El poder catalán
en su laberinto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

a maría, de la que tanto aprendo

y a la que tanto debo en el oficio de vivir y amar

y, por supuesto, a mis hijos, laia y oriol

Contenido

Introducción

1 el punto de partida del oasis: democracia y autogobierno

2 la izquierda vota el estatut pero entrega la generalitat a ciu

3 el nacionalismo en el poder

4 la mayoría camuflada de 1984 y los universos paralelos

5 la «dictadura blanca»

6 el independentismo cobra vida

7 el invisible declive del nacionalismo: algo huele a podrido

8 el suicidio identitario y la descomposición del «pal de paller

9 la radicalización del catalanismo lleva al bloqueo de la alternancia

10 las mutaciones del mapa electoral catalán (2003-2006)

11 el final del interregno

12 derrumbe de la izquierda y agonía del statu quo

13 esperando la catalunya del mañana

14 la erupción soberanista

15 votos de la medianoche

16 hacia la consulta final

17 elecciones plebiscitarias: la vida en un voto

18 entre el cielo de la independencia y el infierno de la secesión

19 referéndum o referéndum

20 201714

21 de todo, menos el ridículo

Epílogo Catalunya ante el espejo

BIBLIOGRAFÍA

 

Introducción

 

 

«Muchas veces [los catalanes] sacamos la lengua y hacemos un palmo de narices a los demás españoles, pero cuando estos levantan la mano echamos a correr».

Josep Tarradellas

 

 

Las elecciones son algo más que el mecanismo democrático para determinar quién gobierna un territorio. En realidad, sirven para muchas otras cosas. Por ejemplo, para explicar cómo se construyen o cómo se destruyen los países. No en vano, los desenlaces electorales son también una expresión de la voluntad múltiple de un territorio y de su fisonomía ideológica e identitaria, así como de sus inquietudes, pulsiones y derivas. En el caso catalán, las sucesivas elecciones permiten visualizar el tránsito entre un país estable y razonablemente cohesionado —el famoso oasis catalán— y una sociedad partida en dos —o más bien rota en mil pedazos— que hoy se prepara para una larga travesía en el desierto; una especie de viaje al fin de la noche en la que se ha sumido tras las últimas y convulsas citas electorales, desde que se inició el proceso soberanista en el 2012.

Este libro es por tanto un viaje a lo largo del tiempo. Un viaje a través de las elecciones catalanas, entendidas como un espejo de la psicología colectiva de este pequeño y complejo país. Y es también una búsqueda del alma más genuina de la Catalunya actual y de las razones profundas que explican su destrucción como un solo pueblo. El relato describe cómo era el país que recuperó la autonomía hace cuatro décadas y cómo aquel envidiable punto de partida tras una dictadura fundada en el rencor contenía ya los ingredientes genéticos que conducirían a un desastre político y existencial que muy pocos acertaron a prever. A partir de ahí, la narración detalla, paso a paso, cómo y por qué aquel escenario aparentemente ejemplar se fue ensombreciendo hasta convertirse en una sociedad autodestructiva, dividida por resentimientos de signo opuesto y empujada a una trayectoria suicida de choque frontal con el Estado. En definitiva, se trataría de entender cómo los catalanes, perdidos en su laberinto, decidieron abandonar su particular oasis para emprender una travesía por el desierto hacia un incierto destino.

En consecuencia, este análisis retrospectivo de cuatro décadas de elecciones catalanas incluye también su contexto de acompañamiento político, así como aquellos precedentes del pasado que faciliten la interpretación de las conductas electorales, el comportamiento institucional y el propio escenario actual. De hecho, la peripecia electoral que se inició en Catalunya en marzo de 1980 hunde sus raíces en el mapa electoral que dibujaron los primeros comicios generales de 1977 y 1979 y, por contraste, en el de su única referencia histórica anterior: las elecciones de la II República. Este libro integra todos estos vectores en su afán de explicar el comportamiento inicial de los catalanes ante las urnas y los vertiginosos cambios que se han acabado produciendo en los últimos años.

A partir de ahí, y a la luz del examen de cuatro décadas de elecciones catalanas, se pueden adelantar ya algunas conclusiones significativas y otras tantas preguntas que este libro intenta responder. La primera reside en la dificultad de definir con claridad las aspiraciones colectivas de los catalanes. Se trata de una incógnita que no tiene una única respuesta, ya que con demasiada frecuencia la voluntad de los ciudadanos de Catalunya se ha visto difuminada —cuando no distorsionada— por los altos niveles de abstención que venían afectando a las elecciones autonómicas (y por los antagónicos resultados que han registrado los comicios de distinto nivel o la disparidad de preferencias que reflejaban). Y esa incógnita se ha acrecentado a la luz de los participativos escenarios del 2015 y el 2017, con desenlaces tan impensables en el pasado como inciertos de cara al futuro. En consecuencia, ¿qué quieren (ser) los catalanes?

