Título original: Amor en vena

© 2018 María José Vela

Cubierta:

Diseño: Ediciones Versátil

© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta

1.ª edición: mayo 2018

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2018: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

Puedes llamarte Loreto, Pilar, Marta, Vanesa, Inés o Eva. Sea cual sea tu nombre, si hasta en los momentos más oscuros te levantas cada mañana convencida de que rendirse no es una opción, este libro es para ti.

· Prólogo ·

—¡He dicho que me lo quites! —exigió Loreto llena de rabia.

—¡Y yo he dicho que no! —La voz ronca de Crack resonó contundente por todo el estudio.

Ella frunció los labios y lo miró con furia.

—Está bien —gruñó, al tiempo que se bajaba la manga del jersey y recogía su mochila para largarse—. Buscaré quien lo haga. Madrid está lleno de estudios de tatuajes.

—Sí, y en ninguno de ellos se atreverán a tocar algo mío —le advirtió él.

Loreto se detuvo en seco. Sintió tanta ira, que tuvo que aferrarse al asa de su mochila para no estallar. Crack tenía razón. Su técnica era inconfundible, y él uno de los más respetados. Nadie se atrevería a cubrir uno de sus tatuajes. Sin embargo, ser una de las maquilladoras más solicitadas de la industria del cine tenía que tener sus ventajas.

Con una sonrisa sardónica levantó la ceja izquierda y se giró hacia el hombre que había tatuado en su piel cuanto ella le había pedido desde que cumplió dieciocho años.

—Mañana me voy a Los Ángeles. ¿Allí te conoce alguien, Crack? —le preguntó desafiante.

Él la miró unos instantes con una mezcla de tristeza y rabia.

—En Los Ángeles solo unos pocos saben quién soy —contestó—. Allí conseguirás que te cubran el tatuaje, que te lo quiten o que te arranquen la piel a tiras. Podrás incluso pedir que te corten el brazo, pero no te servirá de nada. ¿Sabes por qué? Porque los recuerdos no se pueden borrar. Porque lo que te duele cada día no es ver el tatuaje, sino reconocer que sigues enamorada.

Se quedó sorprendido al oírse, no solo por el mensaje cruel que encerraban sus palabras, sino por la saña que empleó al pronunciarlas.

—¡Maldito seas! —murmuró Loreto con voz trémula y lágrimas de rabia a punto de escapar.

Abrió la puerta con violencia y abandonó el local con el firme propósito de no regresar nunca más.

· CAPÍTULO UNO ·

Loreto caminó con paso firme y gesto enfadado hacia la boca de metro de la calle Montera. Las lágrimas clamaban por salir, pero pudo contenerlas, como tantas otras veces, a base de ira. Estaba muy, muy cabreada. Con Crack, consigo misma, con el destino, con la mente malvada que concibió el final de La La Land… Y, por supuesto, con la marabunta que recorría junto a ella los pasillos subterráneos. Pero tuvo suerte. En el andén, una larga fila de vagones la esperaba con las puertas abiertas. Loreto se sorprendió. No era habitual que la vida le concediera esos pequeños detalles para levantarle el ánimo. Por eso apuró el paso cuando el silbido afilado que anunciaba el cierre de puertas llegó a sus oídos. A falta de tan solo un par de metros para alcanzar el tren, un estúpido adolescente le dio un empujón y la tiró al suelo.

—¡Eh! —protestó Loreto.

El joven entró in extremis en el vagón gracias a un salto de longitud digno de una medalla olímpica y al grito de:

—¡Perdón!

Loreto se puso en pie y fue tras él, pero llegó demasiado tarde y la puerta se cerró en sus narices.

—¡Gracias, capullo! —le increpó aporreando enfadada el cristal.

—Lo siento, señora —dijo él desde el otro lado, encogiendo los hombros en un gesto de disculpa que habría resultado creíble, de no haber sido porque lo remató enseñando el dedo corazón de ambas manos.

—¡Serás imbécil! ¡Y encima me llamas señora! —gritó, roja de ira.

