PRIMERA CARTA El brazo largo

Marzo de 2012

Mi querida nieta Mathilda:

Cuando leas esto, tendrás dieciocho años o más, correrá más o menos el año 2030 o 2031, y yo habré muerto hace mucho tiempo. Tal vez hace tanto tiempo que ni siquiera te acuerdes del abuelo Pahroc. A partir de hoy, te escribiré algunas cartas que no recibirás de forma sucesiva, sino todas juntas, en una carpeta, cuando seas adulta. Bueno, me corrijo: ya las habrás recibido. Ahora estás mirando la primera página e iniciando la lectura. Lo que pretendo contarte aquí son las experiencias más importantes que he tenido con la magia. Por eso cada carta tendrá como tema una modalidad de ese arte.

Hoy, un día de marzo de 2012, tú, que apenas tienes cuatro meses, has estirado el bracito, lo has sacado del moisés y, con un golpe, me has derribado las gafas. Estoy inmensamente feliz por ello. A eso lo llamamos el «brazo largo», y gracias a ello puede reconocerse el talento de alguien para la magia desde que es un bebé. Ahora ha ocurrido de manera inconsciente, en un estado de somnolencia, y más tarde se pierde, pero regresa al cabo de cinco o seis años. Tú, sin duda, no serás una excepción. Espero que Waldemar, tal como le he encargado, te ponga en contacto con mi colega Rejlander. Entonces sabrás cómo preparar estas técnicas. Mientras escribo esto, Rejlander es ya, a pesar de su corta edad, toda una maestra. Yo aún no la he conocido en persona, pero, si mis fuerzas me lo permiten, iré a visitarla este verano y le pediré encarecidamente que se ocupe de ti. Según dicen, además, es una buena directora de cine.

No pretendo escribir aquí nada sobre técnicas de magia, por si cae en las manos equivocadas. Por otro lado, la manera exacta de proceder ha de ser transmitida siempre personalmente por un maestro, los escritos solo sirven de complemento. Sin embargo, es probable que ya hayas aprendido a concentrarte en la imagen central de una idea determinada y, al mismo tiempo, sumirte en un mágico estado de somnolencia: la magia, precisamente, no solo es fruto del talento, requiere de cierta intervención habilidosa. Supongo que eso ya lo sabes y que, en cierto modo, dominas desde hace ya un tiempo los trucos que pueden aprenderse a edades tan tempranas. En ese caso, puedes saltarte esta carta, y seguramente también las que la sigan. O tal vez quieras leerlas para enterarte de cómo me ha ido a mí con todo ello (así conocerás a tu abuelo).

Una cosa es cierta en todos los casos: ¡tómate tu tiempo, Mathilda! ¡No esperes un ascenso inmediato hasta la maestría en este arte! Que no te entristezca que mañana no puedas hacerte invisible o atravesar paredes, por no hablar de otros trucos que pertenecen al armamento pesado de la magia. Es así: las técnicas más avanzadas solo podrás realizarlas poco a poco, se te irán revelando a lo largo de las distintas fases de la vida. Para un adolescente son del todo inalcanzables, por talentoso que este sea. Yo, por ejemplo, solo supe crear dinero al instante cuando tenía más de cuarenta años. Y, a pesar de que uno lo haya ejercitado y lo domine, el consejo de un anciano nunca debe desdeñarse.

Cuando yo era adolescente, tuve la inmensa suerte de que, frente a nuestro edificio, en la Hartwigstraße, viviera el mago Schlosseck, que habitaba la tercera planta, junto con su auxiliar. Schlosseck se convirtió en mi primer maestro.

No puedo saber con exactitud en qué situación leerás esto ni qué conocimientos poseerás. Siempre habrá frases que, al principio, te resulten incomprensibles. En algún momento lo entenderás todo. Eres una maga.

También tienes una pequeña parte de sangre india, pero tus dotes como maga nada tienen que ver con eso. Mi padre John era un auténtico indio. Podía cabalgar a pelo, sabía usar el arco y la flecha y danzar como una deidad. Pero ¡no sabía nada de magia! De niño yo ignoraba que sí sabía o que llegaría a saber algún día, pues no hubo nadie que me lo dijera. Mis hermanos y mis padres no tenían idea de todo esto. Yo solo notaba que no era un niño normal, y sufría por ello. Era un poco introvertido y fantasioso, aunque dócil y obediente, pero me olvidaba al instante de todo lo que me recalcaban o encargaban, y lloraba muchísimo cuando oía los reproches.

