JUANFRAN DE LA CRUZ

 

 

 

GUSTAAF DELOOR,
DE LA VUELTA
A LA LUNA

 

 

 

 

 

 

 

 

© Juanfran de la Cruz, 2018.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2018.

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48004 Bilbao

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www.librosderuta.com

Primera edición: marzo 2018

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto portada: Agence de presse Meurisse (Bibliothèque Nationale de France).

Etapa 11 del Tour de Francia 1937, 13 de julio, 1er sector de la etapa 11 Niza-Toulon. Gustaaf Deloor al paso por Toulon.

ISBN: 978-84-946928-2-6

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«Gustaaf estaba muy orgulloso de haber ganado la Vuelta.
Fue algo muy importante para su vida.
La Vuelta era su carrera»

Roza Buys, viuda de Gustaaf Deloor

«No sé si los lectores españoles tomarán como lisonja que la carrera que más me interesa en mi vida es la Vuelta a España. Pero no por ello he de ocultar mi pensamiento. Es fácil, por otra parte, que se convenzan de mi sinceridad. He ganado la I Vuelta a España; es decir, que mi nombre permanecerá unido para siempre a la creación de una gran prueba internacional, a un hecho resonante en la historia del ciclismo. Y esto tiene una gran Importancia, a la que un corredor, por poca sensibilidad que tenga, no puede mostrarse indiferente. Esta sería una razón muy poderosa para que yo prefiera a cualquier otra gran carrera la Vuelta a España y para que haya venido a disputarla este año por segunda vez con la mayor alegría. La suerte ha querido por segunda vez inscribir mi nombre en el palmarés de la carrera... ¿Cómo no amar a la Vuelta a España, a esta vuelta a un país, cuando además, he sido objetivo de tan emocionadoras demostraciones por parte de su público hidalgo y caballero».

Gustaaf Deloor, en el (entonces) semanario As

 

 

Estas líneas hubieran sido completamente imposibles sin la ayuda fundamental y desinteresada de Eric de Keyzer, quien no solo nos ha aportado mucha información y resuelto multitud de cuestiones, sino que también nos ha acercado a la viuda de Gustaaf, Rozalia María Buys, y su hija, Jeanette. Un especial agradecimiento va hacia ellas por su predisposición y amabilidad.

 

 

Pioneros

Ese joven rostro es todo un icono para una historia. Y también se le intuye como el mejor de los testimonios sobre mil y una vivencias. La cabeza se nos presenta ligeramente ladeada. Un escorzo amable, tímido. Y en esta testa en cuestión destacan unos grandes ojos almendrados que, resguardados bajo dos densas cejas, ensalzados por dos pequeñas bolsas inferiores que reflejan cierta sobrecarga de esfuerzos, observan la cámara con un innegable aire de alborozo. Es un posado en absoluto incómodo, no es nada forzado. De hecho hasta transmite cierta paz. Y parece estar inmerso en una atmósfera de reproducción pictórica. ¿Es realmente una foto? De alguna forma nos evoca a La Gioconda que materializó Leonardo da Vinci. Quizá sea por esos enormes labios carnosos que transmiten al espectador un rictus de satisfacción. Enigmática euforia que dibuja una suerte de sonrisa contenida por dos pómulos muy marcados, tremendamente marcados, que no desentonan en una cara pródiga en vestigios de grandes empresas. El desgaste de la ruta. La frente, amplia, de contornos superiores profusamente poblados, esboza varias arrugas remarcadas por un gris que confiesa castigo. De hecho cuesta no intuirle a la piel cierto ennegrecimiento, acaso una pátina de mugre involuntaria, herencia de muchas horas de exposición a rutas polvorientas, salvajes e inhumanas. El cabello, largo, ligeramente asalvajado, muestra algún que otro encrespamiento. Sus orejas, grandes y abiertas, no desentonan en absoluto con el conjunto. Al final estamos ante un rostro bien proporcionado, de facciones agradables y sencillas. En ese mentón alargado, sin embargo, no se le intuye el hoyuelo que campa a sus anchas en su barbilla, que es una marca de la casa y que con tanta claridad se le percibe en otras instantáneas.