Asqueada por la insolencia del muchacho y por el aliento ferroso que dejó el tren al partir sobre su piel, decidió dar media vuelta y salir de nuevo a la calle. En su estado lo mejor sería ir andando hasta su casa, con cuidado de escoger caminos poco transitados. Un percance más con otro ser humano y era capaz de cometer un asesinato. O dos…

Enfilaba el último tramo de escaleras para salir de la boca de metro, cuando vio a dos monjitas en lo alto luchando con una enorme maleta que debía pesar más que el cadáver de Dwayne Johnson. Con suma dificultad y mucho peligro consiguieron bajarla al primer escalón.

—¡Esperen, yo las ayudo! —les ofreció Loreto desde abajo.

Al oírla, las monjitas se desconcentraron y la ley de la gravedad aplicó todos sus principios sobre la maleta, que cayó por las escaleras arrastrándolas a las dos. Aunque una de ellas acertó a agarrarse a la barandilla, la otra rodó y rodó hasta quedar tendida en el suelo boca abajo. Loreto se apresuró a ayudarla. Le dio la vuelta y la incorporó apoyándola en su brazo.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

—Ay… —balbuceó la monjita con los ojos cerrados.

—¡Hermana María! —exclamó su compañera, que bajaba las escaleras con premura.

—Ay… —volvió a lamentarse la hermana María.

Un círculo de curiosos se formó en torno a ellas.

—¡Que alguien llame al 112! —gritó Loreto a los mirones.

—¡Virgen de la Caridad! ¿Está inconsciente? —preguntó la monjita sana al ver que María no abría los ojos.

—No, creo que no, solo está aturdida. Hermana, despierte. ¡Despierte!… —repitió Loreto una y otra vez.

A base de cachetitos y algún que otro cachetazo, consiguieron que la hermana María abriera un poco los ojos.

—¡Un ángel! —exclamó con un hilo de voz al ver el delicado cutis de Loreto, sus bellos rasgos y la profundidad de sus ojos negros. Pero en cuanto enfocó la vista un poco más y descubrió el piercing que adornaba la aleta de su nariz, sus cejas intensamente perfiladas y el pintalabios negro sobre el que brillaba un aro, comenzó a gritar asustada—: ¡Ay! ¡Ay! ¡Que ya tengo aquí al ángel de la muerte! ¡Ay! ¡Ay!

—Será posible… —murmuró Loreto.

—¡María! —la regañó su compañera apurada.

—¡Dile que se vaya! ¡Dile que se vaya! —gritaba sin consuelo tratando de escapar de los brazos de Loreto—. Santa María madre de Dios ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero…

Loreto no tuvo más remedio que dejar a la monjita en brazos de su compañera para que se tranquilizara. Aprovechó el momento para recoger la maleta asesina y se apartó a un lado hasta que llegaron los del SAMUR y dieron su diagnóstico. La hermana María no tenía más que contusiones por todo el cuerpo pero era necesario tenerla unas horas en observación, de modo que se las llevaban en ambulancia al hospital más cercano. Bajaron por las escaleras un híbrido entre camilla y silla de ruedas y la ayudaron a sentarse en ella.

—¡La maleta! —gritó de pronto la hermana María.

—Está aquí —dijo Loreto, manteniendo una distancia prudencial. Por si acaso.

La monjita sana se acercó a ella aliviada.

—Ay, hija, gracias —le dijo sonriendo—. Te prometo que esta misma noche le hablaré de ti al Señor.

—¿A qué señor? —preguntó Loreto contrariada, demasiado nerviosa para entender aquello.

—¡Al Señor! —exclamó la monjita mirando al cielo.

—¡Ah, el Señor! Bueno, se lo agradezco mucho pero no será necesario.

—¿Por qué no?

Loreto miró a la monjita sorprendida, tratando de averiguar si lo decía en serio o le estaba tomando el pelo.

—¿Tengo pinta de creer en Dios? —le dijo al fin.

—¡Eso no importa! —exclamó ella, dando un rápido repaso a su look, desde las poderosas botas con brillantes hebillas hasta el descaro con el que su jersey le dejaba un hombro desnudo—. Él ayuda siempre a los que tienen buen corazón, y el tuyo está lleno de bondad.

