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ÍNDICE

PRÓLOGO

Carmen Boullosa

PALABRAS PRELIMINARES

Gabriela Mora, Lucía Melgar

I. SEMBLANZAS DE ELENA GARRO

“Lazos de Familia”

Gloria Prado

Encuentro con Elena Garro

Veronica Beucker

Los cazamemorias. ¿Perseguidos o perseguidores?

Conversación radiofónica entre Emmanuel Carballo y Huberto Batis

Correspondencia desde España: obra y vida de Elena Garro

Gabriela Mora

Elena Garro o la abolición del tiempo

Patricia Vega

Elena Garro en París (1947-1952)

Lucía Melgar

“Los recuerdos son mi manera de vivir” (Entrevista con Elena Garro)

Reynol Pérez Vázquez

Bosquejo para un retrato de Elena Garro

Vilma Fuentes

De confusiones y verdades

Miguel Naveros Emilia Pardo de Naveros

Cómo recuerdo a Elena Garro

Emilia Pardo de Naveros

Garro, gatos–vidas paralelas. Recuerdo de un encuentro con E. Garro

Electa Arenal

El hechizo de una escritora en exilio permanente

Lady Rojas-Trempe

En busca de un hogar sólido. In Memoriam de Elena Garro (1916-1980)

Guillermo Schmidhuber.

En busca de un hogar sólido

Dramatis Personae

“¿Cuándo tendré un hogar sólido?” (Una conversación con Elena Garro)

Reynol Pérez Vázquez

Conversaciones con Elena Garro

Lucía Melgar

II. ELENA GARRO: AUTORREFLEXIONES

Citas y fragmentos de sus cartas

III. CRONOLOGÍA

Vida y obra de Elena Garrro

 

Bibliografía

Post scriptum

Notas biográficas

QUE APAGUEN ESA VELA —QUE NO NOS DEJA ESTAR A SOLAS CON TUS TEXTOS—

Carmen Boullosa

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En este volumen invaluable, Lucía Melgar y Gabriela Mora proponen al lector revisar propositivamente la persona de Elena Garro, poniendo en sus manos una serie de miradas partidas de diferentes ópticas y perspectivas, más una selección de autorreflexiones de la autora, acompañándolas de cronología, selección de bibliografía y notas biográficas. Toca al lector armar con las piezas del rompecabezas un retrato posible de la gran autora y de su vida.

Todas las piezas que conforman el volumen tienen valor propio, pero el lector no puede estar seguro de si ensamblarán adentro del mismo margen, pues no son homogéneas. Porque para algunos de los aquí recopilados, la obra y la autora se confunden —tal vez fuera éste el deseo de Elena Garro, la meta clara de un trayecto vital confuso, tornarse ella misma en personaje de su fantasía literaria—, otros se unen al culto irrestricto de la autora, y la mayor parte la analizan con ojos críticos y cuestionadores, así indudablemente amorosos, admirando la calidad única de su obra literaria. Incluso entre quieres guardan la línea entre su obra y su persona clara, aparecen contradicciones. Elena Garro provocó estas desfiguraciones de su historia.

El título califica a la Garro de “compleja”. En el libro podemos recopilar más calificativos: obscura, brillante, perturbadora, contradictoria pero fascinante, de luces y sombras, de “existencia grandiosa y miserable al mismo tiempo”. Como otros colaboradores, Electa Arenal subraya los contrastes: “rebelde y burguesa, valiente y cobarde, lista y tonta, pobre y rica, cuerda y loca, vanidosa y olvidadiza de sí, famosa e ignorada”. Concluye “me fascina y me repele, me espanta y me en tristece”. El “caso Garro” al que Melgar y Mora hacen mención desde las palabras preliminares, es examinado de maneras variadas, expuesto a luces distintas. ¿Mitómana, o brillante constructora de su propio mito? ¿Víctima de otros, de sí misma o manipuladora de la compasión ajena? ¿La deglutió “el caos en que convertía inmediatamente cualquier espacio que habitara, el resentimiento y el deseo de venganza, la ambivalente relación simbiótica con su hija... la traición y el abandono a sus amigos, las supersticiones, la mitomanía y el delirio de persecución” (cito a Patricia Vega)? O, como afirma Vilma Fuentes, ¿su obra la devoró (escribe que Isabel, protagonista de Los recuerdos del porvenir, “la perseguiría hasta verse encarnada en ella”)?

Este volumen, como tal, se coloca contra los admiradores irrestrictos y los detractores fanáticos, buscando lectores decididos a descifrar la, a “arrancar a Elena Garro del ostracismo, de la lejanía”, del rencor que ella guardaba y del santuario donde la han colocado sus admiradores, que tan mal le sienta. Sin duda este libro lo consigue. “A Elena Garro hay que cuidarla de ella misma”, decía Fernández Unsaín. Como se confirma aquí, también hay que protegerla de los Imparciales que deseó cultivar —algunas veces para despojarlos de algunos dólares, las más para resguardarse de ellos tras una cortina de humo—. Aquí se le hace justicia: Elena —acompañada de su sombra, Helenita— aparece como lo que es, la autora/personaje que va escribiendo con su vida un pasaje más de una novela descabellada.

El volumen contiene revelaciones que van más allá de pintar retratos diversos de Elena Garro y de iluminar sin la vela del santo a esta gran escritora. También encontrará el lector entre bambalinas fragmentos del México que vio nacer a Elena Garro y a otras grandes artistas, Nellie Campobello, Frida Kahlo, María Izquierdo, Pita Amor, Rosario Castellanos y poco después a Inés Arredondo, y podrá preguntarse qué las dotó de fulgurante talento y paradójicamente también del dolor —casi me atrevo a hablar de la tragedia—, que las persiguió en sus respectivas vidas. (Juan Vicente Melo decía que la paradoja alcanzó no sólo a las mujeres... Hablaba de la suya como una “generación de la desgracia”.)

No sé si es posible leer a Elena Garro sin recordar las fabulaciones que acompañaron a su persona —y que ella misma trazó con su cómplice Helenita—.

