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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Barbara Heinlein

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Persiguiendo la verdad, n.º 188 - junio 2018

Título original: Wanted Woman

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-233-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Acerca de la autora

Personajes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Acerca de la autora

 

 

 

 

 

Antigua periodista ganadora de varios premios, B.J. Daniels tenía ya treinta y seis relatos publicados antes de la aparición de su primera novela romántica y de suspense. B.J. vive en Montana con su marido, Parker, dos spaniels llamados Zoey y Scout, y un gato de mucho carácter que atiende por Jeff. Cuando no escribe, practica deportes de invierno y en verano realiza excursiones por las montañas. Durante todo el año se dedica a su deporte favorito, el tenis.

Personajes

 

 

 

 

Maggie Randolph: Sospechaba que su adopción no había seguido los canales oficiales.

 

Ayudante de sheriff Jesse Tanner: Desde el primer momento que puso los ojos en Maggie Randolph, supo que estaba en problemas… y él también.

 

Inspector Rupert Blackmore: Lo único que quiere es jubilarse, comprarse un coche nuevo y marcharse a pasar el invierno a Arizona. Pero primero tiene que atar unos cuantos cabos sueltos.

 

Norman Drake: El ayudante de abogado estaba tranquilamente en su oficina… cuando fue testigo de un asesinato.

 

Clark Iverson: El abogado pretende hacer las cosas bien, aunque le cueste la vida.

 

Wade y Daisy Dennison: Ambos mintieron sobre la noche en que fue secuestrada su hija Ángela, veintisiete años atrás.

 

Mitch Tanner: El sheriff de Timber Falls sigue convaleciente de dos heridas de bala, con lo que su hermano Jesse lo sustituye en el puesto.

 

Charity Jenkins: Su curiosidad podría costarle muy cara.

 

Lydia Abernathy: La propietaria de la tienda de antigüedades sostiene que el recién llegado al pueblo ha estado acechando su negocio. ¿O acaso esconde algún otro motivo para poder meter a Charity en escena?

 

Angus Smythe: El inglés lleva años cuidando de Lydia, desde el accidente de coche que la dejó en silla de ruedas. ¿Pero su interés es romántico… o económico?

 

Jerome Bruno Lovelace: El delincuente de poca monta anda seduciendo a la dueña del Café de Betty.

 

Ruth Anne Tanner: Abandonó a su marido y a sus dos hijos hace años, sin mirar atrás.

Capítulo 1

 

 

 

Puget Sound, Seattle

 

 

Un fuerte olor a mar y a pescado se elevaba de las aguas sombrías en la noche cerrada. Las incansables olas de la reciente tormenta rompían contra los pilotes del embarcadero. A lo lejos, una sirena rugía a través de la espesa niebla.

Maggie apagó el motor de la moto y se internó en la niebla. No podía ver absolutamente nada. Lo cual tal vez resultara una ventaja, ya que él tampoco podría verla a ella. Ni oírla llegar.

Se había puesto su equipo de cuero y sus botas, toda de negro. Incluso la alforja de su moto era negra como la noche: una medida de precaución un punto exagerada. Recriminándose por su paranoia, escondió el vehículo. Con la alforja colgada al hombro, atravesó la antigua zona de almacenes y plantas de tratamiento de pescado antes de empezar el descenso hasta el largo embarcadero.

La estaría esperando en alguna parte del muelle. Con aquella niebla tan densa y el fragor de las olas, no se enteraría de su presencia hasta que estuviera prácticamente encima de él. Se había preocupado de tomar todo tipo de precauciones excepto una: llevar un arma.

Pero no era ninguna estúpida. Él tenía sus ventajas: había elegido el lugar de la cita y la estaba esperando. Y, por culpa de la niebla, ella no tenía la menor posibilidad de anticiparse o prever lo que la aguardaba al final de aquel muelle.

Afortunadamente, era una mujer acostumbrada a correr riesgos. El problema era que jamás en su vida había arriesgado tanto como lo que se estaba jugando aquella noche.

