Autores: Juanfran de la Cruz, Jesús Gómez Peña,
Pedro Horrillo, Ander Izagirre, Jorge Quintana, Fran Reyes

Edición: Eneko Garate Iturralde, Begoña Castaño Irazabal

Portada: Oninart.com

 

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2016

48013 Bilbao

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www.librosderuta.com

Primera edición: septiembre 2016

 

ISBN: 978-84-945651-2-0

 

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DE PAPEL

Jesús Gómez Peña

 

Todas las grandes pruebas ciclistas han sido fundadas por periodistas y por editores que buscaban en las hazañas de los ciclistas, épicas historias que captaran la atención del público e hicieran aumentar las ventas de sus periódicos. En este artículo, se hace un repaso de los primeros pasos de las principales carreras ciclistas, y de los periodistas y medios que los impulsaron.

 

 

 

 

 

 

 

 

Jesús Gómez Peña, Barakaldo (Bizkaia), 51 años. Licenciado en Ciencias de la Información (Periodismo) en la Universidad del País Vasco. Comenzó en Radio Euskadi, en la sección de Deportes. Tras realizar el Máster de El Correo, se incorporó al periódico en 1995 y tras pasar por diferentes secciones, en 1999 regresó a Deportes, ya encargado de la información sobre el ciclismo. Ese mismo año cubrió por primera vez el Tour, el primero que ganó Lance Armstrong. Desde entonces ha estado en todas las ediciones del Tour y de la Vuelta, y en cinco Giros de Italia. También ha acudido a cuatro JJOO, además de otras carreras ciclistas como el Dauphiné, la Volta, la Vuelta al País Vasco, la Semana Catalana y varias ediciones del Mundial.

 

 

 

 

 

 

 

 

De papel

El ciclismo es de papel. Detrás de cada gran carrera hay un periódico. Y dentro de esos diarios escribían los periodistas que, con la meta final de vender ejemplares, inventaron este deporte y crearon las clásicas y las grandes vueltas que hoy forman parte del corazón del ciclismo. Corazón de papel. La imagen de los ciclistas agarrando un periódico en la cima del Tourmalet para cubrirse el pecho en el frío descenso refleja bien la relación entre ciclismo y periodismo. Han crecido en perfecta simbiosis. Cada vez que se va al origen de una carrera aparece un diario. Tras la pérdida de Alsacia y Lorena en 1871, dos publicaciones francesas, ‘Le Véloce Sport’ y ‘Le Petit Journal’, alumbraron un par de pruebas de largo aliento, la Burdeos-París y la París-Brest-París, con el objetivo de dar un día un paso más y sacar la París-Estrasburgo, ciudad entonces ocupada por los alemanes. ‘Le Vélo’ y ‘París-Vélo’ están detrás de clásicas como la París-Roubaix y la París-Tours. En Italia, ‘La Gazzetta dello Sport’ es el origen de la Milán-San Remo, el Giro de Lombardía y el Giro de Italia, la carrera que viste de rosa a su líder. De ese color es el papel del diario deportivo. Comparten piel. La Vuelta a España arrancó impulsada por el diario ‘Informaciones’ y luego, después de morir, fue resucitada por ‘El Correo’. Basta con rascar un poco en la memoria para sumar más ejemplos: la ‘París-Niza’ fue cosa de otro periodista, Albert Lejeune, propietario de un periódico en París, ‘Le Petit Journal’, y de otro en Niza, ‘Le Petit Niçois’. Los unió con una vuelta. Pegados como están el ciclismo y el periodismo, un oficio que hasta levantó montañas. Que lo cuente el Tourmalet. Esta cima pirenaica llegó al ciclismo a través de la mentira telegrafiada de un periodista: “Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop”. El mensaje lo envió el redactor Alphonse Steinés a su patrón, Henri Desgrange, el dueño del Tour y del periódico ‘L’Auto’. Así eran las comunicaciones en 1910. Andaba la ronda gala metida ya en líos, entre escándalos, agresiones y trampas. Desgrange creía que el éxito estaba en la épica, en buscar los límites del ser humano: etapas de 400 kilómetros, disputadas de noche, sobre caminos... En 1905 descubrió la subida al Ballon de Alsacia, el primer puerto del Tour. Y le gustó la agonía que vio. Pronto quiso más. Otro planeta. Entonces, Steinés le habló de los Pirineos, de rutas termales por las que iban expediciones a pie, contrabandistas de puntillas y los osos que venían de España. Diseñó sobre el mapa una etapa de 326 kilómetros entre Luchón y Bayona, a través del Peyresourde, el Aspin, el Tourmalet y el Aubisque. Desgrange dudaba. Era un viaje a lo desconocido. Pero Steinés le convenció para publicar ese reto en ‘L’Auto’, el periódico que organizaba el Tour. Lanzaron el desafío sin conocerlo. Eso es la aventura.