Desde luego no se parece en absoluto al célebre retrato de Lisa Gherardini que plasmó Da Vinci. Pero curiosamente, al mismo tiempo, no podemos dejar de encontrarle ciertas semejanzas. Ni los protagonistas ni sus contextos se asemejan lo más mínimo. Pero no importa. Asi es el poder de esa tímida sonrisa. Tal vez es simple misticismo. O una mera sugestión. El actor principal de esta imagen es un jovencísimo ciclista de nacionalidad belga que, en los días en los que ese posado ve la luz, acaba de imponerse en la recién nacida Vuelta Ciclista a España. Se llama Gustaaf Deloor. Y su figura ilustra la portada de un semanario madrileño, futuro diario, llamado As. Periodísticamente Gustaaf no siempre es Gustaaf, Es Gustavo en muchísimas referencias de estos días y de los años posteriores; en ocasiones también es Gustave por esa oficialidad del francés en el mundillo ciclista; para los más cercanos, algo poco publicitado por estos lares, simplemente es Staaf. En todo caso estamos ante un pionero. El primer ganador de una de las futuras tres grandes vueltas por etapas. Y esa portada que copa estas líneas, que ni tan siquiera es la única que protagoniza[1], es una suerte de Mona Lisa para el mundillo del ciclismo estatal en general y para la Vuelta a España en particular. Por la toma. Por el instante. Por ese «el aquí y el ahora» sobre el que reflexionaría tanto el alemán Walter Benjamin, aún tratándose de un buen ejemplo, el de un semanario periodístico, de esa «reproductibilidad» de la que él tanto y tan bien habla. Esa portada del número 152 del semanario As es una joya digna de ser enmarcada[2]. Y al mismo tiempo, en términos históricos, también es un lienzo: uno de los mejores retratos, al menos de los más expresivos, del primer campeón de la ronda española.

Pero la historia no siempre es agradecida y lo es menos aún cuando eres un foráneo en tierra extraña durante tiempos crecientemente convulsos. Gustaaf no es un pionero especialmente famoso. Pocas andanzas de su vida o de su obra han sido publicitadas en las décadas siguientes. Tampoco fueron muchas en sus tiempos coetáneos. Un primer campeón degradado por el paso de los años. Huérfano de guiños. Carente de complicidades. Cierto que las primeras ediciones de la Vuelta coincidieron con tiempos complejos, intensos y agitados llenos de tensiones, vergüenzas, sangre, lágrimas y carestías. Pero no es menos verdad que, a falta de una, Gustaaf se impuso en las dos primeras ediciones de la carrera. Gustaaf, sí, fue el primer ganador de la Vuelta. Pero también se convirtió en su primer biganador al repetir triunfo un año después con su amado hermano Alfons como testigo directo en el podio. Una reincidencia de la que nacerían gestos, guiños y complicidades hacia un país que durante las décadas siguientes le ignoraría sin malicia ni voluntariedad. ¿Olvido? No, tampoco era esa la cuestión. Gustaaf, el belga, el pionero, quedará reducido a una somera mención en las futuras evocaciones periodísticas a la historia de la carrera. Una línea. Una referencia. Un liviano recuerdo. Insustancial y sucinto.

