Walk me out in the morning dew, my honey,
Walk me out in the morning dew, today.
I'll walk you out in the morning dew, my honey,
I guess it doesn't really matter anyway.

BONNIE DOBSON/TIM ROSE
Morning Dew

¿Girarán en realidad las otras ciudades, los otros países, el mundo, el sol, los planetas, alrededor de Tijuana?

L. H. CROSTHWAITE
Por qué Tijuana es el centro del universo

1

Voraz

ASESINO ANÓNIMO

Puede llamarme N. Soy un asesino, un natural born killer, ¿no?, como la película: de nacimiento. Eso sí, uno de verdad. Desde que nací he sido un niño prodigio: siempre me adelanto a las cosas. ¿Quién sabe? Uno siempre se quiere adelantar. Como una morrita con la que salía: íbamos al cine y siempre quería adivinar quién se iba a morir, quién iba a vivir, quién era el asesino. Digo, está bien, ¿no?, uno se pregunta lo mismo, es lo divertido de las historias: siempre quieres saber quién muere, quién vive, quién mata. Pero esta morra lo decía en voz alta y se reía de los detalles importantes. Cómo me cagan esos que van al cine a burlarse y decir las pendejadas que piensan en voz alta. Total. Me salí de la sala porque, lo peor, adivinó todo. En cuanto salieron los créditos y vino el obligado «Te lo dije», seguido de una risa de sabelotodo, la dejé. Me estropeó la película, pues. Pero ella no fue mi primera víctima, no, a ella no la maté.

La primera fue mi jefa. Como me quise adelantar, le compliqué el parto. Entonces le dijeron que nada más uno se salvaría. Mamá no dudó en elegirme. Tenía 26. Quería que yo viviera. A veces pienso que mejor me hubiera dejado morir a mí, pero luego me pongo a chillar porque pienso así y trato de imaginar por qué, qué chingados tiene de extraordinario estar vivo. Lloro cuando me acuerdo de ella, ustedes me disculparán. Pero es que deben saber que tengo una memoria fotográfica: me acuerdo de su rostro hinchado cuando nací, su sonrisa antes de que cerrara los ojos, también cuando vi a mi papá llorar, con esa mirada de coraje que nunca perdió. Porque, muy a su pesar, tengo la misma cara de mi madre. Si me pusieran una peluca no sabrían distinguir si soy vieja o bato. Y cómo me ha hecho sufrir esto, carajo. Empezando por mi jefe, mi segunda víctima.

¿Ya les dije que tengo buena memoria? Pues ojalá me crean cuando les cuente que desde la cuna mi papá me maldecía: Pinche mocoso, me decía llorando con botella de vino en mano, ojalá te mueras. Me descuidaba. Cuando estaba aprendiendo a caminar me tumbaba a propósito. Dejaba pasar mis horas de comida. Yo creo que le daba lástima o le enfadaban mis gritos. Le faltó valentía para matarme. Una de las pocas veces que lo intentó con una almohada, apretándola contra mi rostro, me desmayé. Pensó que me había muerto. Lloró gritando el nombre de mamá: «Perdóname, Gracia, perdóname». Desperté.

Sentía su odio y su coraje. Por eso, cuando iba a cumplir 21, decidí matarlo. Esperé a que se durmiera y le apreté en su cara la misma almohada con todas mis fuerzas. Pataleó como robot descompuesto. No pensé más que en correr. Tomé mis ahorros que guardaba en una caja de zapatos debajo de la cama y salí a la estación de camiones para tomar el primero a la frontera. Tomé un mapa. Como me gusta la playa, decidí llegar a California, que estaba más cerca, y era cuestión de tiempo que decidiera cruzar a Tijuana. Apenas me alcanzó para el pasaje.

Al principio experimenté el remordimiento, sí. Pero cuando ya en el camión miraba todo el desierto pasar por la ventanilla, pensé mucho y llegué a la conclusión de que todos somos asesinos, ¿no? Directa o indirectamente. Digo, nosotros lo somos por necesidad, ¿no? Tenemos que matar para comer, para sobrevivir. Algunos por gusto, supongo, pero lo que quiero decir es que todos hemos matado. ¿Quién, sin fijarse, no ha pasado por el camino de unas hormigas y las apachurra? Está quitando una vida y nunca se enteró. Además, cuando a alguien le toca, le toca. Como la persona que recoge un perro que está a media calle. Lo alimenta, lo lleva al veterinario y lo adopta. Un día se va a trabajar y cuando regresa ahí está el perro en la calle frente a su casa, con las tripas de fuera, los ojos abiertos, viéndolo como quien piensa «Ni modo, ya me tocaba».

