Edición a cargo de
Ferran Sáez Mateu

Ferran Sáez Mateu, Francesc Torralba, Anna Pagès, Xavier Antich, Begoña Román, Mercè Rius, Gregorio Luri, Joan Vergés Gifra, Ángel Castiñeira

Filosofar
Pensar desde Cataluña

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“El mayor peligro de nuestro tiempo se manifiesta en el escaso número de personas que optan por ser excéntricas”.

-John Stuart Mill, Sobre la libertad

 

Presentación

1 Hamlet en las Ramblas Un apunte sobre la tradición filosófica catalana ferran sáez mateu

2 La filosofía cura francesc torralba

3 Desvelarse y olvidar Anna Pagès

4 Cuestiones de filosofía, hoy xavier antich

5 Ética aplicada: filosofía desde la trinchera Begoña Román

6 El realismo de Medea Mercè Rius

7 La «politeia» como hecho político básico Gregorio Luri

8 «Liberté, Egalité» y… ¿cómo se llamaba el tercero, hermano? Joan Vergés Gifra

9 De la identidad personal a la identidad nacional Ángel Castiñeira

Presentación

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Empecemos con una frase fundacional, la primera de los Ensayos de Montaigne: «He aquí un libro de buena fe, lector». Este también pretende serlo. En él vamos a intentar mostrar cómo suena la filosofía que hoy publica en Cataluña la generación que frisa los cincuenta años y que, por razones cronológicas más o menos obvias, se encuentra en el punto álgido de su producción intelectual. Por supuesto, dicho criterio es tan discutible o arbitrario como el que hubiese supuesto trazar un arco intergeneracional entre autores casi inéditos y otros mucho mayores (y, en general, sobradamente conocidos fuera de Cataluña). El mencionado arco se descartó porque, teniendo en cuenta el objetivo del libro, el resultado no parecía plausible: una selección de esa índole requeriría, para ser ecuánime, una extensión excesiva. En el presente texto no aparecen, por tanto, la generación de nuestros maestros ni tampoco la de nuestros alumnos más destacados. Los primeros ya han sido convenientemente difundidos; hoy por hoy, no necesitan tarjeta de presentación. Los segundos están empezando. Todo llegará.

Tampoco se ha pretendido dibujar aquí ningún top ten, ni nada por el estilo. Es importante que este extremo quede claro. El libro constituye una antología de textos que, a nuestro entender, refleja una parte significativa del pensamiento especulativo catalán actual. Eso es todo... y no es poco. Aquí se encontrarán pensadoras y pensadores ubicados en un espectro ideológico de considerable amplitud. Unos tienen una determinada visión sobre la relación España-Cataluña que otros no comparten. Algunos se formaron en la tradición anglosajona, otros en la francesa y otros en la alemana. Unos escriben habitualmente en catalán y otros, en cambio, lo hacen en castellano. Unos cultivan el paper académico, y otros frecuentan con más asiduidad el ensayo. Etcétera.

Una segunda —pero no menos importante— aclaración sobre la naturaleza del presente libro. Los textos seleccionados están pensados y escritos en Cataluña, pero no son textos sobre la situación política que se vive hoy allí. Esta es una decisión muy meditada. Mezclar ambas cuestiones hubiera constituido una apuesta por la confusión, a la par que una muestra de crudo oportunismo. Por otra parte, existe una amplia variedad de escritos que ya cumplen perfectamente ese cometido desde diferentes perspectivas y enfoques. Con la excepción del primero, del profesor Ferran Sáez Mateu, en el que se aborda el contexto cultural de Cataluña desde una perspectiva histórica —cosa que, inevitablemente, conduce a referentes de carácter político—, y del último, que trata cuestiones de identidad (Ángel Castiñeira), el resto de escritos tienen un enfoque que, sin rehuir la mencionada cuestión, no la ubican en un primer plano. Resulta significativo, sin embargo, que la filosofía política predomine claramente en las propuestas del resto de autores.