Mis padres no eran excesivamente severos. Aunque cometiera algunas faltas, podía contar con su afecto. Me querían, y notaban que tenían que ayudarme cada vez que me sentía un perdedor. A menudo era blanco de las burlas de otros niños, porque yo era raro. Los pequeños magos siempre se interponen en el camino de alguien, y uno nunca puede fiarse de que miren hacia donde deben mirar. A menudo me pasaba varios minutos inmóvil sobre un prado, o entre unos matojos, contemplando algún ave o algún insecto, estudiando el movimiento de las hojas y de las briznas de hierba mecidas por el viento. A veces no oía a alguien llamarme, y entonces me increpaban por terco. Lo cierto es que en esos momentos yo no mostraba terquedad, sino ausencia. Concentrarse implica olvidarse de todo, incluso de lo que «está por hacer». Cuando centro la vista en una cereza situada a tres metros de distancia y la arranco del árbol sin dar un solo paso, no soy capaz de percibir otra cosa, tampoco el dolor. Por entonces yo ni siquiera sabía que aquello era magia; estaba demasiado concentrado como para reflexionar sobre mis actos.

Y aunque luego uno va vislumbrando poco a poco que tal vez sea mago, ello no es precisamente causa de regocijo. Es probable que tú también lo hayas experimentado. ¡Tales dones te distancian de los demás, de tus compañeros de colegio, de tu grupo, de tus mejores amigos! ¿Y con quién vas a hablar de ello, sino con otros magos? Porque hay algo que nosotros comprendemos de inmediato: la magia es un arte que debe permanecer en secreto.

En nuestro barrio había otro niño con genes de mago. Su nombre era Schneidebein. Pronto sospechamos que teníamos algo en común, así que, más tarde, solíamos jugar mucho juntos y, sobre todo, hacer travesuras. Una vez en la escuela, por ejemplo, a Schneidebein se le ocurrió usar la técnica del brazo largo para abrirles los botones de la bragueta a otros chicos, a los que luego les gritaba: «Oye, ¡cómo vas por ahí de ese modo!». Yo me reía con sus bromas, y también con otros trucos suyos más próximos al maleficio, con los cuales rompía floreros o levantaba pelucas. Sin embargo, a pesar de lo inseparables que parecíamos entonces, Schneidebein reveló ser, en el último momento, más un competidor que un amigo. De niño me alegraba que él existiera: un niño necesita secretos que solo pueda compartir con muy pocos. Pero cuando Schneidebein visitó a mi maestro Schlosseck para pedirle consejo, el maestro lo rechazó. Le dijo que ya tenía demasiados discípulos y que estaba muy ocupado. Sin embargo, yo sabía que a Schlosseck no le gustaba mi compañero de juegos; en realidad, había mucha gente a la que no soportaba, entre ellos muchos magos. Yo intenté que cambiara de parecer:

–Schneidebein es un poco distinto porque su padre le pega todo el tiempo.

Eso era cierto: la fusta del campesino Schneidebein no solo bailaba sobre el lomo de su caballo, que era el que menos la padecía. Los Schneidebein se habían enriquecido vendiendo tierras al ayuntamiento de la ciudad, y sus prados y campos de cultivo eran ahora campos de drenaje y depuración de aguas; pero aquel dinero no había traído demasiadas cosas buenas: la familia era bastante sombría.

A pesar de ello, Schlosseck no estuvo dispuesto a enseñar a alguien que le parecía sospechoso. Al joven Schneidebein aquello le dio rabia, y empezó a descargar su enfado conmigo. Más de una vez me puso en peligro de forma consciente. Le divertía mostrarse como un tipo peligroso. Tal actitud puede acabar mal, y, en efecto, así ocurrió. Más tarde se afilió a un partido que gobernó en solitario –cosa muy del gusto de las personas que disfrutan siendo peligrosas– y se despeñó con ese partido en el abismo. Pero de ello te hablaré en detalle más adelante.

Había otro compañero de juegos y un verdadero amigo: el pequeño Jakob de la Eintrachtstraße, un chico mucho más simpático e incluso más inteligente que Schneidebein. Pero no sabía hacer magia.

Nosotros, los magos, no somos, por lo general, más malvados que otras personas, y de ningún modo somos mejores. Entre nosotros hay ancianos muy prudentes y buenas madres, pero también malvados compulsivos y auténticas harpías. Las «brujas», en cambio, no existen, ya que no hay un diablo que las lidere.