El bramido del mar rompiendo contra el muelle crecía por momentos y la niebla se espesaba cada vez más, adquiriendo una blancura cegadora. Sabía que debía de estar acercándose al final del embarcadero. Hasta que de repente Norman Drake se materializó ante ella.

Tenía un pésimo aspecto, el esperado en un hombre que llevaba tres días huyendo de la policía. Parecía asustado y, por ello mismo, peligroso. Sobre todo por la pistola que aferraba en la mano derecha.

Le apuntó, con un brillo de alarma en los ojos desorbitados. Maggie se preguntó de dónde habría sacado aquella pistola y si sabría usarla. Era demasiado joven y demasiado inexperto: un estudiante larguirucho y empollón convertido de repente en ayudante de un despacho de abogados. Casi podía oler el sudor nervioso que despedía su cuerpo. Su miedo.

—¿Estás sola? —susurró con voz ronca.

Maggie asintió con la cabeza.

—¿Seguro que no te han seguido?

—Seguro.

Soltó un sonoro suspiro y se pasó la mano libre por la boca.

—¿Has traído el dinero?

Volvió a asentir. Los diez mil dólares que le había exigido estaban en la alforja de su moto. Se agachó lentamente, la abrió y le enseñó un puñado de billetes. Todos viejos, sin marcar, en pequeñas cantidades.

Tardó un momento en bajar el arma. Le temblaron las manos cuando se la metió en la cintura de sus vaqueros sucios y arrugados. Maggie pensó que no era una buena idea. Estaba tan nervioso que no sería extraño que se volara la entrepierna.

—No sabía a quién más llamar —le dijo, lanzando nerviosas miradas detrás de ella—. Mataron a Iverson y me matarán a mí también si me quedo en el pueblo.

Clark Iverson, el abogado de toda la vida del padre de Maggie, había sido asesinado tres días atrás. La policía había concluido que su ayudante, estudiante de Derecho en prácticas, había estado en el edificio en el momento exacto del crimen. Ni una sola señal de forcejeo, de pelea. Las visitas tenían que llamar a la puerta para entrar y el portal había estado cerrado. Por eso estaban buscando a Norman.

—Por teléfono me dijiste que tenías una información importante acerca del accidente de avión de mi padre —le dijo ella con un tono perfectamente natural, una mano todavía metida en la alforja.

Vio que asentía, nervioso.

—No fue un accidente. La misma persona que acabó con Iverson mató a tu padre.

Se quedó consternada. Pero su siguiente reacción fue de incredulidad:

—Fue un accidente reconocido. Un fallo del piloto.

Norman sacudió la cabeza.

—Una semana antes del accidente tu padre apareció de repente en el despacho, muy alterado. Después, una vez que se marchó, oí a Iverson diciéndole a alguien por teléfono que no había podido convencerlo de que se mantuviera apartado de cierto asunto.

—Eso no es prueba suficiente para…

—Yo estuve allí hace tres noches, los oí hablando del accidente de avión. Iverson pensaba que alguien había estrellado el aparato para evitar que tu padre hablara. Amenazó a la persona que estaba al otro lado de la línea con denunciarla a los federales. Y yo oí cómo lo mataban…—la emoción le impidió terminar la frase.

—¿Oíste a alguien admitir haber asesinado a mi padre?

Asintió con la cabeza, la nuez de la garganta subiendo y bajando convulsivamente. Maggie lo miraba de hito en hito: el estupor y la furia se mezclaban con el dolor de los dos últimos meses, desde que la informaron del presunto accidente.

—¿Has dicho mataban? ¿En plural?

Pareció sorprendido por su pregunta.

—¿He dicho eso? Yo sólo oí hablar a un hombre, pero… —frunció el ceño y desvió la mirada—. Sí, sí. Recuerdo haber oído a dos personas caminando por el pasillo después de que se abrieran las puertas del ascensor.

Estaba mintiendo, y mal. ¿Pero por qué mentir sobre aquel detalle?, se preguntó Maggie.