—¿Ah, sí? Pues entonces pídale que me compense por el día que llevo. Porque vaya tela —dijo Loreto con insolencia.

—¿Has tenido un mal día? —se interesó la monjita.

—Pésimo.

—Bueno, si no crees en Él no me extraña —le dijo con sorna, dándole un cariñoso codazo.

Loreto frunció el ceño. La monjita pisaba terreno pantanoso y debía avisarla antes de dar rienda suelta a su sarcasmo.

—Oiga, puede que mi corazón esté lleno de bondad, pero le advierto que está rodeado de kilos de mala leche. Cincuenta y seis para ser exactos, que me pesé esta mañana. Yo que usted no seguiría por ese camino —dijo muy seria.

—¿Por cuál? —preguntó la monjita sin comprender.

—Por el de intentar convencerme de que Dios existe, porque no lo va a conseguir.

La monjita la miró, incrédula, unos instantes.

—¿De verdad no crees en Dios? —preguntó al fin.

—No —negó Loreto con rotundidad.

—¿Por qué?

—Porque he tenido tantos encontronazos con la vida que no me quedan fuerzas para creer en nada que no sea en mí misma, ¿vale? —contestó enfadada, alzando ligeramente la voz.

Lejos de mostrarse amedrentada o incómoda, la monjita formuló una pregunta tan obvia que resultaba sorprendente:

—Y creyendo solo en ti misma, ¿has conseguido ser feliz?

Aunque invocó toda la fuerza de su sarcasmo, Loreto no fue capaz de encontrar otra respuesta que no fuera la verdad:

—Sí, una vez —reconoció al fin con la voz llena de tristeza.

La monjita le cogió la mano con ternura y depositó en ella una estampita del Ángel de la Guarda.

—Volverás a serlo. Ya lo verás —le aseguró con una enorme sonrisa.

· CAPÍTULO DOS ·

Una hora más tarde Loreto llegó a su casa. En cuanto cerró la puerta tiró la mochila al suelo y agachó la cabeza vencida. Aún tenía los nervios de punta por el incidente en el metro y el alma herida por las palabras de Crack. Sin embargo, si algo la atormentaba era reconocer que todo se lo tenía merecido. Todo. Si vas vestida y maquillada como la novia de Belcebú, te confunden con el ángel de la muerte; si acorralas a Crack, te suelta la verdad a la cara por dolorosa que sea; si bajas la guardia y te enamoras, te rompen el corazón.

Levantó la manga de su jersey y contempló el tatuaje: «Alek;».

Apretó el puño hasta clavarse las uñas en la palma de la mano. Quería lastimarse para no sentir ese otro dolor, el de los recuerdos que no se pueden borrar, como el sonido de su voz grabado a fuego en sus tímpanos una promesa que nunca cumplió:

—Volveré en cuanto pueda, te lo juro —susurró Alek en su oído.

—¿Cuánto tiempo será eso? —preguntó Loreto con los ojos cerrados para no llorar.

—Aunque fueran mil años no olvides nunca que te quiero.

—¡Mil años! Tendré que irme con otro —bromeó ella.

—No podrás. Nadie se atreverá a estar contigo mientras lleves mi nombre aquí —murmuró él, acariciando su antebrazo.

—Alek, perderás el avión —interrumpió Crack.

Un último beso, un último abrazo y se fue, dejando tras de sí un inquietante rastro de llamadas perdidas y mensajes sin contestar que Loreto nunca alcanzó a entender.

—¿Sabes algo de él? —le preguntó Crack al cabo de unos meses, cuando ambos empezaban a sospechar lo peor.

—No —murmuró Loreto sin levantar la vista, ahuecando la voz para no delatar ningún tipo de emoción.

Crack frunció el ceño extrañado. No era propio de ella esperar a que las cosas ocurrieran por sí solas.

—¿No vas a hacer nada para localizarlo? —preguntó.

Loreto le lanzó una violenta mirada de advertencia.

—No —contestó tajante.

—¿Por qué? —insistió él.

—Dijo que necesitaba tiempo para resolver sus movidas. Estará en ello.