Cuando John Pahroc, mi padre –que para entonces se sentía alemán–, tuvo que marchar a la guerra, mi madre lloró. Él, en cambio, no lloró. Los indios, como se sabe, nunca lloran. Aunque seguramente ganas no le faltaron cuando, tras haber intentado alistarse en la caballería, lo asignaron a un regimiento de infantería. Por lo general, nadie lloró, al menos no los hombres. Yo sí lloré, y sentí vergüenza. Los magos suelen tener intuiciones muy precisas. Yo entonces no lo sabía, solo percibí una leve sensación de malestar. Ello es siempre el primer síntoma de una intuición precisa, pero, para determinarlo, uno tiene que mirar después más detenidamente en su interior.

Mi padre me enseñó a bailar, a usar el arco y a cabalgar. Teníamos un caballo en el establo, muy cerca de nuestra calle, cerca del palacio de Niederschönhausen. Me contaba historias de su pueblo en Nevada, los payute, y de su tribu, los pahranagat. Llegó a revelarme su verdadero nombre indio, pero era muy difícil de pronunciar. Por esa razón Buffalo Bill lo llamaba simplemente «Pahroc», por la cordillera al pie de la cual viven los pahranagat, y «John», porque todas las listas de personas exigen un nombre de pila.

Por esa fecha mi padre era un alemán entusiasta. Se había propuesto ser más alemán que los alemanes, cosa que nunca consiguió. En cualquier caso, era algo así como una celebridad: un artículo publicado en el B. Z. am Mittag hablaba de él («El indio prusiano») y permaneció muchos años enmarcado en la pared. Su alemán era un tanto especial, pero siempre se le entendía con claridad, y su visión de los alemanes, a pesar de la admiración, era divertida, aunque no precisamente cuando estos hablaban de «ser consecuentes»; entonces sentía miedo. Y todo eso se transfirió a mí.

En su regimiento llegó a ser mensajero, ya que un indio era bastante apropiado para tales labores: sus superiores habían leído demasiado a Karl May. Allí trabó amistad con un pintor que, unos años antes, tras asistir a uno de los espectáculos de Buffalo Bill, había pintado un cuadro con indios a caballo. Mi padre contaba en una de sus cartas que había visto una foto del cuadro. Él, Pahroc, podía reconocerse claramente montado en un caballo. El tal August –como llamaba mi padre al pintor– debió de ser una persona amable y llena de ideas. En septiembre de 1914 lo mataron de un disparo en Perthes-lès-Hurlus, y a mi padre en el verano de 1916, en el frente de Douaumont. ¿Qué te parece mi memoria?

Más tarde mi madre vendió la escuela de baile en condiciones muy poco favorables, sobre todo porque –como circunstancia menos favorable de todas– nunca recibió la suma de la venta.

Pero volvamos al truco del brazo largo. Digamos que es la más temprana de nuestras dotes en el arte de la magia, y responde muy bien a lo que a cualquier niño pequeño le gusta hacer y, de hecho, hace: tocar algo, agarrarlo, si es posible metérselo en la boca, jugar con ello o, simplemente, tenerlo y conservarlo. Es bueno que la habilidad del brazo largo desaparezca cuando uno supera la edad de la lactancia. De todos modos, siempre regresa en algún momento y puede ser empleada de manera consciente, y entonces nada estará a salvo. Cuando cumplí once años, en plena Gran Guerra, el truco supuso grandes ventajas, porque pasábamos hambre.

Especialmente mala fue la situación durante el llamado «invierno de nabos», en el que casi solo hubo para comer esos sosos tubérculos, y todos los berlineses viajaban a las regiones aledañas para conseguir comida en las granjas de los campesinos. En aquellos viajes de rapiña y acaparamiento1 yo siempre tenía mucho más éxito que mis hermanos, aunque no se me daba bien mendigar: simplemente, echaba mano de lo que me encontraba y me lo metía en la mochila: panes, patatas, jabón, huevos… Una vez, incluso, hasta un enorme jamón ahumado. Por supuesto, los demás no debían saber nada de mis artificios de mago, así que respondía a sus comentarios admirativos con un simple: «Lo he encontrado por ahí». En una ocasión, estando en Stahnsdorf, uno de los campesinos se dio cuenta de lo que ocurría. El hombre tal vez sabía que había magos con las manos muy largas y sospechaba que yo, aquel rapaz, era uno de ellos. A punto estuvo de ensartarme con una horqueta, y como entonces yo no dominaba ningún otro truco, corrí para salvar la vida. Tuve que dejar tirada la mochila, con todas sus exquisiteces; había en ella cinco excelentes velas de cera que necesitaba para leer por las noches. No fue hasta que tuve más de veinte años cuando aprendí a ver en la oscuridad; más tarde aprendí incluso el llamado truco de la iluminación, con el que consigues que también otras personas puedan ver.