—Me crees, ¿verdad?

En ese momento no sabía qué pensar. Pero Norman le había caído bien a su padre: solía decir de él que un día se convertiría en un buen abogado. Claro que la expresión «buen abogado» no era más que un oxímoron… Su padre se habría reído de la ocurrencia.

—¿Cómo lograron entrar, Norman? El portal estaba cerrado, ¿verdad?

Asintió, confuso.

—Supongo que Iverson les abriría. Lo único que sé es que oí el ascensor y… —lanzó otra nerviosa mirada detrás de ella, como si hubiera oído algo—. Me dije a mí mismo que por nada del mundo tenían que saber que yo estaba allí…

En algún lugar de la costa, la sirena de un faro lanzó un lastimero gemido.

—¿Quieres decir que tampoco Clark sabía que tú seguías en la oficina?

Norman se removió, nervioso.

—Me había quedado dormido en la biblioteca haciendo algunas consultas para él. La puerta de su despacho estaba cerrada. Antes me había dicho que me marchara a casa, que dejara lo que me faltaba para el día siguiente. Supongo que pensó que me había marchado por la puerta que daba directamente al pasillo. El ruido del ascensor fue lo que me despertó, y luego oí unas voces discutiendo.

Apenas un par de segundos antes había reconocido haber oído a dos personas caminando por el pasillo procedentes del ascensor. Se había olvidado de recapitular un detalle tan relevante. No le extrañaba que Norman no hubiera acudido a la policía. Pensó que su versión de lo sucedido tenía más agujeros que un queso suizo.

—¿Los oíste discutir?

—Sí, y luego oí algo parecido a.. a un gruñido y a un ruido de cristales…

Cerró los ojos como si estuviera imaginando el cuerpo inerte de Clark Iverson, la lámpara a la que se había agarrado mientras caía al suelo, la mirada ciega y desorbitada, el mango del cuchillo asomando en el pecho, a la altura del corazón. La misma imagen que Maggie y la secretaria de Iverson habían tenido la desgracia de contemplar al día siguiente.

—No viste al asesino.

—No, ya te lo he dicho. Huí.

—¿Por qué no avisaste a la policía?

Norman cerró los ojos con fuerza, como si estuviera sufriendo horriblemente.

—Después de matarlo, se dedicaron a registrar y a revolver su despacho: los cajones del escritorio, el archivador… Yo podía oírlos. Tenía miedo de que en cualquier momento pudieran entrar en la biblioteca y descubrirme…

Otra mirada desviada. «Y otra mentira», pensó Maggie.

—Huí: no pude hacer otra cosa —continuó—. Bajé las escaleras, salí por la puerta trasera y desde entonces no he dejado de correr. Si me encuentran, me matarán.

—¿Reconociste la voz que escuchaste?

Negó con la cabeza.

—Pero escuchaste lo que estuvieron hablando.

—Iverson dijo que por ese secreto no merecía la pena matar a nadie.

—¿Qué secreto?

Norman esbozó una mueca, desviando una vez más la vista.

—Una adopción ilegal.

Maggie sintió un escalofrío, como si ya hubiera adivinado las palabras que seguirían a aquella frase.

—Tú eras el bebé —balbuceó Norman—. Iverson quería que supieras la verdad. Por eso lo mataron. Dijo que tu padre lo había averiguado y que quería decírtelo a ti.

—¿Averiguar el qué? —de modo que sus padres no habían seguido los canales adecuados… —. Tengo veintisiete años. ¿Por qué habría de querer alguien matar… por una adopción tan antigua?

—Fue por… por la manera en que te… adquirieron. Tu padre descubrió que.. que te habían secuestrado.

¿Que la habían secuestrado? Ella siempre había sabido que era adoptada, y que era por eso por lo que no se parecía físicamente en nada a sus padres. Maggie había llegado a su vida después de varios intentos infructuosos en diversas agencias de adopción, según le habían contado. Había sido un milagro, palabras textuales suyas. Un regalo caído del cielo.

