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© 2017, Araceli Samudio & Carolina Méndez

© 2017, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Abel Carretero Ernesto

Portada

María Alejandra Domínguez

Maquetación

Natalia Sánchez Visosa

Corrección

Jesús Espínola

Primera edición: Septiembre de 2017

ISBN: 978-84-17142-65-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

 

 

 

EPÍGRAFE

«Sin avisar, devastación inundará el suelo,

y las sombras se tragarán la claridad.

La calamidad se volverá natural,

y la justicia misma se verá amenazada.

 

Cuando la iniquidad parezca gobernar las almas,

y la última luz se haya extinguido en la Tierra,

dos razas distintas en sacrificio caerán,

y del final, el principio surgirá».

Profecía del Nuevo Origen.

 

 

 

AGRADECIMIENTOS

Antes que nada, queremos dar gracias a Dios por habernos puesto a una en el camino de la otra, conocernos ha sido una de las mejores cosas que nos ha pasado en la vida. Agradecemos también a nuestras familias el apoyo y la confianza que nos regalan día tras día.

Un GRACIAS enorme a todas y cada una de las personas que nos leen, que nos siguen, que nos regalan tanto cariño y apuestan tanto por nuestras historias, por nuestra amistad, por nuestros sueños. No lo hubiéramos logrado sin ustedes y queremos que sepan que los llevamos en nuestros corazones.

Y a Nova Casa Editorial, por confiar en nuestro trabajo, tanto de forma independiente como en este proyecto en el que estamos juntas. No solo han dado forma a nuestros sueños, sino que también han ayudado a concretar nuestro tan esperado abrazo.

A todos, muchas gracias.

Aralina.

 

 

 

PRÓLOGO

«Ángel de la guarda,

dulce compañía,

no me desampares,

ni de noche ni de día».

 

Esa era la oración que Elisa rezaba todas las noches antes de ir a dormir. Lo hacía con las manos juntitas y observando un velador con forma de ángel que le había regalado su madre cuando le enseñó aquella plegaria. Elisa le tenía miedo a la oscuridad, por tanto, su madre le había prometido que si dejaba encendida esa pequeña llama y le rezaba a su ángel antes de dormirse, nada malo le podría suceder.

Aquella mañana, cuando Elisa volvía de la escuela caminando de la mano de su madre, vio a aquel pequeño gatito sentado en el medio de la calle. A sus ocho años, pensó que ese no era un sitio seguro para que el gato estuviera descansando, así que simplemente se soltó de su madre y corrió hasta el animalito.

Lo que Elisa no alcanzó a ver fue el auto que se acercaba hacia ellos.

—¡Elisa! ¡No! —gritó histérica su madre al darse cuenta de que la niña se había soltado de su mano y ahora estaba en el medio de la calle.

Entonces, todo sucedió muy rápido. La mujer vio el auto pasar sin detenerse y gritó tan fuerte que todos los que estaban alrededor voltearon a ver qué sucedía, sin embargo, Elisa estaba sana y salva, completamente intacta al otro lado de la acera con el pequeño gatito en brazos y una expresión de sorpresa en el rostro.

De alguna inexplicable manera, el auto había dado un giro en el último segundo, esquivando así a la criatura que se encontraba a un escaso metro de distancia. Eso era lo que todos llegaron a ver, sin embargo, Elisa no encontraba la manera de describir lo que había sentido. Un fuerte tirón en su pecho, medio segundo después de haber cogido al gatito en brazos, la había hecho caer de bruces. Y entonces el vehículo que no había advertido pasó a su lado a toda velocidad.

Cuando giró a contemplar lo que casi había ocurrido, una silueta resplandeciente se encontraba a pocos pasos de ella. Era… extraño. Aquella figura, más que asustarla, le produjo una intensa sensación de paz. Era casi cegadora, por lo que tuvo que entrecerrar sus ojos, pero solo fue durante un corto momento, porque entonces la luminosidad menguó y pudo apreciar con claridad el rostro de un chico, en el cual refulgían como joyas un par de ojos violetas abiertos con la misma sorpresa que ella sentía.

—¡Elisa! Elisa, mi amor, ¿estás bien? —cuestionó su madre una vez que llegó a su lado, luciendo alterada por el incidente.

Las manos le temblaban, palpaba su rostro en busca de heridas, ladeaba su cabeza de un lado a otro y tocaba su torso para ver si no tenía magulladuras. Mientras tanto, Elisa no podía dejar de ver al adolescente frente a ella que le hacía señas para que guardara silencio.

Estaba pasmada, en shock, o eso creía su madre viendo dentro de sus ojos con mirada perdida. La multitud comenzó a acercarse también, y eso bastó para que la atención de Elisa se desviara del muchacho que irradiaba luz. Sus ojos se fueron posando en cada hombre y mujer que se aproximaban para preguntarle cómo se encontraba, si le dolía algo, si debían llamar a una ambulancia. Elisa solo negó con la cabeza, no le dolía el cuerpo, si acaso los raspones en las rodillas, pero nada más.

—Estoy bien —dijo en apenas un susurro. El susto le había resecado la garganta y los labios, por lo que tuvo que relamerlos.

El tenue maullido que tuvo origen en sus brazos hizo que se despabilara. Por un momento había olvidado por qué se encontraba tendida sobre la calle, pero ahora, viendo al gatito acurrucado contra su pecho, no pudo evitar sonreír.

—Mami, ¿nos podemos quedar con él? —preguntó con inocencia, elevando su vista hacia la mujer que no dejaba de besar su cabeza.

Su madre, todavía asustada, asintió. El alivio comenzaba a derramarse por sus venas.

—Claro, pequeña. Vamos a casa. —Se puso de pie y ayudó a su hija a incorporarse antes de atraerla contra su costado. Agradeciendo a los que aún curioseaban la escena, Elisa y su madre retomaron su camino a casa.

