TIM KRABBÉ

 

 

 

 

LA ETAPA
DECIMOCUARTA

 

 

 

71 Historias de ciclismo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Tim Krabbé, 2015, del texto original

Publicado originalmente bajo el título De veertiende etappe en los Países Bajos por Uitgeverij Prometheus, Amsterdam.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2017, de la edición en castellano

Bilbao-Galdakao errepidea 10

48004 Bilbao

info@librosderuta.com

www.librosderuta.com

Primera edición: mayo 2017

© Traducción: Isabel Pérez van Kappel

Edición: Eneko Garate Iturralde
Maquetación: Amagoia Rekero García

Fotografía del autor: © Koos Breukel

Foto portada y contraportaada: © alphaspirit

Fotos de Tim Krabbé en el interior de la portada y contraportada por cortesía de Etxeondo

ISBN: 978-84-945651-4-4

 

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

Prólogo

Este libro es una selección de los textos breves sobre ciclismo que he escrito durante los últimos treinta y cinco años. Para esta ocasión he completado una selección anterior, 43 Wielerverhalen (43 Historias de ciclismo), que publiqué en 1984 y que se reeditó hasta el año 2004[1], con textos más tardíos (y un par de textos más antiguos que pasé por alto en la primera antología); en conjunto, setenta y una historias. Estas cifras no son del todo casuales: 1943 es el año de mi nacimiento (por eso, en mi novela sobre ciclismo El ciclista, escalo a menudo con un desarrollo de 43x19), y setenta y uno son los años que tengo en el momento de la publicación de este libro[2].

Como los textos de 43 Wielerverhalen eran sobre todo columnas periodísticas, y entre las veintiocho historias nuevas hay algunas más largas, la parte antigua y la parte nueva del libro tienen una extensión similar.

Las historias de 43 Wielerverhalen aparecen prácticamente inalteradas, con solo alguna explicación y algunas observaciones aquí y allá — las cosas han cambiado mucho en estos treinta y un años. Al igual que esas historias, he ordenado las nuevas también por orden cronológico, con alguna excepción. Quien se asombre ante términos temporales como «este Tour» o «el miércoles de la semana próxima», o del «neerlandés Poppe que ganó la única etapa del Tour jamás corrida en Inglaterra», lo mejor que puede hacer es mirar el año que aparece al lado de cada título. Cuando los nuevos conocimientos han hecho necesario retocar drásticamente un texto, he añadido a ese año «2015». Esto ha sucedido bastante a menudo con las historias nuevas, que son con más frecuencia que las antiguas, textos refundidos y reescritos. Algunas de estas historias, La decimocuarta etapa, La teoría de juegos de mesa de ciclismo, El mentor y la segunda parte de Lección de modales, no habían sido publicadas con anterioridad.

Cuando llevas treinta y cinco años escribiendo sobre ciclismo, a veces te repites, sin que lo note ni el lector ni tú mismo. Solo te das cuenta al reunir los textos. He evitado las repeticiones molestas, pero en un único caso, El hombre de la mochila, la necrológica de Gerrie Knetemann, me ha sido imposible hacerlo. Espero que se me perdone.

Ámsterdam, a 1º de marzo de 2015


[1] Nota del Editor (NdE): No publicado en España.

[2] Nota del Editor (NdE): Publicado en Holanda en 2015.

 

 

 

Casa Merckx
(1980)

Para celebrar mi competición número quinientos había planeado un fin de semana de ciclismo apropiado para la ocasión. Después de una carrera el sábado a las tres de la tarde en Arendonk, la conmemoración debía producirse en Meensel-Kiezegem. Y estas no son dos poblaciones belgas cualesquiera. Arendonk es el lugar de nacimiento de Rik van Steenbergen, y Meensel-Kiezegem el de Merckx. Además, ahí la salida era a la una, lo que quería decir, teniendo en cuenta la distancia de ochenta kilómetros de la carrera, que al terminar podría seguir la retrasmisión de la Vuelta a Flandes en el televisor de un bar.

Pero, cuando el sábado llegué a la una y media a Arendonk, ya había ciclistas corriendo por las calles. A la desesperada, después de pasar un par de veces por delante de mí, estimé su edad en diecisiete años, pero empecé a reconocer a más y más ciclistas de ese pelotón — era mi competición de veteranos. Había lluvia, tormenta y barro: las condiciones de una carrera flamenca de verdad. Eso no hizo sino aumentar mi enojo.

Bueno, 499 también es un número bonito. Pero cuando el día siguiente a las doce llegué a Meensel-Kiezegem, estaba todo sospechosamente tranquilo. Entonces comprendí mi error: había intercambiado las horas de salida de las carreras. También me iba a perder la retrasmisión de la Vuelta a Flandes.

En cualquier caso, ahora tenía tiempo para ir a buscar y visitar la casa natal de Merckx. Estaba en un rincón, con el campo abierto justo detrás. Una casa bastante grande y normal. Yo había imaginado algo más: que no se hubiese instalado un museo, con las copas y la primera rueda pinchada de Merckx, todavía tenía un pase; pero que en la fachada no hubiese ni siquiera la más mínima placa conmemorativa, eso ya era demasiado.

Por otra parte, no es raro que se trate así a los héroes del ciclismo. En Dax tuve que consultar la guía telefónica para poder tomar un café en el Bar Darrigade, y en Toledo todos los folletos omitían el nombre de Bahamontes. Unos lugareños me tuvieron que indicar su casa, en una calleja apartada; pero allí, por lo menos, sí había un gran cartel en el que ponía: CASA BAHAMONTES.

Además, Meensel-Kiezegem no se presta por ninguna otra razón a un peregrinaje ciclista: Merckx se mudó de niño a Bruselas. Como mucho, podrías pisar allí las huellas de las cubiertas de sus ruedines. Las flechas pintadas en el pavimento, delante de la puerta y en todas direcciones, eran lo único de esa casa que te recordaba al ciclismo. Así que sí había pasado alguna vez una carrera por aquí delante, y no era por tanto impensable que mi carrera también lo fuese a hacer.