O quizá no.

Aunque bien situados económicamente, sus padres no habían encajado en el perfil de candidatos ideales a adoptar. Una poliomelitis infantil había condenado a su madre de por vida a una silla de ruedas, y su padre había rebasado el umbral de edad exigido. Contaba cincuenta años cuando apareció Maggie. Pero, según ambos, finalmente habían encontrado una agencia que se hizo cargo de su desesperación y los bendijo con una preciosa hija.

Ninguna hija habría podido pedir unos padres más cariñosos. Pero se habían mostrado excesivamente protectores con ella, tanto que había desarrollado un carácter demasiado atrevido, incluso temerario. De hecho, con veintisiete años ya lo había probado todo, desde el paracaidismo acrobático hasta el motocross o las carreras de lanchas fueraborda.

Sus padres se habían quedado aterrados. Y ahora Maggie acababa de descubrir el origen del miedo que había visto en su mirada durante tantos años. No era sólo su afición al riesgo. Durante todos aquellos años habían estado esperando a que ocurriera lo que acababa de ocurrir.

Acababa de descubrir que la habían secuestrado. Y ése era un descubrimiento demasiado duro de soportar. De repente oyó el crujido de una tabla a su espalda, como el de un paso tentativo…

—Norman, tienes que contarle a la policía lo que me has dicho. Ellos te protegerán.

—¿Estás loca? No puedes confiar en nadie. Esa gente ya ha matado dos veces para proteger su secreto. ¿Quién sabe las influencias o los contactos que deben de tener?

Había visto al asesino y sabía algo que no quería decirle, que le estaba ocultando. Estaba segura. Por eso era por lo que tenía tanto miedo. Maggie pensó que quizá la policía lograra arrancarle la verdad…

—Norman, después de haber hablado contigo, llamé al inspector encargado del caso. El inspector Blackmore.

—¿Qué? —se puso como loco—. ¿Es que no te das cuenta de lo que has hecho? —agarró la correa de la alforja de cuero, como dispuesto a quitársela—. Dame el dinero. Tengo que salir de aquí, y rápido. Nos matará a los dos si… —se interrumpió en el preciso instante en que distinguió algo detrás de ella, a su izquierda, y se lo quedó mirando con expresión aterrorizada.

Maggie oyó el sonido sordo y apagado. Pop. Pero no lo reconoció hasta que no vio la sangre empapando un hombro de la chaqueta de Norman. El disparo de un arma con silenciador. El segundo le acertó en pleno pecho.

Aferrándose a la correa de la alforja, la arrastró en su caída mientras se desplomaba sobre las tablas del muelle.

—Oh, Norman… Oh, Dios mío —arrodillada frente a él, la cabeza le daba vueltas. La policía no podía haberle disparado. No sin haberle advertido primero. ¿Pero quién más había estado al tanto de aquella cita?

El tercer disparo le arrancó una punzada de dolor en el brazo izquierdo justo cuando se disponía a descolgarse la alforja, alejándose de la mano crispada de Norman.

—Timber Falls —susurró con un hilillo de sangre corriéndole por una comisura del labio, mientras soltaba la correa—. Allí fue donde te secuestraron —y añadió, en un último resuello—: Huye.

Pero no tenía escapatoria. Estaba atrapada. A su espalda escuchó el crujido de otra tabla y con la brisa percibió el olor del asesino: una nauseabunda mezcla de sudor, colonia barata y humo de tabaco rancio.

Sólo le quedaba una opción. Cayó sobre Norman, se abrazó a él y rodó a un lado para utilizarlo como escudo mientras un cuarto disparo hacía impacto en el cadáver.

En aquel preciso instante vio al hombre surgiendo de la niebla. Cuando sus miradas se encontraron, el estupor la dejó paralizada , porque lo reconoció. Soltó un grito al ver que levantaba de nuevo la pistola y apretaba el gatillo. Dos tiros más impactaron en el cuerpo inerte de Norman mientras rodaba por las tablas del borde del embarcadero, llevándose consigo la alforja del dinero. Sólo fue una fracción de segundo, pero tuvo la sensación de que transcurría una eternidad hasta que al fin cayó en las frías, oscuras, turbulentas aguas.