Porque más que estar frente a un altar consagratorio, con este libro en las manos el lector se preguntará como Huberto Batis en el diálogo con Carballo que incluye este libro: “Porque lo increíble de todo esto tan —digamos— de barro, es que ella puede convertirlo en oro en su literatura. ¿Cómo es posible que de esas nebulosas personales salga esa literatura?

PALABRAS PRELIMINARES

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Escritora secreta, mito público

Desde Un hogar sólido, Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, la obra de Elena Garro ha fascinado a sus lectores. Aunque a su autora, como a otras escritoras, se le excluyera del famoso boom de los años sesenta, estos textos innovadores se inscriben entre las obras más importantes de la literatura en lengua española. El creciente número de lectores interesados en éstos y otros escritos de Garro confirman su calidad literaria y la riqueza de sus mundos dramáticos y narrativos. Precisamente por el embrujo que ejercen los textos garrianos resulta paradójico que, hasta hace muy poco, la escritora fuera una autora “secreta”, conocida entre círculos de iniciados, siempre dispuestos a recomendar alguno de sus textos favoritos a quienes todavía no la habían leído.

En México esta paradoja cobra un carácter doble en cuanto la figura de la autora, rondada y rodeada por una “leyenda negra” a partir de octubre de 1968, opacó su obra durante muchos años. Sin entrar en explicaciones de un fenómeno complejo en que se entrelazan factores políticos, personales y literarios, puede plantearse que en el “caso Ga rro” se comprueba el peso de elementos extraliterarios en la recepción y valoración de lo propiamente artístico, de los textos y sus autores. Llama la atención sin duda que una de las escritoras más importantes de la lengua española no recibiera el reconocimiento que, en otras circunstancias, se le habría dado. Lo que también es llamativo, sobre todo para quien observa el campo cultural mexicano desde afuera, es la persistencia, a pesar de la “leyenda negra”, de una imagen contradictoria pero fascinante de la Elena Garro que vivió en Europa y en México en los años 1940, 50 y 60. Se diría que en torno a la mujer de carne y hueso sólo pudieran acumularse términos hiperbólicos: Elena Garro “traidora” y “activista acelerada”, “mágica” y “viperina”, “derrochadora” y “miserable”. Tal vez cada uno de estos términos contenga una clave para acercarse al fenómeno de Elena Garro como figura pública, o tal vez sólo a través de un caleidoscopio en que la intensidad de todas estas facetas se mezcle y se matice, pueda llegarse a entender la fascinación y la repulsa, la admiración y la rabia, las exclamaciones y los silencios que todavía provoca el nombre de quien fuera coreógrafa, periodista, escritora, guionista, mujer de mundo y defensora de los campesinos, esposa de Octavio Paz y el gran amor de Adolfo Bioy Casares, “mexicana” y “española”. La historia cultural del siglo XX mexicano está aún por hacerse. Tal vez cuando se escriba se hayan atenuado los sentimientos y resentimientos en torno a Garro y pueda entenderse su “caso” (en su doble dimensión literaria y personal). En esta historia por escribir, la autora de Los recuerdos del porvenir, Y Matarazo no llamó... y Felipe Ángeles ocupará, si no un lugar central, sí un lugar significativo, por sus aportes literarios y por su contradictoria posición en tanto intelectual.

Sin pretender un equilibrio que quizá sólo una historia cultural futura logre alcanzar, este libro propone un prisma de lecturas de la figura de Elena Garro como un acercamiento posible a una mejor comprensión de su personalidad, de las circunstancias en que escribió y de las relaciones entre autobiografía y ficción que subyacen a muchos de sus textos. La historia de este libro, cabe señalarlo, responde a las características de la difusión de la obra garriana, al impacto de ésta en los intereses profesionales de las editoras y, también, a las imágenes que Elena Garro dejó en su memoria.

De las cofradías garrianas o de cómo empezó esta historia

Entre 1974 y 1979, Gabriela Mora tuvo la oportunidad de leer varios ensayos sobre la obra de Elena Garro, e invariablemente, a la hora de la cena, o de los tragos, se le acercaban tres o cuatro personas ansiosas de hablar de su admiración por la escritora mexicana. Así comenzaba a formarse una especie de círculo de iniciados que compartían un secreto: el descubrimiento de una gran autora, todavía desconocida por la mayoría. De este modo comenzó la amistad entre Lady Rojas, Guillermo Schmidhuber y Mora, para nombrar sólo uno de esos círculos. Hacia los años 90 el número de entusiastas de la obra de Garro aumentó considerablemente con una generación de jóvenes académicas (casi siempre eran mujeres) entre las cuales se encontraba Lucía Melgar. La cercanía entre las universidades en que enseñaban —Princeton y Rutgers— hizo que inevitablemente, las editoras de este libro, devotas de la obra de Garro, se conocieran.

La gran cantidad de publicaciones que generó la muerte de Elena Garro en 1998, impulsó a Mora a releer las cartas que tenía de la escritora, lo que le permitió ver la discrepancia que había entre la imagen que proyectaban esas publicaciones y la que ella leía en las misivas. Así nació la idea de colaborar con Lucía en un proyecto de revisión de esa imagen. Coincidimos en que este trabajo debía cruzar los peligrosos espacios de la intimidad, en un intento de lectura diferente que iluminara la comprensión de la obra total. Pensamos que era tiempo de recoger el testimonio de aquéllos que conocieron de cerca a la escritora y, a través de ellos, aproximarse a su escurridiza personalidad.

Sin ilusiones de hallar verdades últimas y/o definitivas, y convencidas de que el arte de Garro merece —como el de todo gran autor— estudios que relacionen la vida y la obra, buscamos colaboradores idóneos. Tuvimos suerte. Con poquísimas excepciones, y con muy comprensibles justificaciones, nuestra invitación fue aceptada, y los ensayos se hicieron con respeto y franqueza. Los autores coinciden en celebrar la calidad de la obra garriana, pero no vacilan en señalar facetas obscuras de la creadora. Y como hablar de Garro es hablar de controversias, el lector encontrará aquí más fuego para alimentarlas, al descubrir que ciertas afirmaciones contenidas en un ensayo o entrevista, se contradicen en otros, o se oponen a palabras e imágenes sostenidas en otros textos que han aparecido a lo largo de los años. Hay aquí, entonces, un diálogo entre voces consonantes y divergentes que, junto con la de la autora, forman una polifonía verbal que hace de este libro un caleidoscopio existencial de Elena Garro.

