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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Annette Broadrick

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Olvido imposible, n.º 1093 - mayo 2018

Título original: Hard to Forget

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-220-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Joe Sánchez, de dieciocho años, se miró al viejo espejo de su destartalado vestidor y parpadeó. No reconocía al desconocido que veía. Era la primera noche de su vida que iba vestido de gala. Por supuesto, el traje era alquilado. Le habría costado semanas de trabajo poder comprárselo para ir a la fiesta de graduación del instituto en Santiago, Texas, una pequeña ciudad situada en la frontera con México.

Sonrió al pensar en ello. No recordaba haberse visto nunca sonreír, ni en el espejo ni en una fotografía. Sin embargo, aquella noche tenía algo muy importante por lo que sonreír. Iba a llevar a Elena Maldonado al baile.

Todavía no podía creerse que ella hubiera accedido a ir con él.

Elena llevaba unos meses ayudándolo con inglés e historia. Gracias a ella, estaba seguro de poder graduarse. Iba a ser el primero de su familia en terminar el instituto.

Si se lo hubieran dicho un año atrás, no lo habría creído…

 

 

–Sánchez, quiero verlo en mi despacho cuando se haya duchado –le había dicho el entrenador Torres al terminar el entrenamiento de fútbol americano.

Joe asintió y se dirigió al vestuario junto a los demás miembros del equipo. Sabía lo que le iba a decir. Los profesores ya le habían advertido que sus notas estaban bajando.

¿Y qué? Llevaba dos años jugando en el equipo universitario. Merecía la pena. El entrenador Torres lo había puesto de receptor porque corría mucho y atrapaba bien el balón. De hecho, decían que tenía imanes en las manos. Normalmente, si el quarterback se acercaba a él, siempre le quitaba el balón.

Sus compañeros cuchichearon a su alrededor, pero él los mandó callar mientras se ponía los vaqueros desgastados y la misma camisa de siempre. Salió del vestuario y se dirigió al despacho del entrenador sabiendo que lo iban a expulsar del equipo.

Torres estaba hablando por teléfono y le hizo una señal para que se sentara. Joe se sentó y observó al entrenador, que tenía los pies encima de la mesa. Cuando colgó, quitó los pies y se acercó a la mesa, sobre la que apoyó los codos.

–A ver, Sánchez, ¿vas a seguir los pasos de Alfredo?

Joe se quedó perplejo. ¿Qué tenía que ver su hermano mayor en todo aquello?

–¿A qué se refiere?

–Me parece que Al fue condenado por tráfico de estupefacientes a los dos años de salir del instituto. ¿Cuántos años tiene ahora?

–Veintidós.

–Ya. Y lleva entrando y saliendo de la cárcel los últimos cinco, ¿no es así?

–¿Y?

–¿Es eso lo que tú quieres? –Joe se encogió de hombros. El entrenador Torres no dijo nada. Solo lo miraba fijamente. Joe se revolvió en la silla, cruzó y descruzó las piernas y se quedó mirando la suela del zapato–. Te voy a proponer una alternativa. Espero que la consideres. Joe, eres inteligente, aprendes las jugadas enseguida, eres un líder nato. Todos los miembros del equipo te siguen. Tienes todo lo que se necesita para triunfar excepto las ganas de hacerlo.

–¿Me está llamando vago?

–No –sonrió el entrenador–. Simplemente, no estás motivado y me gustaría ayudarte a cambiar eso.

–¿Cómo?

–Consiguiéndote una beca para que el año que viene vayas a la universidad.

Joe se quedó estupefacto.

–¿A la universidad? ¿Yo?

–Exacto. Tal y como vas, podrías jugar en profesional en un año. Si tus notas mejoran, claro.

Joe se dejó caer sobre el respaldo.

–Sí, claro.

–¿Tan imposible te parece? –Joe se encogió de hombros–. ¿Cuánto tiempo le dedicas al día a los deberes? –volvió a encogerse de hombros–. Obviamente, viendo tus notas, no el suficiente –Joe no vio la necesidad de contestar. Volvió a mirarse la suela del zapato y se preguntó de dónde iba a sacar el dinero para comprarse otros–. ¿No te crees capaz de hacerlo?

Joe negó con la cabeza sin levantar la mirada.

–Será que yo tengo más fe en ti que tú mismo. Hay una persona que quiere ayudarte a mejorar tus notas, si tú quieres hace el esfuerzo.

–¿Quién?

–Elena Maldonado.

Joe frunció el ceño. No sabía quién era. De repente, recordó que en varias asignaturas coincidía con una chica que se llamaba Elena.

–¿Es esa delgada con pinta de pringada que lleva gafas y tiene pelo de escarola?

–La misma.

Joe se rio.

–¿Y se ha ofrecido para ayudarme?

–Sí.

