donde quiera que yo esté

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLECCIÓN

Las Hespérides

 

 

ROMANA PETRI

 

donde quiera que yo esté

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original

Ovunque io sia

Traducción del italiano

Pilar Eusamio Zambrana

 

 

© De los textos: Romana Petri

© De la traducción: Pilar Eusamio Zambrana

 

Madrid, marzo 2018

 

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

 

Reservados todos los derechos de esta edición

 

 

ISBN: 978-84-17118-18-1

 

Diseño de cubierta: Enrique García Puche para Tresbien Comunicación

 

 

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

 

 

 

 

A ti, Diogo, 
en memoria de Maria Elisabeth, 
cada palabra de esta historia

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

 

 

Aquel ruido entraba con cadencia en su sueño. Y aunque al despertar sería incapaz de recordar lo que estaba soñando, era evidente que el sueño exigía silencio por la expresión contrariada de su rostro. Hizo un gesto con el brazo izquierdo, como para quitarse algo de encima. Era un ruido que entraba primero en su cerebro y después en el sueño. Y era regular, no perdía el compás, justo como los latidos de su corazón. 

Si Luciana hubiese estado allí le habría dicho que aquel ruido no se adaptaba a sus arritmias. Pero a las arritmias de Luciana pocas cosas se adaptaban, su corazón tenía un ritmo especial, solo regulado por los humores de una tiroides impredecible. 

Cuando el ruido se volvió demasiado agresivo, Vasco dos Santos se despertó. El sueño se desvaneció y quedó el ruido. «Pero ¿qué es?», pensó dándose la vuelta en la cama de su pequeño cuarto sin ventana. Buscó una postura para seguir durmiendo, pero se quedó boca arriba, mirando el techo en penumbra, y el ruido se aceleró más aún. Se levantó de golpe y salió al pasillo de su casa aún sin muebles. Una casa de cuatro habitaciones casi vacías; solo la cocina estaba amueblada, en el resto no había más que una cama, una mesa y dos sillas. Se dirigió hacia lo que sería el salón y lo encontró inundado. Ahora ya no era una gota tras otra, sino un chorro continuo que caía del techo. 

—Caraças! —dijo en voz alta—. ¡Y encima es domingo!

Intentó llamar al casero, pero no contestaba nadie. Aún adormilado, cogió un barreño y lo puso bajo la gotera. El ruido se hizo insoportable. 

Abrió la ventana. La calçada dos Barbadinhos, una calle que descendía hacia el Tajo, parecía un río en crecida. Era casi hermosa toda aquella agua bajando a gran velocidad. Pedacitos de papel, colillas, hojas que se iban con la corriente. El perro de la vieja de enfrente estaba sentado en la acera, empapándose con aquella lluvia invernal como si fuese un placer. La dueña lo había llamado dos veces desde la ventana, luego la había cerrado. Al diablo con el perro, siempre hacía lo que quería. No había manera de que se quedara en casa. Como no sabía su nombre, Vasco dos Santos le silbó. El perro ni siquiera se volvió a mirarlo, era un perro muy viejo, con poco pelo y dos extraños bultos que le colgaban de la barriga. Debía de ser también sordo. ¿Cuánto le quedaría de vida? El perro, quizá por casualidad, se volvió hacia él mientras la lluvia le caía a chorros de la nariz y las orejas. ¿Vería aún? Comenzó a ladrar y después como a morder algo en el aire, sobre las patas, moviendo la cola. 

Vasco dos Santos se dio cuenta de que tenía frío y cerró la ventana. El barreño estaba ya medio lleno, y el ruido del agua en el agua le pareció más soportable.

Bajo el chorro caliente de la ducha pensó en la natación. Pensaba a menudo en ella, le ponía de buen humor. Los días de la semana se dividían entre los que iba a nadar, a las ocho de la mañana, y los que no iba. Las jornadas que comenzaban bien y las que comenzaban de manera neutra. Bajo la ducha imaginaba estar dando amplias brazadas en el agua de aquella bonita piscina olímpica a media hora en coche de su casa. Imitaba la respiración, volvía la cabeza para tomar aire. Después se colocó ante el espejo, con el torso desnudo, la toalla blanca en la cintura, y se afeitó. Mientras limpiaba la cuchilla bajo el chorro del grifo, decidió no ir a la comida dominical con su padre y sus dos hermanas, sería más prudente quedarse en casa para vaciar el barreño cuando se llenara. Luego dijo: «Es una buena excusa». Y se echó a reír. 

