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A tres hombres a los que echo en falta:

Juan Torrero, padre atento y afectuoso.

Bernardo Sánchez, maestro y amigo.

Miguel García, mi pastor y mi referente.


 

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Lágrimas de una esclava
© 2014 Juan Miguel Torrero Guilarte

All rights reserved. No part of this book may be reproduced in any form without written permission from editor. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización por escrito del editor.

Ilustración de cubierta: Juan Miguel Torrero Guilarte
Maquetación: Raquel Arlàndiz
Edición formato ebook: Sonia Martínez

Depósito Legal: B. 25.862-2014
ISBN: 978-84-944485-5-3.
Printed by Ulzama
Printed in Spain

© Publicaciones Andamio 2014
1a Edición noviembre 2014


 

ÍNDICE

Conflictos cotidianos

El caupo

La misión

Las lágrimas de una esclava

El viaje

Ad portas

El mercado

Decepción

Afeites y bálsamos

Perseguidos

Esperando a Tercio

En la caupona

Una simple esclava

¿Parva o Evadne?

Una extraña entrevista

Polvo y oscuridad

Un panorama desolador

Optio

Barcas en la arena

Una esclava sin dueño

El sueño del muchacho

Abrupto despertar

Conflictos y anhelos rotos

Un nuevo cobijo

Buscando a Parva

Una esclava anhela amo

Una mañana de caza

Un accidentado baño

Persecución y lucha

Salvación inesperada

Un comportamiento extraño

Anécdota en las Foricae

Una visita por Tarraco

En casa de Marcello

La clave

Noticias

Evadne desconfía

La estampida

Los Ludi Scaenici

Un desafortunado encuentro

Secuestrada

Un encuentro sorprendente

Una confesión increíble

Encuentro, gozo y despedida

Acogida

En casa

Una inquietante presencia

 

Glosario de palabras latinas


 

La vía Augusta

mapa

 


 

Conflictos cotidianos

 

 

Un agradable efluvio a potaje flotaba en la ennegrecida estancia, enmascarando el cotidiano olor a humo, moho y humedad que la caracterizaba.

Multitud de objetos colgando de las vigas del techo aquí y allá añadían al enrarecido ambiente de la pequeña culina nuevos olores: ristras de ajos, ramilletes de hierbas aromáticas, racimos de dátiles, diversas piezas de chacina y mallas conteniendo pequeños quesos ahumados. En la mesa central, se amontonaban sin orden aparente: verduras variadas, frutas del tiempo y diversos utensilios de cocina.

Un sonoro estruendo sobresaltó la estancia, llenándola con mil y un ecos metálicos. Una bandeja rebotó en el suelo, rompiendo la cálida placidez del rumor cotidiano de la cocina que abastecía al vetusto establecimiento de comidas, mezcla de thermopolium, popina y caupona, situado en uno de los barrios más humildes de Tarraco.

Tras intentar vanamente conservar la fuente en sus manos, la joven esclava quedó tendida en el solado cuan larga era e incluso estuvo a punto de golpearse con una de las patas de la mesa de trabajo. Nada salió de su boca, salvo un reprimido quejido al impactar contra el suelo. La pobre aún estaba aturdida, temerosa y dolorida por el golpe, pero se incorporó rápidamente para recoger los recipientes esparcidos por el ceniciento suelo, consciente de que cualquier pequeño comentario o queja por su parte empeoraría el inexorable castigo que le esperaba.

La muchacha reconoció al momento la verdadera causa de su traspié: la zancadilla que le puso su ama, oculta junto al umbral. La conocía demasiado bien y sabía que cuando Bruna estaba de mal humor siempre acababa pagando su enfado con ella. Esa no era la primera vez que recibía las consecuencias de sus frecuentes enojos y, por eso mismo, sabía que ese día también tenía todas las posibilidades de ser el blanco de las crueldades de su dueña.

—Eres una esclava inútil —berreó Bruna, que, agarrándola por el pelo, la levantó en vilo para arrojarla otra vez al suelo sin ningún miramiento—. Recoge todo eso, rápido... ¡No vales para nada!

—Sí, mi domina... —musitó la pequeña sierva de rodillas—. ¡Lo siento, perdóname!

—¡Torpe esclava...! Si has abollado esa fuente, puedes estar segura de que lo pagarás con lágrimas —le gritó, lanzándole un puntapié que la esclava no hizo ni el ademán de esquivar y que la derribó de nuevo sobre el pavimento—. ¡No esperes que esta vez Polibius te libre del castigo!

Ante una pared con estantes repletos de tarros con condimentos y de diversos utensilios, Gulpia, una vieja encorvada, removía impasible una olla de bronce que humeaba al calor del fuego. Como una retorcida vid, la anciana esclava continuaba de espaldas; en silencio, como si toda aquella tángana fuera totalmente ajena a ella y sin ni siquiera hacer el ademán de girarse.

