Josep Martí

Cómo ganamos el proceso

y perdimos la república

Una crónica de la crisis de Estado desde dentro y desde fuera

 

 

para anna cerdà,

sin ella no habría aventura posible.

 

 

 

 

Ecco il vento che ingrossa il mare,

Colombo è perso non sa tornare.

Io sono fermo in mezzo al guado,

So da Dove vengo e non Dove vado…. andrà tutto bene!

 

(Bandabardò, L’Improbabile,
«Andrà tutto bene», 2014)

 

 

Oh we’re not gonna take it

No, we ain’t gonna take it

Oh we’re not gonna take it anymore

 

(Twisted Sister, Stay Hungry,
«We’re not gonna take it», 1984)

 


Últimos días en el castillo o prefacio de un desenlace

escena 1 La pelota del hat-trick

escena 2 Pedro J. y el pacto fiscal

escena 3 Más telarañas que billetes

escena 4 Las elecciones anticipadas las carga el diablo

escena 5 Las cultas y educadas diputadas de la CUP

escena 6 Por encima de la verdad, está la unidad de España

escena 7 Creatividad, imaginación, improvisación

escena 8 Corrupción y esteladas

escena 9 El parto de la burra

escena 10 LA CONSULTA descarrila en Pedralbes

escena 11 Las lágrimas del 9-N

escena 12 Guerra de conferencias

escena 13 Divorcio exprés y matrimonio de conveniencia

escena 14 Hemos ganado. Hem guanyat. On a gagné. We have won

escena 15 El rey ha muerto, viva el rey

escena 16 La primera en la frente

escena 17 Referéndum o referéndum

escena 18 El fin del procesismo y los procesistas

escena 19 La victoria

escena 20 La derrota

escena 21 Paisaje después de la batalla

¿Por qué se ganó el proceso y se perdió la república?

España ante el espejo catalán

 

Últimos días en el castillo
o prefacio de un desenlace

 

 

 

 

President, el proceso es un recién nacido. Morirá si es abandonado a su suerte. Pero también si lo estrujamos demasiado fuerte. Ponerlo en manos de la CUP es lo segundo. Es matar el proceso en nombre del proceso.

Así veía las cosas en la que fue mi última conversación a solas con Artur Mas en la Casa dels Canonges, residencia oficial del president de Catalunya en el Palau de la Generalitat. Hablábamos en un encuentro posterior a las elecciones de septiembre de 2015, cuando aún se barajaba la hipótesis de que la CUP, al contrario de lo que había dicho en campaña, accedería a investirlo. Se necesitaban los votos de la extrema izquierda independentista puesto que Junts pel Sí, la coalición de convergentes y republicanos, había obtenido 62 diputados, y la mayoría absoluta necesaria para una investidura exitosa queda marcada en el Parlament en 68 de los 135 escaños del hemiciclo. Los anticapitalistas resultaban imprescindibles en esa situación.

La cita era para reafirmar ante el jefe del ejecutivo catalán mi voluntad, ya comunicada con mucha anterioridad a los comicios, de abandonar mis responsabilidades políticas como secretario de Comunicación para regresar a mi profesión en el ámbito privado. Un adiós derivado del compromiso conmigo mismo de entender mi paso por el Govern como un paréntesis en mi trayectoria profesional. Llegaba el momento de poner punto y final, fuera cual fuera el resultado de las negociaciones, y dar por acabado el muy gratificante (¡y estresante!) paso por la Generalitat de Catalunya.

Me incorporé al ejecutivo en febrero de 2011, después de que la extinta CiU ganase los comicios autonómicos de noviembre de 2010 con 62 diputados. El encargo del electorado era, en ese momento, el de impulsar un programa de gobierno reformista que sirviese para hacer frente a la crisis económica y acabar con la percepción de desbarajuste institucional que se había instalado en la opinión pública catalana tras siete años de tripartito de izquierdas, primero encabezado por Pasqual Maragall y posteriormente por José Montilla. Un desbarajuste motivado, principalmente, por la deslealtad mutua entre los socios de gobierno de aquella época más que por sus políticas.

