jaz2131.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Ally Blake

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un millonario en su puerta, n.º 2131 - junio 2018

Título original: Billionaire on her Doorstep

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-185-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tom Campbell cerró la puerta de su vieja camioneta de golpe, sin molestarse en usar la llave. No porque no le importase que se la robaran o porque en aquella zona residencial hubiera una empresa de vigilancia, sino porque no le hacía ninguna falta.

Los buenos ciudadanos de Portsea robaban con sus facturas como médicos, abogados o estrellas de fútbol, de modo que no necesitaban apropiarse de un viejo cacharro. Portsea era la zona de las vallas altas y las casas con pistas de tenis y piscinas diseñadas por famosos arquitectos.

Tom se colocó el cinturón de herramientas sobre las caderas, se echó una funda de almohada llena de trapos al hombro y atravesó la entrada de una de esas casas, con el nombre Belvedere grabado a fuego sobre una columna de madera.

Desde la entrada vio una pared blanca y un tejado gris, una combinación típica en las casas de verano de la zona. Lo raro era que, al contrario que otras propiedades en Portsea, Belvedere no tenía la hierba perfectamente recortada. De hecho, no estaba recortada en absoluto.

A través de la maleza vio una casa que parecía construida unos cincuenta años antes… por cinco arquitectos con visiones incompatibles. Tenía al menos tres pisos, pero cada uno construido de una forma. La mayoría de las persianas estaban cerradas y, por el óxido de los goznes, seguramente muchas no habían sido abiertas en siglos. El resto estaba escondido detrás de arbustos que llevaban años sin ser cortados.

Si el Ayuntamiento de Sorrento lo supiera, algún representante aparecería por allí en cinco minutos exigiendo la inmediata reforma de la casa para que la zona no perdiese de valor.

Las casas de Portsea estaban vacías la mayoría del año y no hacía falta más que cortar la hierba de vez en cuando. Como el «manitas» que era, Tom sólo hacía trabajos de ese estilo. Pero aquel sitio… le haría falta una buena mano de pintura. Y el jardín… no sabría ni por dónde empezar. Era el sueño de cualquier jardinero. Y le diría todo eso a «Lady Bryce» en cuanto la encontrase.

Tom sonrió. Lady Bryce. Así era como las hermanas Barclay, las dos mujeres más viejas de Portsea, la llamaban porque aún no se había dignado a frecuentar su establecimiento.

Él tampoco la conocía, aunque la había visto conduciendo por Sorrento en un jeep negro, con enormes gafas de sol y una coleta, agarrándose al volante como si le fuera la vida en ello. Y cuando tuvo que decidirse entre trabajar para esa mujer o ir a pescar estuvo a punto de decirle que no. Pero, al final, no pudo hacerlo.

Podía imaginar a su primo Alex riéndose de él porque hubiera considerado siquiera la idea de abandonar a una damisela en apuros. Alex parecía creer que tenía una especie de complejo de caballero andante.

Mirando al suelo para no tropezar con las raíces y agachando la cabeza para no darse con las ramas, Tom se detuvo al ver una fantástica puerta doble de madera labrada. Una de las hojas estaba abierta, pero guardada por un perro marrón de buen tamaño y expresión seria. En el collar llevaba una placa que decía Smiley.

–Smiley, ¿eh?

El perro levantó la cabeza y parpadeó.

–¿La señora de la casa está por aquí?

Un estruendo, seguido de una serie de palabrotas muy poco adecuadas para una «lady», le dijo que la señora de la casa sí estaba por allí.

–¡Hola! –la llamó. Pero no hubo respuesta. Como no encontraba el timbre, Tom pasó por encima del melancólico perro y entró en la casa. Lo primero que vio fue una mancha oscura en la pared, la evidencia de que allí había habido un cuadro; un banco de madera cubierto de moho y de correo sin abrir y un helecho medio seco en una maceta.

Tom escuchó otra palabrota, ésta más suave que la anterior, y siguió el sonido de la voz femenina hasta llegar a una enorme habitación con suelos de madera que necesitaban un inmediato barnizado, pero con mucha luz porque no había cortinas en las ventanas. Desde allí, podía verse una panorámica fabulosa de Port Phillip Bay.

Tom no podía dejar de imaginar lo que haría con aquel sitio si pudiera. Durante el verano, con una cuenta inagotable en el banco, con su viejo equipo de trabajo al lado y una máquina del tiempo que lo llevase diez años atrás…

El estudio estaba vacío. No había muebles, ni cuadros. Nada. Bueno, había un cable de teléfono, una lata de pintura, un paño gris en el suelo, varias estructuras planas cubiertas con tela, una vieja mesa llena de brochas y un caballete con una tela cuadrada pintada en varios tonos de azul.