—Esta última semana no has rendido lo que esperaba. Andas todo el día haraganeando de un lado para otro, descuidando tus deberes —bramó la desgarbada mujer cargada de ostentosas joyas y bien entrada en la cuarentena. Plantada con los brazos en jarras ante la muchachita, le volvió a recriminar—. ¿Puedo saber dónde has estado toda la mañana?

—Pues... temprano he limpiado las mesas de la taberna, colocado los bancos sobre ellas, he barrido el suelo y después estuve lavando unas jarras en la pila del patio, ama... y luego las he colocado en los estantes... —farfulló la joven todavía de rodillas.

—Quiero decir ¿dónde estabas antes, hace un rato, cuando te estuve llamando a gritos? —inquirió su dueña, visiblemente airada—. ¡No te atrevas a decir que no me oíste!

—El dominus me mandó limpiar y arreglar las cubícula del piso superior...

—Pues tenías que haber dejado lo que estuvieras haciendo y acudir rápido a mi llamada... ¡Ya lo sabes...! Te necesitaba con urgencia —ladró la mujer—. ¿Por qué no lo hiciste...?

—Lo siento, ama. Te oí y quise ir... pero es que... tu esposo no me permitió dejar lo que estaba haciendo en ese momento... —susurró obsecuente mientras se levantaba del suelo, aunque en seguida se dio cuenta de que seguramente hubiera sido preferible buscar cualquier otra escusa, pero el daño ya estaba hecho.

—¿Es que Polibius estaba... contigo?

—¡S...sí, ama! —respondió quedamente.

Sin mediar palabra, la mujer avanzó hacia ella y le cruzó el rostro con una bofetada que la hizo trastabillar y retroceder un par de pasos. Dolorida, la esclava se echó la mano a la cara, aunque sin articular ni una sola queja.

—¡Desgraciada... Te he dicho mil veces que no desperdicies tu tiempo con el amo! —le recriminó Bruna—. ¡Reserva tus encantos y tus fuerzas para los que pagan por ellos!

—¡...Pero acabé en seguida con él, ama! —arguyó la esclava con un hilillo de voz.

—¡Haragana estúpida...! ¡Siempre te escudas en él para no obedecerme y buscas constantemente salidas y excusas para no hacer lo que te digo! —denostó la mujer, cruzándole la cara con un nuevo sopapo.

La muchacha, sin replicar, se arrodilló y se dispuso a recoger los últimos cuencos del suelo.

«Quizá crees que si pudiera escoger estaría retozando con tu asqueroso marido, en vez de estar haciendo cualquier otra cosa, por desagradable que sea —replicó mentalmente a su ama, pero evitando hacer cualquier gesto para evitar recibir una nueva bofetada—. Prefiero fregar de rodillas durante horas a estar solo unos instantes bajo tu repugnante Porcus.»

En los dos últimos años había aprendido a no replicarle nunca y a evitar caer en las continuas provocaciones que le tendía Bruna. Cuando estaba enfadada (un día sí y otro también), la dueña de la casa se complacía preparándole todo tipo de encerronas, para tener ante Polibius excusas para poder vejarla.

Continuó de pie, en silencio, con la vista en el suelo, deseando que todo aquello acabara pronto para poder volver de nuevo a sus quehaceres cotidianos.

La cara le ardía aún por los golpes recibidos, pero se aferró tozudamente a su pundonor y luchó contra las lágrimas que pugnaban en sus ojos para afluir al exterior. Pese a todo su dolor, rabia e impotencia, pudo contener las ganas de echarse a llorar. Ese era el último vestigio que le quedaba de su orgullo: no manifestar ningún signo de sufrimiento o congoja ante sus amos. Quería privarles a aquellos crueles seres de la satisfacción de poder ver en ella cualquier señal del dolor y la humillación que le producían sus continuos maltratos.

Estaba orgullosa porque, por ahora, sus amos no habían conseguido verle verter ni una sola lágrima, y ella creía que eso era la única cosa que estaba en su mano que podría molestarles. En los casi dos años que llevaba en esa casa, habían conseguido que claudicara en todo lo demás a base de castigos, encierros o terribles amenazas. Toda su juvenil rebeldía, su resistencia y su pudor habían sido doblegados tiempo atrás. Por eso, esa mínima forma de insumisión le confortaba en su penosa existencia y se aferraba a eso como lo único que le quedaba de su dignidad perdida.

—¿Qué ha sido ese estruendo? —resonó de pronto una ronca voz en el pasillo. En seguida, el cabezón del gordo caupo irrumpió entre las cortinas y, apartándolas de un manotazo, entró en la cocina resoplando como un buey desbocado.

Su esposa se sobresaltó por la intrusión, aunque se repuso al instante.