Imaginé el Accidente ciclista perfecto: pinchar allí mismo, perder el equilibrio, volar sin remedio a través de la puerta (abierta por casualidad), romperme el cuello contra la pared del salón y, allí donde Merckx vio la luz por primera vez, exhalar yo mi último suspiro.

No ocurrió; cuando la competición empezó, resultó que el recorrido previsto para mí no discurría por delante de la casa de Merckx. Pero por fin tuve algo de suerte. Porque cuando me caí, a mitad de carrera, al lado de una valla en la que se quedaban pegados los papeles que revoloteaban, y en la que había un cartel que decía RESIDUOS, resultó que lo había hecho justo a tiempo para poder escuchar, en el coche del amable belga que me había recogido, la transmisión radiofónica de los dos últimos kilómetros de la Vuelta a Flandes. Pollentier ganó el sprint final, por delante de Moser y Raas, lo que reforzó mis sospechas de que me había caído de cabeza.

Pero era cierto, y algo más tarde escuché de qué manera tan extraordinariamente encantadora había sucedido. En el último obstáculo, la rampa de Bosberg, Pollentier se dio cuenta de que Moser y él llevaban una ligera ventaja. Un poco por detrás de ellos iba Raas, que intentaba desesperadamente atraparlos. ¿Qué hizo entonces Pollentier? Bajó el ritmo, para asegurarse de que Raas los alcanzara. Sabía que contra un único esprínter no tenía posibilidad alguna, prefería correr contra dos esprínteres. Es que los esprínteres tienen tendencia a anularse las fuerzas entre sí. Eso es lo que hicieron Moser y Raas, y Pollentier ganó.

 

 

 

Un fin de semana de carreras cualquiera
(1980)

Sábado 19 de abril de 1980, competición número 504. Vuelta a Diemen para veteranos[3] y aficionados. Número de participantes: noventa. Distancia: cuarenta y cinco kilómetros.

Conozco esta vuelta corta de años anteriores. Un recorrido sobre adoquines, tortuoso y con baches, de algo más de un kilómetro, entre torres de viviendas. Hace mucho frío y soplan ráfagas de un viento recio al que los edificios obligan a serpentear de manera extraña.

La salida se ha aplazado una hora, no ha sido posible retirar todos los coches del recorrido a tiempo. Mientras los cadetes siguen en carrera, pedaleo por las aceras a lo largo del circuito. El viento forma primero, en la gran recta de la parte posterior, un muro que no puedes atravesar, pero unos doscientos metros más allá lo tienes a favor. Tiempo duro para una carrera ciclista. La competición de los cadetes está por tanto completamente deshilachada, solo se ven grupos sueltos. Ninguno de ellos tiene el estilo de un grupo de cabeza.

Cuando todavía les faltan tres vueltas, me acerco a la línea de meta. El locutor pronuncia el nombre del joven que va en cabeza: Nijdam. Lleva una vuelta de ventaja sobre la mayoría de los demás. Por aquí pasa, con cuatro rezagados a su lado. Me surge una duda, que se resuelve nada más terminar la carrera: es hijo del antiguo campeón del mundo Henk Nijdam.

En cuanto el último novato pasa la línea de meta, saltamos a la calzada. En vueltas cortas como esta merece la pena la economía de fuerzas que supone empezar en cabeza. «Colóquense a cien metros de la línea», dice el locutor. Una veintena de ciclistas así lo hace; por lo pronto, a esos ya los tenemos detrás de nosotros. Estoy en la parte delantera del grupo. Luego ya podemos acercarnos a la línea, y consigo adelantar un par de puestos más. Estoy tiritando, quiero moverme.

No me encuentro entre los cinco favoritos, pero sí entre los quince que tienen alguna posibilidad. Mi corpulencia no es menor que la de los mejores esprínteres, y también soy capaz de aguantar al sprint a todos los ciclistas de mayor corpulencia que yo. Coppi, que me acompaña siempre leyendo por encima de mi hombro, se aparta ahora andando y sacudiendo la cabeza.

Hago una buena salida. Enseguida meto el pie que me queda libre en el calapiés; si esto sale mal, te puede costar treinta puestos. Todavía en la primera vuelta, en el muro de viento, me pongo en cabeza. Este año voy a seguir igual: hasta ahora, en todas las competiciones, mi rueda ha ido la primera por lo menos durante un segundo.

De repente empieza a granizar, el pedrusco repiquetea en mi casco de plástico. Los adoquines son rugosos, así que es poco probable que lleguen a resbalar mucho, pero se rueda con cautela. Dos vueltas después, el chubasco ha pasado y la calle incluso se seca. Y aun así me cuesta tomar las curvas, es como si mi rueda trasera derrapara un poco cada vez. Luego, siempre tengo que cerrar un hueco de cinco metros, es lamentable que en estos ocho años no haya conseguido dominar mejor la técnica para tomar las curvas.

Me sumo rápidamente a un par de ataques tempranos. Como siempre, de nuevo esa ilusión de que esta es la única oportunidad en que saldrá bien. No deparan nada. Todo el mundo persigue a todo el mundo, ningún intento produce una ventaja mayor de cinco segundos. Tras unas ocho vueltas renuncio y me descuelgo hasta la vigésima plaza, más o menos.

Parece que el marcador de vueltas resta tres a la vez. Así que han acortado nuestra carrera. Es una pena. Tal vez queden treinta y cinco de los cuarenta y cinco kilómetros prometidos. De este modo el cansancio ya no representa ningún factor en la lucha, de la que, sin embargo, forma parte.

Oigo al locutor anunciar varias veces que los ciclistas con los dorsales tal y cual deben abandonar la carrera, ya que llevan un retraso demasiado grande. «Lo sentimos, señores, pero no hay nada que hacer, la próxima vez irá mejor. Tal vez deban entrenar ustedes mientras tanto unos cuantos kilómetros más». Echo una mirada hacia atrás — el pelotón ha menguado, ya solo quedan como mucho cuarenta hombres.