Solo habían avanzado un par de pasos cuando, la niña, sintiéndose observada, miró sobre su hombro y se encontró con que el extraño muchacho las seguía a escasa distancia. Estuvo a punto de decírselo a su madre, de contarle acerca del chico que irradiaba luz como un faro, pero entonces él sonrió y aquel gesto la volvió a llenar de esa sensación de paz previamente experimentada, por lo que no dijo nada; solo pudo devolverle la sonrisa antes de volver la vista a su camino.

En el fondo, Elisa sentía que nadie más se había percatado de su presencia y no quería meterlo en problemas.

 

 

Caliel observaba a Elisa dormir tranquilamente. Estaba sentado al pie de la cama, velando por sus sueños. Le gustaba la noche, pues eran esas horas las que utilizaba para meditar o pensar en lo que estaba viviendo: el sueño de toda su existencia.

Caliel había nacido en el seno de una familia de ángeles de la primera jerarquía. Su padre y su madre eran querubines, al igual que sus hermanos, tíos y primos. Los querubines eran los guardianes de la luz y las estrellas. Su luz divina era capaz de filtrarse desde el cielo para tocar las vidas de los hombres, pero Caliel siempre se había sentido diferente. Desde muy pequeño se había visto atraído por los humanos y todo el misterio que conllevaba la existencia de los mismos; le gustaba juntarse con ángeles guardianes retirados y escuchar sus historias de cuando andaban de servicio por el mundo.

Cuando les comentó a sus padres que había decidido unirse a la Legión de Ángeles Guardianes, pensó que no estarían de acuerdo, sin embargo, ellos lo aceptaron sin objeciones. Así eran los seres celestiales, sus vidas eran armónicas y no sabían de sentimientos negativos. Aun así, no escapó a las bromas de su hermano mayor, ya que a este le parecía sumamente extraño que alguien perteneciente a la primera jerarquía angelical quisiera formar parte de la tercera. De todas formas, no dudaron en apoyarlo y darle ánimos.

Caliel ingresó a la legión que deseaba y se graduó con honores. Fue el mejor de su clase y durante el tiempo que siguió se preparó con ahínco, haciendo prácticas y acompañando a ángeles en servicio para aprender de cerca todo respecto a su futura función.

Al terminar su entrenamiento, se le entregó —como al resto de sus compañeros— una tarjeta con un código correspondiente al número bajo el cual nacería su protegido o protegida. A las almas humanas preparadas para nacer en la Tierra, también se les asignaba un código, y en el mismo instante en que se realizaba la concepción de un nuevo ser, el alma era asignada a un nuevo cuerpo. Era en ese mismo momento en el cual comenzaba a vibrar la tarjeta del guardián que tenía dicho código, entonces este debía presentarse en las oficinas de las Potestades —ángeles de la segunda jerarquía—, que se encargaban de las muertes y nacimientos de las almas humanas.

Caliel había estado esperando entusiasmado ese día, feliz de poder al fin conocer al alma humana que le tocaría cuidar. Sabía que acompañaría a esa persona hasta el final de sus días y luego le tocaría volver al cielo por unas vacaciones, después de las cuales se le asignaría otro código para asistir a un nuevo humano. Sin embargo, todos los ángeles de la guarda que había conocido, decían no poder olvidar a su primer protegido y siempre lo recordaban con muchísimo cariño. Así, Caliel, desde que se alistó como ángel guardián, ya podía sentir el amor puro que le inspiraba ese ser a quien aún no conocía.

La emoción que lo embargó cuando su tarjeta vibró fue fantástica. Entonces le tocó acompañar en la Tierra a su protegida desde su gestación en el vientre materno. Durante el embarazo, la mujer era acompañada por dos ángeles guardianes: el de sí misma y el de la criatura en camino.

Así conoció a Aniel, el ángel guardián de la madre de Elisa. Era un ángel que llevaba mucho tiempo de servicio y que le había instruido muchísimo durante esos meses que le tocó acompañarlo. Aniel le había contado que, durante un breve periodo de tiempo, los bebés humanos eran capaces de verlos. Aquello sucedía porque sus almas aún eran puras y, además, como no hablaban, no podían descubrirlos. Le había dicho que era una etapa divertida y que había que aprovecharla, pues los bebés solían reír y manotear mientras jugaban con ellos intentando atraparlos o deslumbrados por su brillo.

Caliel había sido un alumno aplicado durante su época como estudiante y un aprendiz eficiente durante sus prácticas. Se había leído todos los libros y enciclopedias sobre los humanos: Cómo proteger a humanos despistados, Las necesidades fisiológicas de los seres humanos de acuerdo con su edad biológica, El ser humano (tomos uno, dos, tres, cuatro y cinco), El humano y el amor, Todo lo que debes saber de tu humano favorito, y un montón de libros más. Sin embargo, nada lo había preparado para aquel momento en el que se vio reflejado en la mirada asustada y confundida de una niña de ocho años que lo miraba con curiosidad.

Elisa ya había crecido… y aun así podía verlo.

Ese mismo día, cuando finalmente, la niña fue acostada y arropada por su madre para dormir y, una vez que esta salió del cuarto, Caliel se sentó en la cama, como siempre, a contemplar una vez más su momento favorito del día: cuando la niña rezaba su oración al Ángel de la Guarda.

Cuando Elisa terminó, se incorporó y lo observó sorprendida durante algunos segundos, entonces sonrió y exclamó divertida:

—¡Eres mucho más brillante que mi velador de angelito!

Caliel le devolvió la sonrisa aún asombrado.

—Entonces, ¿de verdad me puedes ver? —preguntó y Elisa asintió.

—¡Brillas muchísimo! —añadió—. Ahora ya no tendré miedo a la oscuridad. ¿Cómo te llamas?

—Caliel —respondió el ángel. La niña arrugó las cejas confundida.

—¿Qué clase de nombre es ese? —quiso saber.

—Un nombre... ¿de ángel? —respondió Caliel sin comprender del todo su pregunta.

—¿Eres un ángel? —cuestionó ella incrédula. Él asintió sonriendo—. ¡Genial! Caliel —repitió—. Suena muy raro. Me gusta más Chispita. ¡Yo te llamaré así! —exclamó asintiendo orgullosa por lo que acababa de decir.