—Ha sido esa inútil de Parva, que ha tirado la bandeja al suelo —contestó la mujer con desdén, señalando a la muchacha.

El dueño de la taberna clavó sus ojos en la esclava y vio las rojas marcas dibujadas en su cara. El semblante del mesonero, por su creciente enfurecimiento, comenzó a enrojecerse con el tono de las brasas de un horno.

—Bruna... ¡Te he dicho mil veces que no le pegues en la cara...! ¡Podrías desfigurarla! —bramó el orondo mesonero con el rostro descompuesto de ira, repartiendo generosamente gruesas gotas de saliva entre todos los presentes.

—¡La esclava es mía también y puedo hacer con ella lo que me plazca! ¿Qué tienes que decir tú...? —desafió agriamente, encarándose a su esposo—. ¡Además... se lo tenía bien merecido! —le espetó, devolviéndole la lluvia de espumarajos anterior.

—Merecido o no..., sabes que a los clientes no les gusta ver marcas en su piel —recriminó a la mujer, que aun siendo menos gruesa y corpulenta que su marido, le mantuvo la mirada sin ni siquiera pestañear.

—¿Y qué...? —exclamó ella desafiante—. ¡Ahora ya no le hará falta ponerse color en las mejillas!

—¡Eres una... inconsciente...! Me han reservado sus servicios para dentro de un rato y ahora, gracias a ti, con la cara inflada y roja, tal vez no la quiera — abroncó, nariz contra nariz a su mujer, que le aguantó el envite sin pestañear siquiera.

—¡Si va apurado, le servirá igualmente...! — replicó ella.

—¡Échate agua fría, rápido! —ordenó el gordinflón a su esclava sin girarse siquiera, manteniéndose en la lid con su esposa—. Dentro de poco son los ludi romani, vendrán muchos clientes y ella no debe tener la menor marca... ¿Es que tú no miras nunca por el negocio...?

—¿Es que mirabas tú por el negocio, cuando te revolcabas hace un rato con ella...?

—¡No consiento que me hables así delante de las esclavas...! —advirtió amenazador el caupo, abandonando el pulso y saliendo de la estancia abruptamente—. ¡Además, Parva también me pertenece...! —gritó desde el pasillo.

—¡Te hablaré como me dé la gana...! —replicó la mujer, que, gritando, salió tras él—. ¡Ven aquí... que aún no he acabado contigo...! —Paulatinamente se fueron apagando sus berridos, hasta que dejaron de oírse.

Parva recogió el último cuenco del suelo, mientras la vieja cocinera seguía removiendo mecánicamente el contenido de la humeante olla. Gulpia era la esclava decana de la casa, la que cocinaba los platos que se vendían en el mostrador de la calle o se servían y consumían en el mismo local. Nunca se alteraba por nada, ni tomaba partido por nadie. Había aprendido en todos esos años que era mejor mantenerse al margen de cualquier discusión o altercado donde estuviera mezclada Bruna, su pérfida domina.

Bastantes problemas tenía ya a su edad para dar la cara por alguien, y mucho menos por una chiquilla engreída como Parva. No podía soportar que mostrara diariamente su irritante belleza y juventud por toda la casa y, sobre todo, que, gracias a su cara bonita, obtuviera un trato especial del libidinoso Porcus. Ella se sentía más vieja y abatida cuando la muchacha estaba presente y eso solo ya era suficiente motivo para despreciarla como lo hacía.

De no estar ofuscada por ese oscuro resentimiento, tal vez hubiera reconocido que la pobre niña no llevaba una vida regalada. Aparte de sus ya duras obligaciones como esclava y de verse forzada a aliviar los más bajos deseos de cualquier borracho que llegara a la taberna con dinero, tenía también que satisfacer a su amo siempre que la requería y después soportar las iras de Bruna, precisamente por hacerlo.

«¡Que apechugue... La vida de un esclavo aquí o en cualquier otro lugar del Imperio, es eso: aguantarnos con lo que hay e intentar sobrevivir lo mejor que podamos —pensó la vieja Gulpia con desprecio—. Por muy duro, injusto o denigrante que sea lo que te ordenen los amos, estamos obligados a hacerlo sin preguntar, sin protestar y sin tener otra opción. — La criada removió con furia el puchero—. Debemos tragarnos el disgusto, el asco o la rabia y obedecer sin más, si no queremos enfrentarnos a las consecuencias. ¡Perra vida...! Tengo suerte porque a mi edad el amo ya no me viene a buscar por las noches, soy buena cocinera y por eso todavía tengo un techo y sustento asegurado...bueno, mientras pueda seguir trabajando.»


 

El caupo

 

 

Polibius (alias Porcus) retornó ceñudo a sus quehaceres, recitando una retahíla de maldiciones e improperios contra su esposa, ahora que ella no lo oía. Cuando se enfadaba iba a la trastienda y empezaba a reorganizar fardos, tinajas y ánforas, esperando que su furor se diluyese con el esfuerzo físico.