Eso pensé durante el camino. Hasta que llegué a Tijuana. Primero estaba preocupado porque me iban a detener en la aduana, pero pasé sin complicaciones. Caminé hambriento por la Revolución. Todos me causaban gracia con sus miradas despectivas. Los imaginaba desnudos, porque si les quitas la ropa no son nada, pura piel con pelos que se erizan con el frío. Eso es lo que somos. Usted, doctor, se cree mucho porque nos analiza siempre con su trajecito, su corbatita y toda la madre pero, ¿a ver?, quíteselo. ¿Ya me entiende? Se vería ridículo terapeándonos con los huevos al aire, ¿no? A eso me refiero.

Pero bueno, le decía que llegué y recorrí todo el centro, para reconocerlo y no perderme. Terminé entrando a una cantina. Era martes, me acuerdo, y el lugar estaba vacío, salvo por un bulto acomodado en una mesa de la esquina; tarro gigante de cerveza en mano. Me senté en la barra y pedí una media. Nada más escuchó la corcholata volar y chocar contra el cesto de basura, el bulto levantó la cabeza. Me vio y me gritó: Compa, ¿por qué no me acompañas? A nadie le gusta tomar solo. A mí sí, pero igual fui a brindar con él mi nueva vida en la ciudad.

Nos saludamos y, sin preámbulo, como si fuera un conocido de años, me dijo que ya sabía cómo hacerse millonario: había realizado un estudio minucioso de los ganadores de la lotería en la última década. Según él, los números, el azar y la estadística son cíclicos y estaba seguro de que iba a descubrir al ganador de ese año. Buscaba a alguien de confianza que supiera programar algún software para que nada más ingresara los dígitos y el análisis fuera automático. Lo decía todo con mucha pasión, convencido de que iba a funcionar. ¿Quién sabe? Chance y sí. ¿Tú le sabes a la programación?, me preguntó. Pues no, no le sé. Mmmta madre, dijo decepcionado. Hubo un largo silencio. Las botellas se empezaron a juntar sobre la mesa. En la rocola sonaba alguna canción de rock psicodélico.

¿Sabes que hoy mi mamá cumpliría setenta años si estuviera viva?, me dijo el bulto y empezó a llorar, a gemir de dolor. ¿Qué le pasó?, le pregunté. Cáncer. Siempre es el pinche cáncer, ¿no? Me acordé de mi madre, Gracia. Le dije que la mía también estaba muerta, que lo entendía. ¿Y por qué estás así como si nada?, me dijo sacado de onda. No entendía a qué se refería con eso de «estar así como si nada». ¿No la querías?, preguntó el imbécil. Fue una patada en los huevos. No, le contesté, no la quiero. No la conozco. Trato de olvidarla. ¿Y eso, mano?, me dijo, tocándome en el hombro, ¿Te trataba tan mal? No, amigo, no me trató mal. Al contrario. ¿Entonces?, preguntó. Me amaba, aunque a veces dudo qué tanto. Este cuate estaba intrigado.

Cuando le dije: Yo la maté, se me quedó viendo con unos ojos de odio. Se terminó su caguama y se fue. Ahí me dejó. Salí detrás de él. Compa, le grité, ¿por qué me deja ahí bebiendo solo cuando yo le di mi compañía sin conocerlo? No me cae bien la gente que se quiere pasar de lista conmigo. No me estoy pasando de listo. Es la verdad. Se murió cuando nací. Fue mi culpa. Entonces no la mataste tú, fue un accidente. No, yo la maté, insistí, si no hubiera nacido estuviera viva. Estás mal, chavo, ven, déjame invitarte otro tarrito, necesitas beber un poco más para que entres en razón. Como no tenía nada mejor qué hacer, entré con él de regreso a la solitaria cantina. Discutimos hasta que nos cantó el gallo. Le dije que acababa de llegar a la ciudad y necesitaba un trabajo. Mira, yo tengo un amigo que trabaja en el Mercado Hidalgo. Ayuda a descargar la mercancía, el pinche Lázaro seguro que te echa la mano. Nos despedimos. Me dijo que no era un asesino, que sabía reconocer a uno de lejos. Sonreí y le deseé suerte con lo de la lotería. Si te la ganas te acuerdas de mí, ¡eh! Se soltó a carcajadas hasta que vació todo el estómago ahí, en plena calle.