Hay metas volantes, que dejo pasar. He decidido, para esta temporada, dejar de canjear energía por importes ridículos. Lo que es una pena por el prestigio. Y por la publicidad: casi todos los locutores de los Países Bajos dedican un par de palabras elogiosas a mi novela El ciclista en cuanto me dejo ver en cabeza. Buis, de cuarenta y tres años, toma volando por delante de mí la última curva antes de la primera bonificación. Hoy está otra vez muy activo. También veo por delante, en todo momento, a Van der Horst. La verdad es que estos dos son los mejores rodadores de los veteranos. Además de sus éxitos anteriores en lo más alto del ciclismo, ambos han sido campeones de los Países Bajos en la categoría de veteranos.

En cuanto a mí, ya no hago realmente nada más. No ruedo bien. No sabría qué tendría que hacer para ganar esta carrera. No me siento lo bastante fuerte como para escaparme, y el sprint de Leunis y Duivenvoorden es de categoría superior a la mía. La posibilidad de un sprint masivo es cada vez mayor: todavía quedan diez vueltas y aún hay treinta hombres juntos. Mi intención es darme por satisfecho si estoy entre los seis primeros.

A pesar de todo, decido participar en el sprint para una meta volante, con el pretexto de querer probar mi destreza para remontar, en una vuelta, del vigésimo lugar a la cabeza del pelotón. Pero no he apretado lo suficiente, paso la última curva en quinto lugar y en quinto lugar cruzo la línea, y había cuatro bonificaciones. Se ha abierto el habitual hueco detrás de nosotros, y por un momento sentimos la excitación de que podríamos continuar. Pero igual de habitual es que los cazadores de bonificaciones tengan que tomar aliento, y de hecho eso es lo que yo también tengo que hacer.

Ya solo quedan ocho vueltas. La final va a empezar enseguida y nadie está cansado todavía. Mi rueda trasera parece derrapar cada vez más y a mí me cuesta cada vez más cerrar los huecos que eso provoca. De vez en cuando oigo un leve gemido en mi interior. ¿No es esta carrera demasiado ligera para algo así? Simplemente, no ruedo bien.

Poco después toco con mi llanta el suelo. Vaya, ¡pinchazo! Por eso no rodaba bien. Levanto la mano para avisar, me aparto, el pelotón me adelanta. Siento la euforia de la tensión que se debilita. Pero lo bueno tienes que merecerlo de verdad. Golpeo un par de veces el sillín hacia abajo y no toco cada vez la calzada con la llanta. Pierde aire poco a poco, solo está medio vacía. No podía haber sucedido nada mejor: ahora estoy eximido de cualquier obligación de ganar, pero puedo sin embargo demostrar mi clase corriendo para obtener algún premio menor incluso en estas circunstancias. Me pongo de nuevo en camino y consigo engancharme justo a la cola del pelotón. Durante cuatro vueltas me mantengo en último lugar, para no molestar a los demás con mi zigzagueo. Cuando quedan todavía tres vueltas, me pongo otra vez a trabajar para ir hacia delante.

«Voy perdiendo aire», digo cada vez que alguien quiere insultarme por la ridiculez de mis curvas. No consigo llegar delante del todo, es demasiado duro con una rueda que se desinfla. Y como Buis está persiguiendo a Van der Horst, que se ha escapado, tengo que cerrar un hueco aún mayor en la última vuelta. No he tenido tiempo de cambiar de marcha, y ahora tengo que atravesar ese muro de viento con un piñón de 14 dientes. Lo voy a conseguir, pero ahora sí que estoy hecho polvo. A seiscientos metros de la línea de meta, en la penúltima recta, veo aparecer al abrigo del viento el esperado hueco: aquí se va a desarrollar el sprint. Quien pueda, esprintará por ese hueco por delante de la jauría, tomará primero la última curva y ganará la competición. Yo no puedo hacerlo ahora, incluso aunque la masa hormigueante de manillares esté menos excitada que de costumbre. La razón: a pesar de todo, se ha escapado un hombre, Wielhouwer, de Rosendaal. No lo había visto. El sprint es pues solo por la segunda plaza.

Adelanto todavía a un par de hombres, pero no lo bastante rápido; tengo que frenar antes de la curva, penetrar en el grupo me cuesta otro par de posiciones, más de diez hombres van por delante de mí. A la salida de la curva me cuesta volver a ponerme en marcha, cerca de la línea de meta me adelanta mi compañero de club Winnubst. Cuento dos veces las espaldas que hay delante de mí: dieciséis. Así que soy el decimoséptimo: premio.

Me vuelvo pedaleando al vestuario, ya no siento nada el esfuerzo. Estas competiciones cortas no satisfacen. Siento como si me hubiesen cortado las alas, después de todas esas hermosas competiciones de más de tres horas en Francia. El ciclismo no es realmente ciclismo hasta pasados cien kilómetros. De camino al vestuario y una vez dentro de él me dicen tres veces que daba la sensación de no ir muy bien. Explico que mi rueda perdía aire, pero que a pesar de eso he conseguido un premio. Todo el que quiere puede apretar mi cubierta. Hago un par de veces la pregunta habitual: «¿Y tú has conseguido algo?» y obtengo así la respuesta habitual: «Nada, pero volvemos indemnes a casa, y eso es lo más importante».

Me adjudican el decimosexto premio, no el decimoséptimo. Un error de cálculo, mío o del jurado, y en este último caso que cae por fin del lado bueno.

Domingo 20 de abril de 1980, competición 505. Vuelta a Sloten para veteranos. Número de participantes: ciento veinte. Distancia: cincuenta kilómetros.

Se trata del circuito ciclista del parque deportivo donde he corrido tantas veces: una ancha pista de asfalto de dos kilómetros y medio. Hoy el viento sopla menos fuerte. Lástima, este recorrido fácil es ya de por sí tan nivelador.

A la salida estoy al lado de Buis. Le comento que ayer corrió fuerte, pero resulta que me equivoqué en mi apreciación. Corrió mal, hasta su mujer se lo dijo al terminar la carrera. Me pregunta por qué me vio tan poco en cabeza, y le cuento lo de mi rueda que perdía aire, y que a pesar de eso conseguí un premio.