Las broncas con su esposa Bruna habían aumentado en número e intensidad en estos dos últimos años, justo desde que Parva entró en la casa. Aunque debía reconocer que, antes de eso, la convivencia con Bruna siempre fue mala. No lograba recordar qué virtudes vio en ella para tomarla en matrimonio, pero lo cierto era que, cuando discutían (y lo hacían por la cosa más nimia), eran los únicos momentos en que se dirigían la palabra.

Sudoroso y más calmado, se sentó sobre unos mugrientos sacos y, tras aliviar ruidosamente los gases de su vientre, sacó la ostraca que le había hecho llegar uno de los habituales de la taberna. Releyó con dificultad los caracteres escritos con un punzón en el trozo de cerámica e hizo una mueca de enfado que acentuó el aspecto tosco que presentaba normalmente su gruesa cara.

—¡ Será... maldito hijo de una lupa...! —exclamó con voz huraña, escupiendo en el suelo repetidamente—. ¿Qué se ha creído ese Blaesus? ¿Que se la regalaré así, sin más? ¿Piensa que le tengo miedo por su cargo?

La nota le instaba a reconsiderar una oferta anterior para comprarle a Parva. El malcarado caupo volvió a mirar lo escrito, como si aquellos caracteres pudieran ser borrados a base de releerlos. El autor de la misiva era un hombre al que era peligroso contrariar y la cantidad ofertada sobraría si no se tratase de Parva.

Polibius sabía bien que aquella bella esclava era el principal motivo por el que muchos parroquianos acudían a gastar su dinero a la caupona. El influjo que su belleza producía en los hombres le aseguraba buenas ganancias, que quedarían muy mermadas si Parva salía de su casa. Deseaba aprovecharse todo lo posible de la buena compra que hizo dos años antes, quizá el mejor negocio de su vida. Sabía bien que la hermosura y la juventud eran gracias efímeras y que pronto el duro trabajo, el tiempo o la enfermedad apagarían el delicado brillo de la muchacha.

Por ahora su cándido cuerpo era una mercancía valiosa y, como astuto comerciante que era, estaba dispuesto a sacarle todo el provecho que pudiese. Eso sin contar los placenteros momentos que pasaba con ella, que paliaban los sinsabores de una vida uncido al yugo de Bruna. Con su trato hosco y punzante era como convivir con una rabiosa fiera. En contraste, el bello y agraciado cuerpo de la esclava le transportaba a un mundo de sensaciones y sentimientos que nunca pensó experimentar. Solo por eso, la guardaba como un tesoro: un hermoso y delicado juguete del que no tenía intención de desprenderse. El dominio que ejercía sobre ella le hacía sentirse fuerte, poderoso e importante: un verdadero romano.

Tiempo tendría para venderla cuando las virtudes de la esclava se marchitasen, o cuando tuviese la fortuna de hacerse con otra esclava más bella o joven con el dinero que ella le procuraba. Aunque, en el fondo, dudaba que una compra tan afortunada como la que hizo con Parva se le presentara de nuevo.


 

La misión

 

 

Marcio caminaba con presteza, aunque cabizbajo, dirigiéndose hacia el tablinum. Pasó junto al frondoso viridarium sin ni siquiera saludar a Vero, que enseñaba a un grupo de niños. Desde la muerte de Lázaro había hablado muy poco con Fidelio y Adelia. Para ser exactos: no había hablado casi con nadie, sumido en un profundo estado de pesadumbre y melancolía del que solo había salido momentáneamente cuando su prometida Licia acudía a animarle y a hablar con él.

Ahora, una repentina dolencia había postrado en el lecho a Fidelio, su padre adoptivo, a causa del extremo dolor lumbar que sentía. Ese hecho había producido que reaccionara, saliendo de la vida taciturna que había llevado desde el óbito de su estimado Lázaro.

El paterfamilias había requerido su presencia y él debía acudir a su llamada a pesar del fuerte sentimiento que le llamaba a sumirse nuevamente en el autocompasivo ostracismo. Una nueva y potente fuerza: la llamada de la familia le impulsó a recobrar el espíritu de aquel Marcio anterior a los tristes hechos de esa primavera. Era el momento de sobreponerse a la pena y actuar como se esperaba del heredero de la familia Galeria. Lázaro lo hubiera querido así.

Ellos habían sido su familia desde que tenía raciocinio. Ahora sabía que no eran sus padres naturales, pero Fidelio y Adelia le habían ofrecido toda la protección y el cariño que podía anhelar, una vida feliz y cómoda, y una cuidada educación. Y si todo eso fuera poco, le habían dado el bien más preciado en el Imperio: la adopción y la primogenitura en una rica familia romana.

