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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Julia James

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia del griego, n.º 1478 - junio 2018

Título original: The Greek’s Virgin Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-209-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Que quieres que haga qué? –Nikos Vassilis miró fijamente al hombre mayor que tenía enfrente.

Yiorgos Coustakis lo miró serio. A los setenta y siete años todavía era un hombre con mucha fuerza y su mirada, tan penetrante como lo había sido de joven. Eran los ojos de un hombre que conocía el precio de todo.

Especialmente, el de las almas humanas.

–Me has oído muy bien –dijo sin inmutarse–. Cásate con mi nieta y podrás conseguir la fusión.

–Me pareció haber oído mal –dijo el hombre más joven, muy despacio.

La boca del viejo se torció con una mueca.

–Deberías hacerlo –le advirtió–. Es el único trato posible. Por eso has volado a miles de kilómetros, ¿no?

Las expresiones duras y atractivas del visitante se mantuvieron impasibles.

Revelar algo al viejo Coustakis durante una negociación era un error. Desde luego, no le iba a dejar ver lo molesto que se había sentido cuando el gerente del imperio Coustakis le había llamado a las tres de la mañana a su apartamento de Manhattan y le había dicho que si quería un trato debía estar en Atenas por la mañana para firmarlo.

Si hubiera sido cualquier otra persona, le habría colgado. Cuando el teléfono sonó, estaba con Esme Vandersee en la cama y no estaban durmiendo, precisamente. Pero Yiorgos Coustakis tenía unos atractivos con los que ni siquiera la espectacular Esme, reina de las pasarelas, podía competir.

El imperio Coustakis era un premio por el que valía la pena renunciar a cualquier mujer.

¿Pero tanto como para casarse con alguien? ¿Como para perder la libertad? ¿Por una mujer a la que nunca había conocido? ¿A la que nunca había visto?

Nikos miró por la ventana. Abajo, Atenas, atestada de gente y contaminación, única. Una de las ciudades más antiguas de Europa, la cuna de la civilización occidental. Nikos la conocía como un niño conoce a sus padres. Había crecido en sus calles y se había endurecido en sus callejones.

Había salido de la pobreza con uñas y dientes. Ahora, a sus treinta y cuatro años, ya no se parecía en nada a aquel niño huérfano que correteaba libre por las calles.

El viaje había sido largo y duro; pero lo había hecho. Y las mieles del premio eran realmente dulces. Estaba al borde de lograr uno de sus mayores objetivos: hacerse con las poderosas Industrias Coustakis.

–Había pensado –dijo manteniendo la cara impasible– en un intercambio de acciones.

Lo tenía todo planeado. Pensaba trocar su propia empresa por el imperio Coustakis, y lo haría intercambiando acciones sin soltar un céntimo. Claro que el señor Coustakis iba a necesitar que lo convenciera con un buen acuerdo personal, lo sabía, pero eso también estaba planeado. Sabía que el viejo quería marcharse, que su salud no era buena, aunque oficialmente se negara. Pero también sabía que no iba a ceder el control de su negocio sin un trato multimillonario que le salvara la cara. Se marcharía como un león, dando un último rugido. No, como un lobo al que lo echan de la manada.

Pero a Nikos eso no le importaba. Cuando a él le llegara el momento de marcharse, también se lo pondría difícil a su sucesor, lo mantendría en su sitio.

Pero lo que Coustakis acababa de proponerle había sido como una patada en el estómago. ¿Casarse con su nieta para quedarse con la empresa? ¡Ni siquiera sabía que el viejo tuviera una nieta!

Por dentro, tras la cara impasible que mostraba, Nikos se quitaba el sombrero. Yiorgos Coustakis todavía era más fuerte que sus rivales. Más fuerte incluso que él, un rival que le estaba proponiendo una fusión amistosa entre socios.

–Tendrás el intercambio de acciones que quieres; como regalo de bodas.