—Pero ese no es mi nombre. Además, no me gusta —respondió Caliel negando divertido. Elisa era ocurrente y a él eso lo hacía reír.

—Mi mamá me dijo que yo podía ponerle a mi ángel el nombre que quisiera, así que para mí serás Chispita.

—Eso es porque tu mamá no sabe que puedes verme y hablar conmigo, Elisa. Pero, ya que lo puedes hacer, deberías llamarme por mi nombre.

—¿Tú cómo sabes mi nombre?

—Soy tu ángel de la guarda —dijo él, arrancándole a la niña un gritito de emoción—. Y así como yo te llamo por tu nombre, tú deberías llamarme por el mío.

Elisa volvió a arrugar el ceño y sacudió la cabeza de un lado a otro.

—¡Es que suena muy raro! —exclamó frunciendo los labios—. Cuando me imaginaba a mi ángel de la guarda, lo pensaba como una niña rubia, con un vestido rosado lleno de volantes, un par de alas de algodón, el pelo largo y una varita en forma de estrella —añadió soñadora.

—Eso se parece más a un hada madrina —sonrió Caliel.

—Bueno, supongo que tendré que acostumbrarme a ti —dijo Elisa encogiéndose de hombros—. Después de todo me has salvado la vida hoy, a mí y a Bigotino, así que supongo que eres un buen ángel. —Asintió pensativa. Observó al chico frente a ella con curiosidad, y entonces se percató de que algo le faltaba—. ¿Por qué no tienes alas? —preguntó de repente recelosa.

—Las tengo, pero no las puedes ver. Cuando venimos a la Tierra se hacen más livianas y se vuelven invisibles, ya que aquí no las necesitamos.

—¡Qué aburrido! ¿De qué serviría ser un ángel si no tienes alas?

Caliel sonrió y negó con la cabeza. Le agradaba la conversación tan ingenua que estaba teniendo con Elisa. Ella parecía nada más aceptarlo, como si poder verlo fuera algo natural.

—Bien, Elisa. Creo que debes dormir ahora —añadió intentando calmarla. Sabía que esa niña estaba llena de energía y que si no dormía enseguida, probablemente se pasaría toda la noche llenándolo de preguntas.

—Hmmm... ¿Te sabes algún cuento? —quiso saber ella recostándose de nuevo.

—¿Te gustaría uno sobre ángeles encargados de encender las estrellas en la noche?

Elisa asintió entusiasmada.

—¿Me cuidarás toda la noche, Chispita?

—Sí, pero mi nombre es Caliel… Recuérdalo —insistió el ángel.

—¿Y estarás mañana cuando despierte? —preguntó ella ignorando el comentario del ángel.

—Estaré aquí siempre —asintió tiernamente—. Soy tu ángel de la guarda.

—Bien… Eso me agrada —añadió sonriendo—. ¡Cuéntame ese cuento entonces! —exclamó y Caliel procedió a contarle una historia sobre querubines en el cielo.

Cuando terminó algunos minutos después, Elisa ya tenía los ojos cerrados y respiraba de forma pausada.

—Buenas noches, Elisa —dijo pensando que ya dormía.

—Buenas noches, Chispita —respondió la niña adormilada.

 

 

—Caliel, Caliel… ¿Dónde estás? —canturreaba Elisa encerrada en su habitación.

Se encontraba de pie en el centro del cuarto mirando hacia el techo y girando sin parar. Podía sentir que comenzaba a marearse y, aunque sabía que podía caer en cualquier momento, no paró; amaba esa sensación. Tenía una sonrisa enorme plantada en el rostro y no podía parar de reír. A pesar de tener ya diecisiete años, le gustaba sentirse todavía como una niña.

—Si dejaras de girar solo un segundo, te darías cuenta de que estoy justo frente a ti —escuchó que decía el ángel.

La castaña dejó de jugar en aquel momento. Se detuvo y sintió que ahora era el mundo el que giraba a su alrededor. Trató de fijar la vista en su amigo —que la acompañaba desde hacía doce años—, quien estaba sentado en el borde de su cama, pero falló. Lo veía moverse de un lado a otro, a él y a sus dos clones productos del mareo. Se acercó para dejarse caer sobre la cama y volvió a reír.

—No te vi cuando entré —dijo ella, echando los antebrazos sobre su rostro—. Pensé que te habías hartado de mí y al fin te habías ido.

Escuchó la risa musical del ángel.

—No es tan fácil.

—¿O sea, que me dejarías si pudieras? —dramatizó la muchacha mirando por fin a su acompañante—. ¡Yo sé que me abandonarías en cuanto tuvieras oportunidad!

Se llevó ambas manos al pecho, fingiendo dolor, y Caliel negó lentamente sonriendo.

—Te encanta exagerar.

—Y a ti ser serio. Moriría por verte perder los papeles por lo menos una vez en tu vida. Gritar, enojarte… Cosas que un chico normal haría. —El ángel elevó una ceja al escucharla y ella bufó—. Sí, lo sé, no eres normal. Tú eres un ángel de la guarda…

—Tu ángel de la guarda —corrigió él.

—… y no haces cosas como perder el control. Lo sé —suspiró con pesar.

Elisa se incorporó sentándose en el borde del colchón, junto a Caliel, y recargó su cabeza contra su frío y duro hombro.

Mucho tiempo le había tomado a Elisa acostumbrarse a que, a pesar de la luz que solía irradiar, su piel fuera fría. Era como tocar una estatua de cristal. Su piel al tacto era dura, lisa y fresca, al igual que sus ropas blancas y su cabello. Cuando había cuestionado al ángel sobre esto, él había dicho que para él era lo mismo; no sentía la calidez en la piel de ella. No sabían la razón, simplemente que así era.

—¿Qué te agobia? —preguntó el ángel después de algunos segundos en silencio.

Le extrañaba que la siempre alegre e hiperactiva de su protegida pudiera permanecer más de diez segundos calmada y en silencio. Elisa sonrió con tristeza. Imaginó que él sabría qué era lo que le pasaba —siempre lo sabía—, pero deseaba escuchárselo decir a ella.