Capítulo 2

 

 

 

Alrededores de Timber Falls, Oregón

 

 

Jesse Tanner llevaba varios días inquieto. En aquel momento se hallaba en la terraza de su cabaña, suspirando por dormir y contemplando la ladera boscosa que se perdía abajo, en el valle sombrío. En el cielo, una ligera brisa empujaba las nubes.

Aspiró el aire fresco, perfumado por los cedros, como si pudiera oler el riesgo, percibir el peligro, encontrar algo que explicara la inquietud que llevaba acosándolo noche tras noche, impidiéndole dormir. Pero, fuera cual fuera el motivo de esa sensación, parecía mostrarse tanto o más evasivo que su sueño.

Un sonido lo sacó de aquellas reflexiones. Un rumor ronco y reconocible. Miró hacia el claro de los árboles que se abría en la empinada cuesta, revelando un tramo de carretera solamente visible a la luz del día. O cuando los faros de algún vehículo la iluminaban por la noche, como era el caso. La solitaria luz surgió de entre los árboles, enfilada hacia Timber Falls. Era una moto avanzando a gran velocidad, haciendo mucho ruido. Contemplándola, Jesse sintió una punzada de nostalgia. Ojalá hubiera podido estar él montando aquella moto, dirigiéndose a algún lugar lejano, desconocido. Pero ese era el antiguo Jesse Tanner. El Jesse de ahora había sentado la cabeza. Se había establecido.

Lo que no significaba que no pudiera envidiar a aquel motorista. O recordar aquella vertiginosa sensación de velocidad, de riesgo, de libertad. No había nada como experimentar aquella sensación de madrugada, en una carretera solitaria. Solo ante una interminable cinta de asfalto negro, con infinitas posibilidades esperándolo detrás de cada curva…

Se disponía a volverse cuando distinguió los faros de un coche entre los árboles, saliendo de una carretera secundaria, la de Maple Creek. Y se quedó paralizado al darse cuenta de que estaba a punto de cruzarse directamente en el camino de la moto.

Alcanzó a ver la luz de freno de la motocicleta encendiéndose repentinamente y, por un instante, el descapotable iluminado conducido por una mujer de pelo oscuro. Todo ello antes de que la moto chocara contra un lateral. Motorista y vehículo rodaron por el asfalto.

Aferrando con fuerza la barandilla, se indignó al ver que el coche escapaba en dirección a Timber Falls, a unos ocho kilómetros de allí, mientras la moto seguía rodando por la carretera, despidiendo chispas. Ya estaba corriendo hacia la vieja camioneta que solía utilizar para ir a buscar leña. Aparte de ella, no tenía más que su Harley. Subió al vehículo y bajó por la empinada pista de tierra, temiendo lo que pudiera encontrarse cuando llegara a la carretera.

Giró hacia el norte. El fondo del valle estaba aún más oscuro, con el bosque alzándose al pie de las cunetas como una doble muralla vegetal. Por la brecha del cielo se vislumbraban retazos de nubes, alguna que otra estrella y la esquirla plateada de la luna. No había llegado muy lejos cuando descubrió la motocicleta caída, con su faro proyectando un haz de luz dorada sobre el firme mojado por la lluvia. ¿Pero dónde estaba el motorista?

Aminoró la velocidad y escrutó la carretera con preocupación, preparándose para lo que pudiera encontrar. A unos diez metros del lugar donde había ido a parar la moto, la luz de los faros arrancó un reflejo a un objeto metálico: un casco. El motorista yacía de lado al borde de la cuneta, inmóvil.