Steinés se atrevió con ella y casi lo paga. Pronto supo que, en realidad, el Tourmalet y el Aubisque eran caminos impracticables, para ganado. “Así que fui a verlos”, contó medio siglo después en “Cahiers du Cyclisme”. La visión fue desoladora: “El Aubisque no era practicable. En la ruta había agujeros en los que cabía un hombre”. Steinés llegó en junio, un mes antes del Tour. Y poco después de que un ‘Mercedes’ se precipitara por un barranco del Aubisque. Cuatro muertos. “Conocer esa noticia me dejó helado. Me tocaba recorrer los cuatro puertos y no sabía si iba a regresar vivo”, reconoció Steinés.

Primero transitó por el Aubisque y luego se entrevistó con el ingeniero jefe de Puentes de la zona. Le comunicó su intención: “En un mes, los ciclistas del Tour pasarán por aquí”. La respuesta inicial del funcionario fue tajante: “Es imposible. Nadie puede pasar sobre ruedas por ahí”. Steinés replicó: “Vengo de hacerlo. Si es una cuestión de dinero, podemos hablarlo”. El aplomo de Steinés desarmó al ingeniero. Al final, el Tour aportó 1.500 francos, la mitad del presupuesto para echar algo de grava en el sendero. “Gracias a esto las viejas rutas termales acabaron siendo rutas nacionales”, celebró mucho después Steinés. El ciclismo siempre ha asfaltado la montaña.

Resuelto el problema del Aubisque, quedaba el otro: el Tourmalet. El gordo. “Llegué en coche a Saint-Marie de Campan –la puerta del Tourmalet– y fui a desayunar al hotel, frente a la iglesia. Allí, unos me decían que se podía subir el col en coche y otros que no. Lo mejor era ir y probarlo”. Eso hizo. Contrató a un chófer de la zona y se lanzó. Enseguida tropezaron con placas de nieve. Y pronto, el conductor se negó a seguir. Eran ya las seis de la tarde. Caía el día y por allí no había nadie. El piloto temía a los osos. “Mire las barras de medición de nieve, señor Steinés. Miden cuatro metros y están casi cubiertas”, alertó el chófer. “Tanto peor, hay que seguirlas. Da la vuelta, baja y vete a buscarme al otro lado del puerto, a Baréges”. Steinés continuó solo. A pie. Quedaban por cubrir una docena de kilómetros blancos, de hielo. Y negros, que ya anochecía.

“Partí solo. Al del un kilómetro ya no se veía ninguna barra. La nieve había sobrepasado los cuatro metros. Afortunadamente, me crucé con un pastor de ovejas”. Un chaval. Con una moneda de oro le convenció para que le guiara hasta la cima. Tardaron dos horas y media en completar los dos kilómetros finales. Noche cerrada. Nubes de tormenta. Steinés, calado, aterido, pálido, ofreció un tesoro al mozo para que le llevara hasta Baréges. “No puedo. Si abandono a las ovejas, mi patrón me mata”, le respondió. Y se largó con su perro ovejero. Otra vez, el periodista estaba a solas con el Tourmalet. “¿Qué hacer? ¿Esperar hasta que me rescataran? No. Me congelaría. O los osos españoles... Detrás de mí hay cuatro kilómetros de nieve y quince de camino hasta Saint Marie de Campan. Delante, cinco o seis de nieve y otros siete de sendero hasta Baréges. Allá voy”.