En tercer lugar, y aunque pueda parecer un poco intempestivo, este libro supone una defensa de la literatura de ideas, del ensayo filosófico que sigue la estela de Michel de Montaigne. Conviene aclarar las razones de esta muy desacomplejada vindicación. Hoy, el ensayo se encuentra constreñido, por no decir asfixiado, entre dos grandes muros: el del paper académico y el de la literatura de autoayuda. Se trata de dos mundos incomunicados pero que, por razones muy distintas, se han acabado adueñando casi por completo del panorama (pseudo)filosófico. Hoy se publican toneladas de artículos académicos en supuestas revistas «de impacto» (un impacto ilusorio, por supuesto). A menudo se trata de rutinarios refritos mal traducidos al inglés, destinados, en general, a la obtención de sexenios. Por desgracia, la filosofía no escapa a esa inercia un tanto sórdida. El otro muro lo representa la literatura de autoayuda, que siempre juguetea con la idea de aplicar conceptos filosóficos a banalidades, o al revés. En realidad, esos libritos contienen una fraseología que hoy dispone ya de una lógica propia basada, en general, en la adulación del lector (un lector que, por cierto, no suele ser el mismo que consume ensayo filosófico).

Reivindicar, hoy, el ensayo filosófico en tiempos de twitter tiene una dimensión profundamente política: con ciento cuarenta caracteres se pueden propagar ocurrencias, pero de ninguna manera ideas. Además, hay una generación que ha llegado a yuxtaponer, e incluso a identificar, el mero acceso al saber con el saber mismo. Esa confusión epistemológica no es inocua. De hecho, es el terreno ideal para que florezcan, en todo su esplendor, las coloridas flores del mal de la demagogia más primaria.

En su (buscada) heterogeneidad de referentes, enfoques y estilos, los textos de Francesc Torralba, Anna Pagès, Xavier Antich, Begoña Román, Mercè Rius, Gregorio Luri, Joan Vergés Gifra y los ya mencionados Ferran Sáez Mateu y Ángel Castiñeira permiten hacernos una idea de cómo suena hoy la filosofía que se cuece en las universidades catalanas. El telón de fondo —los muy complejos vericuetos del llamado Procés— es el que es, pero aquí no se trata. Forma parte de otro libro que todavía no existe.

 

Barcelona, otoño de 2017

1
Hamlet en las Ramblas

Un apunte sobre la tradición filosófica catalana
Ferran Sáez Mateu

 

 

 

 

 

 

I

 

Fue Josep Pla quien, en 1924, se refirió a la «condición hamletiana» de la cultura catalana moderna. La vieja disyuntiva —ser o no ser— es prístinamente dual; su traducción factual, no tanto. Porque resulta que, en realidad, existe una tríada que complica esa dicotomía en apariencia irreductible: Cataluña, España... y Europa. Ese tercer elemento es justamente el que permite entender al menos una parte de la cuestión planteada por Pla, como intentaremos mostrar a lo largo de este texto. Por supuesto, la filosofía española también se vio obligada a elegir hamletianamente a lo largo de la pasada centuria. En la década de 1930, por ejemplo, lo hizo a menudo en relación a una religiosidad asociada —arbitrariamente o no— a determinados parámetros ideológicos cercanos al catolicismo, o bien a un anticlericalismo asociado a otros. Esto sucedió antes, durante y después de la Guerra Civil. La especificidad de la filosofía catalana moderna radica, en buena parte, en una bifurcación que, por razones que son obvias, no se contemplaba en la España de matriz castellana.

En su conocida polémica de 1906, Unamuno y Ortega y Gasset percibieron Europa desde perspectivas muy distintas; en cualquier caso, nunca asociaron esa confrontación a una especie de impugnación, o incluso renuncia, a la tradición española. Es decir: ni las suspicacias hacia lo europeo ni su plena asunción implicaban, de ningún modo, un alejamiento o bien una profundización en relación a lo español. La polémica discurría por otros derroteros. Cuando nos referimos a «lo español», por cierto —o a «lo catalán» o a «lo inglés»—, no aludimos a esencia alguna, sino a la percepción mayoritaria que en esa época se tenía de «lo español», «lo catalán», etc., y que ha ido variando y transformándose con el paso del tiempo.

