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Título:

El libro de la salsa. Crónica de la música del Caribe urbano.

© César Miguel Rondón, 1978, 2004, 2017

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2017

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: junio de 2017

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-19-3

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER sobre la carátula del disco “Fania Records 1964-1980”

Depósito Legal: M-16708-2017
Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

A César Ignacio, María Bárbara, Victoria Eugenia,

Andrés Miguel y María Antonieta,

el mejor y más importante

de los combos que jamás oí...

Y a Floralicia, al frente de la banda,

por la más feliz de las músicas...

A Adry, por muchas razones musicales

que van más allá de la música;

al Flaco, por las nociones

de una ciudadanía especial, la del Caribe;

y a los músicos, por todo lo demás.

Salí de casa una noche aventurera

Buscando ambiente de placer y de alegría

¡Ay mi Dios, cuánto gocé!

En un sopor la noche pasé,

Paseaba alegre nuestros lares luminosos

Y llegué al bacanal.

En Catalina me encontré lo no pensado,

La voz de aquel que pregonaba así:

Échale salsita, échale salsita,

Échale salsita, échale salsita.

IGNACIO PIÑEIRO, Échale salsita

No creas que porque canto

Es que me he vuelto loco.

Yo canto porque el que canta

Dice mucho y sufre poco.

JUSTO BETANCOURT, Pa’ bravo yo

Óyelo que te conviene.

EDDIE PALMIERI

Venga América Latina,

Vámonos a guarachear.

RUBÉN BLADES, Los muchachos de Belén

ÍNDICE

Prefacio-coda a esta edición

Prefacio a la edición de 2004

Prólogo, por Leonardo Padura Fuentes

1.  Salsa cero (o cero salsa)

1.1. Años cincuenta

1.2. Años sesenta

2. Salsa uno (o una salsa)

2.1. Es la Cosa…

2.2. El sonido Nueva York

2.3. Nuestra Cosa Latina

2.3.1. La banda

2.3.2. Las voces

2.3.3. La película

3. Salsa dos (el boom)

3.1. La Cosa en montuno

3.2. El boom

3.2.1. Las Estrellas de Fania

3.2.2. Las otras estrellas

3.2.3. Entre lo típico y lo moderno

3.2.4. Puerto Rico

3.2.5. Las charangas

3.2.6. Un compositor y un cantante

3.2.7. El caso venezolano

4.  Salsa tres (todas las salsas)

4.1. La otra cosa

4.1.1. Tradición y vanguardia

4.1.2. Quisqueya

4.1.3. Los líderes

4.1.4. Un compositor cantante

4.2. Todas las salsas

5.  Coda

Un cuarto de siglo después

La rumba sin fin

Discografía básica

Agradecimientos

Índice onomástico

Créditos de las fotografías

PREFACIO-CODA A ESTA EDICIÓN

Trece años después de la coda que cierra este libro, la nueva edición española de El libro de la salsa me obliga a un nuevo balance. Cuestión de actualizar, se entiende, lo acontecido en el periodo. Pero poco en realidad ha cambiado. ¿Es que acaso se estancó el proceso? ¿Es buena o mala esa extraña parálisis? Por un instante no hay respuestas. Toda parálisis conduce, indefectiblemente, a una muerte, a una desaparición. Pero de la incertidumbre salimos una vez que entendemos que esperábamos cambios donde no tenía por qué haberlos. Me explico: cuando en 1979 puse punto final al texto original de este libro, creía, de manera militante y sin duda ingenua, que la salsa terminaría siendo una suerte de carpa gigantesca y generosa que le brindaría cobijo a todos los géneros existentes y por existir en la música del Caribe urbano. De allí el esperanzado capítulo final “Todas las salsas”. Pero cometí un importante error de apreciación: un género vale por sí mismo sin necesidad de apadrinar a otros que, en no pocos casos, van en contra o niegan al mismo género original.

Así, por ejemplo, la salsa erótica más que salsa mala o floja, era, en realidad, la negación de la salsa brava –o auténtica– que la antecedió. Siendo así, un concepto tan amplio y generoso como el de “todas las salsas” terminó estrellándose contra una realidad mezquina. Salsa erótica no es salsa. Punto. Como tampoco lo es el merengue, en cualquiera de sus variantes. Ni es salsa lo que hace Guaco, por más que en la riqueza y variedad musical de esta banda se encuentre mucho del son y la bravura de la salsa de los setenta. Cada cosa en su sitio, y cada género con su ritmo, potencialidad y calidad en su lugar. No hay tal parálisis, mucho menos muerte.

Cuando la segunda década del nuevo siglo ya enfila su recta final, el melómano caribeño entiende que hay muchas expresiones de la región que conviven sin mayor inconveniente, y que él puede moverse a placer entre ellas, solapándolas o sustituyéndolas, según su antojo, pero nunca confundiéndolas. Así, el tan comercial reguetón de este último lustro goza de un público que, en determinado momento del entusiasmo y la noche, cambia el norte y enfila hacia la salsa, ahora también calificada como “brava” o “dura” o “cabilla” o, simplemente, “vieja”. Porque, aunque resulte extraño o insólito, después de la “erótica” y la bastardización que ella supuso, buscar apellidos se hizo necesario. De manera que la salsa, sin apadrinar ni darle cobijo a nadie, mantiene su espacio inmenso y privilegiado, en la cima, en el rico y contradictorio universo de la música caribeña. Aunque ella, está claro, ya no es la única que canta el Caribe urbano de hoy.