Salimos, voy por el momento en medio del pelotón, aquí eso no importa. Estoy un poco apático, me fallan las ganas. Me fijo en la ropa de los ciclistas. Algunos corren con guantes, otros sin ellos. También hay ciclistas en manga larga y ciclistas en manga corta. Intento ver a mi alrededor las cuatro combinaciones posibles con esas prendas, y lo consigo rápidamente. Después me aburro. No sabría decir qué podría aportar yo al desarrollo de la carrera. La diferencia entre acompañar pedaleando y emprender algo en circuitos como el de Sloten es absurdamente grande. Espero que termine en un sprint masivo, en eso soy de los mejores.

Se me escapan partes enteras de la carrera. Es verdad que hoy tengo bastante miedo. En la recta final, con el viento en contra, el gran pelotón se agrupa cada vez más, los ciclistas buscan huecos que no existen y tienen que frenar, lo que te obliga a unos extraños cambios de dirección. Cerca de mí se caen diez hombres, me meto en la onda que los evita y consigo rodearlos.

Sin duda, en cabeza se producen continuos demarrajes que son inmediatamente anulados, pero esas alteraciones en el ritmo no se propagan hasta las profundidades del pelotón en las que yo me encuentro.

He dejado pasar las dos primeras metas volantes, pero decido participar en la tercera. Por aburrimiento, y para probar mi estado de forma. Los esprínes de las metas volantes son diferentes de los esprínes finales. Tal vez un diez por ciento de los ciclistas decide deliberadamente participar en ellos, y otro veinte por ciento se mantiene preparado para aprovechar cualquier ocasión que por azar se presente. No se trata de ir especialmente a por la primera bonificación; los atrevidos tienen muchas más posibilidades de escaparse solos. Necesito quinientos metros para abrirme camino hacia delante; a un kilómetro de la línea de meta voy en cabeza. No voy rápido, estoy listo para saltar con quien pase a mi lado. Se suceden rápidamente tres demarrajes. Salto a rueda del tercer ciclista, lo que me cuesta trabajo. Corre solo hasta cerrar el hueco con los otros dos, después deja las piernas quietas. Cruzo el puente en cuarta posición, quedan quinientos metros para la línea de meta. Ahora los otros dos también paran de pedalear y me veo obligado a ponerme otra vez en cabeza. A trescientos metros pasan volando a mi lado, de repente, cuatro hombres juntos. Cambio al piñón de 12 dientes y empiezo a esprintar. No sé qué es lo que ha salido mal, pero me encuentro en el lado equivocado de la pista, con el viento de pleno. Podría llegar a pasar a esos cuatro, pero entonces todavía me quedarían cien metros, y hacer un sprint de más de doscientos metros por una bonificación no es nada inteligente. A cincuenta metros de la línea de meta me paro. Van der Horst, que a lo que parece iba a mi rueda, se desliza fácilmente a mi lado. Que se trate de una meta volante me libera de la obligación de ofrecer resistencia y llego segundo. Acabo de ganar diez florines.

Van der Horst intenta seguir. Entonces se inicia inmediatamente una persecución. También ahora tengo que forcejear para sumarme a la recua treinta puestos más allá. Se abre un hueco delante de mí: mierda, ahora me toca también contribuir a alcanzar a Van der Horst y a algunos otros. Es como si me encontrase en ese muro de viento de ayer, pero ya lo sabía yo de antemano: no estoy en forma. Lo que, dicho sea de paso, solo va a influir en mi manera de correr, no en mis posibilidades.

Necesito dos vueltas para recuperarme de esa meta volante y de sus secuelas. Después, espero tranquilamente al final en medio del pelotón. Cuando faltan todavía tres vueltas, aprovecho un impasse para subir del quincuagésimo al décimo puesto. Una vez allí veo que Buis ha aprovechado ese mismo impasse para formar de nuevo un grupo de cabeza. Se ha escapado con otros dos corredores, disponen de doscientos metros. No me corresponde a mí cambiar esa situación.

Cuando faltan todavía dos vueltas, Buis y su grupo han aumentado algo su ventaja, que parece ser ahora de unos veinte segundos. Emocionante para ellos, pero tres hombres son demasiados pocos. Y con la velocidad que desarrolla un pelotón en el último kilómetro, se pueden recuperar diferencias enormes.

Van der Horst se dirige a la cabeza y lleva de nuevo toda una recua detrás de él, pero eso parece no importarle ahora. Se mantiene inquebrantable, lanza la persecución sobre Buis. Tengo que colaborar para no perder mi plaza en la delantera, también me voy encontrando poco a poco algo mejor. Pero ese pedaleo en cabeza es siempre doloroso: sopla un viento demasiado fuerte para correr contra él a cuarenta y cinco kilómetros por hora.

Al sonar la campana de la última vuelta, Buis y sus colegas escapados no tienen más que cien metros de ventaja y está claro que van a ser alcanzados. Pero eso puede ocurrir de tantas maneras; siento que algo va a suceder. Allí está: Van der Horst demarra. Otro salta tras él, yo me quedo detrás, en cabeza del pelotón, impotente. Luego se apodera de mí un ataque de rabia concentrada y también lo intento. Menos mal que hay esa cabeza de puente entre Van der Horst y yo. Alcanzo su rueda y espero allí un momento. No, no tiene intención de llevarme hasta la cabeza. Salto a su lado; paso solo las dos curvas, y me encuentro luego pateando contra el viento. Tengo que seguir, no debo volver la vista hacia atrás ni una sola vez para ver cuántos vienen conmigo. Pienso: pero qué bruto eres, una vez más esto no tiene ningún sentido, estás solo y sin embargo esprintas hasta hacerte trizas.

Lo consigo. Engancho con Buis y su grupo, inmediatamente detrás de Van der Horst. Buis le dice algo que no comprendo. Miro hacia atrás: para mi sorpresa, veo que he llegado solo, hay un hueco de treinta o cuarenta metros. Como después de cada fusión, nuestro ritmo se aquieta: hace falta todo un segundo para que un hombre en forma y con coraje pueda esprintar de manera decisiva. Yo no soy ese hombre. Todo el pelotón conecta con nosotros. Faltan todavía quinientos metros, así que esto se va a convertir en un sprint masivo. Coppi está otra vez detrás de mí.