Para referirse al robo existen varias expresiones que le restan importancia: apañar, mangar, birlar, ratear o «tener las manos largas». Schlosseck me dijo algunas cosas al respecto después de que le contara el incidente con la horqueta.

–¡Cuando tienes hambre y no dispones de dinero, está permitido emplear el llamado «hurto famélico»! En estos casos, los dueños también se enfurecen, pero da igual, porque casi siempre se muestran furiosos. Pero tú tienes derecho a sobrevivir –me dijo, y añadió–: Como mago, para ti es más fácil birlar cosas, y admito que las ganancias derivadas del hurto pueden proporcionarnos un placer enorme. Pero ¡atente a las reglas! Y la regla principal se llama justicia. Eso no significa que siempre debas atenerte, con alma de esclavo, a las leyes de los propietarios, ni siquiera a las del propietario de todos los propietarios: el Estado. Pero, en esencia, ¡sé justo!

A fin de explicarme mejor el asunto de la justicia, Schlosseck empleaba también la palabra inglesa fairness. Resulta difícil de traducir a otros idiomas, pero mi padre la utilizaba, por eso sé lo que significa. «Ser fair» viene a decir que quites a otros solo lo que estos tengan en exceso, no cosas imprescindibles para vivir ni nada por lo que hayan tenido que trabajar mucho tiempo. Y nunca destruyas las oportunidades de otros con el fin de mejorar las tuyas. La tentación de robar es a menudo fuerte, sobre todo si uno es lo suficientemente listo y rápido, pero resístete a ella si el resultado no es justo, si es unfair. Y volviendo al ejemplo de los viajes de rapiña: no quites a los que también buscan comida lo que estos han conseguido con esfuerzo, da igual si lo han mendigado o encontrado. De hacerlo, uno se siente luego –con muy buenas razones– un ser mezquino, y llega incluso a odiarse, se lo confiese o no.

Mis habilidades en el latrocinio jamás hubiesen bastado para alimentar a mi familia, y sin Schlosseck nunca lo hubiésemos conseguido. Él siempre nos traía una cesta enorme cargada de víveres. Era rentista, poseía varios edificios y terrenos en otros lugares y le contaba a mi madre (rogándole siempre la máxima discreción) que, parapetado tras unos altos muros, se dedicaba a cultivar en secreto frutas y hortalizas. Afirmaba incluso que criaba gallinas. Pero en realidad no necesitaba nada de aquello, pues era capaz de hacer magia. Ello quedó demostrado también años después, ya terminada la Primera Guerra Mundial, durante la época de la inflación, cuando las sumas de dinero alcanzaban una décima parte de su valor en apenas unas horas. Recuerdo todavía las lágrimas de mi madre un día en que tardó algo en ir a hacer la compra. El dinero con el que todos pensábamos llenarnos la tripa no había alcanzado ni para un cuarto de litro de leche. Aún veo al tío Schlosseck en la cocina, un poco cohibido, metiendo la mano en el bolsillo y sacando mil millones de marcos:

–Vamos, vuelva al mercado, da la casualidad que he vendido unos terrenos.

De niño yo era un entusiasta aficionado a las manualidades y a los inventos. En una ocasión en que Schlosseck quiso sacarse de la manga una casita para su perro –un pastor llamado Ulf–, protesté:

–¿No puedo hacerlo yo? ¡Por favor, señor Schlosseck!

–¡De acuerdo! Ahí tienes suficientes tablones.

Hice unos croquis y encontré la sierra y el martillo, pero me faltaban los clavos.

–Es tu problema –me espetó mi maestro–. Has asumido la tarea, así que resuélvelo.