Aclarado el punto, zambullámonos, entonces, en la salsa de estos últimos trece años. La producción disquera, como en los años precedentes, siguió siendo escasa. Pero en la que salió a la calle hay que considerar logros mayúsculos como, por ejemplo, La Orquesta Latino-Caribeña, del Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles Simón Bolívar. Este sistema, fundado en Venezuela en 1975 por el maestro José Antonio Abreu durante la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez, y famoso mundialmente gracias, entre otros, a la descollante figura del director Gustavo Dudamel, no se ha limitado, en los últimos tiempos, a la conformación de grandes orquestas sinfónicas para la música académica. En el esquema han incluido agrupaciones de música folclórica, ensambles afro-venezolanos, big bands de jazz, “sinfónicas de rock” y esta singular “Latino-Caribeña”. Bajo la dirección del percusionista Alberto Vergara, esta orquesta tiene una dotación de siete trompetistas, igual número de trombonistas y diez saxofonistas. Una desmesura si lo comparamos con el esquema convencional, al estilo de Tito Puente o los Afrocubans de Machito, de tres trompetas, par de trombones y, a lo sumo, cinco saxos. Pero la cosa se extralimita con doce músicos en la sección de percusión que se ocupan de congas, bongós, timbales, maracas, guiros, quijadas, claves y cuanto elemento percusivo haya concebido el temblor musical del Caribe. Además, piano, bajo, guitarra y un cuerpo mixto de seis cantantes. Esto nos da un total de casi cincuenta músicos –contra los veinte que en caso extremo tendría una big band convencional– produciendo una música de un volumen y una densidad –“gordura”– desconocidos en esta expresión. Pero es importante acotar que no se trata de más músicos para más volumen. Tales “engordes” suelen traducirse en falta de dinamismo, en pesadez, como ocurre con frecuencia cada vez que se hace el experimento, generalmente pretencioso, de poner una orquesta sinfónica a respaldar una banda de música popular. En estos casos la “gran orquesta” se convierte en una camisa de fuerza que asfixia y limita a la expresión original. La lenta majestuosidad del elefante contra la agresiva liviandad de la pantera. Pero aquí hablamos, y hay que oírla, de una pantera gigante, atacando con un mismo ímpetu, con idéntico swing y arrolle, como si se tratara de un sabroso combo esquinero. Semejante alarde se logra gracias al virtuosismo, como solistas, de todos y cada uno de los jóvenes integrantes de esta orquesta gigante. A la fecha solo han logrado publicar un disco, y el mismo es pieza imprescindible, única y de colección para cualquier amante de esta música.

Alberto Vergara, como tantos venezolanos de estos tiempos crueles y menguados, se sumó a la diaspora: emigró. Y después de varios breves interinatos la dirección de la Latino-Caribeña quedó, afortunadamente, en las manos y el talento de Alfredo Naranjo, del que se habla en este libro. Pero el crecimiento artístico de este talentoso músico –vibrafonista, timbalero, compositor, arreglista– ha sido de tal dimensión en estos últimos años que, sin duda, hay que considerarlo entre los grandes líderes de la expresión en este nuevo siglo en todo el Caribe y sus cercanías salsosas. Su banda, El Guajeo, no ha dejado de producir importantes y sabrosos discos, caracterizados por osados arreglos que igual van del jazz al rock o al folclore. Como ejecutante ha acompañado a los nombres más resaltantes del género en toda la amplia extension de esta latitud musical, y, en la euforia de un concierto feliz, Cheo Feliciano lo proclamó como el mejor vibrafonista de la salsa. Nadie todavía lo ha desmentido.

Durante unos cuantos años Naranjo se radicó en Colombia. Su paso por estas tierras se hizo sentir y dejó huella. Y emigró a la nación vecina porque, en estos primeros lustros del XXI, Colombia pasó a convertirse en la meca alternativa de esta música. Como antes lo fue Puerto Rico, Caracas en su momento y sobre todo Nueva York en los setenta, Cali y especialmente Bogotá se volvieron ciudades plena y definitivamente salsosas. Allí estaban los sitios que consagrarían y brindarían sustento a los músicos, los ambientes deseados por melómanos y bailadores, sin concesiones a modalidades “eróticas” y demás blandenguerías. Salsa buena, dura, brava y frontal. Mucho de la mejor producción de este periodo viene de Colombia, hecha por colombianos o por músicos caribeños radicados allí.

Cuba, en el periodo, gozó del oxígeno de una apertura cada vez más fluida: entraron turistas, dólares y todo tipo de influencias, y de la isla salieron estilos, músicos y no pocas novedades. Hasta Barack Obama, todavía en la Casa Blanca, bailó con Michelle en La Habana. El Grupo de Pedrito Martínez, por ejemplo, un atrevido e insólito cuarteto de piano, bajo y percusión, pudo lucirse a sus anchas en Nueva York mientras las portadas de los discos mostraban a los músicos en humildes calles habaneras. Y el caso de Martínez, sin duda, está lejos de ser único y exclusivo. Cierto, ninguno de estos músicos usó el término “salsa” para definirse; semejante precisión, sin embargo, resultaba innecesaria: melómanos y bailadores sabían muy bien cómo llamar la música que gozaban. Aquí sugiero, por favor, leer de nuevo las últimas frases del último capítulo de este libro.

En Nueva York, el vigor de la expresión siguió alimentándose de manera fundamental, como en aquellos tiempos iniciáticos de la posguerra y el bee-bop, cuando Mario Bauzá presentó a Gillespie y a Chano Pozo, del manantial inagotable del jazz. Ante la poca y aburrida producción de orquestas propiamente salsosas, los esfuerzos de esos mismos músicos en agrupaciones jazzísticas resultaron mucho más interesantes. Y en este universo, pisando por igual los territorios del baile salsoso o del jazz salseado, el maestro Eddie Palmieri siguió ejerciendo como el líder supremo, el gran tótem admirado, seguido y respetado por todos. Al momento de teclear este recuento, Palmieri recién ha publicado su primer disco en unos cuantos años: Sabiduría (Wisdom). La crítica lo ha recibido con aplausos. El maestro, apoyado en un combo breve, ha convocado a algunos de sus viejos socios –el saxofonista barítono estadounidense Ronnie Cuber, el violinista cubano Alfredo de la Fé, por ejemplo–, y con ellos ha desarrollado un repertorio que toma del ayer (una sorprendente reedición de “La libertad lógico”, ahora rebautizada y reconcebida como “The Uprising”) para plantar banderas que bien podrían orientar futuras sendas. El tema que le da nombre al disco es una buena muestra. Cuando el maestro rinda el testigo, sobrarán manos y talentos para tomarlo, ha dejado una escuela numerosa en su pateadero del Bronx neoyorquino.