Y, delante de todo eso, sin zapatos, en vaqueros, con una camiseta manchada de pintura y una bandana azul cubriendo su pelo rubio estaba la señora en cuestión.

–¿Señora Bryce?

Ella se dio la vuelta a tal velocidad que una gota de pintura roja cayó sobre la tela del cuadro.

–¡Qué susto! –exclamó. Tenía la voz ronca, la cara colorada y los ojos brillantes.

«Vaya, vaya», pensó Tom. «Es mi día de suerte». Porque Lady Bryce era un bombón. Ojalá su primo Alex estuviera allí. Le daría un codazo en las costillas y le diría: «Ésta es la razón por la que nunca te olvidas de una damisela en apuros».

–¿Quién cuernos es usted? –preguntó ella, que no parecía tan impresionada como Tom. Aunque aún había tiempo–. ¿Y qué está haciendo en mi casa?

Para Tom era evidente lo que hacía allí, ya que llevaba un cinturón lleno de herramientas. Pero la señora lo apuntaba con la brocha como si fuera un arma, así que decidió contestar:

–Soy Tom Campbell, su amistoso vecino manitas –contestó, para que no le tirase la brocha como una jabalina. Y luego sonrió, con esa sonrisa que lo había sacado de tantos apuros, y abrió los brazos para demostrar que no era un peligro–. Me llamó usted hace unos días para ver si podía venir a arreglarle… algo.

La mujer parpadeó. Varias veces. Largas pestañas moviéndose sobre sus altos pómulos… Unas pestañas larguísimas, pensó, especialmente para una mujer que seguía mirándolo con tanta desconfianza. Luego bajó la mirada hasta el cinturón.

–Ah, ya.

Tom respiró profundamente. Se había dejado afectar por las hermanas Barclay hasta el punto de pensar que aquella chica era una loca simplemente porque no había pasado por el establecimiento de esas dos cotillas.

Por el momento, lo único malo eran unas manchas rojas en el cuadro. Por ahora, sólo parecía un poquito antisocial. Y, desde luego, nada impresionada con él.

–Tom Campbell, el manitas –repitió.

–Ah, bueno –ella movió inconscientemente la brocha entre sus dedos como si fuera el bastón de una majorette antes de volverse hacia la mesa de trabajo para meterla en un bote con aguarrás.

Luego volvió a mirar el cuadro y, al ver la mancha roja, soltó una palabrota. No, no parecía la clase de persona que se cortaba sólo porque tuviera compañía.

Tom tuvo que sonreír. Si las hermanas Barclay la oyesen, dejarían de llamarla «Lady» enseguida.

Caminaba con la elegancia natural de una bailarina de ballet. Su piel era casi transparente y la ropa le colgaba como si acabara de perder peso. Y era muy alta, más de metro setenta ocho. Tom se estiró todo lo que pudo para compensar. Él medía metro ochenta y cinco, pero por si acaso. Los ojos de la mujer eran grises, pero tenían unos puntitos azules, casi del mismo tono que los brochazos del cuadro.

Entonces se quitó la bandana del pelo. Fue un movimiento rápido, no hecho para impresionar a un hombre, pero a Tom lo impresionó. De hecho, esa sacudida de pelo le pareció muy excitante.

Pero quizá había sido un gesto premeditado; quizá eso era lo que le gustaba: llamar a trabajadores locales para darse un revolcón rápido… y tirarlos luego por el precipicio que había detrás de su casa, como una mantis religiosa. Quizá sus infrecuentes viajes al pueblo eran sólo para comprar palas y cal viva.

Maggie Bryce se dirigió a la cocina del estudio y, a pesar de sus absurdas sospechas, Tom la siguió. No había plantas, ni objetos de decoración, ni imanes en la nevera, ni las cosas que uno encuentra normalmente en una cocina. Según las hermanas Barclay, Maggie Bryce llevaba meses viviendo allí, pero nadie lo diría.

En cualquier caso, y aunque a él le gustaba cotillear en las casas de los demás como a todo el mundo, si no le decía en diez segundos por qué lo había llamado, se marcharía con viento fresco. Hacía un día maravilloso para pescar y seguro que los peces estaban deseando morder el anzuelo…

–¿Qué quiere que haga, señora Bryce?

–Maggie –contestó ella, echando café en la cafetera–. Lo que quiero es que me llames Maggie.

–Muy bien. Si tú me llamas Tom.