—¿Y si tiene problemas?

—Que llame para pedir ayuda.

—Tal vez no pueda.

—¡Tal vez no quiera volver, Crack! ¡Joder! —gritó Loreto con todas sus ganas, demostrando, al fin, lo que sentía.

Crack la miró preocupado. No había en su voz un ápice de furia o de rencor. Era algo mucho peor. Algo que no la dejaría vivir.

—La única manera de superar el miedo es enfrentarse a él, Loreto. Lo sabes mejor que nadie —le advirtió.

Jamás volvieron a hablar del tema hasta esa tarde, cuando Loreto apareció en el estudio de Crack sin avisar, hablando deprisa y exigiendo, como si tal cosa, que le cubriera el tatuaje.

—Ya sé que tienes la agenda a tope, Crack, pero quiero quitarme esto de una vez —anunció descubriendo su antebrazo—. Llevo días pensando qué hacerme y se me ocurre que quedaría bien una enredadera, como la que me hiciste en el tobillo, ¿no? Porque ponerme otro nombre es una estupidez. El único que me tatuaría es el de mi madre, pero llamándose Estefanía… No sé, es demasiado largo, ¿no crees, Crack? Dime. ¿Qué opinas? ¿Se te ocurre algo?

Crack la escuchó en completo silencio, como hacía siempre, pero esta vez fue un silencio de brazos cruzados y gesto severo que se prolongó más allá de lo que a Loreto le hubiera gustado.

—¿Por qué ahora? —preguntó al fin.

—Porque me he cansado de él —contestó ella con voz firme y pose segura.

No conforme con ese argumento, Crack la miró a los ojos. Buscó en ellos una respuesta que Loreto no quería que encontrara. Por eso le sostenía la mirada con el mentón en alto, desafiante. Fue inútil. Crack la conocía mejor que nadie, y le bastó un ligero temblor que hizo bailar el aro que adornaba su labio inferior para descubrirla. Ahí estaba la duda. Y la duda era la respuesta.

—¿Cuánto tiempo hace que se fue? ¿Dos años?

—¿Qué más da eso? —murmuró Loreto.

Crack se apartó el flequillo de la frente. Estaba nervioso. Sabía las consecuencias que tendría su negativa. Ella se enfadaría con él y cabía la posibilidad de que tardara mucho tiempo en volver a verla. Sin embargo, una vez más, estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo para proteger a Loreto de lo que fuera. Especialmente para protegerla de sí misma.

—Lo siento, no voy a hacerlo —anunció.

Ella lo miró enfadada.

—Crack, te lo pido por favor. ¡Quítame este puto tatuaje! —suplicó lanzando un bufido de rabia al aire.

—No —se negó él.

—¡He dicho que me lo quites!

—¡Y yo he dicho que no!

Loreto sacudió la cabeza. No quería pensar más en aquella conversación, pero las palabras de Crack llegaban a su mente como ráfagas de metralla.

… no te servirá de nada…

… los recuerdos no se pueden borrar…

… lo que te duele cada día no es ver el tatuaje, sino reconocer que sigues enamorada…

Chasqueó la lengua con rabia. Crack tenía razón. Seguía enamorada, sí, y eso le revolvía las tripas cada día pero ¿qué otra cosa podía hacer además de rendirse?

—¡Maldito Alek! —gruñó por lo bajo.

¿También eso se lo iba a arrebatar? Ella no se había rendido nunca. Era un lujo que no se consentía desde que se quedó sin padre con tan solo seis años. No es que muriera, no, eso habría sido difícil de asimilar pero le habría ahorrado la decepción y la ira. Simplemente se marchó. Sin despedirse. Sin dar ningún tipo de explicación. Al verse sola con una madre pusilánime y enfermiza que lloraba cada noche hasta que los tranquilizantes hacían efecto, la pequeña Loreto tomó las riendas de la situación y estableció entre ellas un pacto no hablado. Tú eres la débil y yo la fuerte. Tú te encargas de llorar y yo me enfrento al mundo para que nadie vuelva a hacernos daño. Y así, a base de sacar fuerzas de flaqueza para ambas y adoptando un papel que no le correspondía, fue como Loreto forjó un carácter implacable y una personalidad aplastante, gracias a los cuales se había convertido en quien era. La gran Loreto Neri.