En la Cataluña de la época, la posibilidad de proyectarse hacia España o bien hacia Europa se vivió, en general, como una especie de bifurcación. Los casos de Eugeni d’Ors, Joan Maragall y tantos otros lo demuestran con creces. En un artículo del 19 de diciembre de 1909 («Per l’Empordà»), Maragall juega explícitamente con la contraposición España/Europa en relación a Cataluña. Salvador Espriu también, por supuesto: uno de sus poemas más conocidos («Assaig de càntic en el temple») dramatiza, y a la vez cubre de ironía, dicha cuestión. Esa disyuntiva marcará buena parte del pensamiento político escrito en catalán, desde autores todavía decimonónicos hasta otros como el valenciano Joan Fuster, pasando por pensadores vivos como Xavier Rubert de Ventós o Josep Maria Terricabras. Otros filósofos catalanes contemporáneos, como Manuel Cruz, quizá derivarían esa dicotomía de un supuesto «esencialismo de la memoria». Sea como fuere, el asunto que estamos describiendo gravita sobre la cultura catalana desde hace, por lo menos, un siglo y medio. No se trata de ninguna actitud de penúltima hora relacionada con hechos muy recientes.

Cualquier lector familiarizado con la filosofía que se ha producido en Europa en los últimos tiempos es capaz de distinguir la que ha surgido en el área cultural de habla alemana de la que proviene de la tradición anglosajona, francesa o italiana. Dejando aquí de lado cuestiones ideológicas, es evidente que la amena prosa del inglés John Gray suena muy diferente a la aridez del alemán Jürgen Habermas, y ambas difícilmente se confundirían con la del italiano Gianni Vattimo o la del francés Alain Finkielkraut. Este asunto, por supuesto, va más allá, mucho más allá, del estilo. Las vivencias de un pensador alemán de cierta edad son difícilmente coincidentes con las de un filósofo nacido en Gran Bretaña, y estas difieren de las de un autor español que creció en pleno franquismo, o las de un esloveno como Slavoj Žižek, conocedor del socialismo real. Así pues, es normal —de hecho, es casi inevitable— la presencia de divergencias a la hora de focalizar determinados problemas, o bien ignorarlos por completo.

Entre la producción filosófica catalana —independientemente de si ha sido escrita en catalán o en castellano— y la que se ha gestado en otros puntos de España, hay muchas más semejanzas que diferencias. Eso no implica, sin embargo, que no existan ciertos matices interesantes que invitan a rascar la superficie. No se trata aquí de reivindicar la especificidad de la filosofía española en relación a la europea, ni de la catalana en relación a la española, ni nada por el estilo. No. La intención es ver al trasluz ciertos elementos que, pese a ser sustanciales, pasan a menudo desapercibidos. Conviene hacerlo desde una perspectiva que sortee soflamas identitarias, vengan de donde vengan. Recordemos, en este sentido, un episodio significativo.

Entre finales del siglo xix y principios del xx se produjo un largo debate, banal y absolutamente estéril, sobre la adscripción nacional del filósofo escéptico Francisco Sánchez (1551-1623): ¿era español, era portugués? En realidad, Sánchez arrastró como pudo su condición de judío converso —emparentado, por cierto, con Montaigne a través de la madre de este, Antoinette Louppes/López. Vivió la práctica totalidad de su vida en Francia, ejerciendo la medicina, y jamás publicó ni una sola línea en español o en portugués: toda su producción está escrita en latín. El doliente nacionalismo español de raíz noventayochesca, sin embargo, vio el asunto de una manera muy diferente. Hoy, escarmentados por semejantes ridiculeces, vamos a intentar no sustancializar meros matices. Nos limitaremos a analizarlos.