–Estará usted de broma. Ella no… no concede tiempo a nadie. Es como un ratón… se mete en el aula y se pasa todo el rato tomando apuntes.

–Bueno, esos apuntes podrían ser la diferencia entre que te gradúes y vayas a la universidad o te pases la vida en la cárcel junto a tu hermano. Tú eliges. Joe no quería admitirlo, pero la idea de ir a la universidad lo seducía. Era la oportunidad para alejarse de la pobreza de su casa, una oportunidad para hacer algo de provecho, la oportunidad de poder ayudar a su madre, que se había pasado toda la vida trabajando para su hermano y para él–. ¿Qué me dices? Si estás dispuesto a sacar mejores notas, yo haré todo lo que pueda para conseguirte una beca completa para que puedas ir a la universidad. Te lo tendrás que ganar.

Joe comenzó a hablar, pero se le quebró la voz y carraspeó.

–Si a Elena no le importa, me gustaría intentarlo.

–Buena elección, hijo –sonrió el entrenador–. Se lo diré, y ya os pondréis de acuerdo entre vosotros.

Joe salió del despacho desconcertado. Normalmente, se pasaba las tardes por ahí con los amigos, recorriendo la ciudad y pasándoselo bien. Si quería sacar mejores notas, iba a tener que olvidarse de eso.

La idea de la universidad lo hizo sonreír. Tal vez, mereciera la pena.

La verdad era que se avergonzaba de lo que había hecho Al, aunque no lo culpaba. A su hermano nunca se le había dado bien estudiar. Había dejado el colegio a los quince años porque convenció a su madre de que se pondría a trabajar. No se molestó en decirle que el trabajo no era muy legal. Viviendo en la frontera, había muchas formas de hacer dinero, siempre y cuando no te atraparan.

Al día siguiente, cuando terminó la clase de historia, se acercó a Elena. La había estado observando antes, en la clase de inglés. Aquella chica no levantaba la cabeza y no miraba a nadie. Cuando casi se chocó con ella en el pasillo y vio que se ruborizaba supo que el entrenador había hablado con ella.

Se acercó a ella mientras Elena dejaba los libros sobre la mesa.

–Hola –la saludó.

–Hola –contestó ella sin levantar la mirada.

–El entrenador me ha dicho que quieres ayudarme con mis notas.

Elena asintió.

–¿Dónde quieres que quedemos? ¿En tu casa o en la mía?

Elena levantó la cabeza de un respingo y lo miró con los ojos muy abiertos.

–En mi casa, no podemos. A mi… padre no le gusta que venga gente.

Joe sabía que no era cierto. Su padre no solía trabajar y se pasaba el día de bares. No quería que él estuviera delante si su padre volvía borracho a casa.

No la podía culpar por ello. Al menos, ella tenía padre. El suyo se había ido cuando él tenía cinco años y casi no se acordaba de él.

–¿Quieres que vayamos a mi casa, entonces? –preguntó, avergonzado de que fuera a ver el cuchitril en el que vivía. Sabía que su casa era mucho más bonita. Vivían a las afueras en una casa grande que su padre había heredado.

–¿Y si estudiamos aquí? Podemos quedar en la biblioteca o en la cafetería.

–De acuerdo, lo que a ti te parezca bien. ¿Cuándo empezamos?

–¿No tienes entrenamiento?

Joe asintió.

–Termino a las cinco. Podríamos quedar luego.

–De acuerdo –contestó ella bajando la cabeza.

–¿Hoy?

–Sí.

 

 

Le había llevado varias semanas conseguir romper la coraza que la envolvía. Descubrió que tenía un carácter maravilloso y un estupendo sentido del humor. Le encantaba su alegría y su vulnerabilidad.

Era demasiado delgada, tenía una densa mata de pelo y siempre llevaba unas gafas demasiado grandes en la punta de la nariz. Sin embargo, lo miraba de una manera que hacía que a él se le acelerara el corazón.

No recordaba cuándo había empezado a tener pensamiento eróticos con ella. ¿Cómo sería besarla? ¿Qué haría Elena si intentara tocarla? ¿Tendría algún día la oportunidad de hacer el amor con ella?

Por primero vez en su vida, una chica le importaba más que el fútbol o salir con sus amigos.

Hacía meses de aquello e iban a ir juntos a una fiesta.

Se miró por última vez en el espejo y fue a la habitación donde su madre le estaba zurciendo una camisa.

–¡Joe, qué guapo estás! –exclamó ella poniéndose la mano en el pecho–. Me he quedado sin respiración.

Joe se inclinó y la besó en la mejilla.

–Gracias. Y gracias por conseguir que el tío Pete me deje su coche.

Su madre lo miró por encima de las gafas.

–Será mejor que no le hagas nada.

Joe levantó una mano.

–Prometo cuidarlo.

El coche era viejo, pero tenía ruedas, que ya era suficiente. No le iba a decir a Elena que tenían que ir andando a la fiesta de graduación.