Adorada por diseñadores de moda de todo el mundo, había sido nominada a un Goya por uno de sus primeros trabajos en el cine, acababa de trabajar con Ridley Scott y al día siguiente volaría a Los Ángeles para entrevistarse con el maquillador más famoso de Hollywood, el oscarizado Christopher Nash. A sus treinta y dos años podría sentirse orgullosa de haber conseguido cuanto se había propuesto de niña, salvo lo más importante. Evitar que le rompieran el corazón.

Tirorirorirorirorirorí. Tirorirorirorirorirorí. El sonido del móvil la sobresaltó. Rebuscó en su mochila y miró la pantalla. Era Crack.

—¡Que te jodan! —exclamó cortando la llamada.

Se descalzó allí mismo, se desvistió furiosa, y caminó desnuda hacia el baño, no sin antes detenerse en el espejo de luna que decoraba su salón.

Tenía el pelo revuelto y había perdido uno de los piercings de su oreja, puede que como consecuencia del empujón que le dieron en el metro. Pero no era su aspecto lo que quería contemplar, sino algo que siempre le daba fuerzas para seguir adelante. Sus tatuajes.

Admiró orgullosa la enredadera de rosas que lucía en su tobillo, el dragón de su abdomen enroscado alrededor de una rosa azul, la calavera de su espalda y, el que más le gustaba, un brazalete por encima del codo del que colgaba una misteriosa pluma. Todos, incluidas las letras góticas que representaban aquel nombre maldito para ella, eran tatuajes fascinantes, únicos, hechos por el mejor. No en vano lo llamaban Crack.

Loreto recordó el día en que fue a visitar su estudio, tras leer en la revista Ink Skin un reportaje en el que lo consideraban el mejor tatuador de España. A sabiendas de que no le harían nada hasta que cumpliera dieciocho años sin la compañía de un adulto, se limitó a examinar las fotos del escaparate y a confirmar que la revista estaba en lo cierto. Los dibujos de Crack eran diferentes a cuanto había visto. Eran elegantes, tan intensos que parecían estar vivos, y con una profundidad que los hacía casi mágicos.

Al día siguiente regresó, y al otro, y al otro… Hasta que una tarde Crack salió a su encuentro.

—Pasa —le propuso desde la puerta con una sonrisa fabulosa.

Loreto lo miró desconfiada.

—Me faltan tres meses para cumplir los dieciocho y aún no sé qué me quiero hacer —le aclaró muy seria.

—Por eso tienes que entrar, para que me cuentes qué te gusta y ver si puedo ayudarte.

A lo largo de aquellas primeras tardes que pasaron juntos, Crack parecía complacido al comprobar que Loreto no estaba allí con ánimo transgresor. Según le contó, estaba harto de patearles el culo a los adolescentes que acudían a su local con consentimientos falsos para tatuarse cualquier cosa con el único fin de llamar la atención.

—Tú, sin embargo, necesitas reivindicar quién eres desde tu piel. Darle voz a tu alma. ¿Me equivoco? —le preguntó a Loreto un buen día.

—Sí, supongo que sí —contestó ella tras meditar su respuesta.

—Pues entonces creo que mañana tendré listo lo que quieres —le aseguró Crack.

—Pero… ¿no va a decirme antes de qué se trata? —se extrañó ella.

—No. Será una sorpresa —anunció orgulloso.

Loreto lo miró preocupada.

—Si no me gusta no se ofenderá, ¿verdad? —murmuró.

—¿Por qué iba a ofenderme?

—Porque se lo diré y… No tengo mucho tacto —reconoció la joven en voz baja.

Crack soltó una risotada.

—Tranquila, creo que podré soportar tus desplantes. Solo dime una cosa: ¿por qué siempre vas vestida tan… siniestra? —le preguntó.

Loreto cogió su mochila y, ya con el pomo de la puerta en la mano, se giró hacia Crack.