Todos los domingos la misma comida en el restaurante A Lontra, donde pedía casi siempre pulpo a la parrilla y bebía aquel buen vinho verde de la casa. Durante aquellas comidas que duraban siempre lo estrictamente necesario intercambiaban pocas palabras. Su familia era así, al menos ahora, lo poco que quedaba de ella. De repente, mientras se limpiaba de la cara los restos de la espuma de afeitar, se acordó del sueño y se notó vacilante. Apoyó una mano en el espejo y mirándose a los ojos se dio cuenta de que la estaba llamando, aunque sin voz. 

Estaba nadando en el Alentejo y el agua estaba extrañamente templada y quieta. Se había alejado bastante de la orilla, pero aún hacía pie. Cada poco, en vez de nadar, caminaba acariciando con las manos la superficie del mar. El sol estaba alto y la brisa del Atlántico le secaba tan rápido los hombros que le ardían. Se sumergió de nuevo y nadó bajo el agua, abandonando la playa a su espalda para entrar en una ensenada. Cuando volvió a emerger, la vio tomando el sol. Entonces se echó a correr dentro del agua y continuó por la arena. Cuando llegó a su lado, le pasó las manos mojadas por el cuerpo caliente y ella le dijo: 

—Vasco, cuánto has tardado en llegar, no podía más, aquí, cociéndome al sol. ¿Vamos a darnos un baño? 

Y mientras lo decía se había levantado y lo había mirado con aquellos ojos más azules que cualquier mar y, bajita como era, se había puesto de puntillas y le había echado los brazos alrededor del cuello para besarle las mejillas. Luego lo cogió de la mano y corrieron hacia el mar. Entraron en el agua, así, sin vacilar ni siquiera un instante. «¡Está caliente!», gritó ella como una niña, se zambulló y tiró de sus piernas para arrastrarlo con ella. Y allí, con los pies hundidos en la arena y el sol que se filtraba en el agua iluminándolos a los dos, ella le había dicho: 

—Ya no aguantaba más sin ti. Y con un día así. ¿Sabes?, me he dicho, sería bonito nadar juntos. Pero no te pongas a nadar muy rápido, no puedo seguirte. Tienes que nadar a mi ritmo. Venga, que no tenemos mucho tiempo. Rápido, siento ya un poco de frío. 

Y, en aquel momento, se había despertado, sin haberle podido decir una sola palabra. Por la emoción, claro, y también porque ella no había dejado de hablar. Pero si de verdad no había podido decirle ni siquiera una palabra había sido por aquel ruido que no le había dado tregua, que desde el salón había llegado hasta allí, hasta una playa del Alentejo en la que habrían podido nadar juntos si aquel domingo de invierno no hubiese traído todo aquel ruido de lluvia. 

Se había vestido y se había puesto un café. No era la primera vez que soñaba con ella. No era la primera, pero tampoco le sucedía a menudo. Y nunca antes se había dado cuenta de lo reales que eran los sueños. Antes eran solo sueños. Ahora, cada vez que ella aparecía en sus sueños, sabía que la había visto, que había sentido su olor, que la había tocado, besado, oído hablar. Y, cuando se despertaba, tenía la impresión de que todo hubiese pasado de verdad, como sucede entre los vivos. Entre los vivos. ¿Estaba vivo él? A veces, caminando por las calles de Lisboa, tenía la sensación de que también aquella ciudad le hacía la misma pregunta. ¿Estás vivo, Vasco? Ya has estado aquí otras veces, ¿no? En esta misma calle. Sí que has estado y has visto exactamente lo mismo que ves ahora, pero era distinto, sí, era un poco distinto. Mañana recorrerás esta misma calle, como cada día, y también mañana te parecerá una calle nueva, o quizá una calle del pasado, pero tú ese pasado no lo recordarás, solo te hará sentir incómodo. Tienes poca memoria, Vasco, tienes solo treinta años, y desde que murió tu madre has olvidado tu vida casi por completo. 