En línea con esa primera conclusión, puede adelantarse también (segunda conclusión) que Catalunya se ha venido expresando política y electoralmente a través de una suerte de universos paralelos: el que desnudan las elecciones generales y el que dibujan las elecciones autonómicas. Lo que algunos llamarían las dos almas del voto catalán. Y justamente en el escenario autonómico —tercera conclusión— se aprecia el carácter decisivo que supone la existencia en Catalunya de una «minoría determinante» de origen básicamente autóctono, con características bastante estables de composición sociológica, fisonomía cultural y comportamiento electoral (fuertemente participativo aunque marcado por una cierta dualidad). Es decir, la correcta lectura de la realidad electoral catalana pasa, justamente, por entender la existencia de grupos —la mencionada «minoría determinante» que ha mutado en un potente bloque soberanista y en un amplio elenco de cuadros y activistas— capaces de marcar el ritmo y los ciclos políticos en el escenario autonómico, por encima de las mayorías estadísticas blandas o de los desenlaces electorales de carácter coyuntural. ¿Quién manda en Catalunya, entonces?

Finalmente —cuarta conclusión— esa creciente fisura interna entre una minoría determinante y otras minorías, algo más numerosas en su conjunto pero más pasivas y cada vez más heterogéneas, responde a la propia evolución política y composición demográfica de Catalunya y a sus efectos sobre la cohesión nacional y cultural del país. Y lo que es más importante, esa fisura —en cuya gestación han tenido un papel decisivo los factores exógenos: léase la actitud del resto de España— podría seguir condicionando en cada vez mayor medida el mapa político catalán y la capacidad colectiva de adoptar un rumbo consensuado. Lo cual conduce a las dos preguntas más difíciles. Primera: ¿Por qué existiendo, según los sondeos, una mayoría a favor de las soluciones consensuadas, el pleito catalán ha acabado atrapado entre la ruptura y el inmovilismo, y comandado por posiciones extremas e irreconciliables? Y segunda: ¿Cómo se vuelve a la normalidad a través de un laborioso proceso de descompresión que permita reflotar de las profundidades del fracaso colectivo a un país que ha dejado de ser dueño de su destino? ¿Y cómo hacerlo, además, cuando un sector del independentismo se ha adentrado en una senda de gestos tan estrambóticos como estériles que solo intentan encubrir una vez más el acerado pronóstico de Josep Tarradellas?

 

 

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el punto de partida del oasis:
democracia y autogobierno

 

El 11 de septiembre de 1977, miles de personas se echaron pacíficamente a la calle en todos los pueblos y ciudades de Catalunya para reclamar la devolución de la autonomía. Sin distinción de orígenes ni condición social, los catalanes expresaron un anhelo común de autogobierno. Sin embargo, los límites y la fisonomía de esa Catalunya autónoma no estaban nada claros. Las elecciones generales celebradas apenas tres meses antes habían dibujado un mapa electoral complejo. Y equívoco.

En apariencia, la nueva Catalunya de la democracia se inclinaba claramente a la izquierda. Pero no era la misma izquierda nacionalista que, durante la etapa republicana, congregaba a más del 60% de los votantes. Ahora, esa izquierda la conformaban socialistas y comunistas y sumaba menos de la mitad de los votos. Y solo si se agregaban las papeletas de la antaño poderosa Esquerra Republicana —una envejecida formación de ideario confederal que en 1977 había concurrido coaligada con los maoístas del Partido del Trabajo—, la cuota resultante rebasaba el 50%.

Sin embargo, visto de cerca, el mapa electoral era aún más equilibrado. Ciertamente, la izquierda «social-comunista» sumaba la mitad de los escaños, pero las formaciones de centro y derecha reunían la misma cifra: 23. El desempate corría a cargo del solitario diputado de Esquerra. Y por otro lado, la verdadera fuerza del centroderecha en Catalunya quedaba oculta bajo su dispersión. Hasta cuatro formaciones se ubicaban en ese espacio que sumaba más de 1.300.000 votos sobre los tres millones emitidos: el partido de Jordi Pujol —Convergència Democràtica—; el de Adolfo Suárez en Catalunya —Unión de Centro Democrático—; los democristianos catalanistas de Unió Democràtica, y el paraguas posfranquista de la versión catalana de Alianza Popular. En total, cerca del 44% de los votos. Por lo tanto, en el terreno del centro a la derecha, cualquier desplazamiento del voto podía dar pie a un mapa muy distinto y engendrar una poderosa formación de amplio espectro. De hecho, pese a los 12 puntos de ventaja que los socialistas sacaban al partido de Pujol, la diferencia en escaños era escasa: cuatro diputados.A partir de esta cartografía electoral, Catalunya aparecía como una comunidad levemente roja, pero que escasamente podía contribuir al cliché de la España rota. Ciertamente, su arquitectura política era cada vez más distinta de la del conjunto de España y suponía un sistema propio y renovado de partidos, ya que solo Esquerra, Unió Democràtica y el Partit Socialista Unificat de Catalunya —PSUC— habían sido fundados en la etapa republicana, mientras que Convergència Socialista (luego Partit dels Socialistes de Catalunya/Partido Socialista Obrero Español) y Convergència Democràtica nacieron en 1974. Pero lo más cercano al independentismo en 1977 era Esquerra, y su respaldo electoral no llegaba al 5%. El radicalismo independentista era marginal. Por su parte, el nacionalismo moderado de centro reunía poco más del 22% de los sufragios emitidos (y en torno al 13% del censo electoral). En cambio, la izquierda exhibía una notable fuerza en las urnas, tanto en su versión eurocomunista —con un apoyo superior al 18% del voto emitido—, como en su expresión socialdemócrata (el PSC/PSOE), convertida en la primera fuerza en Catalunya con una cuota de voto cercana al 30%.