El Lázaro es un pinche tecato que se la pasa trabajando para su vicio. Eso sí, nada más de noche. Fue él quien me introdujo a este fascinante mundo bajo. Hasta eso, es muy generoso, el loco. Cuando lo conocí me convidó, fue la primera vez que probé el foco. Puta, qué mal viaje me aventé, o eso pensé en el momento, pero me vienen flashazos: el Lázaro ahí en la esquina, cogiéndose a una morra que luego se comió. Ya sé, qué fumada. El Lázaro me habló de su otro trabajo: como a usted, supongo, le pagaban por matar. Yo le dije que yo ya tenía experiencia en eso. Se cagó de la risa. Nadie me cree cuando lo digo. Le di un puñetazo en la nariz. O intenté, porque nunca me había peleado con nadie y no sabía golpear. Le di quedito. Y, ¡mocos!, que me regresa el putazo en la jeta y salí volando por allá. Aplíquese, putito, me dijo, tiene que ponerse al tiro. Esos pinches golpecitos de maricón no sirven. ¿Eres puto? Sí, eres puto, pareces puto. Estás bien bonito, me dijo. Es por mi mamá, nos parecemos. Pues qué pinche cuero ha de ser tu jefa, cabrón, ¿dónde la dejaste? Se murió, le dije, yo la maté. No mames, qué desperdicio, ¿cómo? Naciendo. Lázaro fue el primero en no burlarse. Nunca he sabido por qué. Ni le pregunté. Ni modo, fue lo que dijo: En esta vida matas o te matan. Y seguimos trabajando. Bajamos las cajas sin cruzar palabra. De noche, siempre de noche.

Y la neta, sí: creo que esa es la ley de la vida. Ni yo pude haberlo dicho mejor, por eso le digo que todos somos asesinos. Cuando arrancas un pedazo de pasto, cortas una rama, atropellas a un perro en la vía rápida, estás quitando una vida. Sin embargo, hay algo de este mundo que no entendemos y nunca entenderemos: el azar de las cosas. Todos deberíamos regir nuestra vida por el azar. Por ejemplo, esta reunión. Sin el azar no estaría aquí contando cómo me convertí en uno. Sí, el azar es cabrón, pero no puedes predecirlo como intentó el bato de la cantina.

Total que el Lázaro me consiguió el trabajo en el mercado. Por las noches bajábamos las cajas de verdura que traían los camiones. Me daba asilo en su casa: un cuartito hediondo con un colchón, una tele, una parrilla eléctrica y una televisión, eso sí, de plasma. Me decía que se puede vivir como pobre, pero sí se necesita una televisión decente para el porno y los partidos de futbol. En una de esas que nos aventamos los viajes, me confesó que él también había matado. Varias veces. ¿A quiénes?, le pregunté. Hombres de poder, me dijo, o hijos de hombres de poder. Es lo que deja lana. Le pregunté que qué se sentía matar. No, pues normal, me dijo, como cuando aplastas una cucaracha, así, sabes que te las tienes que chingar, sino te joden la vida. Le confesé que había matado a mi papá antes de venirme para acá y que justamente eso sentí: como aplastar un bicho que te ha estado jodiendo toda la vida y no te deja dormir. Ah, porque la pinche casa del Lázaro estaba infestada de cucarachas, y los días que estuve quedándome con él nomás me la pasaba pelando el ojo porque las escuchaba caminar por las paredes y el techo. Volaban y me caían en la cara. Y con ellas me entrené. Las acechaba como gato y en cuanto salían me les iba encima, las aplastaba hasta sacarles el jugo. Finalmente me decidí a pedirle al Lázaro que me presentara a su jefe, que también yo era un asesino y tenía la necesidad de quitar vidas. Y qué mejor que me pagaran por hacerlo.

Llegamos a un casino enorme y nos recibieron dos guaruras que nos hicieron esperar más de una hora. Que según el jefe estaba ocupado. Por fin nos pasaron y lo encontramos con las mangas ensangrentadas y un extraño manchón cerca de la barbilla. Nos preguntó que qué era tan urgente. No, pues aquí el N. quiere trabajar para usted. Me presenté, le dije que era un asesino de nacimiento y que estaba dispuesto a todo. ¿Ah, sí?, me contestó, ¿muy cabrón? A ver si’cierto: mañana mismo quiero la cabeza de alguien importante. Pues, ¿quién es importante? Ahí está el chiste, está en ti elegir a la persona importante y yo decido si sí o no. Si sí, pos ya chingaste, eres bienvenido. Si no, a seguir cargando cajas. Órale, a chingar a su madre. Y se metió al cuarto. Antes de salir escuché gritos de terror. Ese cabrón del jefe es un hijo de perra, le gusta torturar, ni se imagina.