Sabía de sobra que las madres tienen que morirse antes que los hijos, pero lo de su madre era otra historia, ella no tenía que morir así. Pero no porque no tuviese que dejarlos a él y a sus hermanas; su madre tenía que haber vivido por ella, para disfrutar un poco la vida, para desquitarse de aquel pasado que él intentaba olvidar a toda costa y que le hacía confundirlo todo, incluso las calles de Lisboa. 

—Vasco, hagas lo que hagas en la vida, te irá bien. Tendrás suerte. 

—¿Cómo lo sabes? 

—Lo he visto. 

—¿Cuándo? 

—Ahora mismo. He visto tu vida futura y la de tus hermanas. Pero de ellas no me preguntes nada. Para ellas no he visto cosas buenas. 

Sus hermanas. Rita, dos años mayor que él, deforme de nacimiento, una recién nacida con la carita pequeña pequeña como la todos los recién nacidos pero que parecía un cuadro de Picasso, con un ojo por aquí y el otro por allá, la boca casi vertical y la nariz que no se sabía siquiera si le permitiría respirar. Siempre aquellas fotografías, incluso cuando no las miraba era como si se le hubiesen grabado en la retina, podía tener los ojos cerrados o abiertos y las seguía viendo, por todas partes, también sobre las casas de Lisboa, como si alguien las hubiese pegado allí para siempre. Había hecho falta la fuerza de su madre para comenzar el calvario de operaciones que había durado veinte años. «Si Cristo me la ha dado así, Cristo me ayudará también a arreglarla». Cada año una operación a cráneo abierto que duraba doce horas. Cada año, desde Lisboa, tomaban un avión a Londres, y aquellas eran sus vacaciones, las suyas y las de Joana, su hermana gemela: jugar en el jardín del hospital. 

«Empuja el cochecito por el borde de los parterres, ensucia la muñequita de tu hermanita que se pone a llorar y, con un pie, te aplasta el cochecito, mientras tú le decapitas la muñeca». 

Recuerdos así. Y todo el horror de la vuelta a casa, de la hospitalización de Rita, de los llantos de mamá y de la abuela, como aquella vez que los médicos, tras la operación, le ataron la boca con gomas durísimas y tuvo que estar así dos meses, y mamá le daba de comer metiéndole en la boca una jeringa que llenaba de puré. Y la niña lloraba del dolor y también mamá y aquella abuela que no era sino una abuela adoptiva que, sin embargo, la quería de verdad, tanto que después de cada operación se hacía llevar a Fátima para hacer todo el recorrido de rodillas, con aquellas piernas doloridas, toda la vida pesándole sobre los hombros como una roca, y sorprendiéndose cada día de poder soportarla aún. «Virgen Santa, gracias por haberla hecho sobrevivir a la operación este año también», y luego todo un rosario, arrastrando aquellas pobres rodillas sobre un suelo consumido por las rodillas en oración de tantas almas que iban allí a pedir una gracia o a agradecerla.

—Vasco, ¿sabes qué es un milagro? 

—No, ¿qué es? 

—Es un dolor que en un momento dado deja de doler, pero que, pase lo que pase, está ahí y estará ahí siempre. 

Eso le había dicho una noche su madre. Se había levantado para ir al baño y la había encontrado en la sala de estar, con la cabeza apoyada entre las manos. Le había preguntado si estaba llorando y ella lo había negado con un gesto. Habían vuelto de Londres pocos días antes y, de noche, su madre no conseguía dormir. Entonces se había acercado a ella y le había puesto una mano en la cabeza. Habría querido llorar, pero ya lloraba ella bastante cada vez que volvían de Londres y, por eso, solo le había dado un beso y ella le había dicho aquello del milagro y, bruscamente, le había mandado a la cama. Como no quería, ella había perdido la paciencia: 

—Mira, Vasco, no me compliques la vida, no lo hagas también tú, ¿entendido? Vete a la cama. 

Entonces se fue, con todo el frío del suelo subiéndole por los pies desnudos, un frío que, aunque era verano, parecía paralizarle las rodillas, aquellas piernecitas de niño que nunca estaba quieto pero que en ese momento habría querido quedarse abrazado a su mamá, quedarse despierto junto a ella. Se había ido a la cama y, en la oscuridad del cuarto, había oído la respiración de Joana que dormía profundamente. También él cerró los ojos y comenzó a imitar aquella respiración. Cuando se adormeció, sobre su boca había quedado una especie de luz, la que se veía en todas las fotografías de cuando era niño. 