En el plano nacionalista, siempre presente como eje principal en la política catalana, la oferta electoral que CiU había servido como plato principal en campaña a los electores tenía un acento marcadamente económico y se concretaba en impulsar políticamente un pacto fiscal que sirviese para revertir la convicción, ya muy extendida entre los catalanes, de que contaban con un sistema de financiación autonómica arbitrario e injusto, que los ahogaba económicamente y que los perjudicaba seriamente porque limitaba el catálogo y calidad de los servicios sociales y también el desarrollo de inversiones en infraestructuras consideradas imprescindibles.

El programa de reformas para sanear las finanzas, mejorar el funcionamiento de la administración y hacer realidad, previa negociación con el Estado, esa mejora del sistema de financiación se articuló en la campaña electoral de Artur Mas a través de un paraguas conceptual que recogió elogios y chanzas a partes iguales: el gobierno de los mejores.

Había pasado un lustro y llegaba el momento de recoger mis enseres personales, seleccionar libros y pongos acumulados en el despacho y resumir la información de los asuntos pendientes de modo entendible para el traspaso de poderes a quien tuviera a bien sustituirme cuando el nuevo gobierno echase a andar. Lo que aún no sabíamos cuando mantuve con el president ese último vis a vis, aunque podía intuirse, es que también su presidencia estaba llegando a su fin. Porque finalmente hubo investidura, ciertamente, pero el ungido fue el hasta entonces alcalde de Girona, Carles Puigdemont, tras la negativa en primera instancia de quien ocupaba el cargo de consellera de la Presidencia, Neus Munté, que rechazó el ofrecimiento de Mas cuando este finalmente se decidió a protagonizar el famoso «pas al costat» (paso al lado), obligado por la CUP.

Habían sido cinco años vertiginosos. En el período que iba desde finales de 2010 hasta finales de 2015 Catalunya pasó de una agenda política centrada en la reivindicación de una mejor financiación a la pretensión de construir una República catalana en dieciocho meses, que era la hoja de ruta plasmada en el programa electoral con el que Junts pel Sí había ganado las elecciones. Dos años después, situados ya en los acontecimientos recientes de 2017 y 2018, lo que iba a pasar era que el Senado autorizaría al Gobierno de Mariano Rajoy, tras la proclamación fallida de la República catalana, a aplicar el artículo 155 de la Constitución española para cesar al ejecutivo catalán en pleno, disolver el Parlament de Catalunya y convocar elecciones. Todo ello agenda judicial al margen, con personas encarceladas con medidas cautelares absolutamente desproporcionadas y con Carles Puigdemont en Bruselas, acompañado de tres de sus exconsellers.

¿Cómo y por qué se produjo esa aceleración y ese cambio de rasante tan espectacular en la política catalana en tan poco tiempo? Esta es una crónica a vuelapluma de lo que ha venido en llamarse el «proceso catalán» en el período 2010-2017, con algún añadido incorporado de lo que sigue aconteciendo en 2018. De todos esos años, viví cinco (2011-2015) dentro del castillo, y el resto ya fuera de él, aunque manteniendo obsesivamente los dos ojos en el seguimiento y análisis del acontecer político de Catalunya en calidad de ciudadano de a pie ocupado y preocupado por todo aquello que, tratándose de asuntos tan relevantes, afecta a su quehacer diario y al de sus vecinos.

No persigo una cronología exacta de los hechos. Tampoco se desvela en este breve texto ningún secreto o situación que hayan permanecido ocultos al escrutinio de la opinión pública. En este sentido soy especialmente precavido con todo aquello que hace referencia al período 2010-2015. Lo que acontece en el ámbito de la privacidad profesional cuando uno ostenta una responsabilidad, ahí debe permanecer. Lo que ocurre en el castillo, queda en el castillo. Utilizo algunas anécdotas vividas en primera persona, pero he intentado ser cuidadoso en su elección para ajustarlas a dos criterios: que sirvan para ilustrar una idea y que, al mismo tiempo, no supongan una deslealtad ni para la institución ni para las personas que en su día me otorgaron su confianza personal y política. Personas a las que estoy agradecido y con las que mantengo una deuda de gratitud. Los procedimientos judiciales en marcha y los que pueden iniciarse en el futuro también aconsejan cierta cautela e impiden escribir con total soltura sobre acontecimientos tan recientes.