Jesse maldijo entre dientes y frenó. Lo primero que hizo fue encender las luces de alarma, para avisar a cualquier otro vehículo que pudiera pasar por allí. Aunque no esperaba ver ninguno a esas horas de la noche. Ni a esas alturas de la temporada, a comienzos de la primavera, la estación lluviosa por excelencia en aquella zona del país. La gente sensata se mantenía alejada de la vertiente occidental de la comarca de las Cascadas donde, por aquella época del año, solía llover ininterrumpidamente durante siete meses. La gente de allí se limitaba a intentar no volverse loca durante la estación lluviosa. Y algunos fracasaban.

Iluminándose por los faros, bajó a toda prisa de la camioneta y corrió hacia el motorista. De manera inconsciente calculó las posibilidades que tendría de estar vivo, debatiéndose entre subirlo a la camioneta y llevarlo al hospital o no moverlo y pedir ayuda.

Mientras se acercaba, oyó un leve gemido. Se movía. Jesse creyó estar asistiendo a un milagro, dada la velocidad a la que había chocado contra el coche.

—Tranquilo, tranquilo… —aconsejó a la figura toda vestida de cuero negro que tosía como si se ahogara, mientras intentaba levantarse. Era esbelto y de pequeña estatura. Y, definitivamente, un tipo con mucha suerte.

Arrodillado a su lado, soltó una exclamación de asombro al ver que se quitaba el casco con una mano de uñas pintadas y perfectamente manicuradas… para descubrir una exuberante melena oscura.

—Estoy bien —pronunció una voz femenina.

—Vaya… —se la quedó mirando de hito en hito, sentado sobre los talones.

Tenía la cabeza baja, como si estuviera mareada. Cuando se hubo recuperado un tanto, se palpó las piernas y los brazos.

—¿Seguro que no estás herida? —no podía creer que estuviera perfectamente—. ¿No tienes nada roto?

Negó con la cabeza. Jesse esperó, mirándola asombrado. Conducía una motocicleta de cuarenta mil dólares difícil de manejar para cualquier hombre. Y mucho más para una chica como ella. Era demasiado pesada, idónea solamente para un motorista experto. No le extrañaba que hubiera sido capaz de saltar de la moto a aquella velocidad y no hacerse daño.

Vio que hacía un nuevo intento por levantarse.

—Espera un poco más. No hay prisa —le dijo, volviendo la vista de nuevo hacia la moto derribada. Aquella mujer tenía siete vidas, mucha suerte y además sabía conducir una moto potente. No estaba seguro de qué era lo que le impresionaba más.

—Estoy bien —su voz también lo sorprendió. Era decididamente femenina y sonaba a chica culta y refinada, lo que contrastaba con la clase de moto que había elegido.

Pero la gran sorpresa llegó cuando alzó por fin la cabeza y se sacudió la melena. Jesse se quedó literalmente sin aliento.

—Cielo santo… —musitó. Tenía la piel dorada, del color de la miel. Aquellos altos pómulos… y aquellos ojos… Eran grandes, de un verde oscuro, intenso, como los cedros que los rodeaban. Era una preciosidad. Una auténtica belleza.

Y al mismo tiempo había algo extrañamente familiar en ella…

Fue su nuevo intento de levantarse lo que lo sacó de su ensimismamiento:

—Hey, permíteme ayudarte —le dijo mientras se apresuraba a sostenerla de las axilas. Era sorprendentemente ligera.

Aceptó agradecida su ayuda, aunque resultaba evidente que le gustaba hacer las cosas por sí misma. Dio un paso adelante.

—¡Ay! —masculló, tambaleándose.

—¿Qué pasa?

—El tobillo izquierdo. Tengo un esguince.

—Te llevaré ahora mismo al hospital.

Pero la joven negó con la cabeza.

—No hace falta. Ayúdame simplemente a llegar a la moto.

—No está en condiciones de que la montes —la había visto de pasada cuando llegó hasta ella—. La cargaré en la camioneta. Aquí no hay un solo taller de reparación de motos en ciento cincuenta kilómetros a la redonda, pero yo ya he arreglado unas cuantas. Creo que podré hacerme cargo de la tuya.