Miró el reloj. Intentó llamar de nuevo al dueño de la casa, dejó sonar el teléfono muchas veces, casi por inercia. No contestaba. Paciencia, tarde o temprano dejaría de llover. Lisboa no es una ciudad como las demás, hay días en los que en Lisboa todo dura poco, tanto el buen tiempo como el malo. Volvió a la ventana, pero esta vez se quedó tras los cristales. El perro seguía bajo la lluvia, pero esta vez, aunque no había abierto la ventana, se había vuelto enseguida hacia él y, con la lengua fuera por la que chorreaba la lluvia, parecía decirle: «Bonito, ¿verdad?». Y Vasco dos Santos le preguntó: «Bonito, ¿el qué?», y el perro respondió: «¿Cómo que el qué? Estar aquí, bajo la lluvia, delante de la casa de la vieja». 

—¿Diga? Hola, papá. ¿Todo bien? Yo también, gracias. Sí, sí, me gusta mucho. Vendrás a verla tarde o temprano, ¿no? Han pasado ya unos cuantos meses, aún era verano. Lo sé, me lo has dicho ya muchas veces, pero era lo que ella quería. Es verdad, yo también, pero si ella no hubiese querido yo no lo habría hecho. Mira, Rita ya no es una niña, quiere vivir sola. Sí, en esa casa. Sé que es demasiado grande para ella, pero es la casa en la que siempre ha vivido, es lo que quiere. Está bien, lo sé. No, Luciana no está, llega el viernes que viene. Lamentablemente hoy no puedo, está lloviendo dentro de casa, he puesto un barreño pero tengo que vaciarlo a menudo. ¿Ahí hace sol? No, aquí está jarreando y no parece que tenga intención de parar, no puedo arriesgarme. Sí, está bien, el domingo que viene. De acuerdo. Adiós. 

Se quedó con el teléfono en la mano ante el espejo del baño. «Si no la hubieras abandonado, a lo mejor no habría muerto», pensó, pero mientras lo hacía sacudió la cabeza, no le gustaban aquellos juegos y, además, desde hacía tiempo, estaba convencido de que la vida no valía nada, que lo mejor era despreciarla un poco. Como si contase algo el tiempo. Cada vez que tenía un ataque de asma, pensaba que se moría. Le cambiaba la expresión de los ojos, se había dado cuenta que se le ponía la expresión de quien no tiene aire para respirar. Lo analizaba de forma clínica. Nada de aire y los ojos desorbitados, como buscándolo. A su novia le daban taquicardias y a continuación la tosecita de cardiópata, y también a ella se le ponía la extraña expresión de miedo. Era una cuestión física, no solo de cabeza. En los últimos tiempos a su madre le pasada de todo, no podía tenerse en pie, perdía el equilibrio, en casa caminaba apoyándose por las paredes. Él la miraba conteniendo la respiración, luego ella se daba la vuelta y se echaba a reír, le hacía hasta una mueca como si quisiera tomarle el pelo. En los últimos meses de su enfermedad, había comenzado a pensar en la vida de otra forma. Pensar demasiado servía de poco, era mejor seguir adelante sin darle vueltas a las cosas, dejarlas pasar, reflexionar lo justo sobre el destino de los días. Y la fatalidad de los días era que pasaban uno tras otro, con o sin nosotros. Y si no contamos para los días, ¿para quién deberíamos contar? Le ponían unas inyecciones en la espina dorsal que no sabía cómo lograba soportar. Después, durante al menos una semana, le quedaba una marca hinchada que últimamente no se iba. Una vez le levantó la sábana mientras dormía. Tenía la espalda destrozada, pero cuando se despertaba intentaba reír y divertirse todo lo que podía. Tres semanas antes de morir, quiso hacer un viaje con sus hijos. «Pero ¿te apetece?», le había preguntado. Y ella había contestado: «Bueno, tampoco es que esté muriéndome, ¿no?». Y fueron a Austria porque ella tenía esa ilusión. 