La respuesta de Yiorgos fue clara. Nikos se quedó en silencio. Detrás de su apariencia tranquila, su mente iba a toda velocidad, echando chispas.

–¿Y bien? –preguntó Yiorgos.

–Me lo pensaré –le respondió, en un tono frío.

Se giró para marcharse.

–Sal por esa puerta y se acabó el trato. Para siempre.

Nikos se paró. Miró al hombre sentado en el escritorio. No estaba echándose un farol. Lo sabía. Todos sabían que el viejo Coustakis nunca se echaba un farol.

–O firmas ahora o nunca –insistió el hombre

Nikos había heredado del padre al que no había conocido unos ojos grises y una altura de un metro ochenta que excedía la media del resto de los griegos. Miró sin pestañear al hombre que tenía delante. Después, volvió al escritorio y tomó el bolígrafo de oro que le estaba ofreciendo y, sin decir ni una palabra, firmó el documento. Después, soltó el bolígrafo y salió de la habitación.

Durante el breve trayecto hacia la salida, Nikos intentó, en vano, refrenar sus pensamientos.

Se sentía exultante y furioso a la vez. Exultante porque había logrado algo que deseaba hacía mucho tiempo y furioso porque el zorro más astuto que conocía lo había manipulado.

Levantó la cabeza. ¿Qué importaba si Coustakis había salido con un trato que no esperaba? Nadie podría haberlo adivinado. ¿Y si era capaz de sacarse del bolsillo a una nieta de la que nadie había oído hablar nunca a él qué le importaba? Él iba a conseguir algo por lo que había luchado toda su vida. E iba a estar en la cima.

Que la mujer que iba a ser su esposa fuera una desconocida era algo totalmente irrelevante, comparado con hacerse con el imperio Coustakis.

Él sabía muy bien qué era lo que realmente importaba en esta vida. Lo que siempre había importado.

Y el viejo Coustakis y su nieta tenían la llave de sus sueños.

Ni se le ocurría renunciar a ellos.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Andrea oyó toser a su madre en la cocina, mientras preparaba el desayuno. Su cara se tensó. Esa tos estaba empeorando. Kim había sido asmática toda su vida, lo sabía, pero la bronquitis que había pillado el invierno pasado duraba ya más de dieciocho meses y sus pulmones estaban más débiles que nunca.

El médico había sido muy amable, pero, aparte de mantener la medicación, lo único que le había aconsejado había sido que se marchara a un lugar con un clima más cálido y más seco. Andrea le había sonreído con educación y no se había molestado en explicarle que eso era tan difícil como llevarla a la Luna. Apenas tenían para cubrir gastos, cuanto más, para pensar en irse al extranjero.

Escuchó que metían el correo por la ranura de la puerta de su piso de alquiler y fue deprisa a recogerlo antes de que su madre pudiera verlo. Últimamente, sólo llegaban facturas que sólo traían más preocupaciones. Su madre ya se estaba preguntando cómo iban a pagar la calefacción durante el invierno.

Andrea ojeó el correo. Dos facturas, propaganda y un sobre de color sepia dirigido a su nombre. Frunció el entrecejo. ¿Y ahora qué? ¿Algo del Ayuntamiento? ¿Una orden de desalojo? ¿Un comunicado del banco?

Abrió el sobre y sacó el papel del interior. Se trataba de un folio timbrado con un párrafo escrito a máquina que comenzaba con: Estimada señorita Fraser:

Mientras leía la misiva, Andrea se fue quedando de piedra. Tuvo que leer la carta dos veces para creérselo. Después, arrugó el papel con furia y lo tiró contra la puerta. Este rebotó y cayó en la alfombra.

«¡Miserable!»

Sentía una furia enorme. Se obligó a respirar hondo, a calmarse. Se agachó y recogió el papel; no podía dejar que su madre lo viera.