Pero ante todo, le habían instruido en los valores de la Ley y en los preceptos de los Seguidores del Camino, en los que creía firmemente desde que tenía uso de razón. Por todo esto y por muchísimas otras cosas, no les estaba tan solo inmensamente agradecido, sino que además los amaba incondicionalmente como los progenitores que habían sido siempre para él.

Tras deambular por los patios y pasillos de la domus, el joven se detuvo ante las níveas cortinas que cerraban la estancia privada de Fidelio.

—¿Puedo entrar, pater?

—Pasa, Marcio. Te esperaba.

—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó por pura cortesía, pues el cansancio por el dolor y la falta de sueño estaban escritos en su pálida cara.

—Bien, algo mejor —declaró Fidelio desde el diván donde estaba tendido, intentando forzar una sonrisa—. ¿Puedes traernos un poco de vino, Quintus?

—Claro, pater... —respondió con una leve reverencia el hombre que le asistía.

—No hace falta que te des mucha prisa —añadió el paterfamilias y el hombre entendió que deseaba estar un rato a solas con su hijo, saliendo enseguida.

—¿Seguro que estás bien? —insistió Marcio.

—Creo que a ti no puedo engañarte —reconoció al fin con voz abatida, pero aliviado por poder dejar de fingir—. A veces el dolor es... soportable, pero cuando intento moverme es tan intenso, que parece que tuviera clavado un puñal al rojo vivo en la parte inferior de mi espalda.

—Quisiera poder hacer algo para aliviarte...

—El Señor permite esta prueba con algún propósito y he de aceptarlo —consideró, acompañando sus palabras con un largo suspiro—, pero puedes hacer algo por mí y por eso te he llamado.

—Dime que deseas y no dudes que lo haré.

—Algo muy importante para mí, aunque seguramente te producirá alguna incomodidad.

—Mientras no me pidas que me case con otra que no sea Licia... —bromeó, intrigado por no conocer exactamente qué le esperaba.

—No te preocupes, nunca haría eso —le tranquilizó Fidelio—. ¡No encontraré una nuera mejor que ella!

—En eso solo puedo darte la razón... —afirmó el muchacho con una sonrisa, añadiendo— Bueno... ¿me dices de una vez de qué se trata? Me tienes intrigado.

—Tenía la intención de ir a Tarraco para una importante gestión —explicó, lanzando un pequeño gemido de dolor al moverse—. Pero esta imprevista dolencia y las punzadas de dolor que me produce, me impiden moverme y, aún más, viajar... ¡Ya debería estar allí!

—¡Entiendo...!

—Te he llamado para pedirte que vayas en mi lugar.

—¿Yo...? ¿De qué podría yo servirte allí? —vaciló apabullado por lo que se le venía encima—. Aquí hay hombres que cumplirían mejor que yo esa misión y... no conozco Tarraco.

—Necesito que vayas tú, ya te explicaré el porqué.

—No sé si... voy a estar a la altura... —masculló inseguro, claudicando.

—No temas por eso. Sé que lo harás bien —lo animó Fidelio—. Tercio te acompañará y se ocupará de todo.

—Yo...

—Confío en ti —añadió—. ¡Estoy seguro de que no me decepcionarás!

—Como desees, pater —admitió a regañadientes Marcio, añadiendo—. ¡Quizá Licia podría acompañarnos...!

—No creo conveniente exponerla a una aventura como esta —puntualizó el hombre, firme pero relajado—. Viajar nunca está exento de peligros y no sabemos las dificultades con las que tendréis que lidiar en el camino o en Tarraco. Creo que estaréis más tranquilos si solo tenéis que preocuparos por vosotros.

—Tienes razón —recapacitó el joven—, será mejor que se quede bajo la seguridad de nuestra casa.

—Dile a Licia que tan solo es un viaje rutinario... ¡No quiero que se preocupe...! —propuso su padre—. Tomaréis la primera raeda que salga hacia Tarraco.

Un ruido de pasos, interrumpió la conversación.

—¡Ve y prepárate!

—¡Sí, pater!


 

Las lágrimas de una esclava

 

 

En un pequeño patio junto a los establos, Parva, la pequeña esclava, se refrescaba en un pilón de piedra donde solían abrevar los animales de su amo. Le ardía la cara por los bofetones recibidos. Una vez fuera del alcance de las miradas de todos, se había despojado de su inalterable coraza y ahora lloraba desconsoladamente, lamentándose de su miserable vida de esclava y de la crueldad de esos amos a los que el destino la había condenado.

En su actual situación, recordaba a menudo aquellos años de su niñez en los que sus obligaciones cotidianas eran otras muy diferentes y nadie reparaba demasiado en su persona. Aunque en el pasado, cuando tenía que realizar aquellos trabajos manuales de sol a sol, estos le parecían del todo agotadores, ahora se le antojaban evocadores y deseables.