La isla de Borinquen, mientras, como una privilegiada burbuja aislada en el tiempo, siguió bailando al son de orquestas ya añejas pero siempre vigorosas como El Gran Combo, Roberto Roena, Sonora Ponceña y Willie Rosario. Todas a un lado del trono que no abandonó Gilberto Santa Rosa. Ninguna de las bandas vanguardistas reseñadas trece años atrás, empero, logró una supervivencia estable. Los jóvenes, a decir verdad, prefirieron estridencias de moda al estilo del reguetón y el hip-hop. Las vanguardias, es enseñanza de siglos, no germinan fácilmente en la gran masa.

Y, ya que menciono estas “estridencias” (y disculpen, por favor, los prejuicios del calificativo; fui joven en el libro original, ya no tanto por más del esfuerzo), he de volver, con la prudencia del caso, sobre los conceptos que, a lo largo de todas estas páginas, las de ayer y las de hoy, expuse a propósito de las diferencias entre la auténtica música popular y aquella, pasajera y de poco arraigo, endeble, que se impone desde los grandes medios de la llamada industria cultural: la música de moda también conocida despectivamente como “comercial”. Me he preguntado en estas reflexiones por qué Gardel no perece. No es cuestión de popularidad, es cuestión de raíz e identidad. El misterio del espejo inesperado ante nosotros. El tango está allí, tradicional o moderno, pero tango al fin. Cambian los tiempos y las generaciones, los modos, las interpretaciones de las dificultades vitales y las esperanzas, los sentires y las expectativas. Pero tanto un tango como el otro vienen de lo mismo y apuntan a lo mismo: un auténtico sentir popular, una auténtica necesidad de expresión popular, entrañable. Por eso, insisto, unas expresiones “de moda” pasan de moda –y perecen–, otras no. El destino del reguetón está cantado. Y esa amplia gama de géneros que ahora pulula en estos tiempos, incluido uno identificado curiosamente como “urbano”, parecen llevar la misma carta marcada. Ante esto, ¿tiene sentido hablar de la inmortalidad del bolero? Tanto, quizá, como hablar de la obstinada insistencia de los despechos y el mal de amores en la línea de vida que une a nuestros abuelos con nuestros nietos. El día en que dejemos de querernos, de antojarnos los unos con los otros –con o sin derecho, y especialmente si no lo tenemos–, ese día dejaremos de cantarnos. Ese día, al fin, el bolero podrá morir en paz. Y, con él, todos estos géneros que, más que pertenecernos, nos dicen y nos definen, que nos ponen cara y nombre en un espacio de la humanidad. Ya no habrá necesidad de rancheras y José Alfredo Jiménez podrá morir de una buena vez. Para qué los lamentos de Camarón de la Isla; despídanse Serrat y Sabina; olvídate Juan Gabriel y, contigo, aunque parezca imposible y extremo, hasta Jobim y el poeta Vinicius. Hablo de todos los géneros porque todos –cuando cantan lo urgente y lo verdadero, la poesía rápida, callejera y cotidiana que nos marca y es inevitable– convergen en la melaza de la misma razón y del mismo sentimiento. Para qué Cerati o Fito Páez; la Lafourcade sin aire por más del salvavidas del mismísimo Agustín… Para qué tantos compositores, tantos cantores, tantos oyentes ansiosos y empecinados. Todo al olvido. Cerremos, pues, el baúl de lo que hemos sido y lancémoslo al abismo. Borremos sin remordimiento el acervo de generaciones y a otra cosa.

Pero todo lo anterior, obviamente, es un despropósito. Un imposible que nos niega. El sinsentido no tiene cabida y, por ello, entre tantas otras expresiones floridas y maravillosas, la salsa –esta salsa, esta euforia musical de la que se ocupa este libro– sigue intacta. Algunas músicas nuestras lloran al cantar las dificultades de la vida, la cotidianidad y el amor. La salsa, aun llorándolas, prefiere bailarlas y hasta reírse de ellas, es su privilegio feliz.

En estos trece años, así como la vida ha continuado su andar, la muerte, su inevitable carnal, no ha dejado de hacer lo suyo. Lamentablemente, no es corta la lista de entrañables y queridos músicos que nos han abandonado. Rindo tributo emocionado a la memoria de soneros como Ibrahim Ferrer, Tito Gómez y el gran cartagenero Joe Arroyo; Pablo Lebrón, líder de los famosos hermanos, y Junior González; Marvin Santiago, Ismael Quintana, Ronnie Baró y Héctor Casanova con su voz atronadora. Dos venezolanos de leyenda desde los tiempos de las grandes orquestas de mediados del siglo pasado, Rafa Galindo y Memo Morales. Y, de manera muy especial, el aplauso inagotable para José Luis Feliciano Vega, el gran Cheo, de las voces más cálidas y sinceras que conociera esta música. Líderes de bandas importantes como Quique Luca, Tommy Olivencia, Porfi Jiménez, Renato Capriles, Juan Formell, padre de los Van Van cubanos, y el gigante, no solo de tamaño, Ray Barretto. Se nos fue Joe Cuba, y también su compañero, cantante y timbalero en los gloriosos tiempos del sexteto, Jimmy Sabater. Entre paileros, perdimos el timbal más pesado y vigoroso que conociera esta música, Manny Oquendo. Se fue el gran conguero neoyorquino Milton Cardona, y también el auténtico padre de este instrumento, el cubano Carlos Patato Valdés. El bajista Eddie Guagua Rivera, el flautista Dave Valentín, y el mejor representante de la inmortal trompeta cubana, Alfredo Chocolate Armenteros. Y quiero dejar un tributo especial, inmenso, para el maestro Aldemaro Romero, el prolífico compositor, pianista y director de orquesta venezolano. Su obra es tan amplia que abarca, con solvencia y riqueza, desde la música popular hasta la académica, y si bien hoy se le recuerda principalmente por la Onda Nueva, género de su invención, no se puede olvidar su aporte de primer orden a la música popular y bailable del Caribe. Su orquesta –y los primeros capítulos de este libro dan cuenta de ello– fue referente obligatorio a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta en toda esta region musical. Los maestros –Puente, Bauzá, Rodríguez– mencionaban su nombre con reverencia; los músicos y los melómanos, incluidos los jóvenes de hoy, lo siguen haciendo.