II

 

¿Qué tipo de preocupaciones son comunes a la filosofía pensada y escrita en Cataluña y a la que se hace en cualquier otro lugar de España? La inmensa mayoría, por supuesto, aunque hay algunos aspectos divergentes. En todo caso, insistimos en que no tenemos intención de teorizar vaguedad alguna, sino centrarnos en casos que sean a la vez concretos e ilustrativos. Los de Manuel García Morente (1886-1942) y Eugeni d’Ors (1881-1954), por ejemplo, constituyen sendos procesos de conversión que muestran contradicciones muy hondas y dramáticas, con el trasfondo común de la Guerra Civil. En todo caso, ambos traumas, como veremos a continuación, no son coincidentes a pesar de que los dos autores pertenezcan a una misma generación.

Pese a no haber gozado de la popularidad de Ortega y Gasset (1883-1955), por citar a otro personaje decisivo de la misma época, García Morente fue, sin duda, uno de los filósofos españoles más importantes —e interesantes— del siglo xx. En una descripción honestamente sencilla, casi ingenua, Morente cuenta que experimentó la Trascendencia al asomarse una noche por su ventana con la simple intención de respirar aire fresco, después de haber escuchado por la radio una obra de Hector Berlioz de temática religiosa. Murió a los pocos años, en 1942, tras haber sido ordenado sacerdote ya en edad provecta. Previamente, sin embargo, tuvo que exiliarse un tiempo en Argentina. En el bando nacionalista se lo consideraba un desafecto a la causa de Franco debido, precisamente, a su vinculación con el ideario agnóstico y progresista de la Institución Libre de Enseñanza. Tengamos en cuenta que Morente era un verdadero ilustrado europeísta, algo inadsimilable por la ideología del franquismo.

La peripecia vital de Morente, hijo de un furibundo anticlerical y de una piadosa católica, se puede interpretar de muchas maneras, por supuesto, pero todas ellas dejan entrever, más allá de los tópicos manidos, la apesadumbrada dicotomía de las dos Españas. Aunque extremo, su caso no es nada raro. Tras figuras culturalmente tan relevantes —y diversas— como Unamuno, Falla, Laín Entralgo, o Buñuel, existe un tipo de tensión muy especial que, por una vía u otra, siempre acaba desembocando en cuestiones religiosas. En la década de 1930, sin embargo, dichas cuestiones parecían de cariz ideológico y se encuadraban en exclusiva, aunque fuera de una manera totalmente forzada, en el binomio derecha/izquierda. Hoy, evaluadas ya con una perspectiva histórica razonable, muestran que dicha contraposición no era tan esquemática. La tensión que estamos comentando no es ajena a Cataluña, evidentemente, aunque no se expresa en los mismos términos. De no haber muerto prematuramente, ¿cómo se hubiera transformado el pensamiento cristiano de Joan Maragall (1860-1911) en el clima que desembocó en la Guerra Civil? Mejor no abrir la caja de los siempre fáciles argumentos contrafactuales.

La peripecia vital de Eugeni d’Ors contiene elementos igualmente dramáticos como los de Morente. Sin embargo, su —digamos— conversión, así como la de otros autores catalanes de la época, tiene que ver con otros asuntos muy distintos. En el contexto de la recuperación de la autonomía política a través de la Mancomunitat auspiciada por Enric Prat de la Riba (1870-1917), Ors pasa a ser el referente cultural indiscutible y omnipresente del catalanismo, hasta el punto de ser nombrado secretario del Institut d’Estudis Catalans. Al ser defenestrado —por razones que ahora sería largo de explicar— su reacción consistió en trasladarse a Madrid y transformarse, de la noche a la mañana, en el paladín de un españolismo radicalmente hostil a las ideas que había defendido hasta ese preciso momento. Del blanco al negro, sin los preceptivos matices de gris. De hecho, ya al principio de la Guerra Civil es nombrado desde Burgos director de la Jefatura Nacional de Bellas Artes. La conversión de Ors afecta por encima de todo a su articulación de la tríada España/Cataluña/Europa.

Durante su etapa catalanista, Ors intenta afianzar su gran obsesión: la unidad cultural de Europa y su vinculación fundacional con Cataluña —aunque no con España—. Después veremos que no hemos subrayado el adjetivo «fundacional» por casualidad. En los inicios de la Primera Guerra Mundial, en 1915, Ors auspicia un manifiesto en el que plantea el conflicto europeo como una «guerra civil», que lo implica a él mismo como catalán. Sin embargo, la cuestión de la unidad cultural de Europa queda en un segundo o tercer plano a partir de 1939, cuando su prioridad consiste en defender el ideario falangista, absolutamente refractario a ese tema.