—Mis papás —fue su simple respuesta—. Han vuelto a pelear.

Hizo una mueca de dolor que su amigo no alcanzó a ver y volvió a dejarse caer contra el colchón. No sabía por qué seguía afectándole tanto. Sabía que sus padres ya no se amaban, aunque intentaran aparentar frente a ella. De hecho el amor era algo raro de ver ahora en la época que vivía. El amor, la compasión, la bondad… Todo eso parecía ser cosa del pasado. Cada vez había más guerras, muertes, traiciones, sufrimiento, y aquello era algo que oprimía el corazón de la chica. Ni siquiera soportaba ver los noticieros, se consideraba alguien en extremo emotiva, y todos los sucesos actuales tocaban su fibra más sensible.

Elisa escuchó a Caliel tomar aire, seguramente para decirle algo, pero se vieron interrumpidos por los gritos amortiguados que venían del pasillo.

—Y ahí van de nuevo —dijo resignada la chica. Se puso de pie para tomar un cambio de ropa y miró por encima de su hombro. El dolor estaba ahí, grabado en sus pupilas—. Voy a darme una ducha.

—Aquí te espero —avisó su guardián.

Quince minutos después, cuando la puerta del cuarto fue abierta de nuevo y Elisa entró saltando, Caliel se sintió aliviado. La tristeza se había ido de sus ojos y volvía a ser esa chica de siempre, la alegre que sabía cómo hacerlo reír.

—Hay que hacer algo hoy, Chispita. No quiero estar más encerrada. —Se dejó caer al lado del ángel y cruzó sus piernas al tiempo que él negaba con la cabeza.

—Pensé que habías olvidado ese apodo tan infantil.

Elisa frunció el ceño al escucharlo y asintió con lentitud.

—Tienes razón, es demasiado infantil… —Caliel sonrió aliviado—. Así que de ahora en adelante simplemente serás Chispa —asintió conforme con el cambio y Caliel volvió a suspirar, resignado.

—Como sea. ¿Qué quieres hacer hoy?

—No lo sé. El otro día venía caminando del colegio y vi el aparador de la pastelería, esa que queda a dos manzanas de la escuela. ¡Había un pastel que lucía delicioso! —Abrió los brazos dejándose caer hacia atrás y el ángel rio—. Quiero ir por uno así. ¿Qué dices?

—¿Acaso tengo opción?

Elisa se incorporó sobre sus codos y ladeó la cabeza sonriendo.

—Supongo que no. Vamos entonces.

Iban ya de regreso a casa cuando el sol estaba a punto de ocultarse por completo. Elisa había comprado un trozo de pastel y unas cuantas galletas, las cuales llevaba en una pequeña bolsa café que colgaba de sus dedos. Había estado dentro de la panadería contemplando todo el surtido y mirando de vez en cuando a Caliel a su lado para bromear, olvidando que era su ángel de la guarda y que nadie más que ella podía verlo.

Le pasaba bastante seguido. Hablaba con él sin reparar en quien estuviera a su alrededor, y aquello la había privado de tener muchas amistades. La creían loca. Los vecinos, sus compañeros de escuela, incluso sus padres pensaban que había algo mal con ella. Y Elisa… Ella ya ni siquiera intentaba encajar, solo se sentía cercana a su ángel, quien era su mejor amigo.

—Creo que deberíamos rodear la cuadra —escuchó que decía Caliel.

Elisa despegó la vista de la acera bajo sus pies y observó al grupo de chicos que se reunían un poco más adelante. Prácticamente ya era de noche. Las calles estaban oscuras y en la vecindad donde vivía no todos los faros servían, lo que dejaba gran parte del camino en las sombras.

Estuvo a punto de negarse a la sugerencia de su ángel —la verdad es que no tenía ganas de rodear—, pero entonces recordó que él, de alguna extraña manera, podía oler el peligro, y terminó por asentir.

—Está bien —dijo con voz queda.

Giró sobre sus talones para comenzar a darse la vuelta, cuando escuchó a uno de ellos llamarla. Casi como por acto reflejo tomó entre sus dedos el pequeño dije con forma de ángel que descansaba sobre su pecho. Su abuela se lo había regalado siendo apenas una nenita y le había prometido que la protegería siempre, y en aquel momento necesitaba sentirse protegida, aunque contara con Caliel también.

—Sigue caminando —la instó Caliel.

Elisa obedeció sin chistar, pero entonces la voz del chico que la había llamado se elevó… y se le unieron un par más. Le gritaban cosas obscenas, supuestos cumplidos que a ella la asqueaban. Si tan solo ellos hubieran podido ver al ángel que la acompañaba, estaba segura de que se lo habrían pensado dos veces antes de ser tan groseros.

Lamentablemente, la única que podía verlo era Elisa; los demás veían a una linda adolescente caminando sola en la calle durante la noche.

Un nudo se le formó en la garganta al escuchar que las voces se volvían más claras. Habían comenzado a avanzar y se acercaban con rapidez. Elisa estaba asustada. Caminaba aprisa con Caliel a su lado, pero él no parecía que fuera a hacer o decir nada.

—Ven, preciosa. Solo queremos conversar —dijo uno de ellos ya demasiado cerca.

Podía oír la burla en su voz. Podía notar el conocimiento que tenía él de que la estaba asustando… y el placer que esto le producía. Seguramente el generarle terror lo hacía sentir con más poder, y aquello era peligroso.

La chica apretó el paso y aferró con más fuerza la bolsa entre sus dedos. Ya estaba a punto de doblar la esquina y llegar al bulevar iluminado, donde era más que seguro; donde ellos no se atreverían a dañarla.

Escuchó los autos pasar a pocos metros y el alivio comenzó a bañar su interior como un bálsamo, a apagar el temor. Empezó a saborear la sensación de saberse segura, liberada, pero entonces unos fuertes dedos encadenaron su muñeca e hicieron que el pánico congelara su sangre.