Entrego, pues, esta nueva edición de El libro de la salsa. Confío en que la música que lo alentó siga insuflando bríos y entusiasmo en los nuevos lectores de la península que ahora abran sus páginas. Hay una rumba que baña desde el sur andaluz y que en su subida hasta se hace catalana para seguir más allá, que tiene la misma clave rítmica de esta música de la cual escribo. Es una manera de comenzar, digo. Una forma de entrar en casa y sentirnos a gusto. Esta salsa también les pertenece.

Caracas, mayo de 2017

PREFACIO A LA EDICIÓN DE 2004

Nueva York, verano de 1979. El libro ya ha entrado en su recta final. Estoy cargado de dudas, pero no tiene sentido regresar sobre unas páginas que ya no aceptan más reclamos ni tachaduras. Domingo El Flaco Álvarez, el verdadero motor detrás del proyecto, le tiene fe ciega y ha logrado contagiar a unos cuantos. Pero no ocurre lo mismo con los distribuidores, los que ponen el dinero y, por tanto, los que toman las decisiones definitivas. Para ellos el libro tiene que estar listo antes de las festividades decembrinas, y lo asumen con ojeriza, como una rareza editorial de limitada vida: “Los salseros no leen”, arguyen. Y me preguntan: “Por fin, ¿cómo se va a llamar el fulano libro de la salsa?”. Caigo en la cuenta, entonces, de que he estado escribiendo algo parecido a una crónica de la música del Caribe urbano, pero que en ningún momento me he detenido a pensar en un título aceptable. Y, una vez más, triunfa lo obvio, lo inmediato: pues… El libro de la salsa. Confieso que a las primeras de cambio, me sonó arrogante (ningún libro es el libro único y definitivo de nada), pero iba en consonancia, le hacía un guiño pícaro a una música generalmente marcada por el desplante socarrón y la guapería (“El bravo de aquí soy yo porque yo tengo corazón…”). Además –y este fue el principal argumento que esgrimieron los propios distribuidores–, era el primer libro que se escribía sobre esta “cosa”, y, según aseguró más de un experto, el último: nadie más volvería sobre un relajo tan banal como prescindible.

Pero la historia, ya se sabe, tomó un derrotero diametralmente opuesto: en los años siguientes se escribieron y publicaron muchos y muy buenos libros sobre la expresión salsosa, universidades y academias de toda la región se nutrieron de innumerables tesis y memorias de grado llevadas adelante por estudiantes infatigables urgidos de buscarle el hueso a esa música que les marcaba y les identificaba y salieron a la calle revistas, crónicas, películas y documentales que no tardaron en salpicar las librerías de Norteamérica, Europa y Asia. Y en la euforia editorial, la marejada determinó que el ya amarillento Libro de la salsa flotara como corcho. Veinticinco años después la obra ha conocido varias reediciones (la mayoría, lamentablemente, “piratas”), traducciones parciales en idiomas tan exóticos para la expresión como el japonés y el alemán, y ha terminado convirtiéndose en una suerte de “objeto de culto” para los irreductibles aficionados de viejas y nuevas generaciones. Demasiada generosidad para un texto que, inicialmente, solo fue concebido como el testimonio de gratitud de un joven melómano para los intérpretes y hacedores de su música más querida.

Y heme aquí que un cuarto de siglo después vuelvo con el libro bajo el brazo. Agradezco todo el empeño, la dedicación y la emoción que los editores han puesto en el proyecto. Y, aunque me cuesta creerlo, vuelvo entonces sobre las viejas notas, las viejas fotos, los viejos discos. “¿Qué hacemos ahora?”, es la pregunta recurrente. Las opciones van desde una edición original revisada y ampliada, con extensos capítulos nuevos que abarquen lo acontecido en estas décadas, hasta una más restringida y limitada al primer texto, sin sucumbir a la tentación de las siempre necesarias e inagotables correcciones. Gana la última. Se impone el criterio de que hay que respetar el manuscrito tal y como salió por primera vez a la calle, porque es una manera de respetar –insisten– a la legión de músicos y aficionados que, a lo largo de estas dos décadas, se volcó militantemente sobre sus páginas alentándole una vida tan particular como inesperada. Lo acontecido a partir de octubre de 1979 –fecha en que entregué el manuscrito en la Editorial Arte de Caracas– hasta el presente, será objeto de otras crónicas que me comprometen, mas no esta.

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PRÓLOGO,
POR LEONARDO PADURA FUENTES

ELOGIO A CÉSAR MIGUEL

En realidad estas líneas no son, no pueden ser, lo que se suele llamar un prólogo. Ni siquiera serán una introducción o una presentación –que me parece por demás innecesaria, tratándose de este libro que se presenta solo y es un viejo conocido para todos los amantes de la música del Caribe. Lo que pretendo escribir, creo, podría ser algo así como la revelación de una relación personal (la mía, un cubano afincado en la isla) con un texto por el que siento una devoción especial. Por lo tanto, tengo el temor de que terminaré redactando algo parecido a uno de esos pomposos discursos, cargados de adjetivos y algunas imprescindibles obviedades, semejante a lo que en mítines artísticos de antaño (aquellos románticos Juegos Florales, elegantemente provincianos, compactamente municipales) solía llamarse un elogio: porque no puedo hablar, escribir, ni siquiera pensar en El libro de la salsa sin sentir la más profunda admiración y la más sólida gratitud por todo lo que su autor me entregó la primera, la segunda y la décima vez que lo leí y lo volví a leer a lo largo de casi veinte años de trabajo y amable compañía. Pero, y debo admitirlo ya, se trata de una admirativa gratitud rociada con abundantes dosis de la mejor de las envidias, porque este es uno de esos libros que uno hubiera querido no ya escribir –eso es demasiado–, sino, y cuando menos, vivir, como experiencia irrepetible de los años durante los que César Miguel Rondón, un día en Caracas, otro en Nueva York, otro en San Juan de Puerto Rico, pasó sus horas entre músicos bohemios, barrioteros y pensantes, escuchando sus interpretaciones irreverentes y festivas, y se sumergió en salsa hasta ser capaz de parir esta imprescindible criatura, uno de los textos más iluminadores de lo que somos y cómo somos en estas tierras bañadas por las aguas calientes del mar Caribe, el Mare Nostrum de todos los mestizajes del nuevo mundo.