Las tres grandes rondas por etapas son un universo aparte dentro del mundillo del ciclismo. Y a su vez cada una en sí misma está marcada por sus particularidades, sus esencias y sus legados. El Tour de Francia o el Giro de Italia son más veteranas y, consecuentemente, muy ricas en situaciones, momentos, anécdotas y mitos. Son centenario patrimonio inmaterial no ya del Deporte, así en mayúscula, sino de la propia actividad humana. La Vuelta a España es la más joven. No es que le falten épocas o protagonistas, pero su proceso de maduración ha sido distintito desde su alumbramiento. Para empezar, vio la luz tarde tras dos décadas de amagos, especulaciones y un par de intentos previos serios. También, cuestión curiosa en un país de orografía quebrada como es España, tardó en descubrir algunos de sus más altos pasos de montaña (porque otros, y no pocos, aún permanecen vírgenes) y del mismo modo se hicieron esperar los primeros finales en alto. Y, por supuesto, porque esa supuesta búsqueda de una identidad propia, reconocible, definida, publicitable y exportable, ha alimentado una curiosa singladura histórica en la que no han sido extraños ni ciertos complejos ni tampoco algunas que otras autoafirmaciones. Sí, la Vuelta es una prueba realmente curiosa. Y que tampoco se ha preocupado especialmente, o no lo ha manifestado con intensidad y reincidencia, por sus propias efemérides. Su historia cuenta aún con más peso y más presencia en las hemerotecas que en las bibliotecas. Y en este contexto resulta sorprendente el rol de su primer campeón, degradado a una mención recurrente en la prensa. Un exotismo de los primeros tiempos. Con la organización del Tour de Francia en el accionariado de la Vuelta desde junio de 2008, algunas cuestiones están cambiando. Poco a poco. «Tenemos un país muy rico que tiene muchas particularidades y [en ASO] han querido que lo explotemos. Nos han dado también una filosofía de lo importante que es trabajar a medio y largo plazo. Poder hacerte una perspectiva a cinco o diez años da seguridad y tranquilidad», que le explicaba Javier Guillén, el director de la organización, al periodista Alberto Roa allá por octubre de 2014[3].

Este enfoque hacia el primer campeón se antoja muy difícil en las otras dos grandes. Ni el Tour de Francia ni el Giro de Italia, de hecho, les han reducido a una mención testimonial cuando las circunstancias han sido las propicias o no ha quedado más remedio. Maurice Garin fue el primer campeón de la ronda gala. Luigi Ganna, el de la prueba transalpina. Ambos, fallecidos hace muchos años, disfrutan de reconocimiento y notoriedad. Con ellos empezó todo. Y a ellos se les ha recordado con obras literarias[4], con bautizos de instalaciones deportivas, con obras escultóricas, con sellos postales o incluso, en el caso específico de Garin, con multitudinarios homenajes en vida. Entre otras actividades o iniciativas.

En 1953 el Tour de Francia alcanzó sus Bodas de Oro y la organización no dudó en festejar la efeméride con diferentes actos. Uno de ellos fue una recreación de la salida de la primera edición desde París, simulación que concluye en el desaparecido velódromo del Parque de los Príncipes. En esos fastos participa un anciano Maurice Garin. El 26 de julio de 1953, a sus 82 años, Garin rueda por las calles capitalinas y por el anillo parisino. Luce un elegante traje de lana. Porta corbata. Se ha arremangado sus perneras para pedalear con más comodidad. Su bigote, pobladísimo, luce brioso. El público aplaude su vuelta de honor entusiasmado. La serenidad de su cara es el fiel reflejo del que lo ha visto todo en la vida. El héroe empresario al que una guerra le destroza su negocio, una gasolinera y taller, y se arremanga para volverlo a levantar en el mismo enclave y con la misma estética. Hoy toca homenaje. Posteriormente Garin posará para la prensa con el campeón de ese año, el francés Louison Bobet, el primero de sus tres éxitos consecutivos. Garin y Bobet son captados por las cámaras. Cuentan que Garin, que firma multitud de autógrafos, se reinvindica en muchas dedicatorias como «Campeón del Tour de Francia de 1903 y 1904». Esa segunda victoria la perdió en los despachos... pero esa es otra historia.

A Ganna en Italia le conocen con el sobrenombre de el rey del fango por sus destrezas sobre rutas impracticables que parecen imposibles de domesticar sobre una bici. Su apellido está muy ligado al ciclismo por su faceta posterior de empresario en la industria del mundillo de la bicicleta. No pudo disfrutar en vida de unos fastos como los de Garin porque, entre otras cosas, falleció unos años antes de que la Corsa Rosa alcanzara el medio siglo de vida. Pero el Giro de Italia nunca le ha olvidado y han sido varias las etapas en las que su figura ha cobrado relieve gracias a diferentes iniciativas. La más recurrente ha sido la de hacer pasar al pelotón por su localidad natal, Induno Olona. Pero no hay que olvidar que el propio Ganna ha fabricado bicicletas sobre las que algún que otro ciclista se ha impuesto en la general del Giro de Italia. ¿Les suena Fiorenzo Magni? El toscano se impuso en tres generales, pero en la de 1953 portó material de Ganna. Un año intenso para Magni, apodado el tercer hombre por la supremacía de Coppi y Bartali pero realmente el primero que hilvanó la triple corona al concretar éxitos de etapa tanto en el Giro como en el Tour y en la Vuelta. Ese 1953 también fue campeón nacional italiano y se impuso por tercera y última vez en la Vuelta a Flandes.