Alzó los ojos hacia él como si lo viera por primera vez. Su mirada viajó por sus botas, sus vaqueros, su camiseta deportiva y su larga y negra coleta. Hasta detenerse en el aro dorado que llevaba en una oreja.

—¿Vives por aquí?

—Encima de esa montaña —le señaló la luz que había dejado encendida.

Brillaba débilmente ladera arriba. La joven la miró. Y luego a él, nuevamente.

Eras las tres de la madrugada, pero tuvo que preguntárselo:

—¿Tienes a alguien esperándote carretera arriba, alguien que pueda estar preocupado por ti? Porque todavía no tengo teléfono.

Ella, sin embargo, no parecía oírlo.

—¿Tienes hielo para que me lo pueda poner en el tobillo? —al ver que asentía con la cabeza, añadió—: Bien. Es todo lo que necesito.

—También tengo una cama con sábanas limpias para lo que queda de noche —le ofreció.

La joven le lanzó una mirada elocuente, como diciéndole «ni lo sueñes». Jesse sonrió, sacudiendo la cabeza.

—Solamente te estoy ofreciendo una cama. Quizá algo de comer y beber. Ah, y un poco de hielo. Nada más.

Ladeó la cabeza, mirándolo con curiosidad. Jesse se preguntó por lo que estaría viendo. Fuera lo que fuera, debió de parecerle suficientemente inofensivo, porque empezó a cojear hacia la moto.

—Yo te la recogeré —se apresuró a alcanzarla y le tendió una mano.

La chica lo miró arqueando una ceja, pero al final aceptó. Después de pasarle un brazo por los hombros, se dejó llevar hasta la camioneta.

Mientras le abría la puerta y la instalaba en el asiento, Jesse no pudo evitar sentirse demasiado caballeroso. Y algo avergonzado de su destartalada camioneta. Cerró la puerta y se dispuso a cargar la moto. Había visto muy pocas de ese tipo: eran demasiado caras. Lo cual volvió a despertar su curiosidad hacia su dueña.

Le gustaba la idea de trabajar en aquella moto. De hecho, le intrigaba casi tanto como la mujer que la conducía. Terminó de subirla por la rampa que solía llevar en el remolque de la camioneta y se sentó al volante. Dejó entre ellos la pesada y abultada alforja de la moto. Vio que la mujer echaba un vistazo de reojo a la alforja, como para asegurarse de que seguía allí. Acto seguido volvió a cerrar los ojos.

—Me llamo Jesse. Jesse Tanner.

—Yo Maggie —no le dijo el apellido.

Encendió el motor, metió primera y dio la vuelta para subir por la montaña. La carretera era tan accidentada como empinada, pero le gustaba la idea de vivir en un lugar tan poco accesible. Vio que esbozaba de cuando en cuando una mueca de dolor, con ocasión de algún bache. Pero no abrió los ojos hasta que no aparcaron delante de la cabaña.

La joven alzó la mirada a la cabaña que coronaba el cerro. Sólo la luz del salón brillaba en la oscuridad.

—¿Es aquí donde vives? —le preguntó. Abriendo la puerta, se cargó la alforja al hombro de manera protectora, como desconfiando de él.

Algo en su tono le hizo preguntarse si se habría referido a la cabaña o a su localización tan aislada. La única visita que había recibido hasta el momento era la de su hermano pequeño, Mitch, y su padre. Era consciente de que, si quería socializar, sólo tenía que recorrer los ocho kilómetros que lo separaban del pueblo. Aunque otros días no le parecía lo suficientemente lejos.

Miró la cabaña, intentando imaginar lo que estaría viendo. Era alta y estrecha, tosca, levantada con troncos de cedro. Pero estaba orgulloso de ella porque la había diseñado y construido él mismo, en el invierno, con la ayuda de su padre y su hermano. Se habían dado mucha prisa.