 

 

Caliel volvió a sentir esa sensación de angustia instalándose en su interior. No era la primera vez que le sucedía y creía que tenía que ver con la imperiosa necesidad de defender a Elisa. Sin embargo, era esa misma sensación la que lo había llevado a actuar el día del accidente, cuando ella era tan solo una niña.

Podía ver con claridad los dedos del muchacho atrapar la muñeca de la joven, así como también palpar el terror que la estaba tomando presa en ese momento. Los demás se acercaban a ella y pronto no habría escapatoria. Sus sentidos —más desarrollados que los de los humanos—, lo llevaban a percibir que una patrulla se acercaba y que en algunos minutos más estaría en el sitio, pero era probable que fuera más tiempo del que esos chicos necesitaban para hacerle algún daño a Elisa.

Necesitaba intervenir. Sabía que no debía hacerlo, conocía las reglas al pie de la letra, pero en aquel momento debía hacer algo con urgencia antes de que su protegida resultara herida, afectada de verdad.

Fue por eso mismo que, concentrándose, utilizando la potencia de la energía que residía en él, hizo que uno de los focos —el que estaba justo sobre la cabeza del chico que sujetaba a Elisa— estallara con facilidad. La explosión de la bombilla causó que los vidrios cayeran destrozados alcanzando a algunos de los muchachos que gritaron ante la sorpresa y el fuerte estallido. Entonces, el chico que la retenía la soltó y Caliel aprovechó para impulsarla a huir.

—¡Corre! —exclamó junto a su oído, pero Elisa estaba petrificada por el susto—. ¡Vamos, Elisa, corre! —insistió con algo parecido a la desesperación.

La chica sintió una fuerza cálida que la envolvía haciéndola volver en sí y echó a correr justo en el momento en que las luces de la patrulla se acercaban a la zona. Los muchachos, al percatarse de la presencia de la policía, empezaron a dispersarse entre las calles oscuras, olvidando por completo a Elisa y las despreciables intenciones que tenían para con ella. La joven corrió por cinco cuadras sin detenerse, movida por la adrenalina y el temor que la habían inundado minutos atrás. Caliel intentaba que se detuviera diciéndole que ya estaba fuera de peligro, pero ella seguía corriendo y no pensaba parar hasta llegar a su hogar.

Una vez allí, intentó abrir la puerta lo más rápido posible, pero tenía el cerrojo echado y las manos le temblaban al intentar ingresar la llave a la cerradura.

—¡Cálmate! Ya estás a salvo, Elisa —repetía Caliel. Sin embargo, Elisa parecía no escucharlo.

Una vez que la llave entró y se vio en la seguridad de su casa, la chica se encaminó directo a su habitación. Abrió la puerta, ingresó y luego la cerró de golpe, como si con ese gesto pudiera dejar a Caliel afuera. El ángel —que ya la conocía de sobra— sabía que estaba enfadada, así que luego de darle unos minutos para que se calmara, entró tras ella como siempre y sin necesidad de abrir la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó al verla sentada en la cama sollozando.

Elisa alzó el rostro luciendo furiosa y con los ojos colorados por el llanto.

—¡Me asusté mucho! ¡Estaba aterrada y no hiciste nada! —gritó enfadada. No dejaba de frotar el dije entre sus dedos—. ¿Para qué quiero un ángel de la guarda si no me va a cuidar? ¡Mejor sería contratarme un guardaespaldas! —exclamó. Caliel solo suspiró y negó con la cabeza.

—Sabes que existen reglas, Elisa. Te las he explicado un millón de veces.

—Me pudieron haber hecho cualquier cosa, me pudieron haber matado —dijo ella sin dejarlo terminar—. Podrían haberme descuartizado y meter los pedazos en bolsas, repartirlos por toda la ciudad y nunca nadie encontraría mi cadáver. ¿Y tú? ¡Simplemente te hubieras quedado allí a mirar el espectáculo! —gritó exasperada.

Caliel no respondió, se quedó allí unos minutos en silencio hasta sentir que ella empezaba a tranquilizarse. Era inútil discutir con Elisa enfadada; no escuchaba razones.

—Mira —dijo al sentirla mejor—. Se supone que los ángeles de la guarda estamos para cuidar de nuestros protegidos, pero no podemos intervenir en sus destinos. Cuando un ángel visualiza el peligro, intenta advertírselo al humano por medio de una sensación intensa que ustedes conocen como «presentimiento». Entonces es el humano quien decide seguir esa sensación o hacer caso omiso de ella. En nuestro extraño caso, yo puedo hablarte y tú me oyes. Te advertí del peligro cuando te dije que rodeáramos la cuadra.

—Sí, pero fue demasiado tarde. ¿Acaso andan mal tus sensores? —insistió ella molesta.

—Quizás debía suceder, Elisa. Tienes que entender que hay momentos en que las cosas simplemente deben suceder. Se supone que son para crecimiento de la persona.

—¿Qué clase de crecimiento podría darme una situación como esta? —preguntó la chica mirándolo incrédula—. ¡Podrían haberme violado!

—¡No sé por qué te estás quejando tanto! —exclamó Caliel levantándose y dando algunos pasos alrededor de la habitación. Se suponía que los ángeles no podían experimentar sensaciones negativas como el enfado, pero a esas alturas él había descubierto que Elisa podía hacerle experimentar ciertas emociones o sensaciones que se suponía no eran propiamente angelicales.

—¡¿Y todavía lo preguntas?! Dime con quién debo hablar. ¿Cómo puedo llamar a Dios? ¿No puedo pedir un reemplazo? —cuestionó Elisa sabiendo que lo molestaba siempre que decía aquello.

—¿Cómo crees que sucedió lo del foco? —Caliel se había acercado mucho a ella y mirándola fijamente dijo aquello casi en un susurro—. Se supone que no debía intervenir y lo hice. Lo hice para darte tiempo a escapar y para que llegara la patrulla que estaba cerca.

—¿El foco? ¡Eso fue una casualidad! —exclamó ella.