Las fotografías de aquel viaje se quedaron en casa de Rita, uno de estos días tiene ir a coger alguna. Hay una en la que está haciendo el payaso, posando como una estrella de rock y riendo como una loca, solo ella ríe, sus hijos ni siquiera sonríen. Era finales de octubre, el 15 de noviembre moriría en el hospital, al alba, sin nadie a su lado. 

La primera vez que había soñado con ella había sido en Italia, en la casa de campo de la madre de su novia, a pocos kilómetros de Nápoles. Entraba en un edificio y comenzaba a subir las escaleras, pero no encontraba a nadie en ningún piso, hasta que empezó a oír voces y una melodía que venían de una puerta entornada. Entonces entró y, después de muchas habitaciones vacías, una tras otra, había llegado a una en la que estaba ella toda vestida de azul, con una especie de largo caftán, peinándose ante un espejo. «Me he cortado el pelo y ahora ya no sé cómo ponérmelo», estaba diciendo pensando que estaba sola. En cuanto la llamó ella salió a su encuentro. Lo primero que hizo fue abrirse la cremallera del vestido y mostrarle la espalda. «¿Has visto qué bien estoy ahora? Ha desaparecido todo, nada de nada». Y él había contestado: «Sí, la espalda suave de una niña», y ella lo había cogido de la mano y le había dicho que la siguiese a las otras habitaciones. «¿Por qué? ¿Quién está contigo?», le había preguntado. Y ella, ya casi corriendo, le había contestado: «He hecho realidad mi sueño: vivimos todos juntos, mamá, la tía… y ¿sabes qué hace la tía?», había susurrado. «No, ¿qué hace?», le había preguntado él. «¡Baila!», había exclamado ella haciendo una pirueta. «¿Baila?», había repetido incrédulo Vasco. «Sí, ¿no es increíble? Y, además, otra cosa, somos todos felicísimos y ponemos continuamente música como esta, ¿la oyes? Ay, cuánto me gustaba bailar cuando era joven, pero tu padre no me llevaba nunca, era negado. ¿Oyes que bonita melodía? ¿Te acuerdas de cómo llamaba yo a esta música que me gustaban tanto?». Vasco sonrío y, luego, a carajadas contestó: «Sí, la llamaba Broadway». «¡Bravo! —había dicho ella—, y ahora me apetece bailar una contigo. Eres alto, eres muy alto como tu padre, pero tú eres mucho más guapo». Y así se habían puesto a bailar mejilla contra mejilla, y ella olía a fruta, y, mientras bailaban, tenían los ojos cerrados para disfrutar mejor del baile y del abrazo. Y luego la música había terminado y ella había dicho: «Voilà», y él se había despertado junto a Luciana, que dormía. Entonces se acercó a ella, pero intentando no despertarla porque era aún de noche. Y ella, que tenía el sueño ligero, le había dicho: 

—¿Qué pasa? ¿No tienes sueño? 

—No, me he despertado. He tenido un sueño. 

—¿Bonito o feo? 

—He soñado por primera vez con mi madre. 

Abrió el cajón de la mesilla y sacó una fotografía. Era un automóvil de mentira, de esos que tienen un solo lado, de cartón piedra, y detrás había bancos en los que la gente se sentaba para hacerse una fotografía. La niña que ríe con un lazo en la cabeza es su madre, Maria do Ceu, las que están a su lado son su madre, la abuela Margarida a la que él no conoció nunca, y doña Ofelia. Y luego, detrás, hay dos viejas que parecen momias, pero no sabe quiénes son, tampoco su madre se acordaba. Una vez, de niño, le había dicho: 

—Ni siquiera sé si estaban allí cuando nos hicimos la foto. 

—¿Cómo que no lo sabes? —le había preguntado él asustado—. Y, entonces, ¿quiénes eran? 

—Y ¿quién sabe? —le había respondido ella—. Puede que almas de paso. 

Entonces él había mirado a su alrededor, y ella se había echado a reír tirándose a la cama con él encima. 

—¿Ves este vaso de agua? —le había dicho. 

—Sí, tengo sed —había contestado Vasco. 

—No, hijo, esa agua no se bebe, es agua que espera. Y lo hace despacito, ¿sabes? Un día tras otro y, después de muchos días, cuentas las burbujitas que se han formado dentro y así puedes saber cuántos enemigos tienes y lo potentes que son y cuánto daño te pueden hacer. 

Vasco cogió el vaso y se puso a mirarlo pegando la nariz al cristal.