Y ya que mencionamos voces divergentes, habrá que ilustrar el punto, y avisar al lector sobre su contenido.

Semblanzas de Elena Garro

“Lazos de familia” de Gloria Prado, presenta un cuadro muy vivaz de la familia Garro Navarro, y deja una imagen alegre de la infancia y juventud de Elena. Esa imagen contrasta agudamente con la que proyecta el ensayo de Verónica Beucker que, con prolijos detalles, se detiene a mirar el entorno pobre y sucio que rodea a la escritora en su vejez. El conocimiento más cercano que permite el parentesco, contribuye a que Prado (sobrina de Garro) ponga en cuestión el retrato que, a través de entrevistas, cartas y su obra, hizo la autora de sus padres. Aquí se recuerda a la madre no sólo como “contadora fascinante”, sino como mujer “temperamental e impetuosa”, cuyo carácter “violento y apasionado” era “igual al de su esposo”. Atributos semejantes se le han dado a Elena Garro y se niegan o ratifican en los estudios aquí incluidos. El caso es que el trabajo de Prado nos destruye la imagen idealizada de la pareja progenitora, compuesta de seres tranquilos y silenciosos, que siempre aparecía en los retratos hechos por la hija en sus entrevistas.

La investigadora Verónica Beucker, quien conmueve con su descripción de su encuentro con Garro, hace además una importante contribución al aclarar la poca estima que Alemania tiene por Ernst Jünger, tan alabado por Garro y Helena Paz. Y como la contradicción no puede faltar, Beucker cuenta que Elena le afirma que su Recuerdos del porvenir es la primera novela del realismo mágico; aunque le había con fiado a Gloria Prado que su obra no tenía nada que ver con esa calificación, cuyas manifestaciones ella despreciaba.

La conversación que sostuvieron Emmanuel Carballo y Huberto Batis en 1981, que se reproduce parcialmente aquí, trae de nuevo a la luz la amistad que el primero tuvo con la escritora. Sus palabras refieren algunas anécdotas en que aparecen conocidos nombres de la literatura y el arte mexicanos, y recuperan el hechizo que la personalidad de Elena ejercía sobre los que la rodeaban. Ciertas afirmaciones de los interlocutores, sin embargo, se oponen a lo que otros testigos dicen aquí. Por ejemplo, Carballo afirma que Octavio Paz fue el mayor impulsor de la obra de Elena Garro, y que decir lo contrario, es “mentira absoluta y definitiva”. Lucía Melgar, no obstante, señala que José Bianco y Bioy Casares estimularon a Garro a escribir y apoyaron sus esfuerzos por publicar sus primeras obras. Patricia Vega también cita una carta de Bioy Casares a Elena, en que éste la impulsa con fuerza a escribir, en 1949. La periodista, además, reproduce palabras de Helena Paz, declarando que a su padre le molestaba que su esposa escribiera, hecho que confirman las cartas que Elena escribió a Mora. Por otra parte, en la conversación entre Carballo y Batis, se recoge el rumor que circulaba en México sobre la vida de madre e hija en España según el cual “la pasaban bien”, imagen que nada tiene que ver con la situación desesperada que describen las cartas de Garro a Mora.

Gabriela Mora, quien conoció a la escritora en Nueva York en 1974, la visitó luego en España y mantuvo una copiosa correspondencia con ella hasta 1980, aporta datos sobre una de las épocas menos documentadas de la vida de la autora y traza conexiones significativas con su obra. Para Elena, afirma la ensayista, la escritura, incluida la epistolar, era “un instrumento crucial para vivir”. Sus terribles condiciones de vida —sin techo fijo ni comida suficiente, sin gafas, máquina ni libros— la habrían obligado, sin embargo, a publicar, después de 1980, textos de menor calidad. Como sucedió con muchas otras mujeres talentosas, tanto las circunstancias como la educación tradicional (que no prepara a la mujer para la independencia), obstaculizaron el desarrollo pleno de Garro como escritora. Su formación explicaría también, plantea Mora, su “ignorancia de la cosa pública”, así como los tormentos psicológicos que le provocó la desdicha matrimonial que, años después, denuncia en sus cartas. Del catolicismo se desprenderían, según la investigadora, tanto el afán de Garro por ayudar a los desprotegidos, como su noción de pecado y el miedo. La culpa que le provocaba el adulterio, el horror al escándalo de la joven Garro, contrastan ciertamente con la imagen de la Elena Garro frívola o de la activista que irrumpía escandalosamente en actos públicos.

El bosquejo de Garro que traza Vilma Fuentes, con su mano de escritora sazonada, inserta sabrosas anécdotas de las que fue testigo. Algunas de sus afirmaciones, sin embargo, contradicen las de otros ensayos. Por ejemplo, según Fuentes, las Garro se “imaginaban vivir en la pobreza” mientras que Mora afirma en las cartas de Elena para sostener que el hambre y la pobreza que ella vio en España eran muy reales. Fuentes declara, además, que Elena Garro no mentía ni era “mitómana”, en absoluta oposición a Patricia Vega que, después de acompañar varios días a la escritora, concluye taxativamente: “confirmé su mitomanía”. Fuentes, no obstante, recuerda lo difícil que es deslindar el terreno de la verdad y la mentira, cuando agrega que Elena “decía la verdad que ella veía”, conclusión aplicable no sólo a la creadora, sino a todos los que estamos tratando de alcanzar una imagen más “verdadera” de Garro. Otra contradicción que enfrenta el texto de Fuentes atañe a la existencia del miedo que, según Mora, es motivo recurrente en la obra y la vida de Garro, mientras que Vilma lo ve más como una de las máscaras a las que recurría la autora.