La tensión del sprint masivo crea adicción, al igual que el apuro de tiempo en el ajedrez. Tantos intereses en un plazo tan corto; tantas cosas que pueden ir mal. ¡Y aquí se trata de un sprint masivo por el primer puesto! Hace una vuelta estaba nervioso, ahora ya no. Ahora tengo la cabeza ocupada con cosas más importantes que la incertidumbre del resultado.

Voy en cuarta o quinta posición, pero sé que todos los demás finishers están muy cerca: Kloosterman, Hagman, Solaro, Cornelisse, Van der Horst, Kouwenhoven, Buis, la mayoría de ellos antiguos profesionales. Para muchos ciclistas menos fuertes sería posible y ventajoso, todavía en estos momentos, correr en cabeza, pero lo curioso es que apenas sí lo hacen. A menudo alegan las condiciones suicidas de un sprint así, pero precisamente en cabeza los peligros son relativamente pocos. A menudo parece que en un sprint masivo los ciclistas se colocan en el orden del resultado previsto para la carrera.

Tienes que permanecer todo el tiempo en la delantera, perder el contacto con los cinco primeros puede significar perder el contacto también con los veinte primeros. No debes tener miedo de ponerte en cabeza; si eso ocurre, no debes ir demasiado rápido, porque exige demasiada fuerza, ni demasiado despacio, porque entonces pueden pasar tan rápido por tu lado que corres el riesgo de quedar encerrado.

Salto a rueda de todo aquel que pasa a mi lado, me quedo allí y lo adelanto cuando el ritmo decae peligrosamente. Tengo puesta la esperanza en ese fenómeno curioso, pero habitual, del esprínter sin posibilidad alguna que, por desesperación, prepara el sprint para todo el pelotón.

Esta vez no aparece, y me cogen por sorpresa. A seiscientos metros, cerca del puente, se produce de repente a mi alrededor una aceleración y antes de poder sumarme ya me han adelantado seis o siete hombres. Así paso el puente, todavía bastante bien situado a pesar de todo. Y de nuevo cuesta abajo, todavía quinientos metros. Cambio al piñón de 13, miro si el desviador está bien ajustado. En los últimos doscientos metros tendremos el viento justo de espalda, pero antes de eso hay una curva abierta y ahora el viento sopla desde atrás, del lado derecho. Por tanto, Kloosterman, que va en cabeza, se pone a la izquierda.

El sprint altera el estado de consciencia: aquí hay un espacio en blanco en mi memoria. A los trescientos metros he vuelto de nuevo en mí. Algo ha debido de ir mal, porque ahora me encuentro detrás de un abanico que va desde el centro del camino a su lado izquierdo. No me puedo meter allí en medio. Pero mientras espero, la parte derecha del camino también se llena. No puedo perder ni un segundo. Me retengo hasta que mi rueda delantera queda libre, giro a la derecha y esprinto entonces con todas mis fuerzas. En cuanto mi rueda trasera pasa al lado de la rueda delantera de Kloosterman, me lanzo otra vez a la izquierda del todo y allí recupero el aliento. Quien pase ahora a mi lado me resguardará del viento. Voy en cabeza, miro con el rabillo del ojo hacia atrás. Veo cómo el cerco que hay detrás de mí a la derecha se espesa cada vez más, pero saben que todavía es demasiado pronto. Mi táctica tiene una desventaja: este es un sprint para el 12, pero todavía no puedo hacer el cambio, porque si no, no saldré con suficiente velocidad. Todavía ciento cincuenta metros. Todavía dos segundos como mucho, después tengo que empezar. Aumento la velocidad. Como un relámpago, se pone a mi lado un ciclista con un maillot rojo. Me preparo para salir con él y al mismo tiempo para pasarle esprintando, pero de inmediato él gira de forma descarada hacia la izquierda. Pero hostias, qué huevón, nunca antes me había visto en una situación tan burda. Me veo obligado a frenar al máximo, no me caigo de milagro.

Él sigue, yo estoy derrotado. A la derecha, ahora todo se desata. Las ruedas pasan volando a mi lado, a los cien metros voy en quinta posición. Pero la explosión de fuerza bruta del sprint ha producido de nuevo un hueco a la izquierda. Es como si este me absorbiera, ya voy otra vez tercero.

Algo de ansia, de convencimiento, un toque en la palanca de cambios para pasar al 12, cuatro pedaladas: todo eso y habría ganado. Pero sigo desconcertado por ese bandazo. No me despego del sillín. Un par de pedaladas con el 13 y allí está la línea de meta. El hombre del maillot rojo lanza un grito de decepción: Hagman ha pasado por su derecha y le gana por media rueda de diferencia, él queda segundo. Yo voy también media rueda por detrás de él y quedo tercero. He pasado muy cerca bajo el jurado, en esa zona a veces no te ven. Ya me ha pasado más veces de las necesarias, eso de entrar en puesto de premio y no ser visto, pero esta vez todo está en orden; ya anuncian mi nombre.

Flores, podio. El hombre del maillot rojo es, por supuesto, Van Berkel, ese salvaje que no tiene ni idea de circular y a quien tampoco le importa.

Le comento algo sobre ese bandazo.

«No tienes que esprintar con el pico, Krabbé, tienes que esprintar con la bicicleta», me responde.

Si hubiese ganado él, habría impugnado el resultado. Estoy decepcionado, pero bueno, quedan todavía tantas carreras.


[3] Nota del Autor (NdA): Los «veteranos» eran entonces los mayores de 35 años.

 

 

 

En forma
(1980)

Toma cualquier revista de ciclismo al azar y la historia que voy a contar ahora aparecerá en ella: es así de clásica. Ha sucedido en realidad muchas veces, entre otras en la Vuelta de Nieuwpoort-Langerak para veteranos, el sábado pasado. Y como yo participé en esa carrera, me toca ahora a mí contar la historia.