Del período 2016-2017, ya vivido únicamente como ciudadano de a pie y sin ninguna responsabilidad política, todo pertenece al ámbito de lo sabido y confirmado a través de terceros.

El texto mezcla hechos y opinión. Nadie puede escapar al humano defecto de seleccionar, ordenar y explicar los acontecimientos de forma que acaben funcionando como un engranaje perfecto para confirmar el propio posicionamiento o los prejuicios que le acompañan. Me acuso de ello y pido disculpas en la medida que alguien pueda entender que el esfuerzo realizado por evitar convertir el texto en un latinorum haya resultado totalmente baldío.

El texto tampoco busca titulares espectaculares, ni aparentar una importancia que el autor no ha tenido ni tiene. Quiere ser tan solo un puñado de páginas honestas en las que se exponen, con el apoyo de los hechos, una visión particular, la mía, sobre el por qué y el cómo de la situación política en Catalunya. No pretendo dar lecciones, pregonar una verdad revelada o descubrir un nuevo catecismo. Cada catalán tiene en su cabeza una película diferente del procés y todas son tan solo una parte del todo.

Por una cuestión de honestidad con el lector, creo necesario advertirle que soy lo que ha venido en llamarse soberanista. No lo he sido siempre. Formo parte del amplio grupo de catalanes que en los últimos años ha deslizado sus posiciones desde el catalanismo de matriz autonomista hacia la convicción de que Catalunya se ha ganado el derecho a que el Estado habilite una salida a la reivindicación de votar en un referéndum sobre su futuro político respecto al encaje o salida de España. El lector también debe saber que, en esa consulta, de producirse, votaría a favor de una Catalunya independiente en el caso de que las condiciones para seguir formando parte de España fuesen las mismas de ahora.

Una última consideración de tipo personal. Este texto no es únicamente para aquellos que comparten este posicionamiento político que acabo de expresar. No se trata de buscar el aplauso gregario que, por otro lado, es difícil que se produzca puesto que soy especialmente crítico con muchas de las decisiones tomadas por el soberanismo político e institucional.

Escribo también para quien se sitúa en las antípodas ideológicas de mis razonamientos, pero está dispuesto a convivir con la diferencia y mantiene entre sus hábitos el de escuchar al otro. Nada puede avanzar sin atender al crítico, al discrepante, al adversario.

La trinchera ideológica es otra vez el signo de los tiempos. El atrincheramiento proporciona confortabilidad. Permanecer entre iguales es gratificante pues nadie quita, ni discute razones. Pero dividir el mundo entre buenos y malos empobrece la mirada y atrofia el cerebro. Sin convicciones no se va a ningún lado, sin ponerlas a prueba tampoco. El fanático es peligroso, pero ante todo es aburrido, sea cual sea la fe que profese.

Lo que sigue es tan solo una mirada, la mía, sobre la mayor crisis de Estado desde la restauración de la democracia en España. Una crisis que va a mantenerse cronificada en la agenda política de españoles y catalanes por mucho más tiempo de lo que nadie era capaz de imaginar cuando se inició. Una crisis para cuya salida, en estos momentos, cualquier pronóstico resulta extremadamente incierto, pero de lo que sí sabemos al menos una cosa: será una salida política o no será.

 

escena 1
La pelota del hat-trick

 

 

 

 

 

 

El 20 de noviembre de 2011 CiU ganó por primera vez las elecciones generales en Catalunya. El 22 de mayo del mismo año la exitosa coalición de convergentes y democratacristianos había arrasado en los comicios municipales con unos resultados jamás vistos. Era el no va más. Todo ello venía a sumarse a los espléndidos resultados obtenidos el 28 de noviembre de 2010 por Artur Mas en las elecciones autonómicas. Con 62 diputados, el ya líder indiscutible de los convergentes conseguía por fin recuperar la presidencia de la Generalitat después de siete años de tripartito.

Lo que los mismos convergentes habían bautizado como «la travesía del desierto» (exagerada expresión explicable tan solo porque tras 23 años de pujolismo aún no se habían estrenado nunca como oposición y les parecía el fin del mundo) tocaba definitivamente a su fin y CiU regresaba de nuevo con más fuerza que nunca, ganando todas las elecciones y tomando el control de las instituciones más relevantes de Catalunya.