Un dato importante, que podría empezar a explicar la revelación que constituyó para mí este libro, se debe al hecho de que, como la mayoría de los cubanos residentes en la isla, yo también llegué mal, torcidamente, dando traspiés y cabezazos al encuentro con la salsa, el primer fenómeno musical de magnitud caribeña y universal que se gestaba al margen de la música cubana –aunque a la vez contando con ella. El caso es que viviendo entre las cuatro paredes del país, la desinformación sobre el fenómeno musical y cultural más importante del Caribe en los años sesenta y setenta me impidió disfrutar, en su momento de gestación y apogeo, de una fiesta musical que desde las ciudades de las islas y costas caribeñas hasta la fría Nueva York (que, como se sabe, es el barrio más septentrional del Caribe), estaba redefiniendo el espíritu de los habitantes de esta región del mundo a través de la forma en que mejor han sabido expresarse siempre: la música.

Es preciso recordar, para que se entienda esta paradoja, que a pesar de los diversos bloqueos políticos y comerciales a que fue sometida –y cuyas consecuencias para la música del Caribe muy bien valora el autor de este libro– la Cuba de los sesenta estuvo en el centro de la actividad cultural latinoamericana y vivió el entusiasmo del boom de la nueva novela latinoamericana, leyendo, todavía calientes, las novelas de García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa, mientras se disfrutaba de los nuevos aires del teatro (incluida la moda del teatro de creación colectiva), y se realizaban esplendorosas exposiciones con lo mejor de la plástica latinoamericana de entonces, mientras figuras artísticas de primer orden pasaban por La Habana y daban fe de su entusiasmo por el joven proceso revolucionario. Pero en la Cuba de los setenta ese proceso sufrió un giro brusco y radical. Férreamente politizada en la esfera cultural y social, la difusión de la actividad artística del continente y del mundo se vio tamizada durante esos años por intereses políticos más evidentes y exigentes, y sucedió que precisamente en la tierra que había dado origen al son, al danzón, a la rumba, al mambo y al chachachá, donde habían nacido tantos músicos que ni siquiera vale la pena ahora mencionarlos (¿una muestra?: Benny Moré, Arsenio Rodríguez, Ignacio Piñeiro, Miguel Matamoros, Dámaso Pérez Prado, Chano Pozo, Celia Cruz, Mario Bauzá, Orestes y Cachao López, Miguelito Valdés… y no sigo, no acabaría nunca), se llenó de sonidos de quenas y tamboritos andinos en un intento oficializante de “latinoamericanizarnos” a marchas forzadas, mientras que en los cines se programaban hasta el cansancio películas soviéticas, rumanas y polacas, y a las librerías llegaban autores búlgaros y de otras geografías del realismo socialista de cuyos nombres no consigo siquiera acordarme.

Así, sin nosotros saberlo, en esos mismos años setenta –hoy reconocidos como el decenio gris de la cultura cubana, por muchas más razones que las antes mencionadas– se estaba produciendo muy cerca de nosotros algo que nos atañía directamente, pero decidimos –decidieron– que no debíamos darnos por enterados, y si acaso alguien muy informado pudo haber dicho o escrito alguna vez que los músicos caribeños andaban saqueando el viejo repertorio musical cubano, y alguien más informado todavía quizá hasta pudo decir que aquel engendro comercial y capitalista, sin valor musical alguno, había sido llamado “salsa” y, a pesar de su falsedad artística, se vendía por todo el Caribe como pan caliente…

Pero las verdades suelen abrirse su camino –por lo general con más tropiezos que las mentiras, pero, al final, empecinadas, suelen abrirse su camino. Y un día, ya entrada la década de los ochenta, cuando la furia de aquello llamado salsa empezaba a recorrer incluso otras fronteras del mundo luego de haber triunfado en Nueva York y haber invadido todo el Caribe hispano, empezamos a saber que existían unos músicos nombrados Rubén Blades, Willie Colón, Héctor Lavoe, Johnny Pacheco, Cheo Feliciano, y hasta que existía una compañía disquera bautizada como Fania, la cual, además de producir discos, organizaba conciertos de unas “estrellas” que se habían convertido ya en los nuevos ídolos musicales de millones de bailadores caribeños. Finalmente, todo el castillo de displicencia y desinformación se vino abajo cuando escuchamos un disco rotundo e irrepetible titulado Siembra –según un buen amigo, algo así como el Abbey Road de la salsa– y empezamos a sospechar –todos: músicos, melómanos, o simples degustadores de música, como yo– que habíamos estado demasiado tiempo fuera de un potaje demasiado importante, un potaje que, por cierto, nos concernía más que el sonido de las quenas, los tamboritos andinos y las películas terminadas con la palabra koniec.

Pero, una vez enterados de que existía o pretendía existir un tipo de música bailable y caribeña llamada “salsa”, los que decían saber de música comenzaron su batalla por el flanco de negarle su autenticidad. El hecho de que aquellos músicos llegados de todas las partes del Caribe, incluida Cuba –pero la Cuba del exilio, entonces innombrable– se remitieran a sonoridades tradicionales cubanas e, incluso, a muchísimas obras del repertorio criollo, fue el elemento esencial para aquella descalificación artística que, sin embargo, no se tomó el trabajo de detenerse a escuchar la nueva música, a investigar sus orígenes, a rastrear sus intereses y búsquedas.

Definitivamente, los cubanos llegamos a destiempo a la salsa y, siendo parte de ella por derecho propio, no pudimos disfrutar de sus mejores momentos, mientras los músicos populares de la isla –con poquísimas excepciones– veían desde la distancia y la ignorancia lo que hacían sus vecinos y hermanos, aquellos mismos a los cuales siempre habían mirado por encima del hombro que se levantaba sobre el enorme prestigio de la tradición musical cubana.