Los primeros meses de esta temporada no estaba corriendo bien. Continuamente veía cómo se formaban ante mí grupos de cabeza, sin que me asaltara la rabia habitual de que no estaban completos sin mí. Así que, a mediados de mayo, decidí dejar de lado la bicicleta durante un par de semanas. Al fin y al cabo, es lo que hace Moser también de vez en cuando a mitad de temporada. Hice dos excursiones de treinta kilómetros para señores mayores, y tan clásica es la historia que, en una de ellas, en los puentes sobre el IJ, me adelantó un ciclista en ropa de calle y bicicleta de paseo.

Según el plan de recuperación, debía volver a empezar este fin de semana, pero cuanto más se aproximaba este, menos ganas tenía yo. Así que debía olvidarme de Nieuwpoort-Langerak. Volvería a empezar una semana más tarde, mucho más fresco. Pero iba a poder presentar una justificación para este plan apático, y para ello me fui el viernes por la tarde a la duna Kopje, en Bloemendaal. Tomaría mis tiempos de escalada, y, comparándolos con mis rendimientos anteriores, podría ver la gravedad de lo que me estaba pasando.

La duna Kopje es un lugar de entrenamiento atractivo, pero curiosamente impopular entre los ciclistas de Ámsterdam. Knetemann era el único que iba allí a dar vueltas y hacer bucles, pero también me he encontrado con sufridos amateurs que me miraban como si les hubiese hecho una propuesta indecente cuando quería ir con ellos a escalar la Kopje, a lo que me salían con el consabido disparate: «Te destroza las piernas, tío».

Delante de mí circulaban despacio dos aficionados que también iban a escalar la Kopje y me retuve para pasar disparado por delante de ellos durante la escalada, dando lugar así por lo menos a algo de respeto anónimo. Abajo, al lado del poste en el lado derecho de la curva cerrada, miré mi reloj y empecé a esprintar hacia arriba.

«Hostia, sí que va rápido ese tío», pensaron los dos aficionados, pero yo ya había desaparecido en la primera curva. Arriba, junto al buzón, miré de nuevo mi reloj: había batido por tres segundos mi mejor marca, afinada hasta el máximo posible el año anterior, cuando me encontraba en plena forma. «No puede ser», dije en voz alta, por mucho que sé positivamente que cuando estás solo basta con que pienses algo así. Para verificarlo, bajé enseguida y volví a hacer la escalada una vez más, con la que pulvericé mi recién estrenado récord por dos segundos. Ahora está en 2 minutos y 19 segundos.

Ni que decir tiene que, al día siguiente, gané en Nieuwpoort- Langerak. Es verdad que también se puede ganar corriendo mal, pero todo ocurrió como corresponde a esta historia. Corrí con facilidad y poderío. Me consentí el capricho insensato y gran consumidor de energía de ir en solitario, me clasifiqué en todas las metas volantes, y tuve que agradecer la victoria a la suerte.

En la última vuelta se cayó el favorito. Poco antes del final, otro ciclista se aventuró con un intento desesperado que parecía que iba a salir bien. Dejé de prestarle atención y me preparé tranquilamente para el sprint por la segunda posición. Este se desarrolló de forma perfecta. Solo tuve que sortear algo, en la cegadora velocidad de los últimos cien metros, y antes de poder darme cuenta de que se trataba del líder, ya había pasado la línea de meta.

La suerte es un elemento básico de estar en forma. Por lo demás, no se sabe mucho sobre qué es eso. Desde que existe el deporte, estar en forma se ha resistido a cualquier intento de explicación, y así seguirá siendo por siempre.

El domingo, de vuelta a casa tras una no muy venturosa cuarta plaza en Amersfoort, oí en la radio a un corredor contar cómo le analizaban el contenido en ácido láctico de la sangre de debajo de las uñas, para medir diferentes pormenores, seguir así la pista a sus procesos de fatiga, y con ese conocimiento mejorar finalmente su recuperación. De este modo, sería posible ponerlo en forma.

Vana ilusión. Estar en forma no tiene nada que ver con todo eso, es un misterio.

 

 

 

Intervalo Arie
(1980)

Cuando me pidieron que estableciera, para el libro Alle Feiten[4], una lista de los diez mejores ciclistas neerlandeses de todos los tiempos, me lo tomé muy en serio. Pasé todo un día hojeando la obra de René Jacobs, los irremplazables manuales de Vélo, pero lo que sí supe desde el primer momento es a quién iba a poner en décimo lugar: a Moeskops. Moeskops, el gran campeón de velocidad de los años veinte, el personaje principal del clásico de Joris van den Bergh Te midden der kampioenen[5], era un tópico imprescindible, pero es también un ciclista fuera de lo común; lo podía haber puesto igualmente en el primer puesto. En realidad, situarlo en décimo lugar me permitía mostrar mi aversión por el ciclismo en pista.

Las cifras del ciclismo en pista son estériles. Por mucho que muestren todos sus conocimientos de las sutilezas tácticas, a esos dos esprínteres recién colocados en la pista les falta épica. Una lucha sin pasado no es una lucha de verdad. Y en la persecución se mide, sin solemnidad alguna, quién es capaz de montar en bicicleta más rápido, rebajando de ese modo el ciclismo a una obscena comparación de funciones corporales.

Pero es precisamente esa linealidad, más el hecho de que los ciclistas acostumbran a entrenar al buen tuntún, lo que seduce a los científicos: ¿no sería posible crear, a partir de un atleta cualquiera, un campeón artificial de persecución? Hace un par de años pude seguir de cerca un intento así, emprendido por un equipo multidisciplinar compuesto por un fisiólogo y un psicólogo.

Esa pareja, que ya antes se había dado a conocer al demostrar que los jugadores de ping-pong no se benefician nada (al contrario) si, mientras juegan contra un lanzador mecánico de pelotas, tienen que recitar poemas de Racine, había encontrado el perfecto conejillo de Indias, eso sí que es cierto. Se trataba de un hombre de treinta y dos años, grande, de constitución atlética y, visto de lejos, con la cara de Peter Post. Arie, que así se llamaba, había sido ciclista en su juventud, lo había dejado pronto, y entretanto había hecho fortuna en el sector de las alfombras. Ahora tenía todo el tiempo libre y todo el dinero necesarios para comprometerse en cuerpo y alma con el experimento: en nueve meses, ser campeón amateur de los Países Bajos y participar en el Campeonato del Mundo, y al año siguiente ser campeón del mundo.