La periodista Patricia Vega tuvo la suerte de estar con Elena Garro durante la visita que hizo a México en 1991 y luego en 1993 y 1995, cuando la escritora ya se había afincado en su país. Su trabajo, que hace un minucioso recorrido por la obra y la vida de Garro, comienza con una estimulante comparación entre las parejas Fitzgerald/Zelda y Octavio Paz/Elena Garro (proyecto de una obra más extensa). Con mucha franqueza, Vega cuenta lo que vio y oyó, y da un pormenor muy vivo de las personas e instituciones que se relacionaron con Garro, sobre todo después del fin de su auto-exilio. La ensayista trae a colación sucesos poco conocidos, como el encuentro de Garro con Oswald (el asesino de Kennedy), y la carta de la autora a Gutiérrez Barrios, director de la Policía Federal de Seguridad en 1968. La relación minuciosa de los homenajes que Garro recibió al volver a México, constituye un valioso documento histórico para los futuros investigadores. Por otro lado, las conversaciones más “íntimas” que la periodista mantuvo con la escritora, dan pie a muchos juicios que no concuerdan con los de otros testigos. Por ejemplo, respecto a las quejas de Garro por sus problemas burocráticos en relación a visas y pasaportes, Vega habla de una “supuesta carencia” de papeles. Mora, en cambio, afirma que las penurias que madre e hija vivieron en España por falta de papeles fueron reales.

El ensayo de Lucía Melgar ratifica la importancia de lo epistolar en la vida y obra de Elena Garro. Por un lado, Melgar reitera la necesidad de comunicación que tenía la autora, y aporta datos que llenan algunas lagunas en la historia de su vida. Por otro lado, trae a la luz una imagen de la joven Elena, escritora en ciernes, cuyo talento artístico fue per cibido por José Bianco tan temprano como 1948. La correspondencia entre el argentino y la mexicana, de tan larga duración, desvanece el dictum de que Garro fue “hecha” por Octavio Paz, puesto que Bianco no sólo “valora” el talento de la escritora, sino que incita a otros a leerla, aun antes de que sus obras fueran publicadas. En su lectura de las cartas, Melgar expone el sentimiento de “melancolía y tedio” de Garro en los primeros años de su matrimonio. La irónica visión de ésta sobre Paz, a quien apoda “el Bello Tenebroso”, descubre la divergente actitud de los cónyuges ante la fama y la labor literaria. A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, la anti solemnidad de ella contrasta con el “afán” de él de codearse con las celebridades. Al mismo tiempo, la ayuda que Elena le prestó a Paz, al relacionarlo con nombres prestigiosos de la época, confirma lo que ella ha contado en otros lugares (ver carta en II. Autorreflexiones).

El título de la entrevista de Reynol Pérez Vázquez “Los recuerdos son mi manera de vivir” de 1994, está en abierta contradicción con la afirmación de Vilma Fuentes de que Elena “rara vez evocaba sus recuerdos”, pero coincide con el valor que Garro les atribuye en su correspondencia con Ninfa Santos, examinada por Melgar. Esta conversación, por otro lado, confirma lo dicho tantas veces por la autora: que ella escribe lo “real”, lo visto y presenciado, y que lo mejor de su vida fue su infancia. Para sorpresa de los que guardan una de las imágenes más divulgadas de la escritora, la de la mujer cosmopolita que conoce “a todo mundo” y que, además, gasta el dinero a manos llenas, Garro revela en esta entrevista que le gusta estar sola, y que su mayor ambición era ser pobre. En contraste con la también publicitada idea de que Garro quiso ser bailarina o actriz, ahora declara que le hubiera gustado ser ermitaño o general. Aun concediendo la hoy aceptada realidad de los cambios del yo a través de las peripecias existenciales, la escritora pareciera obstinarse en arrojar pistas falsas que le ayuden a ocultar su yo más soterrado. Otro ejemplo fortalece esta hipótesis: cuando Pérez Vázquez le pregunta a Elena: “En estos momentos ¿de qué se arrepiente?”, ella responde: “De muchas cosas. Muchas metidas de pata”. Pero en la entrevista (inédita) que Patricia Vega le hizo en 1995, cuando le pregunta “¿te arrepientes de lo que has hecho?” Elena contesta: “No me he arrepentido porque sé que lo volvería a hacer”. ¿Cuál es la respuesta más cercana a la verdad? Las editoras creen que cumplen con presentar y plantear estas cuestiones, que otros podrán retomar y resolver.

Dos breves viñetas fueron escritas por Miguel Naveros y su madre Emilia Pardo, quienes acogieron a las Elenas en España, y a veces se hicieron cargo de su correspondencia. Miguel, entonces un adolescente y ahora un celebrado novelista, sostiene que “Elena Garro tuvo que purgar dos virtudes que casi nunca le ha perdonado la sociedad a la mujer: ser brillante y ser libre”. Tanto él como su madre, alejados de la política mexicana y del cominillo que siempre generó la pareja Paz/Garro, atestiguan el pasmo admirativo que provocaban Elena y su hija, tanto con su presencia como por las historias que contaban, más cercanas a la ficción que a la realidad, aunque ellas juraran que todo era cierto.

Electa Arenal, quien visitó a las Elenas en 1978, coincide con Naveros en su recuento del tempo agitado que producía un encuentro con la escritora y su hija, pero también alude a la contradictoria gama de sentimientos que dejaba: “Me fascinaron, me divirtieron, me inspiraron pena, piedad, rechazo”. La reproducción parcial de una carta que Arenal le escribió de inmediato a su amiga Lin Durán (prima de Garro) transmite con fidelidad lo que era una conversación con la escritora en el contexto de su exilio en España.

Lady Rojas Trempe reflexiona en su ensayo sobre el carácter dramático de la escritora, y nos lleva a meditar más profundamente cuando recuerda una de sus visitas a Elena y nos dice: “contemplé a una actriz mayor que representaba su propio drama”. Si esta frase recuerda una vez más el viejo tópico de la existencia humana y las máscaras que llevamos para sobrevivirla, subraya a la vez lo difícil que es separar la vida y la obra de Garro. Esta dificultad —evidente en todos los trabajos— es clara cuando Beucker, en su intento de entrevistar a la escritora, piensa: “no me va a contar nada nuevo. Repite casi literalmente lo que ya he leído en algunas de sus muchas entrevistas o en el libro de Carballo”. Parece tener razón Patricia Vega cuando declara en su ensayo que la idea de escribir una biografía de Garro es proyecto casi imposible.