Desde que pudo caminar había tenido que realizar las más variadas tareas domésticas. Como esclava tuvo que atender a cualquier hora los deseos de su anterior ama durante años y años. Pero ahora tenía una gran añoranza de aquellos tiempos que consideraba los mejores que había vivido. No recordaba el cansancio que sentía cuando le hacían ir al trote de un sitio a otro, ya fuera atendiendo a su ama, barriendo, acarreando agua, limpiando cacerolas, desplumando aves, despellejando conejos o limpiando las letrinas.

Últimamente echaba de menos aquellos tiempos en los que los trabajos que realizaba solo la ensuciaban por fuera. Entre lágrimas, rememoró su niñez en la domus donde había servido toda su infancia; el lugar en el que comenzaban sus más lejanos recuerdos.

«Fueron unos buenos años a pesar de todo. Aunque todo se trastornó en poco tiempo. Fue cuando mi cuerpo cambió y dejó de parecer el de una niña —se dijo, inclinándose en el pilón. Como no tenía a nadie con quien hablar de sus problemas, cuando necesitaba desfogarse se los contaba a su reflejo en el agua, imaginándose que era Evadne, una ninfa del agua, una vieja y atenta amiga—. Sin ser consciente, mis formas de mujer empezaron a ser más evidentes y a parecer atractivas a ojos de mis amos, en comparación a las de las viejas esclavas de la familia. A partir de ese momento, las miradas del dominus se volvieron más persistentes y las palmadas en las asentaderas y los manoseos, mucho más frecuentes —recordó, mostrando una inconsciente mueca de desagrado—. Todas estas cosas a las que yo no daba importancia, no pasaron desapercibidas para mi ama, que acababa de alumbrar a su hijo y no se sentía lo suficientemente atractiva para su marido.

Una mañana en la culina, las otras esclavas comentaban la terrible pelea que habían tenido los señores la noche anterior. Por lo visto, en la discusión la domina había hecho añicos un valioso jarrón griego. Yo no solía hacer caso a los chismes de la casa, solo intentaba hacer mi trabajo y evitar los conflictos con los señores o con el resto del servicio.

Ese día me di cuenta de que todos me miraban, diciéndose cosas al oído. Aquello me pareció algo extraño, pero no pude sonsacarles nada a mis compañeras. Intuía que había algo raro flotando en el ambiente. Poco después, mis sospechas se vieron confirmadas: me anunciaron que el paterfamilias requería urgentemente mi presencia en el tablinum.

Me apresuré en acudir a la llamada y, desde el umbral, vi que el amo hablaba con un hombre huesudo y viejo de aspecto repelente, al que llamaba Rutilius. Me recordó a una gran rata sin pelo. Cuando entré en la estancia, ambos callaron y me miraron fijamente. En aquel momento me sentí como un polluelo desvalido que había caído del nido justo ante unos perros hambrientos y tuve miedo.

En seguida, los dos hombres me ignoraron y se enzarzaron en una discusión por el precio de alguna cosa que el amo quería vender. Como no me ordenaron nada, esperé de pie junto a la puerta. No comprendía lo que hacía allí, como tampoco entendí que, de pronto, mi amo me ordenara que me desnudase. Al escuchar eso, como la pobre niña que era, se me cayó el mundo encima. ¡Tenía que desnudarme delante del amo y de aquel hombre extraño! Eso era muy raro y, por primera vez, dudé en hacer lo que el dominus me ordenaba.

Nunca me había incomodado realizar mis tareas semidesnuda, sobre todo en verano. En la casa, nadie había reparado demasiado en mí, pero ahora sentía una terrible angustia. Tal vez era por el modo en que me miraba aquel viejo huesudo de cara colorada.

Me sentí muy confusa y disgustada, pero no tenía más remedio que obedecer. Sabía que no podía negarme a sus mandatos. Siempre había accedido a sus deseos sin dudar, pero sentí que aquello era lo más denigrante que me habían ordenado hacer.

Por mi infantil inocencia, pensé que a lo mejor había desaparecido algo de ese hombre mientras estaba en la casa y que ese era el motivo de la orden: al producirse un robo en la domus, tal vez pensaban que yo podía ocultar lo sustraído. Como me sabía inocente de cualquier rapiña y temía un castigo si les contrariaba, superé a duras penas el sentimiento que me recomía: una mezcla de impotencia, indefensión y vergüenza.

Rápidamente me despojé de toda mi ropa, dejándola caer para que vieran que no ocultaba nada. De pie, cubriéndome instintivamente el sexo con las manos, me quedé esperando que me mandaran retirarme convencidos de mi inocencia. Pero continuaba allí desnuda y nadie me decía nada. Me sentí muy mal y mucho peor cuando me percaté de la forma sucia en que el extraño hombre-rata me miraba.