A tientas. Cayó por un barranco. No se partió nada. No tenía referencias. Andaba a ciegas, hasta que escuchó el sonido de un torrente. El cauce le guió hacia abajo. Caminaba de oídas. Al azar. Caía y se levantaba. La montaña le apaleaba. Pero había que domarla. “Tenía los pies helados. Estaba en un desierto helado. No quería morir en ese lugar hostil y desconocido, sobre cuatro metros de nieve”. Durante horas caminó rodeado de esa angustia, “en el silencio siniestro y nocturno de la alta montaña”.

Casi desesperado, se apoyó en una piedra. No era tal, sino una señal, un mojón kilométrico. “Lo abracé y me puse a llorar. Gracias, mi Dios”. Poco después vio las primeras luces. Llamó a una puerta: “¡Soy un viajero perdido. Vengo de atravesar el Tourmalet!”. El lugareño abrió: “¡Ah, señor Steinés. Todo el mundo os está buscando. Han salido en vuestro rescate”. El pionero Steinés comió, durmió algo, fue nombrado guía de honor de Baréges y, en cuanto pudo, se acercó a la oficina de telégrafos para deletrear su mentira: “Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop”. Adelante el Tourmalet, descubierto así para el ciclismo.El Tour, la procesión que recorre Francia desde hace más de un siglo, es una historia familiar, cercana, vista desde las cunetas y narrada en los periódicos. De la pugna entre dos de ellos, ‘Le Vélo’ y ‘L’Auto’, nació la primera edición de un sueño que mezcló dos componentes que se adoran: las bicicletas y el espíritu de aventura. De su fusión surgió la Grande Boucle.

El siglo XX comenzó rápido. A motor. Cuando la centuria apenas tenía tres años, Ford abrió sus primeras fábricas de automóviles; dos mecánicos de Milwaukee, William Harley y Arthur Davidson, construyeron la primera moto de un firma eterna; los hermanos Wright volaron por primera vez sobre el cielo de Carolina: apenas fueron 49 segundos y 260 metros. En Francia, George Mélies estrenó en el cine ‘Viaje a la Luna’. El siglo arrancaba en movimiento. Las bicicletas también corrían ya sus primeras competiciones –en 1891 partió la Burdeos-París, de 600 kilómetros–.

El ciclismo era entonces cosa de periódicos, de personajes visionarios que veían en este deporte un vehículo para ampliar las ventas. El diario ‘Le Vélo’ andaba entonces inventado carreras, hasta que el escándalo del ‘caso Dreyfus’ –un capitán del Ejercito francés de origen judío acusado de espiar para Alemania– dibujó un cruce en el destino del ciclismo. El proceso judicial dividió a Francia: los conservadores, contra Dreyfus; a favor, los progresistas, como Giffart, el creador de ‘Le Vélo’. Industriales como Michelin y Clément –luego fueron marcas míticas en el ciclismo– decidieron, en réplica a las postura de Giffart, publicar un nuevo periódico, ‘L’Auto-Vélo’, dirigido por Henri Desgrange y Victor Goddet. Y estalló la guerra de medios.

‘Le Vélo’ ganó el primer asalto en los tribunales y obligó a su rival a cambiar de cabecera: de ‘L’Auto-Vélo’ pasó a sólo L’Auto, el predecesor de ‘L’Equipe’. Desgrange bramó su furia. Amputarle la mancheta le resultó insoportable. No sabía qué hacer para vengarse hasta que durante una comida en el restaurante ‘Zimmer’ –luego se llamó ‘Madrid’– con uno de sus colaboradores, Géo Lefévre, surgió la palabra mágica: el Tour. Fue Lefévre, un tránsfuga del diario ‘Le Véló, el que citó por primera vez el conjuro: “¿Y si organizamos una vuelta ciclista a Francia por etapas?”. Era el 20 de noviembre de 1902 y quedaba todo por hacer.