Guillermo Schmidhuber de la Mora eligió componer su colaboración en su instrumento preferido, el teatro, y escribió una pieza dramática para esta edición. No hay que dejarse engañar por la aparente simplicidad del texto. En su composición, el autor tuvo muy presentes la obra de Garro, sus cartas y sus conversaciones con ella. La metáfora de la estación que escenifica la vida de seres en movimiento, en contraste con la anciana anclada en ese lugar, sola y a la espera de la muerte, representa bien un sentimiento de la escritora expresado en su obra (“Parada empresa” / “Parada San Angel”), y en sus cartas (véase II. Autorreflexiones). El diálogo repasa diversos hechos de la vida de Elena Garro, destacando entre ellos su preocupación por su hija, y su ambivalente actitud hacia Octavio Paz. Respecto a este último, la foto que no se puede destruir hasta que la muerte llega, es un símbolo muy apropiado y expresivo.

En la entrevista de Reynol Pérez Vázquez de 1996, conversan dos apasionados del teatro. El periodista y dramaturgo comenta en su nota introductoria el brillo en los ojos de la escritora y la lucidez con que, a pesar de su edad y cansancio, respondió a sus preguntas. Garro en efecto expresa sus juicios con claridad, belleza y hasta ironía. Reitera su preferencia por Chéjov y el teatro clásico español, pero elogia también a von Kleist, O’Neill y Tennessee Williams.

Cierra el cuerpo central de este libro “Conversaciones con Elena Garro”, dos entrevistas que Lucía Melgar le realizara en 1997. Melgar deja hablar libremente a la escritora, pero la guía hacia temas que le interesan. La extensión de las respuestas de la autora y la variedad de asuntos tratados, hacen de este trabajo una verdadera mini-memoria. A través de largos parlamentos, Garro revela detalles desconocidos; el lector, a la vez, puede ‘visualizar’ los gestos y ‘oír’ las diversas entonaciones de la entrevistada. La extraordinaria memoria de Garro, aun a sus 80 años, le permite recordar y ordenar sucesos en los que tuvo una participación importante. Por ejemplo, el litigio por el despojo de tierras en Ahuatepec, su defensa de Rubén Jaramillo, o los acontecimientos de 1968 y sus consecuencias. Los dramáticos pormenores de la represión que afecta a los campesinos, se alivian —típico rasgo garriano— con la narración de un divertido cuento del lagarto Pepito. Sus afinidades y antipatías la llevan a opinar sobre Neruda, Vallejo o Juan de la Cabada, entre otros. Sobre el amor y el matrimonio, reitera que su unión con Octavio Paz fue “casi un 90%” desdichada, y a estas alturas de su vida, piensa que Adolfo Bioy Casares era “muy, muy egoísta”. Sus a veces equivocados juicios políticos, se encapsulan en un apartado en que habla de Alemania y la II Guerra Mundial.

El acápite titulado II Autorreflexiones, fue motivo de dudas, reservas y extensas conversaciones entre las editoras. Por un lado, estamos conscientes de que la reproducción exacta de las palabras de la escritora sobre diversas personas y temas, puede resultar hiriente u ofensiva para algunos. Por otro, sentimos el deber de dar a Elena Garro el derecho a contar su propia historia, de la cual éste es apenas un comienzo. Pensamos además que la calidad de la obra garriana, exige un mayor conocimiento de su creadora, hecho común y aceptado en el estudio serio de los grandes artistas del mundo.

La cronología que se presenta en la tercera sección de este libro se basa en datos publicados en diversas fuentes, así como en la correspondencia de Garro con Mora, con José Bianco y otros escritores, y en la de Bioy Casares a Garro. No la consideramos una cronología definitiva, dada la dificultad de fijar con exactitud las fechas de las primeras versiones de los textos garrianos, pero es la aproximación más precisa posible hasta el momento a una cronología de la vida y obra de la escritora.

Las contradicciones y coincidencias que se entrecruzan en las páginas de este libro confirman la impresión inicial de las editoras de que la conjunción de facetas contrastantes que conforma la imagen de Elena Garro complica la tarea biográfica y, sobre todo, impide un acercamiento unívoco a la figura de la escritora. Autobiografía y ficción se entrelazan en su obra y, por lo visto, remembranza y ficcionalización se interponen también en las palabras con que ella misma proyectó (u ocultó) su imagen en entrevistas y conversaciones. Esto no implica en modo alguno que las cartas, memorias y diarios de la escritora tengan carácter ficticio. En las primeras, así como en sus declaraciones a la prensa o en sus conversaciones privadas, se detecta a menudo cierto afán de enmascararse o “re-crearse” a sí misma, rasgo tal vez más agudo o evidente en ella, pero que no le es exclusivo. Como en el caso de muchos creadores, la personalidad de Garro conjuntaba facetas contradictorias, acentuadas tal vez en su caso por los extremos que recorrió su vida.

La diversidad de perspectivas e impresiones de quienes la conocieron nos remite a la complejidad de la imagen pública de la escritora, construida no sólo por sus palabras sino por las versiones de sus contemporáneos, teñida por los tonos del cristal con que se le miraba, según las circunstancias. Queda fuera de nuestro objetivo explicar los pormenores de la construcción de la figura pública de la escritora. Nos interesó más reunir y ofrecer semblanzas que desde perspectivas diversas aportaran datos, interpretaciones, impresiones y recuerdos que ofrecieran una lectura múltiple de una personalidad compleja. Es obvio, y los colaboradores de este libro muchas veces lo sugieren, que la imagen que cada quien proyecta se enmarca en el contexto de una relación personal más o menos cercana y duradera. Del caleidoscopio que con todas ellas hemos armado, los lectores construirán a su vez su propia visión de Elena Garro.

Este libro es el resultado de un trabajo colectivo al que cada uno de los participantes aportó su estilo personal. Agradecemos la seriedad y franqueza con que expresaron sus recuerdos de Garro y las imágenes vívidas que proyectaron de ella. Agradecemos también el apoyo que la Universidad de Princeton proporcionó a Lucía Melgar durante la elaboración de este libro y la colaboración de Michelle Clayton en la revisión de los textos y la compilación de la bibliografía. Esperamos que este libro incentive nuevos estudios sobre Elena Garro, y más y mejores re-ediciones de su obra.