Durante todo el día, no pudo dejar de darle vueltas al contenido de aquella nota que le quemaba, hecha una bola, en el fondo de su bolso.

 

Le convocamos para que se presente al señor Coustakis a finales de la próxima semana. Encontrará un billete de avión en el aeropuerto de Heathrow para el viernes por la mañana. A su llegada a Atenas, un coche pasará a recogerla. Mañana a las cinco de la tarde, llame al número de abajo para confirmar el recibo de esta comunicación.

 

Simplemente estaba firmado: «En nombre del señor Coustakis». Yiorgos Coustakis. El fundador y dueño del imperio Coustakis, valorado en millones de libras. Un hombre al que Andrea odiaba con todo su ser.

Su abuelo.

Aunque él nunca había reconocido aquella relación.

Aquella carta le trajo a la memoria otra. Una que le había escrito directamente a su madre. También había sido corta, como aquella. La había escrito para informarle de que cualquier intento de volverse a comunicar con él resultaría en una denuncia legal. Eso había pasado hacía diez años. Yiorgos Coustakis había dejado claro que, por lo que a él concernía, su nieta no existía.

Ahora, salido de la nada, le escribía para que fuera a verlo.

Andrea apretó la boca. ¿De verdad pensaba que iba a hacer la maleta así como así y tomar aquel avión a Atenas? Una nube gris cruzó por sus ojos. Yiorgos Coustakis podía morirse antes de que ella fuera a verlo.

Al día siguiente, le llegó otra carta. De nuevo, de las oficinas en Londres de Industrias Coustakis. El contenido era aún más seco.

 

Estimada señorita Fraser:

Ayer no nos comunicó el recibo de nuestra carta con fecha de hace dos días. Por favor, hágalo inmediatamente.

 

Al igual que la primera carta, Andrea la metió en el bolso y se la llevó con ella al trabajo; su madre no debía verla. Había sufrido demasiado por culpa del padre del hombre al que había amado tanto… y durante tan poco tiempo. Andrea sintió que se le encogía el estómago. ¿Cómo podía alguien haber tratado a su madre, la mujer más dulce del mundo, de una manera tan cruel y brutal? Era impensable, pero Yiorgos Coustakis lo había hecho y había disfrutado con ello.

Andrea escribió una respuesta acorde, manteniendo la distancia, como en las cartas que había recibido. No le debía nada al destinatario; ni siquiera buena educación. Sólo odio.

 

Con referencia a su correspondencia, tenga presente que cualquier carta que reciba seguirá siendo ignorada.

 

La imprimió y la firmó con su nombre. Dura e inflexible. Como la familia de la que provenía.

 

 

Nikos Vassilis cató el vino gran reserva que tenía en la copa.

–¿Cuándo llegará mi novia, Yiorgos? –le preguntó a su anfitrión.

Estaba cenando con su futuro abuelo político en la enorme casa que este tenía a las afueras de Atenas. Una mansión acorde con su riqueza y posición.

–A finales de esta semana –le respondió el hombre con seriedad.

No tenía buen aspecto, pensó Nikos. Estaba muy pálido y en su boca había una mueca extraña.

–¿Y la boda?

El anfitrión dejó escapar una risotada.

–¿Tan ansioso estás? ¡Ni siquiera sabes el aspecto que tiene! –comentó con cinismo.

–Su aspecto no me importa –observó él.

Yiorgos dejó escapar otra carcajada. Esa vez menos estridente. Más ronca.

–Acuéstate con ella a oscuras, si tienes que hacerlo. Yo tuve que hacer eso con su abuela.

Nikos sintió que le recorría un escalofrío de desagrado. Aunque nadie se atrevía a decírselo a la cara, todo el mundo sabía que Yiorgos había logrado una esposa rica y de buena familia de mala manera. Primero la enamoró y la convenció de que fuera con él a su piso. Después, hizo que el padre de la muchacha se enterara. El hombre llegó a tiempo de evitar que mancillara el honor de su hija; pero el daño ya estaba hecho.