La nueva correlación electoral era aparentemente muy distinta de la del único precedente real y homologable: los comicios de la convulsa década de los años treinta. ¿Qué había cambiado? Para empezar, las primeras elecciones de la II República —las constituyentes de 1931— otorgaron a la izquierda catalana (aunque con elementos moderados en sus listas y una gran cantidad de siglas) nada menos que una cuota de voto superior al 79% de los sufragios (y un 87% de los escaños). Nada que ver, por tanto, con el escenario de 1977, cuando la suma de socialistas, eurocomunistas y Esquerra Republicana suponía poco más de la mitad de los votos emitidos y de los escaños adjudicados. Eso sí, en 1931 se produjeron algunas circunstancias que propiciaron la victoria de la izquierda.

El factor más destacable en 1931 fue la desorganización de la derecha tras el derrumbe de la monarquía, el 14 de abril de ese año, en paralelo a la constitución de candidaturas de unidad republicana que cubrían un amplio espectro ideológico. Estas candidaturas hicieron un hábil uso del sistema de listas abiertas y se beneficiaron del abrumador apoyo que concitaban las formaciones republicanas y catalanistas en ese momento dulce de la II República. Ahora bien, cuando las fuerzas conservadoras lograron reorganizarse en el escenario republicano, los resultados fueron otros. Por ejemplo, en las elecciones al Parlament de Catalunya, en noviembre de 1932, la izquierda catalana sumó el 62% de los votos. Es decir, 17 puntos menos que en las constituyentes de 1931. Y en las legislativas de 1933 y de 1936, el sufragio de izquierdas reunió algo más del 57% de los votos emitidos. O sea, 22 puntos menos que en 1931 y mucho más cerca de los parámetros (52%) que se registrarían en 1977. Eso sí, la izquierda catalana de los años treinta era una izquierda más identitaria, difusa e interclasista que la de 1977, ya que agrupaba desde la clase media local al obrero autóctono (y, en cambio, no siempre incluía el progresivo contingente de inmigrados de otros territorios de España, con los murcianos como grupo más connotado).

Por eso, la experiencia electoral republicana difícilmente podía extrapolarse a un futuro situado varias décadas más adelante, aun cuando anticipara algunas constantes que emergerían tras la restauración democrática. Y es que durante la II República la participación en las elecciones al Parlament ya era inferior —en torno a diez puntos y por debajo del 60%— a la que se registraba en los comicios de ámbito estatal. Asimismo, los patrones de comportamiento territorial fueron entonces muy similares a los que se registrarían después de 1977. Por ejemplo, en las elecciones autonómicas de 1932, la tasa más baja de participación se registró en Barcelona ciudad y su periferia: algo más del 53%. En cambio, las restantes circunscripciones registraron —como acabaría ocurriendo décadas después— tasas más elevadas (el 64% en Tarragona, y más del 66% en Lleida y Girona).

Pero más allá de esa u otras concomitancias con la etapa republicana —como la hegemonía electoral de la izquierda en las elecciones generales—, a finales de la década de los setenta las cosas eran muy distintas en Catalunya. Y en este sentido, si en 1977 la cuota electoral de la izquierda catalana sumaba casi seis puntos menos que en las postrimerías de la II República, eso respondía precisamente a las novedades que ofrecía el mapa electoral de la transición. La principal de ellas era la irrupción en el escenario catalán de Convergència Democràtica (CDC), una fuerza de centro nacionalista fundada en 1974 en el monasterio de Montserrat, y que, aunque autodefinida socialdemócrata, obtenía sus mejores resultados entre las clases medias autóctonas. Su cómputo global en 1977 (cuando concurrió en una coalición denominada Pacte Democràtic, junto al PSC-Reagrupament y la formación liberal Esquerra Democràtica), se situaba en el 16,9%, aunque en distritos de Barcelona tan mesocráticos como Gràcia superaba el 21%, y en ciudades como Manresa o Figueres se situaba por encima del 27%.

La aparición de CDC suponía que la herencia del centroizquierda nacionalista que encarnaba Esquerra Republicana en los años treinta se había dispersado en el nuevo escenario político y social de la Catalunya del posfranquismo. Y las direcciones eran varias. En primer lugar, el voto obrero catalán —que entre 1931 y 1936 había apoyado de forma masiva a ERC pese a una afiliación sindical mayoritariamente anarquista— recalaba ahora en los partidos de la izquierda convencional de ámbito estatal: socialistas y eurocomunistas. Para entender semejante mutación era necesario recordar que entre 1936 y 1977 el censo electoral de Catalunya había pasado de 1.700.000 votantes a casi cuatro millones. Este sensible crecimiento demográfico —mientras otros territorios de España apenas habían modificado su padrón electoral— solo se explicaba por la avalancha de inmigración que había sufrido el Principado desde el final de la Guerra Civil. En este sentido, sin la inmigración procedente del resto de España, Catalunya no habría pasado de 2.360.000 habitantes, según la demógrafa Anna Cabré. En cambio, en 1977, la población de derecho se acercaba a los seis millones de personas. Y esa evolución demográfica no solo permitió el despegue económico de Catalunya y su conversión en una sociedad industrial sino que alimentó la base social de una nueva izquierda. Catalanista, sí, pero forzosamente con una visión y unas conexiones de ámbito estatal.