Tenía tres pisos. En la planta baja el salón y la cocina; en la primera, un dormitorio, un baño y la terraza sin acristalar, que pensaba aprovechar a fondo cuando llegara el verano. Y en la segunda su estudio: un piso todo acristalado, con unas vistas maravillosas.

Por desgracia, apenas era un cascarón vacío. Todavía no lo había amueblado debidamente, no había tenido tiempo. Su mobiliario era mínimo. Últimamente había estado muy ocupado preparando algunas pinturas para una exposición que tendría lugar en junio, la primera de toda su vida y… Se disponía a decírselo cuando se detuvo. Aquella chica no estaría allí más que unas pocas horas y después se marcharía para siempre. Y no querría escuchar la historia de su vida: eso resultaba obvio por su expresión.

Él mismo ya había pasado por esa fase. Nada de echar raíces. Ni de tener que cargar con la historia de la vida de nadie. Cuando bajó de la camioneta, vio que seguía inmóvil contemplando la cabaña.

—Todavía está en obras —le informó casi irritado consigo mismo por desear tanto que le gustara. Pero, diablos, era la primera mujer que la veía desde que terminaron de construirla…

—Es perfecta —comentó—. Estilo neoclásico, ¿verdad?

Jesse sonrió, admirado de sus conocimientos de arquitectura. Aunque no debería tener motivo para ello. Conducía una moto de cuarenta mil dólares y llevaba un traje de cuero que debía de valer un par de miles. Hablaba como si hubiera estudiado en la universidad y se comportaba con una absoluta seguridad en sí misma. Educación, dinero y experiencia en la vida…

Lo sorprendió admirando lo bien que le quedaba el traje de cuero.

—Entremos —se apresuró a invitarla, saliendo de su ensimismamiento—. ¿Tienes hambre?

Negó con la cabeza y se agarró a la barandilla. Subió cojeando los escalones de la entrada, dejándole muy claro que no necesitaba su ayuda.

—¿Seguro que no quieres que te vea un médico? Podría llevarte al pueblo y…

—No —su tono no dejaba lugar a dudas.

—De acuerdo —se dijo que al menos lo había intentado. Era su obligación. Como pareció sorprenderse de encontrar la puerta abierta, se apresuró a explicarle—: Tengo muy pocas cosas de valor y la mayor parte de los ladrones son demasiado perezosos para subir hasta aquí —le abrió la puerta y se hizo a un lado.

Nada más entrar, la mirada de Maggie se vio atraída por los cuadros que había pintado de los años que pasó en Nuevo México. Había una media docena de lienzos apoyados contra las paredes desnudas del salón, esperando a ser enmarcados. Se acercó cojeando hacia ellos y los examinó detenidamente.

—¿Te apetece un café? —le ofreció Jesse, sintiéndose algo incómodo por la atención que les estaba dedicando.

No sabía si le gustaban o no. Tampoco pensaba preguntárselo. Porque tenía la sensación de que podía decírselo con brutal sinceridad… Aprovechando que estaba tan concentrada en las pinturas, se dedicó a estudiarla a ella. Cuando se quitó la cazadora de cuero, vio que llevaba una camiseta blanca de manga corta que traslucía sus senos y los firmes músculos de su espalda. Estaba en buena forma, eso era evidente.

Pero lo que más llamó su atención fue el agujero que había visto en la cazadora, justo debajo de su hombro izquierdo… y la correspondiente herida en el bíceps. Había visto suficientes heridas de bala para reconocer una sin necesidad de que le enseñaran el agujero que había dejado en la ropa.

La bala le había dejado una cicatriz. No la única, por cierto. Tenía otra en el antebrazo derecho, más antigua, que había requerido varios puntos. ¿Quién diablos sería aquella mujer? ¿Y qué le habría pasado?

—Todos son tuyos —comentó ella, estudiando de nuevo las obras. Lo dijo como si no tuviera la menor duda de ello.

—Hay té, si no te apetece café…

—¿No tienes nada más fuerte? —le preguntó sin volverse.

De espaldas a ella, arqueó una ceja y se dirigió al armario de las bebidas.