El tema de fondo, pues, el asunto hamletiano planteado por Josep Pla, remite fatalmente a Europa como identidad común o bien como antítesis problemática, y no solo en Morente u Ors, sino también en Unamuno, Ortega y tantos otros. «¡Que inventen ellos!», acaba diciendo Unamuno a principios del siglo xx en polémica con el muy europeísta Ortega. ¿Quiénes son esos «ellos» a los que se refirió el bilbaíno en 1906? ¿Son los «europeos»? ¿O bien son los «europeos-en-tanto-que-modernos»? Esa Europa, ¿es simplemente ajena a una supuesta «esencia de España», o bien constituye su reverso —su enemigo—? Esa contraposición, omnipresente en un sentido o en otro en la tradición filosófica española moderna, tiene poco que ver con la manera en que dicha relación se vivió en Cataluña, y en buena parte del área lingüística catalana, a principios del siglo xx. Recuperemos otro referente concreto a la par que ilustrativo. En el himno oficial de Andorra, escrito en 1926 por el obispo valenciano, y más tarde copríncipe, Joan Benlloch, se dice «sols resto l’única filla / de l’imperi de Carlemany» («quedo como única hija / del imperio de Carlomagno»). Es decir: soy el último trocito de la verdadera Europa, la que no se ha desangrado salvajemente en la Primera Guerra Mundial, la que tampoco fue arabizada siglos atrás. Esos dos versos son muy significativos, y afectan también al clima cultural que se vivía en aquel entonces en Cataluña. En él confluían elementos de muy diversa índole, especialmente de carácter económico y social; en todo caso, el que nos interesa aquí es el cultural.

 

III

 

En el siglo xx, y con la explicable excepción de las dictaduras militares del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930) y del general Francisco Franco (1939-1975), el catalanismo político siempre fue más o menos hegemónico. Se trata de un movimiento que, aunque hoy pueda sonar paradójico, surgió como una propuesta de modernización de España, a través de la industrialización y el acercamiento a Europa. Para entender la filosofía que prosperó en Cataluña en el siglo xx, y también mucho antes, la proximidad real con Europa (geográfica, comercial, cultural) y más en concreto con Francia, resulta crucial, aunque esa explicación no agota el fondo del asunto. El vínculo con Europa se percibe en aquellos años como algo fundacional, mientras que el vínculo con España, sin ser de ninguna manera infravalorado, es percibido a menudo como una contingencia derivada de acontecimientos acaecidos ya muy tarde, en el siglo xviii. Evidentemente, esa interpretación puede ser matizada, e incluso impugnada, en muchos sentidos. En todo caso, fue compartida por numerosos intelectuales catalanes.

Desde la Edad Media, desde el mismo imperio carolingio al que alude el himno de Andorra, la identidad de Cataluña y la de Europa no resultan, al menos desde la perspectiva que comentamos, inteligibles por separado. Forman parte de una misma realidad en cosas tan diferentes como el intercambio comercial, la producción industrial o el impulso vanguardista en la arquitectura, la pintura o la literatura. Entre finales del siglo xix y principios del xx, las fachadas y los interiores modernistas de Barcelona, por ejemplo, resultan muy parecidos a los de Múnich, Nancy, Bruselas o Glasgow. Desde una perspectiva sin duda autocomplaciente, aunque no exactamente hiperbólica, se trata de Europa en estado puro. Las semejanzas resultan a menudo sesgadas: la ciudad de Melilla, por ejemplo, posee un notable patrimonio modernista.

El acta fundacional del catalanismo cultural (1859) coincidió con el intento de recuperar el refinamiento de una idealizada —desde parámetros románticos— Edad Media europea. En esa época, además, se subrayan, y aun se exageran, las influencias catalanas en Europa. En todo caso, es cierto que la primera obra filosófica de la historia escrita en una lengua romance, no en latín o en griego, pertenece a Ramon Llull (1232-1315). Significativamente, Llull escribió también en árabe, además de usar el catalán y el latín. Su influencia en el pensamiento europeo medieval y renacentista fue enorme. Llull es, sin discusión posible, el primer gran raro de la cultura catalana.