Por otro lado, una parte del voto de centro nacionalista que en la década de los treinta recalaba en Esquerra Republicana, lo hacía ahora en la formación de Jordi Pujol, que estaba a punto de conseguir una perfecta síntesis posmoderna de la extinta Lliga Regionalista (una formación conservadora, paradigma del fracaso histórico del «seny» autonomista) y de la propia ERC (una agrupación progresista, arquetipo del naufragio de la «rauxa» confederal). Es decir, CDC encarnaba la oferta idónea para el hambre latente de identidad que presumiblemente aguijoneaba a una parte significativa de la sociedad catalana tras cuatro décadas de represión política y cultural. En cambio, el viejo partido republicano de Francesc Macià y Lluís Companys se había convertido en una vetusta reliquia para las clases medias. En este sentido, Convergència Democràtica constituía una auténtica UCD a la catalana. Es decir, reproducía el proyecto de Suárez —o el de los prometedores comienzos de la Lliga, setenta años atrás—, pero llevado hasta las últimas consecuencias, ya que aglutinaba a socialdemócratas tibios, liberales y, muy pronto, también a los democristianos. Y todos ellos se hallaban fuertemente cohesionados por el barniz adherente del nacionalismo catalán y el antifranquismo formal (acreditado de forma irrefutable por el historial carcelario del propio Pujol).

Claro que la irrupción de Convergència —con su afán de presentarse inicialmente como una alternativa de «centro-izquierda»— distorsionaba también el espacio político catalán comprendido entre el centro y la derecha. Si en 1933 y 1936 la derecha catalana reunía más del 42% del voto emitido, ahora ese espacio sumaba más del 43% del sufragio, pero incluyendo las papeletas de CDC. Por lo tanto, el partido de Pujol se había situado como una ambigua cuña entre izquierda y derecha, capaz de arañar sufragios que en el resto de España se disputaban exclusivamente UCD y PSOE. Su problema, no obstante, residía en que la equidistancia corría el riesgo de convertir CDC en un «microcentro», apretujado entre las ofertas más nítidas que se levantaban a su izquierda y a su derecha.

Las segundas elecciones generales (las primeras tras la aprobación de la nueva Constitución), en marzo de 1979, tampoco jugaron a favor del nacionalismo, ahora ya una flamante coalición entre el partido de Jordi Pujol y Unió Democràtica, que perdió hasta cinco diputados y otros tantos puntos en cuota electoral. El gran beneficiario fue la UCD de Suárez, que se había convertido en Centristes de Catalunya y había incorporado a sus listas al ex dirigente de Unió Antón Cañellas, y que sumó tres escaños más que en 1977. La estrategia de Pujol, consistente en presentarse como un centroizquierda liberal y antifranquista —en contraposición a una UCD formada por los «franquistas de Catalunya»—, reveló sus fatídicas limitaciones. Y a ello hubo que añadir el impacto que pudo tener sobre el sector más izquierdista del electorado de CDC el incipiente giro a la derecha que supuso su acuerdo con la democracia cristiana. La verdadera potencialidad de la coalición nacionalista sólo se apreciaría en el futuro. De momento, el magro desenlace de Convergència i Unió (CiU) alimentó engañosamente las expectativas de gobernar la Generalitat que albergaba la izquierda y muy especialmente el PSC, que se mantuvo al alza y sumó dos escaños más que en los comicios anteriores, hasta llegar a 17. Sin embargo, el fracaso de CiU se vio posteriormente atenuado por el papel de interlocutor privilegiado que jugaría la minoria catalana en Madrid en las cuestiones que afectaban a Catalunya.

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la izquierda vota el estatut
pero entrega la generalitat a ciu

 

El referéndum sobre el Estatut celebrado en Catalunya el 25 de octubre de 1979 pareció poner la guinda al coyuntural idilio entre el Principado y la España amable y benevolente de la transición. Más del 88% de los votantes respaldaron el texto estatutario pactado en Madrid, mientras que solo un 7,8% expresó su rechazo. Es decir, únicamente 200.000 catalanes de un total de casi cuatro millones y medio con derecho a voto se pronunciaron negativamente. En realidad, solo la ultraderecha había propugnado el voto negativo. Los minoritarios grupos independentistas no se atrevieron entonces a tanto y postularon la abstención.

Sin embargo, la tasa de participación del referéndum sugería alguna reflexión sobre la fisonomía electoral e identitaria de Catalunya. Sobre todo si se comparaba el desenlace con el único precedente real: la consulta del Estatut republicano, en agosto de 1931. Entonces, la afluencia a las urnas había superado el 75% del censo, y el carácter plebiscitario de aquel referéndum se apreciaba en la tasa de votos positivos: más del 99% (a los que había que añadir 100.000 inmigrantes que aún no figuraban en el censo y que expresaron su apoyo a través de sus firmas). Sólo 3.286 catalanes repudiaron el texto en 1931. En 1979, en cambio, la participación no había llegado al 60%, y el rechazo alcanzaba a casi uno de cada diez votantes. Ciertamente, la consulta de 1931 presentaba una salvedad: no se limitaba a sancionar un desenlace cerrado en Madrid y perfectamente previsible, sino que avalaba el proyecto que los diputados catalanes debían presentar en las Cortes para someterlo a una tensa negociación. Aun así, la elevada abstención en el referéndum de 1979 sugería una identificación limitada con el escenario autonómico. ¿En qué sentido? Las elecciones lo aclararían.