En cambio, Marcus Servio, mi amo, tenía una oscura expresión que no había visto antes. Aunque era evidente que estaba enfadado, no entendí bien el motivo, ni me importaba mucho. Solo sabía que nunca antes había sentido una humillación como aquella. Ansiaba que todo se aclarase pronto, para volver de nuevo a mis tareas.

El tiempo se me hizo eterno allí totalmente desnuda, impotente y avergonzada. Aunque la seguridad de ser inocente de lo que me pudieran acusar me dio una cierta tranquilidad.

«¡Por entonces era tan cándida... —se dijo suspirando con amargura—, tan inocente...!»

—¿Es virgen? —preguntó de repente aquel hombre repulsivo, como si eso fuera una cosa importantísima para el asunto del que hablaban.

«En aquel momento no sabía qué era eso de ser virgen... aunque pronto supe lo terrible, repugnante y doloroso que sería dejar de serlo.»

—¡Por supuesto..., nadie la ha tocado jamás! — afirmó mi amo, sin apartar la mirada de un extremo de la estancia.

«Instintivamente miré hacia aquel lugar y cuál fue mi sorpresa al ver que mi domina observaba la escena oculta tras un cortinaje. Su expresión era seria, huraña e ludiferente.

¿Cómo podía ser que mi ama pudiera observar impasible todo aquello, permitiendo que su esposo y aquel hombre me pudieran ver así, sin ropa alguna? —pensé entonces ludignada—. Sentía que eso estaba mal, aunque en aquel tiempo yo no sabía muy bien la causa.

En ese momento, sentí el impulso de salir corriendo hacia ella para pedir su protección y preguntarle: ¿Qué he hecho para que me humillen así? Pero la inmisericorde expresión de complacencia que vi en su rostro me hizo temblar y temer lo peor.

De pronto escuché aquellas terribles palabras que nunca he podido olvidar y que me helaron la sangre en las venas»

—¡De acuerdo! ¡Trato hecho... la esclava es tuya!

«¿Qué era aquello que escuchaba? ¿Mis amos me habían vendido? ¡Me resistí a creerlo! No podía ser que todo eso me estuviera pasando a mí y mucho menos podía entenderlo...! ¿Por qué? ¿Qué había hecho yo para merecer todo aquello? —pensé totalmente desconsolada—. ¡Siempre les había obedecido! No les había engañado nunca, ni había robado nada..., salvo algún que otro mendrugo o unas nueces de la cocina. ¡Yo no era así...! Esas cosas nimias no podían ser un motivo para venderme. ¿Entonces, por qué? ¡No podía comprenderlo!»

«Salí maniatada del lugar que hasta ese momento consideré que era mi hogar. Rutilius, el hombre-rata, me llevó primero a su casa, donde supe los suplicios del Hades en el lecho de ese cerdo. Fue una experiencia terrible que aún intento olvidar. Unos días después, cuando fui capaz de tenerme en pie de nuevo, me llevó al mercado de esclavos donde me expusieron para venderme. Porcus me compró ese mismo día.

De aquella manera ignominiosa acabó mi infancia y mi inocencia: con la salida de la que fue hasta entonces mi casa, el único hogar que había conocido. A partir de ese instante, ya nada fue igual en mi vida.»


 

El viaje

 

 

El omnipresente traqueteo, el calor, el polvo. Marcio pensó que todo se había confabulado para hacer de aquel viaje una pesadilla. Aunque todas esas molestias eran insignificantes en comparación a la insufrible conversación que habían tenido que aguantar sus oídos en las últimas horas. Algunas veces deseó que sus compañeros de viaje se quedaran afónicos o que simplemente fueran mudos. Marcio hubiera preferido hacer a pie el viaje, antes que en aquella incómoda y ruidosa raeda.

El joven intentó sacar la cabeza por entre las cortinas, para ver si el ruido exterior atenuaba las voces de aquellos dos jilgueros enzarzados. Decepcionado por el resultado, el joven miró con odio contenido a los dos hombres que no habían callado ni un solo instante desde que Tercio y él pisaron el carruaje.

—...Tendrías que haber visto aquel timorato reciarius, temblaba como si fuera una niña de once años. Un cobarde como pocos —detalló el que Marcio apodó como el idiota número uno—; te aseguro que fue un espectáculo ciertamente bochornoso...

—Yo también asistí a unos ludi deplorables en Calagurris Iulia, hace tres años, en los que...

—¡Quita, quita! Apostaría uno de mis esclavos a que no fueron tan malos como esos a los que me refiero...

—¿Es que no me crees? Sé de lo que hablo. Te aseguro que fueron peores que los que tú me dices —sostuvo el idiota número dos—. ¡Hasta las fieras parecían estar desganadas!