–¿Quién iba a creerse que se ha marchado virgen de mi piso? –retó Yiorgos al padre, y así fue como ganó una novia rica.

Nikos volvió al presente. ¿Acaso estaba loco por seguir con aquello? Se iba a casar con una mujer a la que no conocía sólo porque compartía el ADN con Coustakis ¿Qué pensaría ella de todo aquello? En el mundo de los ricos, los matrimonios arreglados eran comunes. La chica debía haber sido educada sabiendo que su destino estaba en manos de su abuelo. Estaría mimada y se parecería a una muñeca, su afición favorita sería gastar dinero, en grandes cantidades, en ropa, joyas y cualquier cosa que le apeteciera.

Bueno, pensó Nick en silencio, mirando a su alrededor. Desde luego, tendría dinero para gastar cuando fuera su esposa. Cuando se hubiera hecho cargo de Industrias Coustakis, sus ingresos serían diez veces a los de aquel momento. Ella podría dilapidarlo como quisiera si eso la hacía feliz.

Hizo una pausa. Con una esposa a las espaldas, tendría que ser más discreto. Él no sería uno de esos esposos, tan típicos en el círculo de amigos en el que se movía, a los que no le importaba pasear a sus amantes delante de sus familias. Sin embargo, no tenía intención de alterar la vida privada tan placentera que llevaba.

Oh, estaba muy seguro de que un hombre rico podía ser más viejo que Matusalén y más feo que un diablo que nunca le iban a faltar mujeres hermosas. La riqueza era el afrodisiaco más poderoso para ese tipo de mujeres. Por supuesto, a él nunca le habían faltado mujeres, ni siquiera cuando era muy pobre; probablemente, otra herencia del mujeriego de su padre. Una de las muchas predecesoras de Esme le había dicho en una ocasión que si quisiera podría hacer una fortuna como semental. Él se había reído halagado por la ocurrencia.

Se revolvió incómodo en la silla. Sería mejor que no se pusiera a pensar en el sexo. En cuanto saliera de allí, llamaría a Xanthe Palloupis, una amante extremadamente complaciente. Aunque hacía tres meses que no la veía a causa de Esme Vandersee, sabía que le daría una cálida bienvenida en su piso de lujo. Después, él no tenía ningún inconveniente en mandarla a su joyería favorita para que tuviera un recuerdo de su visita.

¿Seguiría con ella cuando se casara con la nieta de Yiorgos Coustakis? No tenía ni idea de cómo sería ella físicamente; pero, por la expresión maliciosa del viejo, debía ser bastante fea.

De todas formas, ¿quién era aquella desconocida?

Una de las mayores atracciones de Industrias Coustakis era que Yiorgos no tenía herederos con los que luchar por el control. Su único hijo había muerto en un accidente hacía algunos años. Ahora, resultaba, que tenía una nieta. Pero no importaba, probablemente, su madre la habría educado para que fuera una buena esposa griega; dócil y de buenos modales.

Su docilidad le haría las cosas más fáciles, pensó Nikos. Él no le restregaría sus relaciones por la cara; pero las tendría. Probablemente, su madre le habría enseñado que los maridos tienen a otras, que esa era su naturaleza y que su papel era el de ser una buena esposa, una anfitriona perfecta y una madre atenta.

Entonces, se preguntó qué se sentiría al ser padre.

Obviamente, lo que Yiorgos quería era un heredero. ¿Y él? Un sentimiento extraño le recorrió la espina dorsal. ¿Qué sabía él sobre la paternidad? Su propio padre ni siguiera sabía de su existencia. Su madre lo conoció en el bar en el que trabajaba. Él la había dejado embarazada y había desaparecido; quizá, incluso aún estaba vivo en alguna parte.