Ciertamente, la tasa de participación en la consulta catalana no era muy distinta de la que se había registrado en la consulta estatutaria vasca (58,9%) e iba a quedar incluso por encima de la andaluza (53,7%) o de la gallega (28,3%). Sin embargo, los resultados específicos de Catalunya brindaban una lectura difícil de interpretar, y muy engañosa para las expectativas de la izquierda. Y es que, territorialmente, los resultados sugerían que el respaldo a la autonomía era mayor entre la inmigración y la clase trabajadora. Por ejemplo, en Barcelona ciudad, la tasa más elevada de participación (por encima del 61%) se registró en el distrito de Sant Martí, una zona con gran presencia de inmigrantes y donde la izquierda había sumado más del 50% de los votos en 1979. Por el contrario, la tasa más baja de participación (y el mayor porcentaje de voto en contra del Estatut) se produjo en el distrito de Sarrià-Sant Gervasi, un enclave acomodado y donde el centro y la derecha arrasarían en las inmediatas elecciones autonómicas. Y esta misma diversidad transversal se extendía al conjunto del territorio catalán. No en vano una de las menores tasas de participación se produjo en Tortosa (43%), localidad de fibra tradicionalista donde el dominio del centro y la derecha era abrumador. En cambio, feudos de la izquierda y con una nutrida presencia de inmigrantes, como Badalona o l’Hospitalet, brindaron un nivel de movilización muy por encima de la media (de hasta el 65% y superior incluso a la tasa de futuros feudos autonómicos de CiU, como Manresa o Girona capital).

Y, sin embargo, las elecciones autonómicas que se celebraron apenas cinco meses después dieron la mayoría relativa a CiU y ofrecieron una notable asimetría en el nivel de movilización. Esta asimetría castigó especialmente a aquellas zonas de predominio electoral de la izquierda y en las que el componente migratorio era mayoritario. Toda una sorpresa. Sobre todo a la luz de los pronósticos. Pero no tanto si se contemplaban algunas circunstancias añadidas, empezando por la propia historia de Catalunya. Es decir, el pasado se proyectaba inevitablemente sobre el presente. Y para gran parte de los catalanes de origen, ese pasado —difuminado bajo un magma de circunstancias excepcionales— se resumía en una historia cainita: la de un «régimen español» que les había prohibido hablar su lengua, que les había arrebatado sus instituciones de autogobierno y que había intentado aniquilar su identidad. La paradoja residía en que la mesocracia autóctona, un segmento que iba a evidenciar muy pronto su condición de minoría determinante en las elecciones autonómicas, registró un nivel de movilización limitado en el referéndum estatutario. ¿Respondió esa conducta a que se trataba únicamente de plebiscitar un resultado cerrado y bendecido, y juzgado incluso insuficiente a la luz de las heridas del ayer? Las encuestas no lo aclaran. En cambio, el desenlace de la consulta sugiere con mucha fuerza que, para la izquierda y los sectores obreros, el autogobierno emergía asociado a una mejora de las condiciones de vida, y de ahí el apoyo notable que le brindaron.

En cualquier caso, y a diferencia del referéndum estatutario, las elecciones catalanas de 1980 ofrecían más posibilidades de poner sobre la mesa las cuentas pendientes (y de hacerlo, además, con mayor precisión). Sin olvidar que en el escenario autonómico, la historia personal del principal candidato nacionalista, Jordi Pujol, constituía un eficaz catalizador. Al menos con lo que se conocía en aquel momento. Durante años, especialmente tras salir de la cárcel, el futuro líder de CiU había cultivado su imagen de resistente catalanista renovado pero de raíces cristianas y se había dedicado a plantar por toda Catalunya las múltiples semillas de su hegemonía futura. Y esa inversión habría de rendir necesariamente dividendos electorales en un contexto de recuperación de la identidad: una identidad humillada y maltrecha, y amenazada por cambios demográficos y sociales que eran percibidos por algunos sectores como parte de una conjura para aniquilar el país. Ese sentimiento de agravio y acoso entre los catalanes no era nuevo y venía emergiendo históricamente a través de una sólida oferta política cada vez que se abría una ventana de oportunidad. La diferencia con las traumáticas irrupciones del pasado es que ahora se trataba de una oferta plácida: la «fuerza tranquila», según la autodefinición de CiU.

De hecho, y a la luz del desenlace de las primeras elecciones autonómicas parece fácil concluir que una Catalunya autónoma estaba inexorablemente destinada a ser regida por el nacionalismo, con Pujol como el auténtico «hombre del destino», capaz de sintonizar con el «espíritu» del país y de redibujar su mapa electoral. Sin embargo, fueron varios los factores coyunturales que se aliaron con ese destino manifiesto. Por ejemplo, en 1980 la eventualidad de una Catalunya gobernada por una coalición socialcomunista resucitó silenciosamente los peores fantasmas del pasado en el imaginario de una parte de la sociedad catalana. Y el contenido de algunas campañas parece confirmarlo. Ahora ya no se trataba de gobernar los ayuntamientos, como venía ocurriendo desde un año atrás, cuando la izquierda se había hecho con el mando de las cuatro capitales catalanas y de buena parte de las cabeceras de comarca. Ahora, la envergadura simbólica e institucional del poder autonómico introducía una mayor gravedad al resultado electoral. Y un cierto vértigo. Algo así como lo que había sucedido en las elecciones legislativas de 1979, cuando la posibilidad del acceso del PSOE al poder, con las cenizas de la dictadura aún calientes, había provocado la retracción y la dispersión suicida del electorado de izquierda y había brindado una nueva victoria a la UCD de Suárez. Y en la Catalunya de 1980 se produjo algo parecido: la izquierda socialista se retrajo, mientras que el centro y la derecha (catalanistas o no) acudieron en mucha mayor medida y con más convicción a las urnas.

