una de carácter filosófico-científica y la otra de tipo socio-literario, parecerían en principio no tener mucho en común y, sin embargo, resultan inseparables una vez analizados los discretos —pero casi siempre resistentes— hilos que conectaron lo que acabó siendo una expectativa de doble recorrido: si España fue el destino anhelado por Galileo debido al enorme atractivo que todo lo español ejercía en muchos ámbitos de la vida cultural europea,5 no menor fue el interés que sus descubrimientos suscitaron en varias generaciones de ingenios áureos.6 Escribir sobre la percepción y la interpretación visual de los objetos no tenía sentido sin reflexionar sobre aquello que empezaba a ser cuestionado gracias a los avances en óptica; la teoría no se justificaba sin la práctica —o, acaso al revés también, la puesta en práctica de ciertos conceptos gracias al lenguaje de la narrativa carecía de sentido sin reconocer su fundamento empírico—. De hecho, en esta España cuyo pretendido atraso y hermetismo sigue siendo hoy materia de debates académicos y objeto de revisión crítica, la obra de Galileo fue conocida por un amplio espectro de lectores españoles que le incorporaron en muchas de sus más importantes creaciones, bien de forma elogiosa, bien a modo de censura, pero casi siempre desde el titubeo que provocaba lo radicalmente nuevo. Esto les llevó, en muchos casos, a escribir con suma prudencia, así como a tener que realizar verdaderos malabarismos retóricos y temáticos para sortear con éxito el cerrojo institucional de una censura que, como atestiguan los preliminares de tantos y tantos volúmenes, ejerció un papel en ocasiones asfixiante —una asfixia, me atrevo a aventurar, que nos hace leer hoy textos como menos audaces de lo que realmente podían haber sido—. Sin embargo, semejante cuidado no impidió que aflorase, como sigue aflorando en una lectura moderna, una cierta preocupación, una cierta curiosidad ante la sensación de que ciertos dogmas empezaban a tambalearse, y de que algunas ideas antes rechazadas circulaban ya por Europa de manera imparable. Semejante translatio constituyó para Galileo, en cierta forma, una invitación —y un envite— a participar en la vida cultural española, a vivir en España sin vivir en ella, tal y como ocurrió en otros países de Europa en donde su obra fue también leída, traducida y comentada.

El consenso general por parte de la crítica es que, al abordar un panorama como este, se deben delimitar tres fases de estudio diferenciadas: la primera sería la definida por una continuación de la ciencia renacentista, seguida de una segunda etapa coincidente con las décadas intermedias del siglo XVII, en la que se asumieron elementos dispersos de la nueva física sin abandonar del todo los anteriores; y una tercera que llegaría con los Novatores hacia 1680 y que abandonaría paulatinamente lo anterior para integrar poco a poco las nuevas corrientes científicas y filosóficas.7 Si bien haré alusión a textos inmediatamente anteriores y posteriores cuando considere que su presencia enriquece el panorama estudiado, sitúo el presente análisis en la segunda etapa, que coincide, a grandes rasgos, con el reinado de Felipe IV (1621-1665). Son años de cambios significativos que no deben ser vistos, sin embargo, como algo aislado en el tiempo, sino más bien como parte de un prolongado desarrollo de la óptica dentro de un marco temporal mucho más amplio, y por lo tanto no faltarán menciones a textos o autores de la época del segundo y tercer Felipe o del decadente Carlos II, testigo de unos años de grandes cambios. No pretendo, por otra parte, establecer una evolución ordenada de ideas y conceptos, ya que la realidad histórica apunta a algo muy diferente, a saber, a un vaivén generalizado, a una oscilación entre lo antiguo y lo moderno, entre lo familiar y lo desconocido, entre lo heredado y lo nuevo; fenómeno este, cabe recordar, que se manifestó tanto en el campo literario como en la evolución intelectual de sus más notables plumas. Esta tensión, que se plasma en muchos de los textos capitales del momento, es quizá lo más destacado de esta fase intermedia que, sin duda alguna, resulta ser la parte más interesante de toda esta secuencia de irreversibles transformaciones. Durante más de un siglo, de hecho, un simple objeto como el de los anteojos será utilizado de forma metafórica por los escritores más universales para denunciar algunos de los peores defectos del español: en La Gitanilla (1613) de Cervantes lo veremos como alusión a los celos cuando leamos que “[S]iempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes, los enanos gigantes, y las sospechas verdades”; un intelectual todavía poco estudiado como Juan Eusebio Nieremberg (1595-1648) hará referencia a la soberbia en el interesantísimo Obras y días: manual de señores y príncipes (1629) cuando escriba que “[E] l amor propio siempre nos pinta nuestras cosas mejores, y a tal luz que se mienten mayores de lo que son, […] al modo que si alguno viese alguna cosa por unos anteojos que supiese que representan las cosas mayores”; y en sus Visiones y visitas con don Francisco de Quevedo (1727-1728), Diego de Torres Villarroel los utilizará para lamentar la ignorancia e impetuosidad del populacho: “Siempre el vulgo fue arbitrio irracional de todas las cosas, […] y sin tener cabeza alguna mira por los anteojos de su aprehensión, sin conocer las últimas diferencias y sin la prolijidad del examen”.8 En el centro de esta recepción de lo nuevo palpita, más que la teoría o el lenguaje complicado de los números, el instrumento científico, protagonista silencioso —pero elocuente en su presencia— del gabinete y del laboratorio, esa materia muchas veces idolatrada y hecha fetiche, esa mecánica de lo nuevo.9 Es este, por tanto, un estudio sobre ideas y lenguajes, pero también lo es, sobre todo, sobre la fascinación que produce el propio objeto y esa nueva mirada que, como revelan estos tres testimonios, su juego de lentes nos ofrece.