—Las casualidades no existen, Elisa. A estas alturas deberías saberlo de sobra —respondió exasperado—. Si los superiores se dieran cuenta de que he intervenido de nuevo, podrían sancionarme. Entonces quizás podría llegar tu tan ansiado reemplazo y, finalmente, te librarías de mí.

Escucharlo decir aquello heló la sangre de Elisa. La idea de perderlo… No podía siquiera pensar en aquello. No, ella no quería un reemplazo; no quería a nadie que no fuera Caliel. Además, sería horrible tener que acostumbrarse de nuevo a otro ángel, uno que quizá no la entendiera tanto como lo hacía él. Elisa se sentía afortunada de tener como ángel a Caliel y de poder verlo, hablar con él. No le gustaba molestarlo a menos que fuera en broma, así que, tomando una profunda respiración, trató de relajarse.

Residuos del pánico anterior continuaban pululando en su interior, pero ya no era tan intenso como antes, por lo que pudo comenzar a notar cómo su corazón retomaba su ritmo normal y sus músculos se relajaban gradualmente. Mordió su labio inferior sintiéndose culpable por haberle gritado a Caliel y lo miró por debajo de sus pestañas. Él la observaba impertérrito. Estaba de pie a unos pasos de donde ella se hallaba sentada y tenía los brazos cruzados sobre el torso. Parecía tan peligroso… y Elisa no pudo evitar sonreír al pensar que en realidad no mataba ni una mosca.

—¿En serio lo hiciste tú? —preguntó mucho más serena y asustada ante la idea de perderlo.

—Sí… y no es la primera vez —confesó entonces Caliel.

—¿Qué? —Elisa enarcó las cejas sorprendida.

El ángel nunca solía intervenir de forma física. Solía recordarle o aconsejarle sobre lo que tenía que hacer o lo que no, pero no iba más de eso. Por eso Elisa lo había regañado cuando, en una tarde de verano, cayó de la bicicleta haciéndose un enorme raspón en la rodilla, o la vez que casi se había roto un brazo cuando la rama del árbol donde estaba columpiándose se quebró dejándola caer desde una gran altura. Elisa siempre le recriminaba esa clase de situaciones, pues ella pensaba que él estaba para evitárselas, aunque él repetía que no podía intervenir.

—El día del accidente, fui yo quien te empujé, ¿recuerdas? —preguntó Caliel de nuevo hablando en susurros. Elisa asintió al recordar aquella energía que la hizo prácticamente volar hasta la vereda y que la puso a salvo—. Aquella vez fui llamado a dar una explicación acerca de mi actuación —informó, haciendo que Elisa inhalara con brusquedad, estupefacta—. Fui advertido por los superiores y me dijeron que no debía volver a intervenir. Lo dejaron pasar por ser un novato, porque tú eres mi primera encomendada —concluyó.

La chica se puso de pie de inmediato y se arrojó a sus brazos, conmovida por aquello que le estaba contando.

—¡Oh, Caliel! ¡Perdóname! —pidió aferrándose a él efusivamente.

Ella solía abrazarlo con frecuencia y aunque le parecía rara la sensación que le generaba su cuerpo —como si abrazara a una escultura de cristal—, era su forma de expresarle su cariño y agradecimiento. Sin embargo, Caliel no podía sentir la parte física del abrazo, solo la emocional, los sentimientos que bullían en el pecho de Elisa, y eso le gustaba.

Ella era intensa, se enfadaba mucho, pero al segundo estaba pidiéndole disculpas y abrazándolo. Era espontánea y muy efusiva. Caliel aún no se acostumbraba del todo a esas expresiones de cariño de Elisa, y aunque no sucedían a menudo, cuando pasaban, lo hacían sentirse de alguna forma amilanado, perdido, superado. Aun así, fueron varias las ocasiones en las cuales se encontró pensando en cómo se sentiría el abrazo humano, pues en ninguno de los libros que había leído se explicaban las sensaciones físicas, ya que ellos no las tenían y, por tanto, no las podían entender.

A menos, claro, que poseyeran un cuerpo humano, pero aquello estaba estrictamente prohibido y penado con exilio, el destierro celestial.

—¡No quiero que te reemplacen! ¿Te meterás en problemas por lo del foco? —preguntó Elisa asustada mientras se apartaba un poco para volver a mirarlo.

—Espero que no —respondió él con sinceridad y con una sonrisa que intentaba tranquilizarla—. Últimamente, con todos los problemas que están habiendo en la Tierra, los superiores andan bastante ocupados. Espero haber cuadrado bien los tiempos como para hacerlo parecer un accidente. Además, la policía estaba cerca y puede que todo haya sucedido lo suficientemente rápido como para que no lo notaran.

—Entonces deberíamos dejar de hablar de esto, ¿no es así? —preguntó Elisa mirando alrededor como si alguien pudiera oírlos.

—Sería lo mejor —respondió Caliel asintiendo, sonriendo enternecido ante la reacción de su protegida.

—Bien, eso es bueno… porque quiero comer mi pastel que espero no se haya echado a perder. —Sonrió buscando la bolsa que al entrar había dejado tirada sobre la cama—. Voy a la cocina por una cuchara, ¿me acompañas? —Caliel asintió alegre. Ya estaba de regreso esa chica espontánea y divertida.

Una vez en la cocina, Elisa se percató del silencio reinante en la casa.

—¿Dónde estarán mis padres? —preguntó a Caliel mientras hurgaba en el cajón de los cubiertos.

—No lo sé, no soy adivino —respondió el ángel.

—Mmm, mejor así —murmuró la muchacha tomando asiento y empezando a saborear su postre. Caliel la observó divertido, verla comer era una de las cosas que más le agradaba, solía hacer caras y gestos cuando la comida era de su agrado o también cuando no le gustaba—. Esto está delicioso, ¿quieres probar? —inquirió Elisa acercando la cuchara con un trozo de pastel al rostro de Caliel. Siempre lo hacía, a pesar de saber que él no podía ingerir bocado alguno.

—¿A qué sabe? —quiso saber Caliel.