El liderazgo consolidado de Mas, las puñaladas que se asestaban entre ellos los integrantes del tripartito, la mala gestión de la crisis de José Luis Rodríguez Zapatero, el nefasto recuerdo en Catalunya de la mayoría absoluta del PP en la legislatura 2000-2004, todo ello había conducido a que CiU recuperase la hegemonía en Catalunya situándose en la centralidad del tablero político. Una hegemonía que, en esta ocasión, ya no sería compartida con el PSOE y que incluía por primera tomar el control de instituciones jamás gobernadas por los nacionalistas. Entre ellas brillaban con luz propia la alcaldía de Barcelona, con Xavier Trias a la cabeza, y la Diputación de Barcelona (órgano invisible para la opinión pública pero eficaz en la aportación de fondos económicos en el ámbito municipal de los que puede sacarse rendimiento político) que recayó en manos del alcalde de Martorell de ese momento, Salvador Esteve.

Aun así, no todo eran buenas noticias y algunos nubarrones amenazaban en el horizonte. Todos estos éxitos electorales coincidieron con la crisis económica que se inició en 2008 y que arreció como un temporal a partir de 2010. La situación económica fue una de las variables que ayudaban a explicar el resurgir convergente. Pero una vez llegados al Govern, esta no solo iba a persistir, sino que se acentuaría gravemente.

Y ya se sabe que, alcanzado el poder, sea esto justo o no, la memoria del ciudadano es débil y la responsabilidad del que llega es total y absoluta sobre todo aquello que suceda desde el primer minuto en el que empieza a gobernar, independientemente de cuál sea la herencia recibida. Manejar Catalunya desde la Generalitat en condiciones de asfixia económica era muy difícil. Casi imposible. En 2011, el día a día en la Generalitat se asemejaba más a la imagen de una tripulación achicando agua de un barco a punto de naufragar que a un poder ejecutivo definiendo estrategias a medio y largo plazo para implantar reformas estructurales acordes a su programa electoral.

Además, una vez estrenada la mayoría absoluta del PP en el Congreso de los Diputados tras las elecciones de noviembre de 2011 estaba claro que iba a ponerse en marcha una agenda centralizadora minuciosamente elaborada en los laboratorios de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES). Un PP con mayoría absoluta y una crisis económica que se preveía larga enturbiaban, aunque no lo suficiente todavía, el dulce momento convergente.

El nubarrón de la crisis estaba presente desde el inicio de la legislatura autonómica en diciembre de 2010. Recortes, toma de decisiones que perjudicaban los intereses de todos los colectivos profesionales y sociales, malestar en las calles, manifestaciones... El movimiento de los indignados, a semejanza del que se reproducía en tantas ciudades de España, pronto adquirió tintes de omnipresencia y monopolizó la agenda política.

La Plaça Catalunya, el equivalente a la Puerta del Sol de Madrid, fue tomada por los indignados hasta su desalojo en mayo de 2011. En junio de ese mismo año, la izquierda más radical bloqueó los accesos al Parlament de Catalunya. El president Artur Mas y su conseller de Economía, Andreu Mas-Colell, tuvieron que acceder a la sesión parlamentaria en la que debían aprobarse los presupuestos de la Generalitat en helicóptero para sortear el bloqueo.

Las manifestaciones en la Plaça Sant Jaume (el corazón institucional de Catalunya, con el Palau de la Generalitat a un lado y el Ayuntamiento en el otro) de bomberos, profesores, otros colectivos de funcionarios y un largo etcétera de agraviados eran diarias. Ese era el ambiente con el que se manejaba el Govern de la Generalitat a los pocos meses de su toma de posesión. Y lo peor de todo es que la desastrosa situación económica no parecía dispuesta a aflojar. Efectivamente, todo iba a empeorar aún más con el agravamiento de la crisis del euro que estaba por llegar y que iba a tensionar el ambiente mucho más de lo que ya lo estaba.