Salió de la ciudad en el viejo Plymouth y tomó la carretera que llevaba a su casa. Era la primera vez que iba. No sabía qué lo ponía más nervioso: haber quedado con una chica decente, conducir un coche prestado, o tener que conocer a sus padres.

Subió las escaleras del porche y llamó a la puerta. Antes de que le diera tiempo de respirar, le abrieron.

Elena llevaba un sencillo vestido negro de tirantes muy finos que le dejaban al descubierto los hombros. Le quedaba como si se lo hubieran hecho a medida y marcaba las curvas de su delgado cuerpecito hasta los tobillos. Llevaba el pelo recogido y unos cuantos rizos le enmarcaban el rostro. Las gafas, en la punta de la nariz.

En ese preciso momento, Joe se dio cuenta de que estaba enamorado de Elena Maldonado.

 

 

Elena se quedó sin aliento cuando vio a Joe en la puerta. Siempre lo había visto con vaqueros desgastados y camisetas viejas. No podía creer lo diferente que estaba. Más sofisticado. Guapo a rabiar.

–Pasa –le dijo haciéndose a un lado.

Joe pasó a su lado y Elena percibió un olor a loción para después del afeitado que no había percibido antes. Sintió que le flaqueaban las piernas. Se sentiría como una idiota si se desmayara en sus brazos sin ni siquiera haber salido de casa.

Elena nunca olvidaría lo bien que estaba con aquel esmoquin alquilado. La camisa blanca resaltaba el color moreno de su piel y el traje le enmarcaba los hombros y las caderas. Se sintió como si la hubieran hechizado y se preguntó si no estaría soñando.

Ir a la fiesta de graduación con Joe Sánchez era muy importante para ella porque era la primera cita que tenía en su vida. Cuando quedaban después de clase para hablar de inglés o de historia no contaba.

Ni siquiera había querido hacerse ilusiones cuando comenzó a ir a buscarla entre clases para acompañarla a la taquilla a cambiar los libros.

Sin embargo, cuando le había pedido que fuera con él a la fiesta de graduación, sus ilusiones se dispararon. Sabía que no era guapa, como otras chicas. A pesar de que le habían quitado la ortodoncia de los dientes hacía dos años, le costaba sonreír. No sabía de qué hablar con los demás, que parecían seguros de sí mismos, así que se limitaba a ir a clase y no hablaba con nadie.

Durante las tres semanas que habían transcurrido desde que Joe le había pedido que fuera con él y la noche en cuestión, Elena se había convertido en otra persona y lo sabía. Se había sentido importante y guapa por primera vez en su vida. Había dejado de ir por ahí con la cabeza baja y había empezado a saludar a sus compañeros, que se habían quedado perplejos.

No le costaba sentarse con más gente en la cafetería y escuchar sus conversaciones. Seguía sin hablar mucho, pero escuchaba y asentía. Y se reía mucho más porque estaba feliz.

Cuando le habían preguntado si iba a ir a la fiesta y ella había contestado que sí, que iba con Joe Sánchez, la gente se había quedado bastante sorprendida porque Joe era conocido en el instituto. Era un poco salvaje y eso le confería una condición especial. No salía con chicas del instituto, solo con chicas mayores de la ciudad.

Elena y su madre habían ido a San Antonio a comprar el vestido. Era recto y negro hasta los tobillos, con una raja hasta la rodilla para que se pudiera andar. Llevaba tacones para no pisarse el dobladillo. Su madre la había peinado.

Sabía que las gafas no quedaban bien, pero no veía nada si se las quitaba. Ni siquiera el hecho de tener que llevar aquellas odiosas gafas le había estropeado el momento en el que había abierto la puerta y había visto la expresión de Joe. Se había quedado sorprendido, anonadado, y durante toda la noche no se había separado de ella.

El único momento desagradable se había producido cuando tres amigos de Joe se habían acercado y habían hecho comentarios graciosos, que ella no había entendido. Mientras bailaban, le había preguntado qué habían dicho, pero Joe se limitó a encogerse de hombros y asegurarle que sus amigos eran una panda de estúpidos.

Joe estaba de lo más relajado, pasándoselo bien hasta que habían aparecido. No sabía cómo habían entrado porque ya no estaban en el instituto. Los había considerado amigos suyos hasta que en otoño cambió su estilo de vida y empezó a estudiar.

No les había gustado que dejara de salir con ellos. Con el paso de los meses, Joe se había dado cuenta de que eran unos pringados que hacían cosas estúpidas y que se metían en problemas sin otro motivo que el aburrimiento.

Su vida era diferente. Hacía una semana, el entrenador Torres le había dicho que había aprobado su beca y que iría a la universidad en Texas. Le había comentado también la posibilidad de alistarse en la academia militar de la universidad. De repente, Joe veía que tenía un futuro lejos de aquellos gamberros.