En las ferreterías resultaba bastante complicado aplicar el brazo largo para abrir cajones y sacar las puntillas. Los ferreteros son gente especialmente desconfiada. Recordé entonces que, en la Königsplatz, delante del Reichstag y muy cerca de la Columna de la Victoria, habían erigido una estatua de madera en honor del general Hindenburg y cuyo propósito era reunir dinero para otros empeños bélicos. Todo el que clavara una punta en la madera (no importaba en qué parte del cuerpo) tenía que comprarla antes por un marco. Había millares de clavos sueltos en cajas pequeñas, y una de ellas estaba abierta. El martillo colgaba de una larga cadena –todos conocemos a los berlineses–, pero yo solo necesitaba los clavos. Una semana después, el perro pastor pudo echarse cómodamente en una casita impecable, y las puntas prestaron allí un mejor servicio que en aquel Hindenburg de madera.

De Schlosseck te contaré muchas más cosas, así que, a través de mí –de ese atajo que ahora represento–, sacarás también provecho de sus consejos.

Él me había identificado cuando yo era un bebé y me observaba desde el otro lado de la calle cada vez que sacaban mi cuna al balcón. Le había llamado la atención que, estando yo medio dormido, estirara el bracito y arrancara las petunias de las macetas, pues un niño normal no hubiera podido alcanzarlas. En los años siguientes se ocupó de mí y me mostró, cuando yo ya sabía algunas cosas, un par de pruebas de su gran arte.

Schlosseck fue el más conservador de todos mis maestros. Estos fueron en su mayoría gente cosmopolita por convicción, pero limitada en comparación con Schlosseck, que era un auténtico filósofo. Estaba trabajando en la creación de un imponente sistema de ideas sobre la magia no solo en relación con todo el planeta, sino con el universo. Probablemente entendía algo de curvaturas del espacio-tiempo y de cambios en las sumas de ángulos, de modo que ayudó a Albert Einstein a crear cierta teoría. Sobre esto no sé nada en detalle, era imposible que me enseñara todo lo que sabía.

Schlosseck tenía en su tejado un asta de bandera enorme que utilizaba los días del cumpleaños del káiser y en otros festivos. Un día de 1916, estábamos juntos en el jardín y oímos uno de los muchos partes sobre alguna victoria: la voz del vendedor de periódicos en la Breite Straße nos llegó hasta allí. Mi maestro soltó entonces un suspiro, pues se sintió obligado a subir al techo del edificio para izar la bandera. En ese momento apareció una paloma que fue a posarse en la punta del asta. Los ojos de Schlosseck brillaron y se achicaron en un gesto de concentración sobrehumana, convirtiéndose en dos ranuras, y al cabo de diez segundos la paloma había desaparecido: se había transformado en una enorme bandera de guerra y ondeaba ahora, segura de su victoria, como todas las demás.

–¿Le ha resultado muy difícil? –le pregunté, a lo que mi maestro respondió:

–Con una paloma sí.

Algo más sobre el brazo largo: los que no son magos apenas lo notan, pero sí la gente de mirada rápida, por eso es tan importante esperar el momento adecuado y pasar inadvertido. Ahora bien, el brazo, precisamente por ser tan largo, no tiene una fuerte musculatura. Es delgado, ligero y rápido, pero basta con que pretendas mover con él cargas más pesadas o con que el objeto esté demasiado lejos para que se vuelva irritantemente lento. A los trece años intenté apagar desde el balcón la farola de gas de la acera, pero diez metros eran demasiados. Mi mano no consiguió llegar hasta el objetivo y cayó sobre el jardín delantero. El brazo largo, además, no es incorpóreo. Eso significa que puede quedarse trabado. En determinadas circunstancias resulta vergonzoso, y sé de lo que hablo. Yo, por ejemplo, solía subir al tranvía y arrebatarle a alguien algún billete ya perforado por el controlador justo en el momento en que la persona pretendía guardarlo. El truco me funcionó la mar de bien hasta un día en que el tren estaba demasiado lleno y me costó recuperar la mano entre la muchedumbre. Lo conseguí, pero sin billete, y tuve que pagar. A menudo la gente se mueve de forma increíblemente rápida. De pronto, dos personas pueden caer fácilmente una encima de la otra o darse un abrazo espontáneo. ¡Y nuestra mano se queda aprisionada justo en el medio! También hay que ser muy cuidadoso con las puertas que se cierran, sobre todo las giratorias y las oscilantes. ¡Espero que este consejo no te llegue con años de retraso y que tus brazos estén intactos!