Deloor no ha tenido ese reconocimiento. Es un caso curioso. Staaf es un ilustre prisionero en una especie de limbo. Acaso lastrado por el hecho de que sus mayores éxitos llegaron lejos de su propio país, el belga también parece haber sido arrinconado en una segunda línea en la densa historia del ciclismo de esta nación, potencia histórica de este deporte. ¿Hubiera cambiado esta situación con otro tipo de éxitos o con la consecución de éstos en otras carreras? No abundan las referencias a su persona. Escribía René Moyse que su segunda victoria en la Vuelta a España había pasado completamente desapercibida para sus compatriotas, aunque en cierto punto el redactor confesaba entenderlo por las particularidades e incidentes de la carrera española[5]. Sus grandes efemérides, de hecho, quedaron reducidas a celebraciones muy locales. En España, en el país de su Vuelta, no es que sea observado con indiferencia o con desdén, sino que el foco se pone sobre los corredores patrios. Acaso sea por la barrera de su desconocida lengua, que necesita intermediarios. Quizás la destreza que él o sus compañeros belgas despliegan sobre el terreno y desarbola a unos rivales peor organizados. Tal vez todo lo anterior y muchas cosas más. Aunque, todo sea dicho, nunca faltan los elogios. La visión que se tiene del ciclista flamenco en España en aquellos días se cimenta, fundamentalmente, en las buenas palabras:

«Gustavo Deloor, líder de la Vuelta, es una de las más bellas siluetas del ciclismo que en la vida hemos visto. Alto, fino y admirablemente musculado, pedalea con una tan fácil facilidad, le da al pedal con tal gusto, con tal suavidad, que uno se queda estático contemplando el maravilloso ritmo.

¡Qué piernas y qué sonrisa!

Porque lo mejor de Gustavo es la sonrisa, una sonrisa simpática que atrae y sugestiona por ser la sonrisa de un hombre bueno.

Pero Gustavo tiene otras cualidades muy buenas; por ejemplo, cuando el panorama atrae y maravilla, Gustavo es acaso el único corredor que se vuelve a contemplarlo. En más de cien ocasiones le hemos visto, las manos en lo alto del guía, tal vez rodando a un «comercial» treinta y cinco, contemplando con admiración el fondo de un precipicio, las boscosas estribaciones de los lejanos montes o los altos picachos de una sierra cercana...»[6].

Ni su procedencia geográfica, acaso por desconocimiento periodístico, estimuló un mayor interés hacia su persona. Y curiosamente, las circunstancias y los contextos tienen en ocasiones un punto irónico. Como si de un falso albedrío se tratase. Ya es una señal a destacar la de nacer en un enclave llamado Barrio Español. Aunque esa denominación, ese Spaans Kwartier, obedece a la historia. A viejos vínculos formados bajo un mismo imperio por empujes dinásticos. A vetustas rencillas. A diferencias. A guerras. A represalias. Tiempos bélicos muy duros en los Países Bajos durante conflictos de hasta ochenta años y ciertas ortodoxias católicas que desde la distancia resultaron nefastas...[7]

Un albedrío hechizado. Condicionado. Teledirigido. Cuenta con su guasa que la geografía del espacio natal de todo un doble campeón de la Vuelta sea conocida como el Barrio Español. El Spaans Kwartier. Pero aquí la que manda es la Historia y esta denominación tiene una explicación que nos retrotrae varios siglos en el tiempo. Momentos de imperio español revitalizado por un emperador con raíces castellanas nacido en Gante; sostenido por su hijo, desde la distancia de El Escorial y con una tremenda política de dilación y dobles discursos. Instantes de desafecciones, desapegos, revoluciones religiosas, levantamientos en armas, refriegas bélicas y mercenarios; de baluartes y terrenos inundados, enfangados; de rebeliones ante la falta de estipendios; de tercios, morriones, arcabuces, artillerías y picas. Del Camino Español y de una vertebración protocontinental a través de diferentes posesiones territoriales. Un soplo sobre el polvo acumulado en vetustas tapas. Una época intensa, vastísima; cargada de momentos y acontecimientos. Digna, per se, de estudios específicos. Así es su riqueza. Y su complejidad.