—Chocolate y crema —exclamó la chica llevándose otro pedazo de pastel a la boca.

—El chocolate es dulce y la crema suave —repitió Caliel como si estuviera repasando una lección, ella asintió. Estaba acostumbrada a que él le preguntara sobre el sabor de las comidas—. Quisiera probar el chocolate —admitió el ángel pensativo.

—Yo quisiera poder vivir sin comer, como lo haces tú. ¿Sabes lo feliz que seríamos las chicas si pudiéramos lograrlo? —preguntó ella en broma. Caliel negó con la cabeza sonriendo.

—El ser humano nunca está conforme con lo que tiene —replicó con seriedad—. Yo quisiera poder probar el chocolate, la crema y las frutas —agregó.

—Mmm… Es lo que digo yo, los ángeles nunca están conformes con lo que tienen —bromeó Elisa remedando la actitud de Caliel, por lo que ambos terminaron riendo divertidos.

 

 

Elisa al fin había salido de clases e iba caminando rumbo a su casa con Caliel a su lado. Tenía los auriculares puestos mientras hablaba con él, de esa forma la gente que la mirara pensaría que cantaba alguna canción o que hablaba por teléfono con los audífonos manos libres, y no lo que la mayoría de las personas pensaban al verla hablar sola: que estaba loca. No le importaba. Mientras tuviera a su ángel a su lado, le daba igual lo que pensaran los demás. La única opinión que contaba para Elisa era aquella que Caliel tuviera.

—Solo tengo ganas de llegar, comer y dormir —se quejó cuando ya quedaba un trecho corto por recorrer.

Caliel rio con esa ligereza que lo caracterizaba y sacudió la cabeza. Cada vez que venían del colegio ella decía lo mismo, sin embargo, llegaba y lo primero que hacía era encender la televisión y poner una película. Entonces, como sus padres no solían encontrarse cuando regresaba, calentaba algo en el microondas y se lo llevaba a la sala de estar, donde lo engullía al tiempo que veía la cinta.

Cuando al fin llegaron y Elisa se dirigió a la televisión, Caliel sonrió para sus adentros. La conocía como a la palma de su mano.

—Espero que no hayan dejado pollo otra vez. Ya estoy harta de comer eso —le dijo—. Siento que me saldrán plumas en cualquier momento. —Entró riendo a la cocina por su ocurrencia y se detuvo en seco al ver a sus padres sentados en la mesa del comedor. Estaban comiendo pollo con arroz.

—Creo que hay pizza del fin de semana en el congelador —dijo su padre conciliador.

Elisa soltó la carcajada al escucharlo y se acercó a besar su mejilla.

—Hola, papi. Hola, ma. ¿Qué hacen acá tan temprano? —cuestionó encaminándose al refrigerador. Recordaba haber visto algo de fruta en la mañana antes de partir rumbo al colegio, así que decidió comer un poco de eso.

—Hoy es la fiesta de tu tía Gertrudis. Tu padre y yo quedamos en que le ayudaríamos a ella y a tu tío a preparar todo —dijo su madre.

—Oh, bueno. Que les vaya bien. —Elisa giró con un plato lleno de fruta entre las manos y sonrió.

—Pero si tú también vendrás con nosotros —informó su padre, a lo que Elisa hizo un gesto de horror.

—¿Qué? ¡No! P-pero… ¿no puedo quedarme aquí?

—No —cortó su mamá—. Alístate que nos vamos en una hora.

—¡Pero tengo planes! —exclamó ella pisoteando como una niña pequeña. No podía creer que la quisieran obligar a asistir.

—Por lo mismo te avisamos con tiempo —murmuró su padre acabando lo último de su comida.

Elisa lo miró frunciendo el ceño y sacudió la cabeza.

—No es verdad, no me dijeron nada.

—Sí lo hicieron —refutó Caliel a su lado.

Elisa lo miró mal y lo hizo callar colocando un dedo sobre sus labios.

—Tú calladito, ¿sí?

Sus padres se miraron entre ellos antes de fijar de nuevo la vista en su hija, quien solía hablar con la nada más a menudo de lo que podía considerarse normal.

—Sí lo hicimos —contestó su madre poniéndose de pie—. Y si pudieras evitar hablar sola frente a tus tíos y primos, te estaré muy agradecida.

Fue entonces a colocar su plato y el de su esposo sobre el lavabo y Elisa se mordió el interior de la mejilla. Había olvidado una vez más que ella era la única que podía ver a Caliel.

—Bien.

—Ahora ve a vestirte que ya perdiste mucho tiempo hablando con nosotros… y solo Dios sabe quién más.

Elisa rodó los ojos al escuchar a su madre y pisoteó hasta el final del pasillo, donde se hallaba su habitación. Cerró la puerta con fuerza tras ella y colocó el plato sobre su tocador.

—A veces, en serio, odio ser la única que te puede ver —refunfuñó al ver a Caliel cruzar la puerta como si nada. Él sonrió al escucharla y se sentó en el borde de la cama.

—Me imagino que es algo frustrante que te vean hablar sola.

—¿Frustrante? —Ella bufó—. ¡Mis propios padres creen que estoy loca! Creen que consumo drogas, ¿sabes? Y ahora eso es tan normal que no me piden que las deje o algo por el estilo. Odio en lo que se ha ido convirtiendo este mundo —finalizó con pesar.

El ángel hizo una mueca al verla cabizbaja, pero era verdad. Durante todo el tiempo que él había estado viviendo en el cielo, fue viendo cómo poco a poco la humanidad se autodestruía. El planeta se iba devastando por culpa de sus propios habitantes, de los malos hábitos y aquellos pecados que estaban comenzando a abrazar como algo normal, algo bueno. Lo peor era que en el último siglo todo estaba ocurriendo tan rápido… Creía que, si seguían a ese paso, los humanos se extinguirían en los próximos siglos.

Si los rumores en el cielo eran ciertos, el fin del mundo se acercaba con prisa; cuando menos lo pensaran llegaría sin avisar y los sorprendería, como un ladrón en medio de la noche.