Decidir quién era importante fue lo difícil. Recorrí el centro de la ciudad pensando y pensando. ¿Un poli, acaso? ¿Un periodista, un abogado, un político? Ahí estaba otra vez el azar mordiéndome la cola. Si mataba a alguien que le caía bien ya estaba chingado. Si era alguien que no le gustara, ahí está el boleto de entrada. Pero no conocía los gustos del jefe. No sabía. Y ahí fue cuando se me prendió la pinche lámpara: para demostrarle que tenía huevos, al buey que tenía que matar era él. Nadie más importante que el mismo jefe. Chance y hasta me quedaba con su chamba, pensaba yo. Así le robé la pistola al pinche Lázaro y me fui para el casino.

¿A dónde crees que vas, pinche flaco?, me detuvieron los gorilas. No, pues tengo un asunto pendiente con el jefe. Es una chamba pero se me olvidó preguntarle algo. ¿Así nomás? Sí, nomás de entrada por salida. Órale, pues, nomás rapidín. Ahí estaba el jefe, en su silla de piel, escribiendo quién sabe qué. ¿Qué onda, qué se te olvidó? No, pues ya sé quién es el más importante, le dije. Saqué la pistola y pum, disparé sin pensar, y según yo le quería dar en la cabeza, pero nada más le rocé un cachete y media oreja. Si hubiera aprendido a disparar antes, sí le atino, pero era la primera vez. La bala se detuvo en un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en la pared. En chinga entraron los guaruras y me dieron un culatazo en la cabeza. Ya estuvo, pensé, hasta aquí llegué; ahí te voy, amá. Pero el jefe se levantó como si no tuviera nada: tranquilo, sonriendo. Expulsaba humo de su herida, parecía regenerarse. No lo maten, dijo. Pásenlo a la oficina. Ah, cabrón, pensé, pues esta es la oficina, ¿no? Pues no, la oficina era un cuarto contiguo, escondido, donde tenía herramientas para tortura de todo tipo. Jefe, mejor métame un balazo, le dije. Cómo crees. Me has demostrado que los tienes bien puestos. Y me caen bien las personas que los tienen bien puestos. Pero nada más tenemos que aclarar algo. Su mano derecha, les dijo a los guaruras, quienes instantáneamente me tomaron a la fuerza y me estiraron la mano sobre la mesa. Abre la mano. ¡La mano! Tomó un cuchillo de carnicero y que me corta el dedo índice de un solo tajo. Ni grité. Pero sí me escamó que cuando la sangre comenzó a chorrear, el jefe me apretó la mano y empezó a chupar el dedo mocho. Hasta los ojos le cambiaron de color. Que no se te olvide quién es el que manda, cabrón. Esa pinche voz nunca se me va a olvidar. Bienvenido, me dijo, y siguió chupando mi herida. A esta altura de la historia, su cachete y su oreja ya estaban curados. Yo ya me había muerto y de repente me sentí más vivo que nunca.

Así me convertí en monstruo, en asesino, en sicario. Me crea o no. Aprendí a apuntar bien, pero me costó trabajo acostumbrarme a ser zurdo. Pero ya, es tarde, doctor. Dispénseme, por lo que lo vengo a hacer, doc. Usted, más que nadie, sabe cómo está el negocio. Hoy el azar no está de su lado, doctor, hoy lo voy a matar: mi primera chamba. Por su cara imagino que ya sabía a dónde iba a llegar esto. Eso de andar de soplón, entregando a los esbirros del jefe, no es de cuerdos, mucho menos andar difamándolo en el periódico. No. A él no le agrada eso, prefiere moverse entre las sombras. Lo sabe.

Así que, usted decide: ¿lo hacemos por las buenas o por las malas? El disparo no va a doler, la decapitación tampoco, ya va a estar bien muerto. ¿Y cómo que qué gano? La fama y la fortuna, amigo, la fama y la fortuna. De eso se trata todo, ¿no? Quizá con un poco de suerte, la vida eterna.