El otro motivo de preocupación era la mayoría absoluta del PP en el Congreso de los Diputados que este partido consiguió a finales de 2011. La confortabilidad de los populares en el gobierno de España gracias a sus excelentes resultados, que posibilitaba un discurso y unas medidas nada empáticas con la realidad y necesidades de los gobiernos autonómicos, iba a generar pronto una situación de gran incomodidad al ejecutivo catalán, puesto que este recibía el apoyo de los populares en el Parlament de Catalunya sin un acuerdo formal pero de manera recurrente.

Para Artur Mas y el mundo convergente en general, esa ecuación activaba en la memoria los resortes de un período nada agradable de revivir. En la última legislatura de José María Aznar al frente del ejecutivo español con mayoría absoluta (2000-2004), con Jordi Pujol en minoría en el Palau de la Generalitat, los populares ya hicieron tragar quina a los convergentes a cambio de brindarles su apoyo en el Parlament de Catalunya. Ahora se reproducían las mismas variables y el convencimiento de que el resultado podía acabar siendo el mismo.

Ambas variables, crisis económica y posteriormente la mayoría absoluta del PP, acabarían influyendo de un modo muy relevante en la decisión de Mas de convocar elecciones anticipadas en Catalunya en 2012. Pero no hubieran sido motivos suficientes sin la constatación del fracaso de la propuesta de pacto fiscal, rechazado de plano por Mariano Rajoy negándose tan siquiera a hablar de ello, y sin el impacto de la primera gran manifestación independentista organizada con motivo de la Diada Nacional de Catalunya, el 11 de septiembre de ese mismo año.

Elecciones anticipadas en las que CiU perdió 10 diputados, para quedarse en 50 y dar inicio a lo que a la postre sería un vertiginoso descenso en su capacidad de seducción electoral. Pero a pesar de los resultados, lo que sí se consiguió con ese adelanto fue cambiar de socio en el Parlament de Catalunya, pasando del PP a ERC, y zafarse del monopolio de los recortes que se había impuesto en la agenda mediática y política para sustituirlo por el debate soberanista. Además, el Govern de Catalunya se situaba gracias a ese adelanto a la cola del ciclo electoral, lo que permitía ganar tiempo a la espera de que la crisis y sus efectos amainaran.

Las elecciones autonómicas fruto de ese adelanto fueron las últimas a las que se presentaría CiU. En 2015, consumada ya la ruptura entre los convergentes de Artur Mas y los democratacristianos de Josep Antoni Duran i Lleida, la fórmula elegida por los primeros fue la de Junts pel Sí (junto a ERC). Desde 2016 el partido que intenta recoger el legado de la antigua convergencia es el PDeCAT, que tampoco se ha presentado a las últimas elecciones catalanas, puesto que lo ha hecho englobado (más bien desaparecido) en medio de una lista más heterogénea liderada por Carles Puigdemont, Junts per Catalunya. Y por el camino, en las elecciones generales, los antiguos convergentes se presentaron a los comicios a Cortes Generales con la marca Democràcia i Llibertat (2015), aunque sí recuperaron sus clásicas siglas en la repetición de esas elecciones en junio de 2016. UDC, por su parte, se presentó por primera vez en solitario a las elecciones autonómicas de 2015, sin obtener representación. Tampoco la obtuvo en las elecciones generales de 2015 y finalmente, echó el cierre y puso punto y final a su existencia ahogada por una deuda excesiva e inexplicable para el tamaño de dicha formación política. Pero en 2011 aún faltaba mucho para llegar a ese punto. Y lo que tocaba, en ese mes de noviembre, era celebrar el éxito que CiU había cosechado ganando por primera vez todas las elecciones, una tras otra. De tal modo que el día 21, horas después del escrutinio de los comicios a Cortes, fui de compras al Decathlon antes de dirigirme a mi despacho en el Palau de la Generalitat. Adquirí un balón de futbol (el oficial de la Liga de esa temporada) y, una vez en la sede del Govern, recorrí los despachos de los colaboradores más directos de Mas para solicitarles que estampasen su firma en aquel esférico. Con todas las rúbricas en el balón, nos dirigimos en comitiva al Saló Verge de Montserrat, el despacho presidencial, para hacerle entrega del mismo a Mas:

President, has hecho un hat trick: autonómicas, municipales y generales. Y en política, como en el fútbol, a quien hace un hat trick se le obsequia con la pelota del encuentro. Esta es la tuya.