Para la mayoría de nosotros, sin embargo, la tardanza no fue desen­cuentro y, cuando los caminos que no podían dejar de cruzarse al fin se cruzaron, las pocas grabadoras de casetes que entonces existían en la isla se armaron de los más potentes amplificadores, y las voces de Oscar D’León, Rubén Blades, Héctor Lavoe, Cheo Feliciano y la todavía innombrable y sempiterna Celia Cruz –¿ahora metida a “salsera”?– se comenzaron a escuchar por todo el país con una furia que tuvo su culminación justamente en noviembre de 1983 cuando el venezolano Oscar D’León visitó Cuba y ofreció los recitales más espectaculares que se han vivido en la isla en los últimos decenios. A partir de entonces, y como por arte de magia, la isla al fin se abrió a la evidencia del empuje salsero y, como cabía esperar, muy pronto dio un impulso salvador a un movimiento que comenzaba a mostrar señales de agotamiento, al tiempo que los músicos cubanos, sin importarles el retraso, empezaban a denominarse a sí mismos como “salseros”.

Fue por esa época de deslumbramiento nacional salsero, avanzados ya los años ochenta y convertido yo en periodista interesado en los temas culturales, cuando supe casi por casualidad de la existencia de un libro mítico que contaba la historia que no habíamos conocido. El volumen lo había escrito un venezolano llamado César Miguel Rondón, tenía un título tan pretencioso –después sabría que era el único título posible– como El libro de la salsa, y se presentaba, rotundamente, como la “Crónica de la música del Caribe urbano”. Como siempre ha ocurrido, hice lo que tenía que hacer para llegar al libro: aproveché la visita de un colega a Venezuela y le rogué que, por alguna vía, tratara de conseguirme aquella obra misteriosa de la que se hablaba en voz baja, pues poseerla era un privilegio informativo que nadie quería compartir. Y, para mi fortuna, fue el mismo Domingo Flaco Álvarez, el prologuista de aquella primera edición, quien generosamente hizo llegar a mis manos el valioso cargamento salsoso –obsequio por el cual le estaré eternamente agradecido.

No viene ahora al caso que realice, así de memoria, una lista de los libros que me han resultado más reveladores en mi ya larga vida de lector. Son demasiados –como los buenos músicos nacidos en Cuba–, pero entre ellos está precisamente este volumen que hoy tiene usted en sus manos y que llegó a las mías, por primera vez, allá por los años ochenta… y me cambió la vida, al menos en lo que al gusto por la música se refiere, lo cual ya es mucho, tratándose de un cubano.

Todavía recuerdo –vívidamente, debo enfatizar en este momento– mi primer encontronazo con El libro de la salsa: fue como una especie de éxtasis, como la lectura de una apasionante novela policíaca, en la que constantemente se me develaban misterios, relaciones insospechadas, personajes hasta entonces desconocidos, mientras iba siguiendo pistas hacia un descubrimiento mayor: que la salsa había transformado para siempre la expresión musical del Caribe, enriqueciéndola con una perspectiva urbana, barriotera, descarnada, como le correspondía a la nueva realidad que se vivía, y con una concepción musical en la que todo cabía, como expresión suprema de un nuevo y potente mestizaje cultural.

Desde entonces tengo la certeza de que el primero de los muchos méritos de César Miguel Rondón al escribir su libro todavía insustituible fue el de asumirlo como la crónica de algo viviente, en proceso, pues luego de remontarse a los orígenes del movimiento comenzaba a seguir sus huellas a través de las figuras, los discos, los conciertos, las productoras y los sitios donde se había preparado la mezcla explosiva durante los años sesenta, para que, en la década de los setenta, se impusiera finalmente en todo el Caribe –con la ya mentada excepción de Cuba. El segundo de sus logros era el de analizar aquel proceso musical no solo a través de los discos y las personalidades que participaron en ellos, sino también el de entenderlo como parte de un fenómeno cultural, político, económico y social mucho más amplio –y que también implicaba a Cuba–, gracias al cual, precisamente, surgía en la comunidad hispana del Nueva York de los sesenta la necesidad de una nueva expresión cultural concretada a través de la música. El tercero de sus éxitos, quizás el más conseguido, era el de lograr convencernos de que la salsa existía –en sí y para sí–, de que era una realidad concreta y tangible, a pesar del indudable saqueo y hasta el calco del viejo repertorio cubano –calificado por el autor como la “matancerización” de la salsa– que engendró las reticencias no solo de muchos musicólogos, entendidos y músicos radicados en la isla, sino incluso las de algunas de las figuras que el mismo César Miguel levantaba como pilares de la nueva música: el “gurú” Mario Bauzá, que, como el verbo, estaba al principio de todo, el incansable Tito Puente, o la invencible Celia Cruz, entre otros nombres de primer nivel que nunca –al menos es mi experiencia– admitieron que existiera una música llamada “salsa”.

La profundidad del análisis que respecto a estos temas esenciales hacía el autor, y la solidez de los argumentos que sumaba a lo largo de su estudio, son los que permiten que hoy, un cuarto de siglo después de publicado El libro de la salsa, cuando la salsa original y gloriosa de los años setenta –la época que nuestro autor llama “el boom” salsoso– se ha difuminado o más bien se ha revolucionado y ha generado el actual proceso de fusión que vive la música popular caribeña, la aventura de César Miguel Rondón siga teniendo el valor documental que tuvo cuando se editó por primera vez y, lo que es más importante aún, la validez de la visión analítica de lo que significó y aún significa la llamada música “salsa” para la cultura del Caribe hispano.

Varios elementos, de primera magnitud cultural, quedaron desde entonces establecidos en la “crónica” escrita por el venezolano y arrojaron una luz imprescindible sobre la pertinencia de la música salsa como un producto nuevo, con características propias. Fuera de la novedad de elementos sonoros de indudable presencia en una música que, a partir de la estructura rítmica del son cubano, se atrevía a asimilar las sonoridades más diversas y a ensayar los formatos orquestales más arriesgados, en el libro también quedaba demostrado uno de los aspectos esencialmente reveladores de la renovación aportada por el fenómeno “salsa”: su proyección social e incluso política, fruto de las realidades que vivían los latinos radicados en las grandes urbes del Caribe y, muy especialmente, la enorme legión de emigrados reunidos en Nueva York y necesitados no solo de los dólares que enviarían a sus islas, sino también de preservar sus señas de identidad, para lo cual acudieron a la que había sido su expresión natural desde los tiempos de la colonia y la trata de esclavos: la música y el canto.