Nueva York, 2001

 

Gabriela Mora Lucía Melgar
RUTGERS UNIVERSITY PRINCETON UNIVERSITY

I

Semblanzas de
Elena Garro

“LAZOS DE FAMILIA”

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Gloria Prado

…a pesar de que realmente nunca se
habían abrazado o besado. Con el
padre sí, porque Catalina siempre
había sido más amiga de él.

Cuando la madre les llenaba los platos obligándolos a comer
demasiado, los dos se miraban

guiñándose el ojo en complicidad
y la madre ni lo notaba.


Los lazos de familia, Clarice Lispector

Mientras escribía, escuchó
los pasos.

Cuando volteó no encontró
la sombra.

“Adiós”, dijo, y se quedó.

Puntos de vista, Gloria Prado

Desde que recuerdo, siempre oí hablar de Elena Garro: la prima, la escritora, la hija de la tía Esperanza y de Pepe Garro, “mi sobrina”,... “sus hermanos, Devaki, Albano, Estrella...”,...“cuando vino a vivir a la casa...”,... “cuando era novia de Octavio...”,...“cuando íbamos a casa de mi tía Amalia... ”,...“cuando estaba embarazada de Elenita...”,...“cuando se fueron a España”,...

Así fue siempre. Elena, Elena Garro Navarro, “que nació en Puebla, porque ahí llegó, en ferrocarril, Esperanza, su madre, trayendo de la mano a Devaki y embarazada a punto de parir, tras desembarcar en Veracruz después de la larga travesía por mar, en tercera clase, desde España donde vivían, debido a un pleito terrible con su esposo, Pepe Garro, a casa de su hermana Consuelo (Coconita), porque así era mi hermana Esperanza, temperamental, impetuosa, incontenible...”. Elena poblando los recuerdos, las reminiscencias, los juicios aprobatorios y reprobatorios, la multinombrada, la omnipresente, la protagonista de episodios, aventuras, anécdotas... La heroína o la villana (nunca medias tintas) de una historia, forja de sus acciones, refigurada en el imaginario familiar, narrada por sus parientes contemporáneos, los próximos, y los que continuamos en las generaciones subsiguientes. Cada uno contando su propia historia, cada uno configurando a su personaje, cada uno desdiciendo a los otros y afirmando apofánticamente su propia versión, la “verdadera”, frente a las “falsas” que pretendían ser la abso luta verdad.

Elena Garro Navarro: en las erres vibrantes múltiples y en la contundencia de las os de sus dos apellidos, estaba signado su destino. Porque siempre fue eso: vibrante en multiplicidad y rotunda, a pesar —o quizá por eso mismo— del misterio que continuamente la rodeó aún para los más cercanos.

Elena Garro Navarro, la nieta favorita, la leona, como la llamaba su abuelo Tranquilino Navarro, quien no hacía honor a su nombre porque de tranquilo no tenía nada, que jamás dejó de estar en acción aun cuando era un anciano; diputado constituyente, fue apresado e incomunicado en la cárcel de Belén de la ciudad de México por ser partidario, amigo y colaborador de Francisco I. Madero a quien Victoriano Huerta mandó asesinar vilmente. Ese Tranquilino Navarro que casó con Francisca Benítez, la abuela materna de Elena, profesora (siempre leyendo y ¡fumando!), lo que no impidió que procrearan diez hijos: cinco mujeres y cinco hombres de los cuales dos —Samuel, el médico de Francisco Villa, y Saulo, uno de sus generales, los “Dorados”— murieron luchando en la revolución mexicana. Benito, el mayor de todos, participó asimismo en la contienda armada y sobrevivió por muy largo tiempo. Las mujeres: Esperanza, Consuelo, Lidia, Margarita y Amalia, esas tías que Elena definió (en la entrevista que hace muchos años le hiciera Emanuel Carballo) como enormemente bellas, “como Greta Garbo o Pola Negri”, y luego “hieráticas, disciplinadas y hermosas”, madres de Amalia Hernández, la famosa bailarina y coreógrafa, y de Agustín Hernández el reconocido arquitecto, de Lin Durán, coreógrafa y bailarina también, Rubén y Horacio Durán, diseñadores prominentes. Familia de artistas, pues. Margarita, la tía con quien vivió Elena, a quien apodaban “la Chica”, apasionada de la literatura, leía en voz alta las novelas de moda: Balzac, Stendhal, Flaubert o recitaba poesía romántica..., a sus hermanas, a la vez que estudiaba pintura. Esperanza ensayaba la fotografía, Lidia era pintora y Margarita y Amalia fueron maestras, igual que su madre. Mientras que el padre, Tranquilino, practicaba la teosofía y el espiritismo, medio en el que conoció y se hicieron amigos, a Francisco I. Madero y a José Antonio Garro, su futuro yerno, entre otros. Ese fue el entorno familiar, cultural y artístico en el que Elena Garro Navarro nació y vivió parte de su infancia y primera juventud por el lado materno. Atmósfera alimentada por las Letras, la historia, el afán de saber, las artes; signada por un pensamiento liberal y un espíritu combativo; habitada por temperamentos fuertes, rebeldes e indomeñables, prestos al juicio crítico y a la acción, en la que se insertó José Antonio Garro quien detentaba características semejantes. Esa es, por tanto, parte de su historia, de sus genes, de su sangre, rompecabezas incompleto, apenas fragmentos, jirones de vida, atisbos...