Schlosseck me daba clases particulares, pues yo estaba demasiado ocupado aprendiendo trucos de magia como para destacar por mis notas en la escuela. Comprendió que debía apoyarme para que no tuviera que repetir un curso. Tras ciertas dudas, me enseñó también algunos trucos con los que podía copiar en los exámenes. No le gustaba enseñar estas cosas, pero él también había conseguido aprobar el examen escrito de Griego con la técnica de mirar de reojo: es decir, copiando con maestría. Por mucho que viviera para preservar sus principios, de vez en cuando hacía una excepción conmigo, cosa por la que siempre le he estado agradecido. Sin Schlosseck hubiera suspendido el examen final del bachillerato, sin el cual nunca habría obtenido un puesto de trabajo en Telefunken.

Sin embargo, su legado más importante fue animarme, al tiempo que me mostraba la satisfacción que él mismo sentía haciendo magia; también me dio consejos muy valiosos sobre los distintos métodos.

Asimismo, estuvo a mi lado durante mis primeros intentos de flotar en el aire y volar por encima de ciertos obstáculos. Si yo no hubiera adquirido cierta habilidad en esas artes, me habría quedado atrapado en el cerco en Stalingrado y probablemente hubiese muerto allí, a la edad de treinta y seis años, y ni tu padre ni tú habríais existido, o al menos no serías Mathilda. Pero de todo lo relacionado con volar te hablaré más adelante.

Es importante ver en persona lo que hacen otros magos experimentados. Como nosotros, por desgracia, también debemos morir en algún momento –en eso no somos diferentes a las demás personas–, deberías hacer todo lo que esté a tu alcance para ver a algún par de ancianos famosos en acción. No hay que olvidar que nosotros, con nuestro arte, reposamos sobre los hombros de los grandes muertos. Y te mencionaré solo a Gaspar, Melchor y Baltasar, los tres magos de Oriente. Estos no siguieron el rumbo de la estrella polar, como siempre se afirma, sino que la arrastraron consigo como una cometa de papel, sin ayuda del viento ni de ningún hilo. Más tarde, el cristianismo convirtió a esos tres fenomenales artistas –algo apocadamente– en «reyes», aunque es obvio que ellos no contaban con séquito alguno. Pero ¡dejemos que la gente siga celebrando tranquilamente la «Noche de Reyes»! ¡A fin de cuentas, sigue siendo nuestra fiesta! Ese día, Emma y yo siempre nos hacíamos regalos: en secreto, porque para los niños solo estábamos celebrando las Navidades. Para ello fue de ayuda el hecho de que yo, como tú, naciera en la llamada Nochebuena, al igual que otros magos importantes de la historia. ¡La verdad es que esa fecha tiene su encanto!

Si ahora pudiera viajar atrás en el tiempo y recorrer distintas épocas –algunos de nosotros pueden; yo, por desgracia, no–, me presentaría en Múnich en casa de Bachstelz, al que ahora llaman el Gran Bachstelz, uno de mis antepasados por parte de madre, natural de Suabia. Y si estuviera a comienzos del siglo XIX, viajaría a Suecia para visitar a Arfwedson, que no solo sabía hacer magia, sino que también descubrió el litio, un elemento sin cuyo efecto medicinal yo no habría llegado hasta los años setenta. O le llevaría un ramo de flores a Fatma Pertschy, el hada legendaria nacida en el seno de una familia austro-otomana que inventó mucho más que el cruasán de vainilla. También visitaría, sin falta, a Racing Turtle, el único indio auténtico en el Motín del Té de 1773, quien más tarde dejó de ser amigo de los blancos y se convirtió en un gran médico. Y me encantaría ver de nuevo a dos colegas excelentes que intentaron insuflar un poco más de magia al socialismo, pero este –el socialismo– nunca pudo perdonarlos. Pero eso es una historia trágica.


¡Querida Mathilda, ten paciencia durante el aprendizaje! Toda destreza se presentará en algún momento por sí sola si perseveras en ensayarla. A menudo pasa cierto tiempo y uno no nota progreso alguno, pero de repente todo aparece, como un regalo. Hasta que llegue ese momento, disfruta todo lo que puedas y no te amargues echando de menos lo que todavía no puedas hacer. En la magia, la ambición no tiene ningún valor. Los accesos a ella se abren o no, pero no puedes forzarlos. De todos modos, no podemos aprender todo lo que sería posible. De miles de trucos, uno cuenta con apenas veinte o cincuenta variantes estándar, pero, al mismo tiempo, hay otras tantas exóticas, a las que tienes que añadir todas las que van apareciendo mientras vives. En mi caso, conozco más de doscientos. Es cierto, son muchos, con lo que estoy muy por encima de la media; sin embargo, algunos ya no consigo hacerlos con la misma destreza que antes. Me he vuelto más lento.