Carlos I, herencias familiares y derechos dinásticos mediante, configuró un imperio donde tenían cabida las conocidas como Diecisiete Provincias. Una serie de ducados y condados que se extendían en los actuales territorios de Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo y en una pequeña parte de las vecinas Francia y Alemania. Un territorio heterogéneo, con muchas diferencias entre el norte y el sur. La posterior gestión de Felipe II no fue la mejor. Poca consideración a las particularidades del lugar en los días de la expansión del protestantismo. Nada de tacto. Ni en él ni en muchos de sus representantes, con el Duque de Alba al frente. Muchas torpezas. Charcos de sangre. Y tras una guerra de idas y venidas, una escisión entre unos territorios del norte que conformarían los futuros Países Bajos y los sureños, en manos españolas todavía unas décadas más.

Una guerra de ochenta años, con una independencia no reconocida entre medias, la firmada por las llamadas Provincias Unidas en 1581. Y durante todas esas décadas, con sus pausas y con sus agitaciones, una vorágine de situaciones, lugares y personajes. Tercios españoles, propios o mercenarios, castellanos, valones, italianos o alemanes. Católicos contra protestantes. Campañas. Contracampañas. Baluartes, semibaluartes y otras ideas de Cosmander. Pantanos, pólders, penurias y matanzas.

De Klinge es un enclave de frontera en ese tira y afloja. Las Staats-Spaanse Linies. Y de la presencia de tropas, y toda sus caravanas y aderezos vinculantes, un Barrio Español. La conformación de este barrio español de De Klinge se ciñe al sitio de las tropas españolas sobre la neerlandesa Hulst. Las campañas para la toma de esta abaluartada villa, en el suelo del llamado Zeeuws-Vlaanderen, la Zelanda flamenca, alimentó la creación de un entramado defensivo en el que sobresalió una fortificación, el Fort De Klinge, levantada a finales del siglo XVI. Sobresalió, aunque compartiendo galones con el cercano, y contemporáneo suyo, Fort Fuentes, futuro Fort Spínola. La plaza de Hulst, su «inspiradora», el motivo de su existencia, sería conquistada en agosto de 1596. No definitivamente. Imposible. En 1645 caería en manos de los protestantes. Para 1650 De Klinge era una zona caliente; la divisoria de las posesiones españolas en esta zona de Flandes frente a la amenaza de los Estados Generales. Su fuerte, por tanto, y otras guarniciones de la zona, atraían numerosos destacamentos. El Fuerte De Klinge mutó en Fort Bedmar allá por los albores del siglo XVIII, cuando el Marqués homónimo, el granadino Alfonso de la Cueva, impulsó una serie de reformas y adaptaciones que le permitieron capitalizar el control fronterizo en esta zona de las Waasland de cara a las evoluciones bélicas que trajo consigo la llamada Guerra de Sucesión Española. El Bedmar alimentó una línea de contención a la que se conoció como Bedmarlinie. Un área difícil. Boscosa, pantanosa. Inundable. Una defensa que se deshizo como un azucarillo de la mano de ese conflicto. Para 1713, tras los Acuerdos de Utrecht, los territorios pasan a manos de la corona austriaca. Aunque con esa paz no se perdía, en absoluto, la influencia de los territorios neerlandeses, sobre todo en este norte del Condado de Flandes que nos ocupa. Pero sí había una despedida. Adiós a los Países Bajos Españoles. El Barrio Español quedó reducido a una mera toponimia. Y todas aquellas conexiones pasadas, en un recuerdo histórico. «España ha ignorado a los Países Bajos, y los Países Bajos han ignorado a España»[8].