Muchos habían ideado antes vueltas a Francia, y en los más peculiares vehículos. Incluso se había disputado un Tour automovilístico –2.291 kilómetros a un media de 51 por hora–, pero nadie había sido tan insensato como para lanzarse en bicicleta por una red viaria diseñada más para carretas y caballos. Todo fueron dificultades, aunque hasta de ellas obtuvieron beneficios Desgrange y Goddet. En principio, la prueba se iba a disputar entre el 31 de mayo y el 5 de julio, pero ante la falta de competidores –apenas se inscribieron quince– tuvieron que retrasar la fecha: del 1 al 18 de julio, un mes que luego se reveló ideal para el ciclismo. Para atraer corredores, rebajaron la inscripción de 20 a 15 francos y aumentaron los premios. Siete meses después de aquella comida en el ‘Zimmer’, 60 ciclistas estaban en la línea de salida de la primera aventura del Tour. Y todo por el ‘caso Dreyfus’, por la lucha entre ‘Le Vélo’ y ‘L’Auto’. Todo cambió desde ese inicio, tanto que ‘Le Vélo’, pese a su nombre, se convirtió en el diario del automóvil, y ‘L’Auto’, en el del ciclismo. Así, en un siglo joven y paradójico, emergió la Grande Boucle.El ciclismo y el periodismo se alimentaban mutuamente. Hasta las crisis les hacían crecer. Desgrange lo comprobó pronto, en 1904, en la segunda edición del Tour, en la que pudo ser la última. La carrera viajó siempre en paralelo al escándalo. Desgrangres, para evitar las trampas, multiplicó los controles nocturnos y extremó la vigilancia para evitar que los ‘listos’ recorrieran en tren las etapas.

Todo fue mal. Pothier y Chevalier fueron remolcados por un automóvil; a Garin se le achacó un avituallamiento sospechoso –¿dopaje?–; aparecieron miles de tachuelas; en Saint Etienne, los partidarios de Faure no dejaron pasar al resto de los corredores; hubo incluso agresiones a los jueces, que reaccionaron a tiros....

La polémica no cesó ni al finalizar la carrera. Meses después, el jurado descalificó al ganador, Garin, y a sus tres seguidores en la general. Y concedió el triunfo al quinto, a Henri Cornet. Nunca se lo perdonaron. Cornet tuvo incluso que cambiarse el nombre. Aquel escándalo casi mató al Tour. Desgrange dudó. ¿Valía la pena tanto esfuerzo? Un dato le dio la respuesta: la polémica había disparado la venta de periódicos. Adelante pues.La gestación del Giro comenzó igual que el nacimiento del Tourmalet: con el tamborileo de un telégrafo. Sucedió cuando Tullo Morgagni alertó el 5 de agosto de 1908 a Armando Cougnet, su jefe en el periódico ‘La Gazzetta dello Sport’: “Improrrogable. ‘La Gazzetta’ tiene que lanzar cuanto antes el Giro de Italia”. Ahí empezó todo. Por una cuestión de espionaje periodístico. Otro diario, el ‘Corriere della Sera’, andaba detrás de un proyecto similar, en colaboración con la firma de bicicletas Bianchi. ‘La Gazzetta’, aliada a Atala, otra marca de bicis, lo anunció antes: telégrafo al sprint. El 13 de mayo de 1909, a las tres de la madrugada, 127 corredores se reunieron en la plaza di Loreto, en Milán. Les esperaban los 397 kilómetros de aquel primer día. Casi quince horas de pedaleo hasta Bolonia. El 30 de mayo, cuando a Luigi Ganna le preguntaron qué sentía al ser el primer ganador del Giro, respondió: “Me duele el culo”. Eso se leyó al día siguiente en el periódico rosa.El Giro es patrimonio de Italia; como el Tour, de Francia. Forma parte de su paisaje histórico. Y lo curioso es que las dos carreras nacieron por puro interés comercial. Henri Desgrange montó en 1903 el primer Tour para vender más ejemplares de su periódico, ‘L’Auto’, y hundir al rival, ‘Le Vélo’. El mismo motor económico movió a Armando Cougnet, periodista de ‘La Ga­zzetta dello Sport’, para alumbrar en 1909 el Giro. Se adelantó al que preparaba el ‘Corriere’.