—Si meto el dedo dentro y le doy vueltas rápido, ¿mueren los enemigos?

—No, Vasco. Esos son tremendos y hasta tienen dientes. Al final, el dedito te lo comen. 

—Yo quiero matarlos. 

—Entonces, míralos y diles que se vayan. 

—Idos, enemigos de mamá, ¡fuera!, ¡fuera! 

—Muy bien, así. Pero ya no pienses en ello, ¿sabes que se ha hecho tarde? Ahora nos vamos a dormir. 

—¿Duermo contigo? 

—Por esta noche, sí. 

—Pero esas dos viejecitas de la fotografía, ¿eran buenas o malas? 

—Buenas…, malas…, eran mitad y mitad. 

—¿Eran los enemigos del agua que espera? 

—Vete tú a saber, Vasco. Ahora, duérmete. 

Vasco hizo con los dedos el movimiento que hacen los jugadores de póker con las cartas para ver si les ha tocado una buena mano. Y detrás de la fotografía del automóvil salió otra. Esta la conocía bien, la había tenido en la mano muchas veces. Era la abuela Margarida en la cama del hospital poco antes de morir, junto a ella, posando para la fotografía, dos enfermeras que parecen de otro mundo, cuerpos de cera, ligeramente hinchados, como si hubieran hecho una larga inmersión en el agua junto a los peces. La abuela, en esa fotografía sonríe, le quedan pocos días de vida y aún sonríe a quien quiere inmortalizarla en aquel momento. Ya, pero ¿quién la habría hecho? ¿Quién va al hospital a hacer fotos de quien está a punto de morir? La abuela no conoció a los hijos de su hija. Tampoco su madre, como si el destino de ambas fuese dejar en esta tierra a sus propios hijos aún sin hijos… 

Seguía lloviendo y entonces volvió a tumbarse en la cama junto a la caja de las fotografías, que son pocas porque ha dejado aún muchas en casa de su hermana Rita. Vasco dos Santos hace las mudanzas así, dejando cosas por ahí mucho tiempo o en el maletero de su coche. Cada vez que lo abre, piensa: «Tarde o temprano tendré que subir todo esto». Pero ya no sabe siquiera qué hay dentro de esas cajas de cartón cerradas. Al final esas cajas se convierten solo en el silencio de las cosas, un maletero lleno. 

Su casa aún está vacía. No sabe si la llenará algún día, si será alguna vez una casa. Le gusta que esté así. Algunas veces la imagina llena, pero en un pasado en el que él no estaba, la casa de otros inquilinos, de otras historias. No le falta imaginación, pero es una imaginación que se guarda para sí, que olvida. 

Tumbado sobre la cama miró el techo. La superficie de una habitación, vista desde abajo, parece más pequeña de lo que es en realidad. Pensó en llenar el techo con las pocas cosas que había en su cuarto, pero le pareció que no podrían caber todas. 

Cerró los ojos, la lluvia había parado por el momento. Quien sabe por cuánto tiempo. Podría haber vaciado el barreño más tarde, o a lo mejor el agua habría rebosado sobre el parqué y él la habría secado. No hay nada irremediable. Le dio la risa, la fatalidad de los días, desde hacía tiempo le obsesionaba esta frase. La habría leído en alguna parte. En cualquier caso, era cierto, existía una fatalidad de los días, existía la fatalidad para cada cosa, y este pensamiento pareció calmarlo, quitarle todo el dolor. 

Tuvo la impresión de no respirar bien, pero fingió que no le asustaba demasiado. También el asma tiene su precio. Un asma adquirida para debilitarlo, que parecía perseguirlo. Los últimos días había tenido que llevarla en brazos en cada mínimo desplazamiento. Como una brizna de paja. Tan pequeña ya de por sí que, al final, casi ni pesaba. 

—Vasco, ¿puedes? 

—Claro, mamá, no pesas nada. 

De joven parecía una actriz norteamericana, si cierra los ojos la ve sonreír. ¿Por qué sonreías siempre cuando tu vida era tan triste? Le pareció verla, apoyada contra la puerta del armario que tenía delante, sacudir la cabeza, responderle: «Entonces, como estaba triste, ¿Tenía que resignarme? Vasco, cuando te resignas, estás acabado».