Las cifras que prueban ese vértigo son inequívocas. La misma izquierda sociológicamente mestiza que había apoyado el Estatut, se quedó en casa a la hora de elegir el Gobierno que debía desarrollarlo. Un comportamiento verdaderamente insólito. O no tanto si se tenía en cuenta que, históricamente, el socialismo nunca ha tenido raíces profundas en Catalunya y que su proceso de unificación había registrado algunos vistosos incidentes de recorrido entre sus diversos componentes (el PSC y la federación catalana del PSOE). En cambio, los sectores conservadores que habían acogido sin entusiasmo el nuevo texto estatutario, acudieron en marzo a las urnas para brindar su apoyo a las formaciones de centro derecha. He aquí algunos ejemplos.

En el caso de Barcelona ciudad, distritos populares y políticamente a la izquierda, como Nou Barris, Sant Martí o Ciutat Vella, registraron en las elecciones autonómicas una participación de entre dos y tres puntos inferior a la del referéndum estatutario. Por el contrario, los distritos acomodados y políticamente a la derecha registraron una movilización de hasta diez puntos superior. Y este mismo fenómeno se registró en el conjunto de Catalunya. Feudos de la izquierda, como l’Hospitalet o Badalona, cedieron en las elecciones catalanas hasta seis puntos en la tasa de participación que se había registrado en la consulta estatutaria. En cambio, las poblaciones de lo que posteriormente el nacionalismo bautizaría como «la Catalunya catalana» —es decir, Igualada, Manresa o Vic— experimentaron incrementos superiores a seis puntos en sus respectivas cuotas de movilización electoral (y de más de siete en el caso de localidades tan conservadoras como Tortosa). «¿Sabes a quién favoreces si no votas?», preguntaban los anuncios pagados por la patronal catalana, Fomento del Trabajo. Y está claro que no se dirigían a los votantes de la izquierda.

Claro que para que esa atmósfera cristalizara en la dirección propicia tuvo que ser cultivada adecuadamente. Y ahí intervino la derecha social y económica —empezando por la patronal catalana— en un anticipo más discreto de lo que dos años después protagonizaría en forma mucho más tosca la Confederación Empresarial de Andalucía, con una campaña cuya imagen más emblemática era la de una manzana de la que surgía un gusano con los símbolos de la izquierda. En el caso catalán, los partidos de centro y derecha —la coalición Convergència i Unió y Centristes-UCD— contaron con los medios necesarios para desplegar una campaña publicitaria masiva (con grandes anuncios a toda página en los diarios) en la que advertían sobre los peligros que entrañaba para Catalunya votar «aventuras». Y, al mismo tiempo, el dinero de la patronal serviría para financiar una suerte de «caballo de Troya» electoral que, desde un supuesto nacionalismo de izquierdas, arañara votos de ese signo ideológico susceptibles de recalar en el PSC o en el PSUC. Con este objetivo, la agonizante Esquerra Republicana pudo recibir decenas de millones de pesetas de la patronal Fomento del Trabajo, al margen de las transferencias procedentes del Partido Liberal alemán. Nadie reparó en gastos a la hora de evitar la presencia de los comunistas en el Gobierno de una nación de Europa occidental (aunque se tratase de una nación sin Estado).

La campaña del miedo no pudo ser más explícita. En medio de una tumultuosa huelga de los transportes públicos de la ciudad de Barcelona y con la inseguridad como una de las principales preocupaciones de los españoles, los mensajes de CiU se ocuparon de explotar la incertidumbre. «La gente tiene miedo —rezaba la propaganda electoral de la coalición nacionalista—; no se encuentra segura en casa, ni en la calle, ni en la tienda, ni en los transportes públicos». Y frente a este inquietante panorama, la publicidad de CiU cerraba el círculo del temor con un mensaje machaconamente repetido: una imagen de Jordi Pujol en pose presidencial, flanqueado por una señera y con un lema reiterado hasta la saciedad: «El hombre para levantar Catalunya, no para dividirla»; es decir, el único que podía parar a los comunistas y al «Frente Popular».

El giro a la derecha del nacionalismo no podía ser más nítido —pues culminó con la ruptura de los pactos de progreso suscritos con la izquierda en los ayuntamientos— y sepultaba de facto los primitivos coqueteos socialdemócratas y cogestionarios de CDC, imprescindibles para atraer a su núcleo duro inicial: los asalariados autóctonos y las clases medias nacionalistas más radicales y antifranquistas. Ahora había que ampliar espacios para sobrevivir, y solo podían abrirse hacia la derecha, a través de un «nacionalismo sin atributos» que se presentaba como «la única alternativa posible para obstaculizar el paso a la izquierda».