Todos estábamos contentos. Él también lo estaba. El proceso como tal no había empezado. El proyecto político con teórico acento reformista de CiU gobernaba en todas las instituciones catalanas y, a pesar de que el PP había alcanzado la mayoría absoluta, los convergentes habían logrado vencer en las elecciones generales en Catalunya.

Había manifestaciones, había indignados, se tenía conciencia de lo difícil de la situación; pero, aun así, estábamos razonablemente felices. Contábamos con la confianza de la mayoría de los ciudadanos y con un gran capital político para administrar. Solo la situación económica impedía que aquellos fueran días de vino y rosas. Y no lo eran en absoluto, doy fe de ello.

La gestión financiera de la Generalitat era un drama. Su tesorería una pesadilla. Se vivían recurrentemente, en especial a final de mes con el pago de las nóminas, verdaderos momentos de desesperación. Aun así, la mirada sobre el futuro era optimista. Nos sentíamos responsables, pensábamos que el esfuerzo valía la pena y que, a pesar de todas las dificultades, disfrutábamos del honor de mantener a flote la embarcación institucional en la que navegábamos. Tocaba hacerlo, ni más, ni menos.

El president aceptó la pelota e incluso se permitió dar algunos toques. Siempre se le ha dado bien el balón y ese día, aun ataviado con traje y calzado formal, hizo demostración de ello. Toques elegantes y precisos. El esférico como metáfora del éxito y de la acumulación de un gran capital político.

 

escena 2
Pedro J. y el pacto fiscal

 

 

 

 

 

 

El 8 de noviembre de 2011 Pedro J. Ramírez, a la sazón director de El Mundo, presentó en Barcelona El primer naufragio, un meritorio libro sobre los cuatro meses de la Revolución Francesa que van desde la decapitación del rey Luis XVI hasta el golpe de Estado jacobino en la primavera de 1793. Por la noche, se organizó una cena privada en un apartamento del Passeig de Gràcia barcelonés en la que una docena de comensales departimos con el ahora director de El Español sobre aquel libro (más bien poco) y sobre política catalana (mucho).

Faltaban pocos días para las elecciones generales en las que Mariano Rajoy arrasaría con el zapaterismo. En Catalunya, en la agenda política y mediática había cogido mucha fuerza el debate alrededor del pacto fiscal, oferta nuclear del programa electoral con el que CiU había ganado los comicios autonómicos un año antes. Un pacto fiscal al que se añadía como coletilla «en la línea del concierto vasco» y que debía servir para mejorar el maltrecho estado de las arcas públicas de la Generalitat, a todas luces insuficientemente financiadas por el Gobierno español y cuyas penurias aún habían quedado más a la vista cuando los mercados de deuda quedaron cerrados para los ejecutivos autonómicos por culpa de la crisis y la seria amenaza de quiebra de las finanzas públicas.

El pacto fiscal seguía siendo la oferta clave de CiU para las elecciones generales que se iban a celebrar y era el mantra que acompañaba, junto a los recortes, toda la campaña que se desarrollaba en Catalunya. Tras un año de machacona insistencia sobre este tema, también se había conseguido que el debate alrededor de esta cuestión rebasase las fronteras catalanas para entrar de pleno en la agenda española.

La reivindicación debía discutirse con el nuevo gobierno que eligiesen los españoles, puesto que José Luis Rodríguez Zapatero era a ojos de todo el mundo un pato cojo desde hacía tiempo. Lo que se pretendía por la parte catalana es que el déficit fiscal (la diferencia entre lo que se aporta a las arcas del Estado y lo que se recibe de ellas) quedase reducido a un porcentaje razonable (siempre se hablaba del 4 por ciento, aunque nadie formalizó nunca esa cifra) y que, se respetase el principio de ordinalidad. Es decir, que, tras el reparto de los recursos económicos por parte del ministro de Economía de turno para cubrir las necesidades de todo el territorio español, si una comunidad autónoma era la número 3 en aportar, como mínimo mantuviese esa posición a la hora de recibir. Esa era la agenda política en Catalunya en ese momento, amén de la crisis económica y de los recortes.