Por eso se sentía afortunado de tener como protegida a Elisa. A pesar de los tiempos tan difíciles que estaban transcurriendo, ella era diferente. Seguía siendo buena y tenía un corazón puro, carente de cualquier tipo de maldad. Aunque no podía negar que estaba medio loca, eso sí, pero aquello no afectaba su bondad y pureza interior.

Sin pronunciar ninguna palabra más, Elisa tomó un cambio de ropa y se encaminó al baño bajo la atenta mirada de su guardián.

La chica tomó una lata de refresco y volvió a su lugar, un asiento alejado de sus tíos ebrios y escandalosos. La verdad era que no tenía ganas de estar en aquel lugar soportando el alboroto que armaba su familia, pero no le quedaba otra opción. Sus padres se habían negado en redondo a que se quedara sola en casa y Caliel la había consolado diciéndole que él estaría a su lado distrayéndola.

Ella no había podido hacer más que sonreír al oírlo; sus padres estaban frente a ella y no deseaba otra de esas miradas cargadas de censura. Mientras daba un sorbo a su bebida, Elisa escuchó cómo uno de sus tíos más jóvenes contaba a un amigo algo que había hecho el fin de semana, algo escandaloso que la hizo fruncir los labios con repulsión, mientras que este estallaba en carcajadas. No sabía cómo podían encontrar divertido algo tan… inmoral.

Miró a Caliel por el rabillo de su ojo tratando de ser lo más discreta posible y lo observó apretar los labios. Estaba casi segura de que él sentía la misma aversión que ella hacia ese tipo de actos.

—¡Eli! Qué bueno que estás aquí —escuchó que decía Marina, una de sus primas.

Elisa trató de sonreír con la mayor cantidad de entusiasmo posible, pero la verdad era que Marina no era de sus personas favoritas en el mundo, por lo que temió hacer algo más parecido a una mueca.

—Hola, Marina.

—¡Ay, en serio me alegra mucho verte! ¿Cómo estás? —exigió saber. La chica tomó asiento a su lado y colocó una de sus manos con uñas muy pintadas sobre su brazo.

—Eh… Bien, ¿y tú?

—¡Perfecta!

—Qué gritona tu prima —escuchó que decía Caliel justo cuando ella daba un trago a su refresco. La bebida se le atoró en la garganta al percatarse de las palabras de su ángel y, sin poder evitarlo, echó todo el líquido sobre el vestido demasiado corto de su prima.

Los ojos de Elisa se ampliaron al ver el desastre que había causado y comenzó a disculparse sintiéndose culpable y arrepentida.

—Lo siento mucho, no fue mi intención…

—No pasa nada —decía Marina pasándose una servilleta por encima. Tenía el rostro rojo de la ira y portaba una sonrisa fingida, pero por alguna razón estaba siendo amable con ella.

—En serio lo lamento. Si hay algo que pueda hacer…

Los ojos de Marina brillaron al escuchar a su prima decir esto y pareció olvidar por completo su atuendo pegajoso.

—¡Lo hay! Sí, hay algo que puedes hacer por mí —dijo sonriendo ampliamente y batiendo sus pestañas sin cesar. Elisa supo que no iba a gustarle lo que diría a continuación—. Fíjate que unos amigos me invitaron a una fiesta hoy… —Elisa gimió para sus adentros—, pero mi mamá no me deja ir a menos que me acompañes tú.

—No sé si me deje mi mamá —quiso excusarse Elisa. Marina sonrió una vez más.

—No te preocupes por eso, la mía ya habló con ella y estuvo de acuerdo. —Elisa hizo una mueca de nuevo y estuvo a punto de negarse cuando su prima la aferró por el antebrazo—. ¡Dijiste que harías lo que fuera! —dijo tratando de hacerla sentir culpable.

Marina sabía lo fácil que era manipular a Elisa haciéndola sentir culpable y aquello era lo que estaba haciendo en ese momento, bajo la ignorancia de su prima, quien terminó por suspirar y asentir.

—Bien. Pero solo un rato.

Tras despedirse de sus padres y la demás familia, ambas chicas subieron al auto de Marina y se dirigieron a la fiesta que se desarrollaba en un barrio «decente». Podía verse que ahí vivía gente con dinero, pero no por eso era menos peligroso. Ahí solían encontrarse mayor cantidad de entretenimientos, que no por ser más caros eran menos desagradables que los que Elisa solía escuchar que comentaban en su colegio.

Bajaron después de estacionar en la calle abarrotada de autos y se encaminaron a la casa en la que la música se encontraba a todo volumen. Elisa no pudo evitar hacer una mueca ante el estruendo y Marina lo notó, por lo que le dio un codazo y le pidió de mala manera que no fuera aguafiestas. Elisa lo dejó pasar solo porque agregó un reticente «por favor» al final.

Marina arrastró a su prima por en medio de la gran multitud que se congregaba en el patio y Elisa comenzó a disculparse con cada persona a la que golpeaba o con quien chocaba por accidente, a pesar de que estas la ignoraban. Cuando por fin sintió que el agarre de muerte se relajaba sobre su brazo, Elisa se vio frente a un grupo de cinco personas, de las cuales cuatro eran hombres y una… su prima.

—Elisa, ellos son mis amigos Gabriel, David, Daniel y mi novio Luis. Chicos, ella es mi prima Elisa.

Los hombres saludaron a Elisa y ella devolvió el gesto sintiéndose nerviosa. No se sentía cómoda ahí de pie sin decir nada mientras los demás comenzaban a conversar, pero se sintió aún más extraña cuando sintió un par de ojos verdes clavados en ella. Era Gabriel —si recordaba bien las presentaciones de su prima— y no le quitaba la mirada de encima.

—Gracioso que se llame como un arcángel cuando de angelical no tiene nada —bufó Caliel a su lado.

Elisa dio un respingo al escuchar su voz. Por un momento había olvidado que se encontraba ahí a su lado. Las mejillas le ardieron al darse cuenta de aquello; por primera vez en casi diez años, se había olvidado de que un ángel la acompañaba.