Arie hizo todo por conseguirlo. Compró el material más fabuloso para carretera y para pista, montó un cronómetro en su manillar, y se puso en marcha con el programa previsto para su entrenamiento por intervalos. Era mortífero. Series de esfuerzos totales y cortos que se iban haciendo cada vez más largos y series de esfuerzos largos que se iban haciendo cada vez más cortos, y mientras que la cantidad de esos esfuerzos no hacía nada más que aumentar, Arie, casi sin darse cuenta, iría aproximándose desde dos direcciones distintas a los cinco minutos mágicos en los que explosionaría para conseguir sus títulos.

El problema con Arie era que llevaba a la práctica las ideas de los sabios con obediencia ciega, lo que tuvo como consecuencia que, en poco tiempo, no pudo encontrar a nadie que quisiera entrenar con él. A mí también me bastó con un par de veces. Tenía que levantar chispas de la calzada para alcanzar, en los periodos de descanso entre sus veinticinco esprínes, a Intervalo Arie, como le empezaron a llamar rápidamente. ¡Qué ímpetu tenía ese hombre! A él tenía que haber incluido en mi lista. Y cuando llegaba a casa, se dejaba caer en un instrumento de tortura construido por él mismo en su garaje, donde se pasaba media hora más tumbado boca abajo, pataleando con pesas en las piernas.

El fisiólogo verificaba los avances de Arie en la bicicleta ergonométrica y en ella superó Arie a todos los practicantes de otros deportes y sobre todo a varios ciclistas profesionales. Y el psicólogo también le mantenía alta la moral, porque cuando dije en una ocasión que tal vez Schuiten y Ponsteen, los favoritos de ese año (1974), iban los dos a pasar a ser profesionales, Arie soltó: «¡Entonces esto ya no tiene gracia!»

Pero en los círculos ciclistas, en los que se discutía sobre el caso Arie, se era escéptico sobre sus posibilidades. ¿No se trata, en el ciclismo, de flexibilidad, de fuerza, de pedaleo, de estar en forma? Conceptos no científicos, por supuesto, pero que solo puedes adquirir en las competiciones, en las que Arie nunca participaba. En el programa no se había dejado hueco ni siquiera para una prueba de persecución. Finalmente, se decidió sin embargo hacer un ensayo en la pista de doscientos metros de Sloten, y no olvidaré nunca las caras del psicólogo y del fisiólogo, quienes, con unos cronómetros caros y unos bolígrafos de lujo, estaban listos para tomar nota de los tiempos intermedios de Arie. Después de cinco vueltas, estos ya no se apuntaban en decenas de segundo, sino en segundos completos, y un par de vueltas después se abandonaron todos los tiempos intermedios. Al final, Arie hizo una marca de 5:40 en los cuatro kilómetros, un tiempo superior en solo un minuto escaso al nivel de los campeones mundiales; algo formidable para un principiante de treinta y dos años. Él animó al psicólogo, pero cuando un mes más tarde asistía yo como espectador a las series de calificación de persecución en el estadio olímpico, oí al locutor llamar en vano a Arie. Su contrincante tuvo que saltar solo a la pista.

Posdata 2015: Muchos años después vi de nuevo a Arie, en la lista de los quinientos neerlandeses más ricos de la revista Quote. Con unos sesenta millones, se encontraba en algún lugar entre los puestos trescientos y cuatrocientos.


[4] Nota del Traductor (NdT): Versión neerlandesa del libro de David Wallechinsky, Irving Wallace y Amy Wallace The Book of Lists, publicado por primera vez en 1977, y traducido al español con el título El libro de las listas.

[5] Nota del Traductor (NdT): Entre campeones, novela deportiva clásica del periodista Joris van den Bergh, publicada en 1929 en La Haya. No existe, que sepamos, traducción al español.

 

 

 

A la caza de Knetemann
(1980)

A mi compañero de equipo (del GGMC) Gerrie Knetemann lo vi por primera vez en 1973, en una competición para amateurs en Ouderkerk aan de Amstel. Tras una lucha espectacular, afrontó la última vuelta con una ventaja decisiva, junto con otro ciclista cuyo dorsal busqué en el programa. Se trataba de H. Jacobs, de Ouderkerk aan de Amstel. Creyéndome muy ducho, ya me imaginé cómo iba a terminar todo. Pero entre la muchedumbre, junto a la línea de meta, se discutían con desenvoltura las posibilidades. «Jacobs tiene una buena oportunidad, ese Knetemann no es especialmente veloz», oí decir a alguien. «Eso es cierto», dijo otro, «pero en un sprint entre dos no hay quien lo gane». No tengo ni idea de quién dijo eso, pero resultó ser un buen conocedor.

Y desde entonces he refinado mi erudición sobre el hecho de ganar en tu lugar de residencia. Una victoria así tiene, sobre todo entre los profesionales, un valor tal que, o los demás participantes reciben una compensación por su colaboración, o conspiran para privar al ciclista local de la plusvalía de dicha victoria.

Por tanto, del dato de que Huub Zilverberg (destacado ciclista de los años sesenta) nunca consiguiera ganar la vuelta a Goirle solo se pueden sacar dos conclusiones: Zilverberg residía en Goirle, y no le gustaba comprar victorias. «Había ciclistas que no eran tan buenos, pero que sin embargo triunfaban asiduamente. Lo único que, cuando se habían llevado una victoria, en realidad no habían ganado nada. Sí entiendes lo que quiero decir. Yo nunca fui a una carrera para aparecer como primer clasificado en el periódico, y sin embargo no haber ganado ni un centavo». Así se expresaba Zilverberg en Alleen op Kop[6] de Gijs Zandbergen. Hay que decir que él mismo duda enseguida de la exactitud de su punto de vista. «Porque son los resultados los que determinan el valor de tu contrato».

Desde hace algunos años, la revista del club GGMC se engalana con una portada en la que aparece el más famoso sprint à deux de Knetemann: el que corrió contra Moser en el circuito de Nürburgring durante el Campeonato del Mundo de 1978.