Los réditos electorales de esa estrategia fueron muy notables si se contrastan las predicciones iniciales con los resultados finales o con la propia evolución de la opinión pública. A un mes de los comicios, la intención de voto del PSC duplicaba, según los pronósticos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), a la de CiU (que concitaba un apoyo muy similar al de los eurocomunistas del PSUC). En cambio, cuando solo faltaba una semana para la cita electoral, los nacionalistas aventajaban en casi dos puntos al PSC. Eso sí, los electores seguían pensando que las elecciones las ganaría el socialista Joan Reventós. Y era lógico. Si, por ejemplo, se proyectaban sobre las elecciones autonómicas los resultados de las últimas generales, un año atrás, el desenlace era rotundo: el PSC obtenía 45 escaños que, junto a los 25 que se adjudicaba el PSUC, suponían la mayoría absoluta de la Cámara (cifrada en 68). En cambio, el centro derecha (CiU, UCD y Alianza Popular) solo congregaba 60 diputados. Y similar proyección se desprendía de los resultados de las elecciones municipales (aun cuando la implantación territorial de CiU debió de constituir un cierto aviso, ya que obtuvo muchos más concejales que el PSC y se hizo con una decena de capitales de comarca). Sin embargo, el resultado de las autonómicas fue prácticamente el inverso al que dibujaban las previsiones: socialistas y comunistas reunieron menos de 60 escaños; es decir, por debajo de los 61 que congregaron CiU (43) y UCD (18). De ese modo, la llave de la mayoría absoluta quedó en manos de una Esquerra Republicana que, tras sobrevivir en 1977 de la mano de los maoístas, había sido convenientemente metamorfoseada por el dinero de la derecha económica. «Un resultado muy satisfactorio», llegó a afirmar con elocuente sinceridad la patronal catalana.

¿Qué había ocurrido? La respuesta tenía pocos secretos. En un contexto de desmovilización asimétrica que castigaría especialmente a la izquierda (gran parte de cuyos votantes ignoraban incluso la fecha de la cita electoral), el silencioso vértigo provocado por unos pronósticos que daban al Partido Socialista como ganador indiscutible (y al PSUC como eventual socio de gobierno pese a las reticencias del PSC) tuvo unos efectos acumulativos. Para empezar, la extendida convicción de que el candidato socialista, Joan Reventós, sería el próximo president de la Generalitat no contribuyó a movilizar a su electorado —que mostraba una desconcertante apatía— ni incentivó el voto útil de izquierdas. Sobre todo después de la agresiva actuación de Pujol en alguno de los debates radiofónicos, en los que pareció imponerse al líder del PSC y consolidar su superior grado de notoriedad y autonomismo.

A esta circunstancia se añadía la presentación por los eurocomunistas del PSUC de un candidato de gran prestigio: Josep Benet, alma de la Assemblea de Catalunya y que materializaba a través de su persona el «compromiso histórico» entre católicos y comunistas. La feroz competencia entre las dos principales fuerzas de la izquierda llegó al extremo de que el lema de PSC y PSUC era prácticamente el mismo: «El presidente de todos». Sin olvidar la oleada de huelgas —en los transportes, la construcción o el textil— promovidas por el sindicato Comisiones Obreras, de filiación comunista, cuya convocatoria coincidió con la campaña electoral y contribuyó a acentuar entre las clases medias los temores que inspiraba una victoria de la izquierda.

Sin embargo, mientras los eurocomunistas reeditaron en las autonómicas su resultado de las generales (algo más de medio millón de votos) y fueron incluso primera fuerza en comarcas emblemáticas para la izquierda, como el Baix Llobregat o el Vallès occidental, los socialistas perdieron casi 300.000 papeletas en el tránsito de las españolas (875.529 sufragios) a las catalanas (606.717). La mayoría de esos electores se refugiaron en la abstención y, en muchísima menor medida, en ERC o incluso en CiU. Por el contrario, en el campo del nacionalismo se apreció un contundente movimiento de voto útil y participación intensiva. Una verdadera conjura para cerrar el paso a la hegemonía «socialcomunista y españolista» que encarnaban «unos recién llegados» —según el argot nacionalista—, como el PSC y el PSUC. En este sentido, la coalición liderada por Jordi Pujol añadió en marzo de 1980 un cuarto de millón de votos a su resultado de un año atrás. ¿De dónde procedían esos electores? Sin duda, algunos de ellos provenían de las arcas del centrismo suarista, que sufrió unas pérdidas cuantiosas (de hasta el 50% de su cosecha en las legislativas). Pero la fuente principal del avance de CiU residió en la explotación intensiva de su propio espacio de centro derecha catalanista, que ya en las excepcionales elecciones de 1977 —y aunque por separado— había congregado un número de votos muy similar al que se registró en 1980 (en torno a 700.000). Es verdad que, en 1979, una porción de estos electores se había refugiado en la abstención (de ahí que CiU obtuviera entonces menos de medio millón de votos) y otra más pequeña apoyó a la UCD (capitaneada por el democristiano Antón Cañellas), que mejoró su resultado de 1977. Sin embargo, estos electores de centro catalanista se sentían especialmente motivados cuando el partido «se jugaba en casa», según la acertada definición del nacionalista Miquel Roca, de modo que en el momento en que la contienda afectó exclusivamente a Catalunya se reactivaron en beneficio de la fuerza que mejor podía representar su identidad, sus inquietudes o sus esperanzas frente a una izquierda «marxista y sucursalista».