De otro lado, además de constatar un cambio epocal y generacional que habría de engendrar necesarias consecuencias musicales, César Miguel Rondón tenía la habilidad –todavía sin la ventaja que ofrece la perspectiva del tiempo transcurrido, pues escribía la “crónica” de algo que aún estaba sucediendo– de saber separar el oropel, el calco y el negocio pasajero de lo esencial artístico que aportaba un movimiento revulsivo que definitivamente marcó la música no ya caribeña, sino la universal del último tercio del siglo XX. Su percepción y defensa de la autenticidad de la salsa como fenómeno lírico y musical, como nueva concepción artística y social, que manifestaba al mismo tiempo la presencia de una contracultura y la voluntad de continuidad de una cultura caribeñas –expresadas con tambores y en idioma español–, lo hacía admitir, incluso, que quizá el nombre del fenómeno era lo menos importante, incluso, que en puridad tal vez la “salsa” no existiera como música específica, pero que resultaba innegable que su legado estaba más allá de un apelativo y de su éxito comercial, pues el gran suceso de aquella empresa artística no estaba en las ventas ni en la exactitud o propiedad de su calificativo, sino en la capacidad que tuvo para dar voz y expresión, sentido y ritmo a un sector del Caribe que solo podía expresar sus sentimientos, frustraciones, esperanzas y hasta aspiraciones políticas con música, canto y baile.

El libro de la salsa es la historia de la Salsa –y esta mayúscula es importante– y la década de los ochenta abre la historia de la post-salsa –por llamarla de alguna manera–, cuando, coincidentemente, decae el negocio neoyorquino de la música caribeña y a la vez entran en el ruedo, con una propuesta continuadora, pero a la vez revolucionaria, los músicos cubanos de la isla (a pesar de la persistencia de ciertos bloqueos comerciales que aún hoy continúan afectándolos), varias orquestas colombianas y ese prodigio imprescindible que fue Juan Luis Guerra, el “asesino” y apologista del merengue dominicano, con su éxito universal. La historia cambiaba y la música lo hacía con ella… Mientras, las instantáneas de músicos abrazados, manos sobre hombros, mejillas contra mejillas, son la imagen gráfica de lo que había ocurrido dentro de una música que se hizo a sí misma a golpe de abrazos, tendidos entre todas las tradiciones y ritmos del Caribe y englobando a la isla grande de Cuba, tan lejos, pero a la vez tan cerca de todo lo ocurrido, y, por supuesto, incluida en el abrazo –a veces hasta por omisión…

En las sucesivas reediciones de El libro de la salsa, César Miguel, firme en sus ideas de entonces, apenas ha dado algunos retoques elementales al volumen y añadido una breve coda en la que, con mirada de águila, pasa sobre los veinticinco años de música caribeña transcurridos desde la escritura original de su obra, sin pretender historiarla, pero colocando otra vez las cosas en su sitio: por eso apenas utiliza esa coda para derribar ídolos falsos y levantar altares auténticos a la memoria de los que no dejarán de estar en nuestra memoria, al tiempo que nos deja en la boca el sabor amargo de la desesperación… pues hubiéramos querido leer más.

En fin, amigo lector –recuerden que esto es un elogio y ciertos giros retóricos son pertinentes–: si usted no tuvo antes la suerte o la ocasión de leer El libro de la salsa, tal vez no pueda sentir lo mismo que percibí yo aquellos días de los años ochenta en que lo devoré por primera vez, con la música de Rubén Blades, Willie Colón, Eddie Palmieri y Oscar D’León resonando en mis oídos y comencé a ver la cultura del Caribe desde otra perspectiva, más íntima y comprensiva, definitivamente superior. Si fue de los que entonces lo leyó y aprendió de un tirón qué cosa era la salsa y por qué era una cosa importante, cuando vuelva a leerlo seguramente comprobará la permanencia impresionante de sus juicios y afirmaciones, válidos hoy como ayer. Porque –y esto es lo esencial, para nuevos y viejos lectores– El libro de la salsa sigue siendo “El libro de la salsa”, el imprescindible, el texto sin el cual, estoy seguro, la música y la cultura del Caribe habrían vivido en el vacío que fomenta la ceguera. César Miguel Rondón nos hizo ver, entonces y ahora, las cuatro verdades indiscutibles sobre qué es la salsa, de dónde viene, qué representa y por qué existe, y esas cuatro verdades siguen navegando hoy por el mar Caribe, dispuestas a echar anclas en cualquier esquina de un barrio donde dos negros, dos blancos y dos mulatos (uno de ellos achinado, por supuesto) carguen sus instrumentos y comiencen a tocar la música que llevan dentro.

Ahora levanten la corona de laureles, César Miguel Rondón la merece sobradamente, como él mismo suele decir.

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1. Tito Rodríguez, ya por encima de Machito y de Puente, logró establecer su reinado definitivo; su orquesta siguió dominando el matrimonio jazzístico, mientras él, con suficiente elocuencia y habilidad, logró convertirse en el mejor exponente de la pachanga.

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2 ARRIBA: Descarga de los Barrios. EN EL CENTRO: Willie Colón. ABAJO: Joh­nny Pacheco.

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3 Yomo Toro, un virtuoso de los instrumentos de cuerda, veterano de muchos tríos románticos y de varios conjuntos típicos del aguinaldo boricua, se incorporó a la Fania con un cuatro puertorriqueño y no hubo quien se lo cambiara.

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4. ARRIBA: José ‘Cheo’ Feliciano y Pete ‘El Conde’ Rodríguez. ABAJO: Héctor Lavoe e Ismael Miranda.

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5 ARRIBA: Johnny Pacheco y Pete ‘El Conde’ Rodríguez. ABAJO: Roberto Roena.

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6 Eddie Palmieri, el rebelde de la salsa, fue virtualmente vetado por la industria durante el boom gracias a sus creaciones de vanguardia y a sus mensajes de protesta.

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7. Justo Betancourt lanza en 1977 su disco Distinto y diferente, con uno de los mayores éxitos conocidos durante el boom: No estás en nada.