Para él no significaba nada. Su madre apenas le había hablado de él. Aunque, en realidad, casi no le había hablado de nada. Nunca había desarrollado su sentido maternal hacia él. La existencia de su hijo nunca le había importado demasiado y, cuando él se marchó a los quince años, ella apenas lo notó. Hacía doce años había muerto atropellada por un taxi.

Se llevó la copa a la boca y dio un trago. Era una buena cosecha, podía reconocerlo con facilidad. Esa era una de las cosas que había aprendido en su camino desde los bajos fondos. Le gustaban las cosas buenas y, una vez que dirigiera la empresa Coustakis, tendría lo mejor del mundo. Dejaría su lugar entre los ricos para ocupar uno entre los super-ricos. Y si Coustakis quería que fecundara a su nieta, lo haría.

Sin importar lo guapa o fea que fuera.

 

 

Andrea permaneció de pie junto a la puerta de su piso, mirando la carta. No era de Industrias Coustakis sino de uno de los almacenes más prestigiosos de Londres y contenía una tarjeta dorada con un saldo de cinco mil libras. También había otra carta de Industrias Coustakis en la que se le indicaba que hiciera uso de la tarjeta para hacerse con un guardarropa para cuando fuera a ver al señor Coustakis a finales de la semana siguiente. Acababa recordándole que llamara a la oficina de Londres para confirmar el recibo de la comunicación.

Andrea apretó los puños. ¿A qué diablos estaba jugando aquel miserable? ¿Qué quería? ¿Qué estaba pasando? Aquello no le gustaba nada.

Su mente era un caos. ¿Qué pasaba si hacía caso omiso de sus cartas? ¿Se daría por enterado? De alguna manera, no lo creía. Yiorgos Coustakis quería algo de ella. Hasta aquel momento, ni siquiera había reconocido su existencia. Pero era un hombre rico, muy rico. Y los hombres ricos también tenían poder, que solían utilizar para conseguir lo que querían.

¿Qué podía hacerles Yiorgos Coustakis?

Pensó en las deudas de su madre. Andrea odiaba pensar en ellas, pero allí estaban. Su madre y ella trabajaban sin descanso para pagarlas, pero aún les quedaban unos cinco años. El fin todavía estaba muy lejos.

Y la salud de su madre cada vez era más delicada.

Sintió que el corazón se le encogía con angustia. Su madre había sufrido demasiado; había tenido muy mala suerte. Solo un atisbo de felicidad a los veinte años, unas cuantas semanas doradas en su juventud y, luego, todo se había perdido. Derrumbado por completo. Después, había pasado los siguientes veinticuatro años de su vida siendo la madre más devota, cariñosa y perfecta que cualquiera podía desear.

«Ojalá pudiéramos salir de aquí», pensó Andrea por millonésima vez. El bloque de pisos de protección en el que vivían necesitaba un montón de reparaciones. En su propio piso lo peor eran las humedades de la cocina y del baño, fatales para el asma de su madre. El ascensor siempre estaba estropeado, aunque, de todas maneras, solía servir de servicio público por las noches, eso por no hablar de las drogas.

Durante un segundo, Andrea pensó en la inmensa riqueza de Yiorgos Coustakis.

Después, se lo quitó de la cabeza.

No quería tener nada que ver con un hombre como él. Nada. Fuera lo que fuera lo que había planeado para ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Nikos se levantó la manga de la chaqueta y miró la hora en su reloj de oro. ¿Para qué lo habría llamado el viejo Coustakis? Llevaba esperando en la terraza unos diez minutos y eso era demasiado tiempo para un hombre tan ocupado como Nikos Vassilis. No le gustaba esperar.

El sirviente se acercó a él de nuevo y le preguntó si quería otra bebida. Nikos negó con la cabeza y preguntó de nuevo cuándo le recibiría el señor Coustakis. El sirviente le dijo que iría a preguntar y desapareció por la doble puerta que conducía al salón.