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La historia de la ciencia en la Península Ibérica no habría existido nunca como materia de estudio, sabemos ya, de no haberse producido un intenso diálogo entre las tres culturas que definieron su Medioevo. Los estudios de óptica se habían ido desplazando a esferas intelectuales del islam tras la caída del Imperio Romano, y lo cierto es que, hasta la Baja Edad Media, no se realizó ninguna contribución de interés en Europa. Una figura como el astrólogo Albumassar (787-886), de enorme influencia en Occidente, fue propagada en España a través del famoso Introductorium in astronomiam (849-850) y fue considerado como “perhaps the most widely read of astronomical treatises in Spain”; y en materia de óptica el texto a seguir fue, como es ya sabido, el Kitab al-Manazir (ca. 1030) de Alhacen.10 Habiendo disfrutado de toda una tradición técnico-científica cuyos logros más notables bien podrían remontarse a la presencia musulmana en la Península y al legado de Alfonso X El Sabio (1252-1284), España había experimentado en los siglos XV y XVI un desarrollo sostenido en materias como las matemáticas —aplicada también con éxito a la navegación—, la ingeniería, la minería, la medicina o la geografía, que habían florecido en círculos urbanos como prácticas no institucionales y habían pasado a ser parte, si bien en porcentajes muy discretos, de las bibliotecas renacentistas. La astronomía había sido una de las materias más cultivadas, a pesar de los roces continuos con la Iglesia, agudizados durante la tercera y cuarta década del siglo XVI con la existencia en la Península de prácticas religiosas severamente perseguidas. Tras el impulso finisecular de Tycho Brahe y su discípulo Johannes Kepler en el observatorio checo de Benákty nad Jizerou,11 la exploración de nuevos campos de visión, ya fuera bajo la rúbrica de lo científico o desde el entretenimiento más ligero y espontáneo de la ficción, se había seguido muy de cerca por la Inquisición y por la Congregación del Índice durante el cambio de siglo.12 Pero sobre la conciencia colectiva pesaban y pesarían inolvidables juicios y condenas por ambos bandos, como el de Miguel Servet en Ginebra (1553), el de Giordano Bruno en Roma (1600) o, años más tarde, el famoso proceso por brujería y la condena de cinco años de cárcel a Katherine Kepler por culpa de la circulación del famoso Somnium (1634) firmado por su hijo. No sorprende, por tanto, que, con un país en progresivo cierre de fronteras bajo las medidas aislacionistas de Felipe II, disminuyera el abastecimiento de títulos importados, al tiempo que los Índices inquisitoriales de libros prohibidos y expurgados crecieran exponencialmente de 1559 en adelante.13 Juan Pimentel ha ido incluso más lejos al indicar que la ciencia española era ya para estas fechas

un fracaso salpicado de logros puntuales, un recuento de quienes se molestaron en lanzar alguna piedra contra un edificio demasiado pesado, demasiado obsoleto. Un repaso de cómo y con cuántas dificultades las luces llegaban a la península, generalmente tarde, desde fuera y desde arriba.14

