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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Carole Mortimer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amor nunca duerme, n.º 2631 - junio 2018

Título original: At the Ruthless Billionaire’s Command

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-136-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

QUÉ HACE él aquí? –Lia fue incapaz de apartar la mirada del hombre que se hallaba al otro lado de la tumba abierta en la que no iban a tardar en introducir el ataúd de su padre.

–¿Quién…? Oh, no….

Lia ignoró el intento de su amiga por retenerla y se encaminó hacia el hombre moreno cuya peligrosa imagen había consumido sus días e invadido sus noches de pesadillas durante las dos semanas anteriores.

–No… Lia…

Lia ignoró a Cathy y avanzó hasta detenerse ante Gregorio de la Cruz. El mayor de los hermanos Cruz era un hombre alto, de aproximadamente un metro noventa. Era evidente que su pelo negro, ligeramente largo, había sido peinado por un peluquero. De complexión morena, su rostro era atractivo como el de un conquistador.

Pero Lia también sabía que era tan frío y despiadado como uno de ellos.

Era el implacable director del billonario imperio empresarial de la familia Cruz, un imperio que aquel hombre había erigido para sí mismo y para sus hermanos a lo largo de doce años a base de pura voluntad.

Y también era el hombre responsable de haber llevado al padre de Lia a tal estado de desesperación que había acabado sufriendo un mortal ataque al corazón hacía dos semanas.

El hombre al que Lia odiaba con cada célula de su ser.

–¿Cómo se atreve a venir aquí? –espetó.

Gregorio de la Cruz la miró con los ojos entrecerrados, unos ojos tan negros y carentes de alma como su corazón.

Señorita Fairbanks…

–He preguntado que cómo se atreve a venir aquí –siseó Lia a la vez que apretaba los puños a sus lados con tal fuerza que sintió las uñas clavándose en las palmas de sus manos.

–Este no es el momento…

Las palabras de Gregorio, matizadas por un ligero acento, fueron interrumpidas por la vigorosa bofetada que Lia le propinó en la mejilla.

–¡No! –Gregorio alzó una mano para detener a dos fornidos hombres vestidos de negro que estaban a sus espaldas y parecían dispuestos a entrar en acción en respuesta a aquel ataque–. Esta es la segunda vez que me abofetea, Amelia. No pienso permitir que suceda una tercera vez.

¿La segunda vez?

Oh, cielos, era cierto. El padre de Lia los había presentado hacia dos meses en un restaurante. Ambos estaban comiendo con un numeroso grupo de gente, pero Lia solo había sido consciente de la penetrante mirada de Gregorio de la Cruz, mirada que apenas había apartado de ella después de las presentaciones. A pesar de todo se vio sorprendida cuando, al salir del servicio, lo encontró esperándola en el vestíbulo. Y se sorprendió aún más cuando Gregorio le dijo cuánto la deseaba antes de besarla.

Y aquel fue el motivo por el que lo abofeteó la primera vez.

En aquella época estaba comprometida y tanto ella como su prometido habían sido presentados a Gregorio antes de la comida, de manera que el comportamiento de este había estado totalmente fuera de lugar.

–A su padre no le habría gustado esto –dijo Gregorio en voz baja, con la evidente intención de que los demás asistentes al entierro no escucharan sus palabras.

Los ojos de Lia destellaron de rabia.

¿Cómo puede saber lo que le habría gustado o no a mi padre si no sabía nada de él? ¡Excepto que está muerto, por supuesto! –añadió con vehemencia.

–Como ya le he dicho, no creo que este sea el momento adecuado para hablar de esto. Volveremos a hablar cuando esté más calmada.

–En lo que a usted se refiere, eso no va a suceder nunca –aseguró Lia con aspereza.

Gregorio reprimió la respuesta que tenía en la punta de la lengua, consciente de que la agresión de Amelia Fairbanks se había debido a la intensidad de su dolor por la pérdida de su padre, un hombre que siempre le había gustado y al que siempre había respetado, aunque dudaba que la hija de Jacob llegara a creerlo.

La prensa se había visto invadida de fotos de Lia desde la muerte de su padre, pero Gregorio la había conocido antes de aquello, la había deseado, y sabía que ninguna de aquellas imágenes le hacía justicia.

Su melena no era simplemente pelirroja, sino que estaba matizada por destellos dorados y color canela. Sus grandes ojos, de un profundo e intenso gris, tenían un círculo negro en torno al iris. Estaba comprensiblemente pálida, pero aquella palidez no mermaba en lo más mínimo el magnífico efecto de sus altos pómulos, de la suavidad de magnolia de su piel. Unas largas y oscuras pestañas enmarcaban aquellos hipnóticos ojos. Su nariz era pequeña y respingona, y sus carnosos labios formaban un arco perfecto sobre una resuelta y deliciosa barbilla.

Aunque esbelta, no era alta, y el vestido negro que llevaba parecía colgarle ligeramente, como si hubiera perdido peso recientemente.

A pesar de todo, Amelia Fairbanks era una mujer increíblemente bella y sensual.

Pero, teniendo en cuenta las circunstancias, el deseo que despertaba en él el mero hecho de mirarla resultaba completamente inapropiado.

–Hablaremos de nuevo, señorita Fairbanks –replicó con una firmeza que no admitía discusiones.

–Lo dudo mucho –dijo Lia con evidente desdén.

Pero volverían a verse. Gregorio se aseguraría de que aquel encuentro se produjera.

Su mirada se volvió más cautelosa antes de hacer una inclinación de cabeza y girar sobre sí mismo para encaminarse hacia la limusina negra que lo aguardaba fuera del cementerio.

–¿Señor De la Cruz?

Gregorio se volvió hacia Silvio, uno de sus guardaespaldas, que le estaba ofreciendo un pañuelo.

Tiene sangre en las mejillas. De ella, no suya –explicó Silvio mientras Gregorio lo miraba con expresión interrogante.

Tomó el pañuelo y se lo pasó por la mejilla. Luego miró la mancha roja que había quedado en su blanquísima tela.

La sangre de Amelia Fairbanks.

Guardó el pañuelo en su bolsillo mientras volvía la mirada hacia ella. Amelia parecía muy pequeña y vulnerable, pero su expresión fue de serenidad mientras se inclinaba a dejar una rosa roja sobre el ataúd de su padre.

Quisiera ella o no, Amelia Fairbanks y él iban a verse de nuevo.

Gregorio ya llevaba dos meses deseándola, de manera que podía esperar un poco más antes de reclamar sus derechos sobre ella.