En la vida, cuando uno ha llegado lo suficientemente lejos y ve que un nuevo campo de la magia se le ha abierto –cosa de la que te darás cuenta–, debe leer todo lo que le caiga en las manos sobre el tema. Pero eso jamás podrá reemplazar la iniciación personal, por ejemplo, con la ayuda de una maestra como mi colega Rejlander. Indaga en los libros de la biblioteca de Rejlander, tal vez encuentres allí, incluso, algunos ejemplares de mi biblioteca. Por cierto, detrás de ciertas materias inofensivas podrás reconocer las obras más antiguas con contenidos sobre la magia, y lo harás por el olfato: todas tienen un olor casi imperceptible a gorgonzola.

En cuanto a la lectura, es aconsejable no ponerse las cosas fáciles. Es cierto que existe el truco de colocar dos dedos de la mano derecha en el lomo de un libro y, al cabo de un minuto, saber todo lo que este contiene. Algunos emplean para ello, incluso, el brazo largo, y adquieren dichos conocimientos mientras permanecen tumbados en el sofá, pero a mí me parece un hábito especialmente pernicioso. El saber se procesa mejor en movimiento, y en general, para nosotros, los magos, la pereza representa un peligro serio. Cuando puedes proporcionarte cualquier cosa con tan solo estirar el brazo, en algún momento dejas de levantarte. Adquiere la costumbre de levantarte e ir hasta la estantería. Una vez allí, puedes usar el brazo largo para depositar el libro junto a tu sillón y luego volver a acomodarte. Así que: ¡muévete aunque no necesites hacerlo, mueve los brazos y las piernas, agradece todo rodeo y procúrate ciertos obstáculos! Lee los libros página por página, salvo si te ves ante una emergencia. Y, al escribir, no uses la magia para llevar textos al papel. ¡Escribe o teclea con esfuerzo cada letra, y luego, ante cada palabra, medita si es necesario! Todo lo difícil, como la fuerza de la gravedad, te depara fatigas, pero también te proporciona seguridad. Asimismo te escribiré algunas cosas sobre el tema de volar.

Al Gran Bachstelz, por cierto, lo llamaban en sus últimos años –para gran disgusto suyo– el «cerdito», ya que, por falta de movimiento, había engordado muchísimo. Ese mago tan talentoso murió prematuramente, ya que a su corazón le costaba mucho lidiar con tanta grasa, así que se negó a seguir prestándole sus servicios. ¡La de cosas que habría podido enseñarles aún a los más jóvenes!

¡Lee también, por favor, libros que no traten de magia! ¡Lee mucho, léelo todo, lee novelas! Leer desarrolla la capacidad de separar la paja del trigo. Quien ha leído mucho puede distinguir, al cabo de pocas páginas, si aparta un libro a la primera o lo hace más tarde.

Hay otro asunto del que debo hablarte: ¡el miedo! Es algo que también los magos sienten. Apenas uno ha empezado a percibir su talento, teme no estar a la altura y la vergüenza que ello implica. A eso se añade la preocupación por llamar la atención, por despertar la envidia, por quedarse demasiado solo o porque a uno lo persigan. O el miedo a hacer el mal, sencillamente por el hecho de que resulta muy fácil y las tentaciones son muchas. Todos esos temores debes de haberlos vivido ya. El miedo no es malo si no dejas que se convierta en un depredador; entonces puede deformarte el espíritu. Quien siempre tiene miedo, en algún momento empieza a odiar a la gente que no lo tiene. Pero nunca imagines que estás exenta de él. Déjalo vivir, resérvale un rincón y mantenlo como a un animal doméstico. Permítele que de vez en cuando gruña o arañe, pero ponle límites, no lo malcríes ni lo cebes. Solo entonces podrá serte útil e impedirá que subestimes los riesgos. Eso sí, deberías prohibirte toda suerte de pánico, aun cuando la muerte te tenga en su mirilla. En ese caso, mírala a los ojos y mantén la calma, piensa en qué jugadas son todavía posibles y permanece abierta para lo que te regale el azar.