Después de años de matrimonio y de frecuentes vicisitudes tanto conyugales como económicas en las que ambos esposos jugaban alternativamente o de manera simultánea, papeles protagónicos, mudanzas de casa y de lugar, Esperanza Navarro y José Antonio Garro, que por entonces residían con sus hijos en Iguala, decidieron enviar a las niñas a México para que estudiaran en escuelas de la capital. Elena fue a vivir a casa de su tía Margarita, mi abuela, y compartió la habitación con su prima Marga, mi madre. Ésta, según la propia Elena, en la misma entrevista, era muy seria y formal. Ella, en cambio, a pesar de tener la misma edad que su prima, se alió con Poncho, el segundo hijo de la tía Margarita, para hacer una infinidad de travesuras: o arrojaban por las ventanas al interior de la casa la comida que ponían para los perros callejeros los vecinos de la esquina, o atravesaban un hilo a lo ancho de la acera con el propósito de que cuando la gente pasara por ahí se tropezara y cayera, o iniciaban una guerra a muerte con las almohadas de plumas con lo que la habitación se convertía en un hermoso paisaje nevado. Cuenta la prima Marga que, además, la fantasía y la imaginación fabuladora de Elena eran desbordantes. Sus estados de ánimo y su actuar pendulaban entre ese espíritu festivo, travieso, exultante incluso, y momentos, episodios, de enorme temor, visiones fantasmagóricas amenazantes, en los que entraba en pánico terrible, caía en una gran depresión, melancolía o simple tristeza, para luego encarnarlos en historias pobladas de personajes, espacios, situaciones, aventuras, maravillosos que, sostenía, eran totalmente reales.

Más tarde (ya la familia Garro-Navarro, de nuevo en la ciudad de México, todos, padres e hijos), cuando ambas iban a la Facultad de Filosofía y Letras —Marga cursaba la carrera de Geografía, Elena más dedicada al arte: la danza, la literatura, aunque no de manera formal— se conocieron Octavio Paz y Elena en un baile. Octavio quedó pren dado de ella: hermosa, inteligente, sensible, creativa, irónica, aguda, pero sobre todo, rebelde, subversiva e insolente a pesar de su aire de inocencia e ingenuidad. Seductora, en una palabra. Octavio formaba parte de un grupo de jóvenes que estudiaban Derecho —entre ellos Rafael López Malo, quien sería el primer esposo de Amalia Hernández, y Salvador Toscano— atraídos enormemente por la poesía y el arte en general, al que llamaban “los Barandales” debido a que solían reunirse en los corredores de la Escuela de Jurisprudencia, recargados en los barandales precisamente, en donde hablaban, discutían, dialogaban sobre los temas y manifestaciones artísticas y políticas que les interesaban y que ellos mismos cultivaban, lo que dio pie a la creación de una revista, principal aunque no exclusivamente literaria, llamada Barandal. Poco tiempo después iniciaron su noviazgo Elena y Octavio, Amalia y Rafael.

En casa de la tía Amalia y de su esposo, Lamberto Hernández, ubicada en la calle de Guadalajara #94, en la colonia Roma de la Ciudad de México, la tía organizó un “club” al que llamó el Club Jade. Formaban parte de él todos los primos, hijos de las Navarro, así como vecinos de la colonia que por entonces era una de las residenciales de la ciudad. El arquitecto Mariscal había construido muchas de las mansiones que se ubicaban en ella —entre las que se contaba ésta precisamente— entreveradas con casas de menos lujo y aspiraciones, como ocurría y sigue ocurriendo en nuestra urbe. En esta misma localidad vivían todas las hermanas Navarro con sus familias, motivo por el que los primos hermanos convivían, asistían a las mismas escuelas públicas, y en casa de los Hernández nadaban, jugaban frontón, tomaban clases de baile en el gran salón que la tía Amalia había destinado para que sus hijas y sobrinas aprendieran danza clásica, moderna y baile flamenco con las mejores bailarinas y maestras que había en México o habían llegado por entonces. Ahí es donde Amalia Hernández y Lin Durán (Lilita) comenzaron su carrera de bailarinas y coreógrafas y Elena pudo iniciarse en este arte que tanto amaba. Ahí, asimismo, alternaban por igual con los hijos de los nuevos generales, políticos mexicanos surgidos de la Revolución: los Obregón, los Treviño, los Calles... como con las Blanchet, las Torregrosa y otros jóvenes que vivían en la colonia. En la misma que Doña Valentina C. de Aymes fundara “Les Cadettes du Christ”, una agrupación de niñas y mujeres jóvenes que pertenecían a una clase social más encumbrada (refiguradas algunas de ellas por Elena Poniatowska en su Flor de lis), de la que los descendientes de las hermanas Navarro tenían noticia e incluso conocían a algunas, pero con quienes no se relacionaban directamente ya que éstos descendían del sector liberal y revolucionario. Las fiestas del Club Jade en la casa de los Hernández eran extraordinarias, a ellas acudían Elena y Octavio, algu nos de los integrantes de Los Barandales, otros estudiantes de Derecho y de Filosofía y Letras compañeros y amigos, los primos, los vecinos, los pretendientes de las primas, los amigos de los amigos..., fiestas de disfraces en ocasiones, espléndidas, donde se bailaba, se cantaba y se vivía momentos y sensaciones maravillosas.

En el año de 1937 Elena y Octavio se casaron y se fueron a Nueva York y Canadá. Elena le escribió a su prima Marga una postal en la que le decía: “Queridos Marga y Luis: Viaje formidable, estoy en Canadá. Mañana en la tarde embarco a París. Cásense y hagan lo que nosotros todo es decidirse. En N.Y. estuve feliz y me eché a la bolsa la ciudad en menos que se los cuento. Yo salía de compras sola de extremo a extremo. Ya les contaré de París. Besos a todos. Escríbanme a la Emb. Mex. de París. Helena.”