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8 El ‘Cheo’ Feliciano de principios de los setenta, los tiempos dorados de Anacaona, Naborí y Canta.

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9 Charlie Palmieri, uno de los mejores pianistas que conoció la salsa, fundamental en el desarrollo de la música de los años cincuenta y de los comienzos de la década siguiente.

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10. Willie Colón, Rubén Blades y el virtuoso José Mangual en el bongó se lucieron con Pedro Navaja y Siembra.

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11. Luis ‘Perico’ Ortiz, a la derecha, más que un virtuoso de la trompeta fue un valioso arreglista que fusionó lo típico y lo experimental con enorme éxito.

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12. Rafael Cortijo, abajo.

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13 Rafael Ithier, a la izquierda.

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14 Bobby Valentín, abajo.

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15 Eddie Zervigón, Felo Barrio y Roberto Rodríguez, arriba, con la Orquesta Broadway.

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16. El 28 de diciembre de 1978 la Orquesta Aragón de Cuba (a la derecha) pisó suelo neoyorquino y se presentó en el Lincoln Center. Fue una linda victoria sobre el ostracismo decretado por la política estadounidense.

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17. Roberto Roena, a la izquierda.

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18 Catalino Curet Alonso, ‘El Tite’.

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19 César Monge, derecha, arreglista fundamental de la Dimensión Latina, lograría extender su influencia hasta Colombia.

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20. Oscar D’León, abajo, con el cantante Argenis Carrullo.

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21 El grupo Mango en los camerinos del Poliedro, en Caracas (arriba). DE IZQUIERDA A DERECHA, DE PIE: Luis Gamboa, bongó; Moisés Daubeterre, Ajoporro, piano y voz; Cheo Navarro, timbales; Gustavo Quinto, tumbadora; Freddy Roldán, vibráfono; Argenis Carmona, bajo. SENTADO: Joe Ruiz, sonero.

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22. La iniciativa de Pedro Viloria, el percusionista, era invitar a los mejores músicos para que, de manera espontánea, casi desordenada, hicieran sus descargas musicales en cualquier esquina de barrio caraqueño, abajo.

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23. ARRIBA: Orlando Watusi con las maracas. ABAJO A LA IZQUIERDA: con el Sonero Clásico del Caribe, Carlos Emilio Landaeta, ‘Pan con Queso’, en el bongó, y el sonero José Rosario Soto con la clave.

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24. El Sonero Clásico del Caribe en acción: Carlos Emilio Landaeta, ‘Pan con Queso’, en el bongó; Santiago Tovar,El Alacrán’, en el tres, y Pedro Aranda en la guitarra.

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25. En Venezuela las estrellas se reunieron bajo la batuta de Alberto Naranjo (arriba), en el conjunto que llamaron El Trabuco Venezolano. Un grupo de amigos, de maestros, que quería moverse libremente en la salsa.

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26. Abajo: agosto de 1977. Conferencia-recital en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. César Miguel Rondón ante el micrófono mientras El Trabuco aguarda. Se destacan el legendario Frank ‘El Pavo’ Hernández en el timbal y Alberto Naranjo al frente de la orquesta.

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27. Willie Colón (izquierda). En él se dieron todas las limitaciones, pero también todas las virtudes.

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28. Richie Ray y Bobby Cruz (derecha).

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29 El camino de Rubén Blades a la fama comenzó teñido de fracasos, pegando estampillas en la oficina de correos de la Fania. Solo recién en 1977, cuando su salsa política produjo Metiendo mano, Blades tocó el cielo con las manos.

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30. César Miguel Rondón entrevista a Rubén Blades en el programa Bachata de Radio Aeropuerto.

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31. Oscar D’León: ¡El sonero del mundo!

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32. Juan Luis Guerra

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33 Gilberto Santa Rosa

1.
SALSA CERO
(O CERO SALSA)

1.1.
AÑOS CINCUENTA

El Palladium era un inmenso salón capaz de albergar a mil parejas en la pista de baile. Estaba ubicado en Broadway con la calle 53, la famosa zona de la música y los teatros de Nueva York. En 1947, sin embargo, el Palladium estaba en decadencia, el local no se llenaba y cada vez eran menos las parejas de blancos americanos que iban allá a bailar foxtrot, tango, algo del viejo swing, el ritmo de moda hecho con cuidado y delicadeza para no herir los pies y los oídos de la audiencia que consumía ahí sus noches. En ese entonces un señor de apellido Moore se encargaba de la gerencia del local, y a él se le presentó la necesidad de mover la tuerca, de dar el viraje para que los bailadores volvieran al Palladium. Entró en contacto con Federico Pagani, uno de los principales promotores de la música caribeña en la ciudad, y en aquel tiempo director de su propia agrupación, el Conjunto Ritmo. Ya Moore intuía que la solución podía estar en los latinos, aunque estos representaran un problema distinto: los negros bajarían a Broadway, llevarían todas sus malas mañas, sus puñales y desenfrenos. En aquel año 47 solo una orquesta (de latinos, de negros latinos) había logrado pasearse con prestigio y comodidad por los predios de Broadway, por los predios de los blancos (especialmente, de los blancos judíos). Venía de largas temporadas en el Hotel Concord y tenía la habilidad de agradarle a todos los públicos: era Machito y sus Afrocubans, una orquesta que ya en plena explosión del be-bop se había dado el lujo de matrimoniar los ritmos de Cuba con las armonías y giros del jazz de vanguardia, el famoso y mal llamado “jazz latino”, creación directa de Mario Bauzá, director musical del Afrocuban y, como él mismo lo dice, “padre de la criatura”.

Moore conversó con Pagani y con Bauzá y concluyeron que la orquesta de Machito era la alternativa ideal, la solución perfecta para poner lo caribeño en Broadway. Pero los riesgos seguían, la canalla –de cualquier manera– sería ahora la que vendría a bailar. Pagani, entendiendo que este podría ser el gran golpe de la música latina, sugirió moverse con cuidado y tomó las precauciones de rigor. Surgió entonces la idea de constituir un club especial que todos los domingos se encargara de organizar unos matinés bailables para la colonia hispana. Mario Bauzá propuso un nombre: el Blen Blen Club.