Con unos recursos sin duda alguna limitados, Knetemann se ha convertido en una verdadera estrella. Él hace constantemente hincapié en que, a pesar de todo, sigue siendo un joven muy normal, pero aparte de ese no darse el pisto casi de oficio, es cierto que sigue teniendo la misma personalidad abierta, ingeniosa y dominante de antes. Pero déjenme mejor que les cuente cómo monta en bicicleta, que no por nada viví de cerca esa experiencia durante algún tiempo.

Durante toda la primavera de 1975, en un intento por recuperar de una sola vez todos los años perdidos, seguí el entrenamiento diario de los profesionales de Ámsterdam. Por lo menos, la parte vespertina del mismo, cien kilómetros — ellos llevan ya a la espalda los ochenta kilómetros de la excursión matinal. Para arrojar la luz adecuada sobre ese seguimiento del entrenamiento por mi parte, no tengo más que presentar a un nuevo personaje, un señor taciturno de cincuenta y seis años (según el único ciclista que aseguraba haber hablado con él en alguna ocasión) que, con una bicicleta deportiva de manillar plano normal, también seguía estos entrenamientos de Knetemann. Existe, por lo demás, una velocidad media fija para los entrenamientos en larga distancia, unos treinta y dos kilómetros por hora. Velocidad que pueden mantener ciclistas de niveles muy variados.

A veces, sobreexcitado por el monótono pedaleo, alguien demarraba, lo que tenía como única consecuencia que tenía que seguir solo todo el resto del camino hasta su casa. Pero a veces también ocurría que un demarraje así obtenía respuesta, luego seguían nuevos demarrajes, y antes de que te dieses cuentas se había puesto en marcha una auténtica carrera. El señor de cincuenta y seis años se quedaba entonces descolgado, y no era el único.

Recuerdo de manera muy especial la excursión del 6 de marzo de 1975, en dirección a Katwijk por el interior, y con vuelta por las dunas. Llevábamos un fuerte viento de espalda, lo que hace que el acontecimiento que sigue a continuación sea todavía más asombroso. En el camino de las dunas, nada más pasar la playa de Langevelderslag, Knetemann demarró. Se formó un grupo de unos ocho hombres que se lanzó a su caza con total entrega. Pero a pesar de que en ese grupito había profesionales destacados como Smit, Janbroers, Balk y prominentes amateurs, no conseguimos acercarnos ni un metro. Que yo no me quedara descolgado, y que solo por el sentido del deber en mi calidad de historiógrafo fuese capaz de mantenerme como último del pelotón, me parece ahora incomprensible. Por lo demás, solo recuerdo cómo miraba de vez en cuando, por encima de las espaldas de los cazadores, hacia Knetemann, y cómo este seguía cada vez cien metros por delante.

Así seguimos hasta Zandvoort. Solo allí se dejó alcanzar. De esta persecución se ha hablado a menudo, más a menudo que del choque de Klaas Balk contra un coche, un par de kilómetros más adelante, y que supuso el final de su carrera profesional.


[6] Nota del Traductor (NdT): Solo en cabeza, libro de entrevistas a varios ciclistas del periodista y ciclista aficionado Gijs Zandbergen, publicado en 1980. No existe, que sepamos, traducción al español.

 

 

 

Una experiencia divertiva
(1980)

Hace poco, un amigo ciclista se cayó durante una competición en Bélgica. Se hizo una herida en la rodilla, y los espectadores y él mismo estuvieron de acuerdo en que hacía falta una ambulancia para llevarlo al hospital. La ambulancia llegó rápido, pero el viaje hasta el hospital duró mucho: el conductor no era capaz de encontrarlo. Como además solo hablaba francés y la comarca en la que estaban era puramente flamenca, fue mi amigo quien tuvo que bajarse varias veces para preguntar el camino hacia el hospital más próximo.

Así que, si alguna vez le preguntan a mi amigo si ha tenido alguna experiencia divertida mientras practicaba el ciclismo, puede decir que sí. A mí, lo que más me gustaría contestar sería: una vez tuve que esperar ante un paso a nivel cerrado. Mi humilde deseo de vivir yo también esa experiencia no ha llegado nunca a cumplirse, ni siquiera en la Vuelta a Luxemburgo para veteranos que disputé la semana pasada y que, sin embargo, y como competición por etapas, se prestaba a ello. En Luxemburgo teníamos nuestro propio vehículo de apoyo, pero este tenía problemas con la batería; poco antes de la salida, etapa tras etapa, teníamos que empujarlo, para espanto de nuestro fisio, que veía desaparecer en segundos el efecto de sus largos masajes.

Esto me pareció simpático. En la última etapa, en la salida, me llamó la atención un pico que sobresalía del bolsillo trasero del ciclista con el dorsal 50. A veces pasaba un momento a rueda de él, y entonces pensaba: ¿qué será eso que arrastra con tanta fidelidad durante todo este penoso ascenso? Solo se descubrió después de una hora, cuando íbamos con un pequeño grupo de supervivientes a lo largo del Mosela, y el dorsal 50 empezó a presionar rítmicamente su bolsillo trasero, justo debajo de ese pico. Se oyó un sonido divertido. ¡Era una bocina! La había acarreado consigo, a pesar de todas las penurias, y ahora la hacía sonar para entretenernos.

Me invadió un sentimiento de compasión, pero por otro lado me dio todavía más pena que no llegásemos en ese momento a un paso a nivel cerrado: así podría haber sacado del bolsillo del dorsal 50 esa bocina y haberle gastado una buena ante sus propias narices.

Más tarde, ese mismo día, perdí mi última oportunidad de victoria por un ciclista que saltó del grupo de cabeza de manera decisiva. Pero al llegar a la localidad de llegada casi no pude creer lo que veían mis ojos: venía en dirección contraria a la mía y torció a la izquierda allí donde yo tenía que girar a la derecha. Se había saltado la salida de la carretera, se había dado cuenta de su error entre el tráfico impasible y había dado la vuelta. Así consiguió mantener todavía en la línea de meta diez de los doscientos metros que me había sacado de ventaja.