El valor es algo que necesitas a toda costa. Y lo tienes, de eso estoy seguro. Por algo somos parientes. Pero ese valor no debería degenerar en excesos (porque entonces también se convertiría en un depredador). Aunque a veces, ciertamente, puede acelerar un poco las cosas. Sin esa dosis de valor, yo no habría podido abordar por primera vez a Emma, a pesar de que ya entonces dominaba lo suficiente el truco para hacerme atractivo y generar deseo. Me di cuenta de que solo podría plantarme ante ella sin emplear trucos. Necesité valor, por lo tanto, para declararme a ella. Y a veces las personas mostramos ese valor en el momento preciso. De algún modo sentimos que lo que debemos hacer a continuación no es un riesgo asumido a la ligera, sino un paso necesario, sentimos que dar ese paso con resolución no es un acto precipitado, sino lo correcto. Nos anima a hacer de tripas corazón y, cuando invocas tu valor, ¡zas!, este aparece. Distingues de inmediato cuándo te has armado de un valor positivo y fresco. ¡En ese caso, pon manos a la obra, actúa, habla! No le hagas esperar demasiado, porque se esfuma.

Emma y yo queríamos tener un niño capaz de hacer magia. Cosa que, por demás, no es obvia, ya que esa habilidad no se hereda, sino que emerge de forma imprevista de la tierra de nadie de la genética. Pero, aun así, deseábamos tener un pequeño mago y nos esmeramos para engendrarlo. Cuenta a todos tus tíos y tías y te harás una idea de nuestro empeño. En una ocasión, cuando tuvimos a nuestro último hijo, todo pareció indicar que había llegado el momento: fue con tu padre Johann, el mismo que hoy se hace llamar John.

En 1955 yo tenía la certeza de que él llegaría a ser un mago, ya que, cuando llevaba solo tres meses en este mundo, me sacó el reloj de bolsillo. Hoy sé que fue Emma la que le estiró el bracito: tras ese último parto estaba gravemente enferma, pero seguía dominando la magia como siempre, y quiso proporcionarme por un momento la esperanza de que por fin teníamos un hijo con dotes para la magia. Yo me lo creí con sumo gusto, sobre todo después de que, tras la muerte de Emma, yo también enfermase. Sin embargo, Johann nunca llegó a ver la carta, ya que, en primer lugar, conseguí curarme; y, en segundo lugar, porque en algún momento quedó claro que él había nacido para ser actor, no mago. ¡Mi maravillosa Emma! ¡Cuánto me hubiera gustado perdonarle ese último truco! Quien hace trampas por amor ama de verdad.

¡Pequeña Mathilda! ¡Cuántas cosas me gustaría transmitirte! ¡Y es que cuando leas esta carta ya serás toda una mujercita! Espero poder escribirlo todo. Ahora tengo ciento seis años. A la muerte no la detiene ningún truco de magia, aunque algunos colegas sospechan que es lo que vengo haciendo desde hace varios años. Solo Pospischil, la colega de Viena, es mayor que yo, pero aun así sigue siendo una mujer bella. De ella también te hablaré.

Todavía disfruto de estar vivo. Es cierto que ya no me llega correspondencia de mucha gente que conocí y con la que me gustaba reunirme, incluso alguna a la que quise, pero, cuando lo hermoso escasea, se hace aún más valioso. De todos modos, no estoy solo. Hablo mucho con tu madre, con mi actual asistente, Waldemar IV, y con el antiguo, Waldemar III, dedicado ahora a escribir libros. Y también hablo con tu padre, al menos cuando no está en algún rodaje.

Conservo las libretas de direcciones de todas las etapas de mi vida. Las que son de papel y fueron escritas a mano ahora solo contienen nombres envueltos en un círculo con una raya vertical fina y otra más gruesa. Es la doble barra que marca el final de toda música. ¡Nunca dibujo cruces en una libreta de direcciones! A fin de cuentas, muchos de mis muertos son musulmanes o judíos.

Asimismo, desde hace algunos años borro de vez en cuando de mis dispositivos electrónicos y teléfonos móviles a la gente a la que ya no puedo localizar. Eso me entristece, porque sé que olvido con más facilidad los nombres borrados electrónicamente que los marcados con el círculo.

Pero eso es lo hermoso de la vida: siempre aparecen personas nuevas, las hay a montones moviéndose por ahí y, con un poco de suerte, uno puede llegar a trabar amistad con ellas, a pesar de ser demasiado viejo.

Mientras te escribo esto, tú eres la personita más joven que se mueve entre nosotros. Iré a verte dentro de un momento, pero, por si acaso, dejaré mis nuevas gafas encima del escritorio.

Tu abuelo Pahroc