En una fecha tan temprana como el año 1841, la cuestión cultural y la política ya serán comparadas en relación a la posibilidad de la independencia de Cataluña. Escribe el poeta e intelectual Joaquim Rubió i Ors (1818-1899):

 

Cataluña puede aspirar aún a la independencia, no a la política, pues pesa muy poco en comparación con las demás naciones, que pueden poner en el plato de la balanza además del volumen de su historia, ejércitos de muchos miles de hombres y escuadras de cien navíos, pero sí a la literatura.

 

El despertar nacional catalán resulta históricamente incomprensible sin el movimiento cultural de la Renaixença y, más en concreto, sin la recuperación en 1859 de los Juegos Florales, gracias a la iniciativa de Antoni de Bofarull (1821-1892) y de Víctor Balaguer (1824-1901), entre otros. La reanudación de los Juegos Florales de 1859 constituía una recreación, en clave romántica, de los orígenes medievales del certamen, instituido por el rey Juan I en 1393. Es justamente en esos Juegos Florales de hace 158 años donde la compleja tríada España/Cataluña/Europa se manifiesta por primera vez como una disyuntiva. Los Juegos se celebraban desde 1323 en Toulouse, y constituían una muestra indiscutible de la eclosión cultural de la Europa de aquella época.

En el siglo xix, el resurgimiento nacional de muchos pueblos de Europa estuvo a menudo relacionado con episodios de desorden o violencia; el de Cataluña, en cambio, con la lírica trovadoresca. En 1859, por otra parte, todavía se discute si el catalán y el occitano son, o no, una misma lengua, con todas las consecuencias políticas que ello supondría. La idea de una Cataluña desvinculada de Europa, y más concretamente del Imperio carolingio, resultaba impensable para los autores mencionados. En cualquier caso, casi nadie propone en esa época una secesión política de España, sino justamente una modernización de esta en clave europeizante. Incluso el temperado y muy católico Jaime Balmes (1810-1848), que escribió casi toda su obra en castellano y no es nada sospechoso de separatismo, no fue ajeno a este tipo de reflexiones. En El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1841), Balmes trata temas que se anticipan a Max Weber.

Volvamos a los entresijos de lo hamletiano. En un artículo publicado en 1924 en la Revista de Catalunya, Pla (1897-1981) decía:

 

Las especialísimas condiciones políticas en que se ha encontrado nuestro país [Cataluña] han originado una situación general compleja: el pueblo catalán, por un lado, está situado dentro de un orden jurídico establecido; esta circunstancia hace, por otra parte, que ante este orden no se pueda adoptar sino una posición inquieta. Nuestra situación hamletiana hace que hayamos sido, de hecho, un pueblo sin gobierno, que la crisis de la autoridad en Cataluña no se cierre nunca, que esté siempre abierta. Esta situación, que han conocido todos los pueblos que han resuelto o ya están en curso de resolver su problema político, es dolorosísima. Es antibiológico creer que una de las voluptuosidades del hombre consiste en sentirse ingobernado (...) Es por esta razón que el pueblo catalán —que de la autoridad solo ha conocido un burocratismo menudo y disolvente, generalmente ignorante, siempre forastero— viva en medio de una angustiosa incomodidad, sin confort político.

 

Esta realidad hamletiana, sin embargo, también ha dado lugar a verdaderos períodos de prosperidad, de estabilidad y, sobre todo, de creatividad. El movimiento cultural de la Renaixença fue acompañado de la eclosión industrial y comercial del área de Barcelona —comparable entonces con las regiones más prósperas de Inglaterra o Alemania—, así como con la consolidación del ideario político del catalanismo. Conviene insistir en que dicho movimiento resulta literalmente incomprensible sin el espejo de Europa. Ya en el siglo xx, y debido a la voluntad de participar activamente en las principales corrientes de la modernidad europea, la cultura catalana hace una apuesta decidida por la vanguardia. De aquel clima febril, repleto de innovaciones transgresoras, afloran la arquitectura de Antoni Gaudí (1852-1926) y el pincel de Salvador Dalí (1904-1989) o de Joan Miró (1893-1983), pasando por la pluma del mismo Pla, el violonchelo de Pau Casals (1876-1973) y tantas otras figuras de nivel internacional. Ese clima se disolverá dramáticamente después de la derrota de la Cataluña republicana en 1939.