La Vuelta, que llegó mucho después (1935) tuvo un origen más político, aunque también pegado al periodismo. Era la España de la II República, la que apenas un año después se iba a desgarrar en la guerra civil. Juan Pujol, director del diario ‘Informaciones’, se atrevió a organizar la primera Vuelta porque quería propagar la imagen de un país unido. Fracasó en ese intento (la carrera rodó en 1935 y 1936, y quedó interrumpida por la guerra hasta 1941), pero dejó en herencia la tercera de las tres grandes vueltas del calendario ciclista mundial. La última en llegar y la más pobre, salvo en historias, en relatos recogidos en papel sepia por periodistas.

En la España de los años treinta el medio de transporte más habitual era la maleta. Todo cabía en aquellas rectangulares maletas de madera: la niñez, la esperanza, la huida del hambre... A los 17 años, el valenciano Salvador Cardona empaquetó su juventud y marchó a Francia, al campo de Narbona o Pau. Allí aprendió a ser ciclista. Y bueno. En 1929 les ganó en Luchón la etapa reina del Tour a Fontán, al mítico Frantz y a Antonin Magne.

Cardona era uno de los 50 ciclistas que tiempo después, el 29 de abril de 1935, estiraba sus músculos frente al Ministerio de Fomento, en la madrileña Ronda de Atocha. Aún no eran las ocho de la mañana y la Guardia de Asalto cuidaba de que el gentío no perturbara la salida de la etapa inicial de la primera edición de la Vuelta a España. Para que le tramitaran la licencia, Cardona tuvo que pedir antes un indulto. Se le había “olvidado” regresar de Francia para cumplir el servicio militar. España andaba revuelta. A un año y poco de la Guerra Civil, el país era un alboroto. Aun así, un pionero, el cántabro Clemente López-Doriga, soñó en alto con pisar la huella que en Francia dejaba el Tour desde 1903. López-Doriga había sido ciclista y periodista; luego, mecenas. Él llevó a Vicente Trueba al Tour de 1930. Y él convenció a Juan Puyol, director del diario ‘Informaciones’, de que era posible el ‘Tour’ de España. Bastaban 75.000 pesetas en premios e implicar en el proyecto a dos firmas de bicicletas, BH y Orbea.

La primera Vuelta coincidía en fechas con el Giro. Eso descartaba a Bartali, a Vietto, a Guerra. Hubo que recurrir a la segunda fila europea: los hermanos Deloor, Digneff, el italiano Barral... Frente a ellos, los Trueba, que eran cántabros, el vizcaíno Ezquerra, el navarro-catalán Cañardo, el valenciano Cardona... La mitad competía sobre BH; los demás, con Orbea. Las bicicletas no tenían cambios de marcha y no podían ser sustituidas, salvo en caso de avería grave. La victoria de etapa daba 300 pesetas; el triunfo en la general, 15.000. Una pasta. A repartir en 14 etapas sobre una España de barro, piedras y maletas.

Aquella mañana de abril de 1935, un camión aguardaba al ralentí en Atocha. Cada ciclista echaba allí su maleta de madera. La recogía en la meta, antes de buscar cama en la fonda asignada por sorteo. La Vuelta entera entraba en esas maletas.El invento no duró. Las guerras –la civil y la mundial– enterraron el proyecto. Un periódico, el ‘Ya’, lo resucitó a ratos. Y otro, ‘El Correo’, lo salvó definitivamente en 1955, gracias al empeño de Alejandro Echevarría y su cuñado Luis Bergareche. Ese renacimiento comenzó en Lekeitio, lugar de veraneo de las familias Echevarría, Bergareche, Canales… Luego vino un viaje a ver el Tour y ahí surgió la pregunta de Alejandro Echevarría: “¿Por qué no hacemos la Vuelta a España?” Entonces, el periódico con más tirada de Vizcaya era ‘La Gaceta del Norte’. Echevarría y Bergareche sabían que el Tour había catapultado las ventas del diario ‘L’Equipe’. Fue su modelo. Y un acierto: ‘El Correo’ le ganó la carrera a ‘La Gaceta’. Durante casi tres décadas, el diario bilbaíno fue el alma de la Vuelta.