No se debe arrojar, sin embargo, un balance unívoco para todas las ramas del saber. Un texto como El Escolástico de Cristóbal de Villalón había abogado, de acuerdo a Felix K. E. Schmelzer, por una erudición universal y moderna que se contraponía “a la decadencia de la formación científica de la época, aclarando que el Estado real entra en conflicto con el Estado ideal del pensamiento utópico”.15 En la España del siglo XVII la astronomía fue, tras la medicina, la disciplina científica que contó con mayor número de publicaciones.16 Su desarrollo había seguido, durante el siglo previo, dos líneas de investigación muy diferentes: la cosmografía, entendida como el conocimiento teórico del universo, y los llamados pronósticos o almanaques, que conectaban la astronomía con el calendario y con la interpretación subjetiva del destino individual. Esta última, denominada por algunos también “astrología judiciaria”, acabó siendo condenada por el papa Sixto V en su bula de 1585 titulada Coeli et Terrae (publicada en España en 1612) y criticada como anticientífica y antojadiza por los escritores del momento, los cuales equiparaban frecuentemente al astrólogo con otras criaturas marginales o heterodoxas del paisaje urbano como brujas, prostitutas y gitanos. Este tipo de lectura del cosmos se había definido como “arte falaz y supersticiosa” porque hacía del pronóstico una interpretación determinista, negando el dogma del libre albedrío e ignorando “la azarosidad de muchos sucesos naturales”.17 El cardenal Gaspar Quiroga, convertido en inquisidor general en 1573, fue además muy severo con la astrología judiciaria, que condenó en su Index de libros prohibidos de 1583.18 A pesar de todos los dislates que proponía, esta forma de interpretación astronómica resultó ser tan importante como su hermanastra seria, en la medida en que se convirtió en símbolo de todas las prácticas seudocientíficas denostadas tanto por devotos estudiosos como por aquellos enemigos de la superstición y el oportunismo. Fue, además, una de las dianas más comunes en la censura de la sátira del siglo XVII, que lograba con ello el doble objetivo de construir un tipo de burla personal sin dejar de lado un propósito didáctico que advertía de las consecuencias de semejantes engaños. Era, con ello, más fácil y rentable hablar de la “falsa ciencia” que de la ciencia seria, mucho más compleja y difícil de entender y, acaso entonces, mucho más resistente a la burla.

No debe sorprendernos, por tanto, que casi todos los textos analizados en este libro provengan de ciudades en las que también se encontraban los centros más importantes y dinámicos de la Península en lo tocante al cultivo de la astronomía, a saber, la Casa de la Contratación hispalense, la Universidad de Valencia y la Academia de Matemáticas en Madrid que, como veremos pronto, había conseguido reunir a los más ilustres cosmógrafos del último tercio del siglo XVI. Estas tres instituciones, junto a ciertas académicas literarias y universidades como la de Salamanca o focos específicos de exploración científica en ciudades como Barcelona, fueron instrumentales en el desarrollo de la ciencia en la Península. Pasqual Mas i Usó, por ejemplo, ha destacado en un estimulante trabajo “la participación de mujeres (que sólo aparecen en las academias valencianas como espectadoras), o el disfrazarse de pastores como en la Accademia degli Arcadi (1690) en Roma (que se repite en la Academia Valenciana de 1705), o el tratar de ciencias físicas como en la romana de los Lincei (1603) a la que perteneció Galileo (que influye en las academias valencianas de fines del XVII), etc.”.19 Este ambiente de curiosidad y exploración hizo que España fuera, junto a Inglaterra, el único país de Europa en divulgar —si bien con una serie de condicionantes que veremos pronto— las tesis copernicanas.20 Se habían dado en estos años una serie de eventos paralelos en el ámbito de la técnica y de la ciencia que no se pueden dejar de lado: por ejemplo, durante el reinado de Felipe II había tenido lugar un suceso crucial para el correcto cómputo del tiempo, estrechamente relacionado con la astronomía y de una evidente repercusión social, que no fue otro que la reforma del calendario juliano, llamado así en honor de su principal impulsor, el emperador Julio Cesar.21 El nuevo calendario gregoriano de 1582, bautizado en homenaje al papa Gregorio XIII, estaba basado en el trabajo de Copérnico, y había sido promovido por la Iglesia en toda Europa. España contaba ya, de hecho, con un fermento de progreso desde décadas anteriores: bajo el cardenal Gaspar Quiroga, Copérnico se había recomendado como lectura en los Estatutos hechos por la muy insigne Universidad de Salamanca (1561), quizá a instancias de Juan Aguilera, titular de la Cátedra de Astronomía de 1551 a 1560 —algo que resulta extraordinario, si tenemos en cuenta que otras universidades como Zúrich (1533), la Sorbona (1576) y Tubinga (1582) habían prohibido la enseñanza del heliocentrismo—. En la llamada ‘Reforma de Covarrubias’ (1559) figuraban las matemáticas y astrología repartidas en tres años de su estudio; el primero, de astrología; el segundo, de Euclides, Tolomeo o Copérnico ad vota audientium, es decir, por demanda estudiantil y no por voluntad del catedrático; y la novedad de la geografía entre los cursos del tercer año. Sin embargo, en los Estatutos de 1595 se establecía, como textos a seguir ya de forma obligatoria, el De Revolutionibus de Copérnico y las Tablas Pruténicas; estas últimas, derivadas de la obra de Copérnico por el alemán Erasmus Reinhold en 1551, habían empezado ya a rivalizar en importancia, y se leían en el segundo año alternando con el Almagesto de Ptolomeo y las Tablas Alfonsíes.22 En aquella Cátedra de Astrología, la primera en España y la más importante de la Universidad de Salamanca, estudiaría el Grisóstomo cervantino del Quijote, el cual, como se nos cuenta tras su suicidio, “sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá en el cielo, el sol y la luna”.23 No es poco mérito de los teólogos españoles, por tanto, el haber creado tal ambiente de tolerancia y comprensión, mientras en París, por ejemplo, el célebre Pedro Ramus era expulsado del Collège de France por causas parejas, para terminar siendo asesinado en la noche de San Bartolomé en 1572 por sus propios colegas —o al menos por instigación de ellos—. Recuérdese que eran, de hecho, muy pocos los que se manifestaron abiertamente copernicanos: al principio lo hizo Rheticus, a fines del siglo siguieron Thomas Digges, Giordano Bruno, Christopher Rothmann y fray Diego de Zúñiga, y a inicios del seiscientos se unieron Thomas Harriot, Juan Cedillo Díaz, Simon Stevin en Holanda y Michael Maestlin y Kepler en Alemania. En cualquier caso, aunque finalmente se desconoce si se llegó a utilizar como material didáctico en las aulas salmantinas, se había establecido, al menos, un plan de estudios relativamente abierto y flexible que favorecía el acercamiento a lo que, de forma muy esquemática, podría considerarse como ‘ciencia moderna’:

En la Cátedra de Astrología, el primer año se lea en los ocho Esfera y Teóricas de planetas y unas tablas; en la sustitución, Astrolabio.

El segundo año, seis libros de Euclides y Aritmética, hasta las raíces cuadradas y cúbicas y el Almagesto de Ptolomeo o su epítome de Monte Regio, o Geber o Copérnico, al voto de los oyentes; en la sustitución, la Esfera.

El tercero año Cosmografía o Geografía; un introductorio de judiciaria y perspectiva, o un instrumento, al voto de los oyentes; en la sustitución, lo que paresciere al catedrático comunicado con el Rector.24

La visión copernicana contó en España, como es ya sabido, con una serie de apoyos fundamentales en textos como In Job Commentaria (1585) del citado fray Diego de Zúñiga, Theoria de los planetas según la doctrina de Copernico (1606) de Andrés García de Céspedes y Doctrina general repartida por capítulos de los eclipses de sol y luna del matemático y astrónomo novohispano Diego Rodríguez (1596-1668), así como por el cosmógrafo Pablo de Alea.25 Zúñiga, en concreto, defendía que las Sagradas Escrituras no se oponían al movimiento de la Tierra: al glosar el versículo “Conmueve la Tierra de su lugar y hace temblar sus columnas” y las palabras de Salomón en el Eclesiastés (“La tierra eternamente permanece”),26 el agustino defendía dos tesis, a saber, que el movimiento de la Tierra y el sistema heliocéntrico de Copérnico no contradecían las Sagradas Escrituras; y que el sistema copernicano era superior al tradicional desde el punto de vista astronómico. Domingo Natal Álvarez nos recuerda que el propio Galileo, que había estudiado en el Colegio Romano con los jesuitas españoles Benito Perera y Francisco de Toledo, citó más de una vez a Zúñiga en sus escritos.27 Solo a partir de la condena formal de Copérnico, cuya obra se incluyó —junto con la de Zúñiga— en el Índice del Santo Oficio Romano de 1616, las autoridades religiosas de la Península comenzaron a tomar cartas en el asunto. Y sin embargo, en lo relativo a la enseñanza de la astronomía, las Constituciones de Salamanca de 1625 seguían reproduciendo punto por punto los Estatutos de 1595, rezando: “el Segundo cuadrenio léase a Nicolás Copérnico”.

No obstante, esta actitud fue poco a poco eclipsada por una postura mucho más cautelosa ante los nuevos avances que se iban dando en Europa. López Piñero ha señalado varios factores que, a la larga, contribuyeron a esta situación: por una parte, la idea de que el aislamiento contrarreformista, agravado progresivamente hasta el último tercio de la centuria siguiente, no fue consecuencia de medidas represivas sino más bien

la manifestación de un proceso que afectó a la sociedad española en su conjunto […] la creciente incapacidad de integración de las minorías, las adversidades de las estructuras y de la coyuntura económica, el cambio regresivo de la mentalidad de los grupos políticos dirigentes, la vigencia social del fanatismo religioso y retroceso de la secularización.28