Ni su origen, ni tampoco su evolución vital contribuyó a que se interesaran por Gustaaf Deloor. El 20 de julio de 1969 el hombre ponía el pie sobre la superficie lunar y en el trasfondo de ese pequeño paso para el hombre pero enorme para la humanidad, Neil Armstrong dixit, el ciclismo tenía mucho, muchísimo que festejar. O al menos por lo que sentirse orgulloso. No ya por su condición de actividad humana, que también; sino por su contribución «física». Y no es que el autor de la sentencia tuviera algún parentesco con Lance, el ángel caído de los siete tours y la más compleja red de dopaje jamás concebida según el parecer de la Agencia Antidopaje de Estados Unidos, no que se sepa al menos. En el caso que nos ocupa, la involucrada era sobre todo una carrera: la Vuelta. Sí, la ronda española podrá decir que de algún modo uno de sus ganadores también tocó la luna. Es cierto que el Tour de Francia, o la Vuelta a Flandes, incluso muchas otras citas de menor entidad de las que albergaba Bélgica, todas ellas y algunas más, podrían reivindicar su parcelita simbólica en la superficie de selene dados los éxitos del sujeto en cuestión. Pero la Vuelta a España, por cosas de palmarés, siempre estará a otro nivel. Y es que Gustaaf Deloor, el mismo Gustaaf que no dejaba de sorprenderse por ver a la autoridad que abría la carrera abatiendo perros amenazantes y asalvajados, acabó trabajando por esas cosas que tiene la vida en el proyecto que debía llevar al Apolo XI hasta la superficie del satélite terrestre.

Estas líneas no son una biografía. O no al menos en sentido estricto. No pueden pretenderlo. No es fácil el acercamiento al fenómeno y a la figura. La exactitud de las hemerotecas siempre habrá que contextualizarla y las fuentes orales sobre los periplos deportivos puros y duros en absoluto abundan. Roza, su viuda, veinte años más joven que Staaf, no tiene un especial conocimiento de su carrera deportiva. Más bien pretenden ser la excusa de hilvanar ciertos momentos de las andanzas de una vida. Y que estos sean trampolín para conocer, o al menos aproximarnos, a todo un catálogo de seres, acontecimientos y estares seguramente poco conocidos y seguro en absoluto publicitados. Pero estas líneas también pretenden ser un homenaje. Ese tributo que no tuvo lugar en su momento y que, por cuestiones de ‘pionerismo’, consideramos debido. Es una deuda para con Gustaaf Deloor. Con permiso de su hermano Alfons, que es consorte de muchas de las historia. Con Gustaaf, sencillamente, empezó todo.


[1] Revista Campeón, 10 de mayo de 1935.

[2] As, 16 de mayo de 1935.

[3] Alberto Roa: «2014 será el mejor ejercicio de Unipublic en cinco años» (entrevista con Javier Guillén, director general de Unipublic y de la Vuelta Ciclista a España), Cinco Días, 23 de octubre de 2014, página 8.

[4] Por citar algunos:

· Claudio Gregori: Luigi Ganna. Il romanzo del vincitore del primo Giro d’Italia del 1909. Edit Vallardi, 2009.

· Franco Cuaz (con prólogo de Eddy Merckx): Maurice Garin, il ciclismo di un secolo fa. Musumeci Editeur, 1997.

· Peter Cossins: Butcher, Blacksmith, Acrobat, Sweep. The Tale of the First Tour de France. Penguin Books, 2017.

[5] Match, número 517, 9 de junio de 1936, página 12.

[6] Excelsius, 8 de mayo de 1935, página 5.

[7] Juan Carlos Losada: Los generales de Flandes: Alejandro Farnesia y Ambrosio de Spínola, dos militares al servicio del Imperio Español. La esfera de los libros, Madrid, 2007.

[8] Geoffrey Parker: El ejército de Flandes y el Camino Español (1567-1659). Alianza Editorial, Madrid, 2010, página 18. Téngase en cuenta que, fundamentalmente, la mención a los Países Bajos engloba tanto al actual territorio neerlandés como al belga.