—Bueno, no es que dude de ti, pero me cuesta admitir eso... —recapituló conciliador el idiota número uno al ver la creciente acritud en el rostro de su contertulio—.Tal vez tengas razón en lo referente a las venationes, pero en lo de los gladiatores, me extraña que puedas haber visto algo similar...

La raeda continuó surcando impertérrita su camino entre el compacto manto de arboleda y matorrales que se extendía hasta donde abarcaba la vista. Avanzaban por la Vía Augusta: la larga cicatriz pétrea que la mano romana había marcado en la densa piel verde que cubría aquella parte del territorio hispano desde los montes a su derecha, hasta el Mediterráneo. Los tiros del carromato hubieran podido realizar el recorrido con los ojos cerrados, pues lo hacían en ambos sentidos un par de veces por semana.

Marcio había optado finalmente por la estrategia de mantenerse con la cabeza fuera del carromato siempre que el sol y el viento se lo permitían. La extensa arboleda se mecía al son de la brisa. Sobresalían aquí y allí algunos altos álamos con sus hojas bicolores aleteando al viento. Se veían ardillas saltando de rama en rama, avecillas danzando en el cielo y toda clase de animales que, alertados por los ruidos del carro, cruzaban corriendo el desnudo camino empedrado para guarecerse en la espesura del otro lado, donde muchos ojos les acechaban. Marcio metió de nuevo la cabeza para constatar que la discusión continuaba:

—... a ese reciarius le tuvieron que aplicar un hierro candente para que se decidiera a acercarse al secutor.

—¿En serio? —inquirió de nuevo con ojos dilatados—. ¡Ahora entiendo el enfado del público y que saliera de la arena arrastrado por ganchos!

—¡Como lo oyes!

—Hace años que no ha salido así un gladiador de la arena —comentó el otro—. Si repite un fiasco como ese, el lanista está acabado.

—Creo que, consciente del delicado terreno que pisaba, eligió con cuidado al resto de parejas y les aleccionó adecuadamente —sentenció enfáticamente el primer idiota—, aunque la vista del cadáver a la salida del foso, también hizo lo suyo. La sangre corrió con abundancia durante el resto de los ludi, e incluso algunos de los contrincantes fueron indultados, eso sí con terribles heridas de combate...

Aquello a Marcio le hervía la sangre. En varias ocasiones tuvo la tentación de interrumpir su desagradable cháchara para recriminarles, pero un gesto del siempre atento Tercio instándole a guardar silencio le hizo reprimirse. Le molestó que el hombretón lo llamara al orden, pero recordó las instrucciones de Fidelio sobre no llamar la atención en ese viaje y el capataz de su padre no hacía otra cosa que recordarle eso.

«Empezar una discusión en la raeda sobre la crueldad de la sociedad romana con estos estúpidos — consideró el muchacho— no hubiera sido ciertamente la mejor forma de pasar desapercibidos.»

A pesar de ese convencimiento, durante algunos momentos del viaje Marcio mostró una roja faz por su contenida ira, incomodado por las soeces e inmisericordes palabras de aquellos "respetables romanos". Todo eso le incomodaba en extremo. Siempre le habían repugnado los ludividuos insensibles con el sufrimiento y la muerte de otros hombres, pero aún más aquellos perversos que disfrutaban con ello.

Fidelio le había dicho en muchas ocasiones que había dos clases de hombres: los de corazón dispuesto a creer y los de corazón corrompido. En estos últimos cualquier palabra de piedad o esperanza se convertía a sus oídos en inmundicia. Su padre decía que era mejor centrar los esfuerzos en mostrar el evangelium a los que pudieran entender y aceptar con agrado sus preceptos, o al menos no recibirlos con repulsa, antes que estrellarse contra una muralla sin fisura ni esperanza de ser conquistada y desde donde podrían recibir mortíferas saetas.

Tercio era un hombre que sabía reconocer y evaluar con bastante buen acierto las ocasiones en que debían hablar de sus creencias. Claramente esta no era una de ellas.

El tiempo que pasaron juntos durante el viaje había hecho que Marcio cambiase el concepto que hasta entonces tenía del fornido hombretón, de casi cuatro cúbitus de altura y rostro anguloso. El Tercio que él conocía desde su niñez era un vílicus despierto y vigilante, temido por todos los chiquillos de la domus por su capacidad de descubrir todas y cada una de las travesuras que planeaban. Era respetado por todos en la hacienda, no solo por su imponente físico, sino por una especie de halo de autoridad que emanaba de él de forma natural.

Nunca antes hubiera pensado tener una tan larga conversación con él y menos que esta pudiera ser agradable y amena. Ahora habían podido charlar de multitud de temas, cuando en las paradas de rigor se habían podido zafar de sus incómodos acompañantes. Esos momentos y las oraciones que habían compartido, le mostraron a un Tercio muy distinto al que temía.