Y por lo que respecta a Esquerra —y a los cien mil votos que esta formación añadió en 1980 a su resultado de las anteriores generales— los nutrientes no parecen muy distintos. Por un lado, votantes que, en aras del voto útil, habían respaldado con anterioridad a la izquierda de ámbito estatal. Por otro, electores con una identidad catalanista radical e imbuidos de un nacionalismo sentimental que solo se sentían motivados en las elecciones para el gobierno de Catalunya.

3
el nacionalismo en el poder

 

Tras las elecciones autonómicas, y con el respaldo de la derecha social y económica a una entente parlamentaria con la UCD y Esquerra Republicana, Jordi Pujol materializó una fórmula de gobierno especialmente fructífera. Pese a encontrarse en minoría (y a 25 escaños de distancia de la mayoría absoluta), Pujol pudo presidir un gabinete monocolor en el que aparecía como un padre omnicomprensivo. Es decir, equidistante de la españolidad sin estridencias del centrismo ucedista, pero también de la catalanidad psicótica de algún diputado de ERC que abandonaba indignado el hemiciclo en cuanto cualquier parlamentario socialista, centrista o andalucista se expresaba en castellano. La polivalencia de la actuación de Pujol se aprecia en el hecho de que podía obsequiar a los militares con una enorme bandera española en mayo de 1981 y, al mismo tiempo, subvencionar el independentismo. Es decir, CiU era un partido de gobierno pero, al mismo tiempo, un «movimiento» de «construcción» y liberación nacional y, por lo tanto, de resistencia a la «opresión».

Así pues, Pujol operó desde un catalanismo de tranquilidad y orden, que no descuidaba su propio «sector de los negocios» pero que incluía también graduales ingredientes reivindicativos y de agitación que penetraban en el espacio histórico de Esquerra Republicana. El desafío del líder nacionalista en 1980 —y en un país que había duplicado su población en unas pocas décadas, con la incorporación masiva de mano de obra foránea— pasaba por equilibrar «seny» y «rauxa» en su discurso político para atraer a una masa electoral lo bastante amplia que le garantizara la mayoría. Y todo ello sin provocar rechazos de magnitudes significativas.

De ese modo, y una vez en el poder, Pujol comenzó a desplegar un ambiguo relato de redención y emancipación nacional que, de manera inexorable, se abriría camino en medio de las turbulencias de la vida política de comienzos de los ochenta (con la intentona golpista del 23-F como paradigma). El concepto talismán, tan ambicioso como impreciso y de oscuros orígenes, era la «voluntad de ser». Eso sí, se trataba de un relato movilizador que debería verse autoalimentado por la propia ocupación institucional de la Generalitat, transformada en una plataforma de promoción de lo «catalán». Y esto último se produciría tanto a través de un funcionariado propio (que supondría además un robustecimiento social para las clases medias autóctonas), como de unos crecientes medios materiales al servicio de ese mismo mensaje «nacional».

La clave estratégica de CiU residía justamente en su doble papel: un partido de gobierno y, al mismo tiempo, un movimiento de resistencia y emancipación nacional capaz de expresarse a través de una agenda de reivindicaciones muy concretas (desde la configuración territorial a los medios de comunicación). Claro que la lentitud del despliegue estatutario ofreció suficientes sombras bajo las que cobijar la cultura de la queja. Pero la sobreactuación de Pujol se apreciaba en el hecho de que fuese capaz de lamentar la lentitud de los traspasos, justo después de recibir la transferencia del Insalud y el Inserso, que sumaban más de 30.000 funcionarios.

El relato nacionalista ahondaría, sin embargo, la fisura que atravesaba la sociedad catalana tras la avalancha migratoria de los años sesenta: una fisura que forzosamente marginaba a quienes desconocían los hitos del imaginario catalanista (ya que todavía en 1998 más del 50% de los catalanes ignoraban que Catalunya llegó a disfrutar de un autogobierno pleno hasta 1714). Aun así, ese imaginario impregnó desde el principio las actuaciones del Govern, su discurso («Catalunya nació como pueblo y como nación hace mil doscientos años, el resto de la península, no») y sus medios de comunicación. De ahí que hasta un tercio de los catalanes acabara poniendo en duda a mediados de los ochenta que la autonomía hubiese «logrado incorporar mejor a los inmigrantes» a la vida política.

Eso sí, las promesas del relato nacionalista conectaban con un nutrido sector del país que respondía a un «catalanismo instintivo» y que había sufrido en silencio la españolidad de matriz castellana impuesta militarmente por el franquismo. Y, por supuesto, esas promesas sintonizaban también con la secular «soberbia» de ciertas clases medias autóctonas, convencidas de su «superioridad» cultural e identitaria frente al vecino, de acuerdo con la aguda distinción del general De Gaulle entre patriotas y nacionalistas. A lo que había que añadir los miedos atávicos que anidan en cualquier comunidad homogénea y que se activan ante la llegada de un importante contingente de población foránea, como había ocurrido en Catalunya. Atrás quedaba el autonomismo fraternal de 1977, cuando la propaganda electoral de CDC incluía banderas andaluzas.