A partir de ese momento, el contacto se fue haciendo cada vez más difícil pues los Paz viajaban mucho (se fueron a París y luego a España al Congreso de Intelectuales Antifascistas...), Amalia se casó también con Rafael López Malo, Marga con Luis Prado, Devaki con el pintor Jesús Guerrero Galván y cada quien fue tomando su rumbo, haciendo vida de familia y teniendo hijos: Amalia y Rafael a Norma López, la actual dirigente del Ballet Folklórico de México que creara su madre, Elena y Octavio a Laura Elena (Helena Paz Garro, ahora), Devaki y Jesús a Paco Guerrero Garro y, después, Marga y Luis a Gloria. Sin embargo, las noticias sobre los Paz eran constantes ya que la madre de Elena, Esperanza, contaba a sus hermanas, las Navarro, lo que sabía de ellos cuando se encontraban fuera del país o estaban en México. El carácter violento y apasionado de Esperanza, igual al de su esposo, coloreaba sus relatos con profusión de epítetos, juicios tanto favorables como desfavorables, hipérboles y tintas ya sombrías, ya resplandecientes. Los sentimientos que albergaba respecto a Elena y al resto de sus hijos, eran ambiguos y contradictorios. Esto contribuyó a que se fuera forjando una imagen difuminada y misteriosa —como la de la fotografía de Mariana— de Elena, Octavio y Elenita en el seno de la gran familia de los Navarro. A veces eran los héroes de una novela fabulosa, a veces los antagonistas, admirados o reprobados episódicamente. El apasionamiento y la enjundia con los que narraba sus historias resultaban cautivantes y su audiencia, de la que en ocasiones yo formaba parte, quedaba atrapada por ellas. La leyenda de Elena, Octavio y Elenita (la Chata), se forjaba, crecía, tomaba enormes vuelos y se entretejía en las anécdotas que las tías y los primos recordaban, recontaban y tramaban con los hilos de las historias de Devaki, Amalia Hernández y los Durán: Horacio, Rubén y Lilita (Lin), hijos de la tía Lidia (Lilí), en una inmensa telaraña en la que todos quedaban (quedábamos) capturados. De ese modo, teníamos noticia de un cúmulo de supuestos, de posibilidades, de informaciones contradictorias y excluyentes de acontecimientos que habían sucedido hacía tiempo o recientemente, con Elena y Octavio protagonizándolos. Que si la Guerra Civil Española, que si el embarazo de Elena, y Octavio cumpliéndole todos sus “antojos”, que si el parto había sido terrible para ella, que la muerte de José Antonio Garro y los sucesos derivados en los que Elena y principalmente Octavio habían tomado parte, que los episodios con los campesinos en Morelos y las visitas que hacían a la ciudad, que cómo Elena recogía de la calle a jóvenes indigentes y los llevaba a vivir a su casa y luego le robaban, que el 68, que el falso deceso de Elena en París... La propia familia era jugada por el juego envolvente y misterioso de Elena e iba configurando novelas de su vida a partir de las señales —complejos enigmas— que ella enviaba y entre todos intentábamos descifrar.

Los Paz iban y venían, vivían temporadas cuya duración era variable, en México. En el año en el que cumplió quince Elenita, estaban aquí. Hacía poco tiempo que habían regresado, y se habían instalado en un edificio redondo en la esquina de la avenida de los Insurgentes y Viaducto Miguel Alemán. Ahí fuimos unos cuantos primos y tíos a un festejo pequeño e interesante. No tuvo nada de convencional, convivimos, platicamos, adolescentes y adultos, en una tertulia familiar en la que se habló de temas muy diversos. Elena Paz destacaba entre los primos por su inteligencia y conocimientos. Los demás nos sentíamos apabullados y la veíamos como un ser de otros mundos, lo que exactamente acontecía, ya que el transcurrir de su vida entre viajes, artistas e intelectuales le confería una dimensión que estaba a siglos luz de aquellas en las que nosotros nos movíamos. Días antes los tres Paz habían estado en nuestra casa de Guadalupe Inn y los primos nos habíamos puesto a jugar a “dígalo con mímica”. A Elenita le tocó actuar el nombre de la película Julio César, entonces fingió con las manos el movimiento de un río y luego un salto muy amplio. Huelga decir que nadie de nosotros, primas y primos, la mayoría menores de edad que ella y mayores en ignorancia, pudimos adivinar de qué se trataba. Nos explicó, al ganar, que era “el salto” (el paso) del Rubicón. Todos, adolescentes, niños y adultos, quedamos verdaderamente asombrados. No así Elena y Octavio que encontraron totalmente natural que su hija hubiera actuado de esa manera.

Algún tiempo después, mi abuela Margarita nos comunicó que Elena nos invitaba muy especialmente (y le había dado boletos para la función) a ver la puesta en escena de algunas de sus obras teatrales en Poesía en voz alta. Acudimos mi madre, mi abuelita y yo. En mi caso con una emoción intensa a pesar de lo poco enterada que estaba en la materia. Era una adolescente bastante ignorante y más que la expectativa respecto al valor poético y dramático de las obras, lo que me atraía enormemente era el registro anecdótico y fabuloso del que la propia Elena, para mí, formaba parte. Era, en mi fantasía (que según mi madre era “igual a la de Elena”, afirmación que emitía no sin un dejo reprobatorio) ella en su creación, ella sus propios personajes dramáticos, ella a quien yo iba a ver en el escenario teatral y en el de mi imaginación. Y no fui la perdedora en mi apuesta: Un hogar sólido estaba poblado por los personajes que habían sido mis ancestros, contados, descritos, recreados por mi abuela, y luego reconfigurados por mí misma. Los podía ver ahora, en escena, muertos-vivos, gracias al prodigio de la escritura, de la imaginación creativa de Elena y la magnífica puesta en escena. Mis historias robadas de las de mi abuela y de mi tía Esperanza, cobraban realidad en el teatro dentro del teatro, cercadas por “Los pilares de Doña Blanca”. Y aquéllos que “andaban entre las ramas”. Pero la maravilla se colmó cuando Elena salió de no sé dónde y se aproximó sonriente, esplendorosa, a saludarnos y besarnos efusivamente.

Después de estas ocasiones, no volvimos a tener un contacto directo con los Paz. Sólo esas noticias que provenían de los relatos de las ma dres, las Navarro, que, refigurados, nos transmitían a sus hijos e hijas, nietas y nietos, o bien a través de los suplementos culturales, gacetas o revistas especializadas.

. Los “¿te acuerdas...?” se barajaban con las risas, el brillo de las miradas cómplices, la añoranza, la reencarnación, y con ello la presencia de los muertos desde los abuelos Francisca y Tranquilino, los padres y tíos, y ahora los primos, los sobrinos; de todos se hablaba,se contaba, se recordaba, se les traía al lugar como en una nueva representación teatral escrita comunitariamente y a la que Elena daba forma.