Ella alargó la mano para estrechársela. No era ni suave ni pequeña y la reacción que sintió al tocar aquella palma dura y llena de callos le hizo tragar saliva. Y pronto se encontró a sí mismo perdido en su perfume…

De todos los que podía haber elegido, llevaba el de Sonia Rykiel. Estaba seguro de que era ése. Unas Navidades, una bonita dependienta de unos grandes almacenes lo había convencido para que lo comprase como regalo para su hermana. Pero, considerando que Tess era una chica alegre, vivaracha y nada sofisticada, había sido una broma entre ellos que nunca usaría el perfume.

En Maggie Bryce, podría haber jurado que no sólo llevaba el perfume, sino que el aroma emanaba de los poros de su piel.

A pesar de las palabrotas y del aspecto bohemio, era una mujer encantadora. Y él también. De modo que la posibilidad de un romance entre ellos no era tan lejana. Claro que antes tendría que convencerla.

–¿Vives aquí sola?

–No estoy sola, tengo a Smiley. Supongo que lo habrás visto en la puerta.

–Ah, sí. Es una interesante variedad de compañía masculina, eso desde luego.

Ella sonrió, aunque Tom no pensaba que fuese capaz de hacerlo. No era una sonrisa abierta, alegre, sino más bien reservada, cauta.

–Yo prefiero a Smiley.

–Sí, claro. ¿Quién no?

Bien, había algunas mujeres para las que él no era su tipo. Aunque hubo un tiempo, en Sidney, cuando se le veía como un partidazo. Y ahora, en Sorrento, solían hablar de él como alguien inalcanzable. Pero nunca antes una mujer lo había mirado a los ojos como diciendo: «ni lo sueñes».

–No creo que Smiley pueda manejar una herramienta –dijo Tom.

–Lo sé. Y te aseguro que le he echado una bronca por ello.

Él soltó una carcajada. Porque bajo aquella fachada seria, había una mujer con carácter. Y nada le gustaba más que una mujer con carácter.

La cafetera había terminado de hacer su trabajo y ella se dio la vuelta para llenar dos tazas.

Las mujeres que vivían en Portsea entraban en dos categorías: las que jamás se fijaban en él porque no les interesaban los hombres y las que lo veían como una alternativa a sus aburridos maridos, ricos en todos los casos.

Si ése era el problema, podría dejar caer al suelo una declaración de Hacienda… así, como quien no quiere la cosa, para que viese que no era tan pobre como podía parecer. Quizá eso la animaría un poco.

A menos, claro, que no fuera su tipo en absoluto. Ahora que lo pensaba, era muy alta y a él le gustaba pasar el brazo por los hombros de una mujer sin sufrir un tirón. Era demasiado clara, cuando a él le gustaba la sutileza. Demasiado fría, cuando él prefería que todo en su vida fuera más cálido. Sus días, sus noches, la mujer entre sus brazos durante esos días y esas noches… De modo que lo mejor sería dejarla en paz.

–¿Estás disponible para hacer trabajos que duren varios días?

–Trabajo para mucha gente. Me llaman por teléfono para arreglar esto o aquello… las hermanas Barclay incluso me llaman para cambiar las bombillas.

ñalando unas macetas llenas de helechos secos.

–Venían con la casa. Pero habrás visto que lo mío no es precisamente la jardinería.

–Sí, me he dado cuenta. A lo mejor es una maldición.

Maggie sonrió. Sus ojos brillaron, sus mejillas se llenaron de color e incluso mostró los dientes, blanquísimos. Los tenía un poquito hacia delante y eso le daba un aspecto algo infantil. Que a Tom siempre le hubiera gustado ese detalle en una mujer no le pasó desapercibido.

–Puede que tengas razón –dijo ella entonces, los dientecillos desapareciendo tristemente cuando volvió a ponerse seria–. Espero que tú sepas algo de jardinería.

–Sí, claro. Soy un genio cortando malas hierbas –respondió Tom, bajando los escalones del porche para tocar la maleza–. Pero ahora ha llegado el momento de hacer realidad mi sueño… de usar un machete.

–Me parece muy bien. Y me alegro de poder hacer realidad tu sueño. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?

–No lo sé, me haré una idea al final del día.

–Muy bien. Entonces te dejo –dijo Maggie–. Hay un cobertizo al otro lado de la casa. Supongo que allí habrá herramientas de algún tipo… aunque no creo que encuentres un machete.

–¿Ni machete ni pértiga? ¿Cómo has podido sobrevivir aquí? –bromeó Tom.

–Con una tremenda cantidad de café –contestó ella, pestañeando.

Tom estaba seguro de que intentaba decidir si quería tenerlo por allí o no. Pero al verla sonreír de nuevo decidió que sí, lo quería.

Luego, sin decir una palabra más, Maggie Bryce volvió a la casa, llevándose con ella sus largas piernas y sus largas pestañas y dejándolo solo con su imaginación.