¿En qué se tradujo, filosóficamente hablando, esa «realidad hamletiana» a la que alude Pla? Es probable que la cuestión pueda resolverse parcialmente apelando, a modo de ilustración, a dos autores que tienen poco que ver entre sí pero que, en conjunto, reflejan sendas salidas a la gran disyuntiva entre ser y no ser: el ya comentado Joan Maragall y Francesc Pujols (1882-1962). Gracias a su familiaridad con las principales lenguas europeas —poco frecuente en esa época—, ambos tienen en común una visión —digamos— aérea de las culturas catalana y española, que comparan constantemente con una Europa más o menos idealizada. En el caso concreto de Maragall, esa visión es, en sus inicios, honestamente —no acomodaticiamente— dubitativa. En el caso de Pujols, personaje inclasificable en todos los sentidos, la dicotomía adquiere con el tiempo una visión irónica, incluso sarcástica. Ambos representan dos maneras de entender una especie de decisión, postergada sine die, que va mucho más allá de lo político, de la articulación territorial o de las fronteras. Lo que plantean es otra cosa: ¿qué somos? A pesar de pertenecer a un país tan homogéneo culturalmente como Portugal, Fernando Pessoa transitó, en la misma época, una disyuntiva parecida:

 

Quem te sagrou, criou-te português

Do mar e nós em ti nos deu sinal

Cumpriu-se o mar e o império se desfez

Senhor, falta cumprir-se Portugal.

 

Ser o no ser.

 

 

 

ferran sáez mateu (La Granja d’Escarp, Lleida, 1964). Es doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona, y profesor titular de la Universidad Ramon Llull. Ha sido coordinador del programa de doctorado Política, media, sociedad y director del Institut d’Estudis Polítics Blanquerna. Es el investigador principal (IP) del grecom (memoria, comunicación y opinión pública). Compagina su dedicación docente con el ensayismo, la literatura de ficción y el periodismo en diversos medios de comunicación catalanes (Ara, El Temps, Catalunya Ràdio, etc.). Sus ensayos de pensamiento político han sido galardonados con premios como el Pere Calders (1996), Josep Vallverdú (1997) o Joan Fuster (1999). Ha publicado una treintena de libros y el último de ellos lleva por título Progresismo (2017).

Su principal línea de investigación es la que correlaciona democracia y comunicación.

2
La filosofía cura

Francesc Torralba

 

 

 

 

 

 

 

¿para qué filosofar?

 

1. Deshacer prejuicios

 

Para muchas personas cultas, la filosofía es un saber estéril, una actividad inútil, una especie de disciplina que pertenece al pasado, un vago recuerdo del bachillerato.

Muchos la conciben como una disciplina fracasada, incapaz de responder a los interrogantes que ella misma se propone; un discurso abstruso solo inteligible para una pequeña comunidad de iniciados que sufren el mismo padecer.

El filósofo es considerado, por lo general, una figura prácticamente irrelevante en la vida social, política, mediática. Salvo raras excepciones que confirman la regla, es un ser ajeno a los quehaceres de la vida cotidiana, a las maquinarias del poder político, social y económico; un ser que desarrolla una vida paralela, extraña, que está ocupado en problemas que, según parece, no interesan a nadie y que, según dicen los críticos, pertenecen a otros tiempos.

Otros han sentenciado desde hace décadas, la muerte de la filosofía, esgrimiendo que, al lado de las ciencias experimentales, sus resultados son más bien pobres y que la misma ciencia natural, en particular, la física, se ha encargado de despejar muchas incógnitas que la filosofía albergó, al principio, en su vientre.