—Porque me gusta. Y porque no tengo tiempo de que ningún capullo sin escrúpulos, como mi padre, me toque las narices —contestó alzando una ceja en señal de advertencia.

Abrió la puerta y se marchó.

—Esa es la respuesta —murmuró él.

Al día siguiente, cuando Loreto vio el dibujo que Crack le había preparado, se quedó atónita.

—Es… Es… ¡Es este! —reconoció emocionada.

—¿Te gusta? —le preguntó él sonriendo.

Ella levantó la vista y clavó sus enormes ojos negros en el tatuador; después, volvió a admirar el dibujo. Unas líneas finísimas dibujaban una preciosa calavera con las cuencas oculares rotas por las que asomaban dos serpientes que mostraban sus lenguas con insolencia. A primera vista podía parecer un dibujo grotesco, pero el punto genial del tatuaje radicaba en la fragilidad de una rosa azul escondida dentro de la calavera, y que solo podía descubrirse mirando más allá de las serpientes. Durante un efímero instante, Loreto se sintió expuesta, como si acabaran de verla desnuda.

—¿Por qué una rosa azul? —preguntó para distraerse.

—Al parecer nadie ha conseguido cultivar rosas de ese color. Por eso simboliza el anhelo de algo y tú anhelas muchas cosas —le explicó Crack apartándose el flequillo de la frente.

—El anhelo —murmuró Loreto—. ¿Podría decirme cuánto me va a costar?

—Si dejas de hablarme de usted, te haré un descuento. ¿Cuántos años crees que tengo? —protestó burlón.

Loreto lo observó con atención. Si bien era obvio que Crack había dejado de ser un adolescente hacía años, sus camisetas impolutas dejaban adivinar un cuerpo joven y muy cuidado, no tenía arrugas alrededor de los ojos y lucía una sedosa mata de pelo castaño cuyo flequillo apartaba hacia el lado izquierdo cuando se ponía nervioso. Sin embargo, acababa de demostrar que era capaz de leer el alma de los demás con la experiencia propia de un sabio centenario, de modo que…

—No, no pienso contestar a eso. Le… Te recuerdo que el tacto no es lo mío.

—Tengo veintiséis años. ¡No soy tan viejo! —protestó él dándole un cariñoso empujón.

—Vale, eres un crío, pero ¿cuánto me va a costar? —insistió ella.

El semblante de Crack se tornó serio de pronto.

—Quería proponerte un negocio. Necesito a alguien que se encargue de mi agenda y que atienda en el mostrador por las tardes mientras estamos tatuando. Me gustaría que fueras tú —le ofreció.

Loreto lo miró pasmada.

—¿En serio? —preguntó.

—En serio —confirmó Crack.

—Creí que eso lo hacían sus ayudantes —dijo.

—Sí, pero lo hacen muy mal y no deja de ser tiempo que pierden de estar tatuando —le explicó—. Tendrías que atender el teléfono, gestionar las citas y cobrar a los clientes. No es un trabajo muy divertido, pero te dejará tiempo para ir a clase hasta que acabes el instituto y, después, para ir a esa escuela de maquillaje que me contaste. Además, también puedo enseñarte a tatuar. Si quieres.

—¡Claro que quiero! —exclamó Loreto con premura.

Crack sonrió.

—Me alegro. No puedes firmar un contrato hasta que seas mayor de edad, de modo que lo firmaremos cuando seas oficialmente ocho años más joven que yo. Y si superas el período de prueba, te haré el tatuaje a precio de empleado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Ocho años. Contrato. Sí. Vale. Genial. ¿Puedo…? ¿Puedo empezar el mismo día de mi cumpleaños? —farfulló emocionada.

A Crack le enterneció la pregunta, pero se cuidó mucho de demostrarlo. Ahuecó la voz y le advirtió con rotundidad:

—Puedes empezar cuando quieras, pero te advierto una cosa: no te voy a tolerar tacos ni salidas de tono con los clientes, así que ve trabajando tu tacto.

Loreto torció el gesto contrariada.

—Eso me va a costar —se lamentó.

—Pero lo conseguirás. Prométemelo —le exigió Crack buscando su mirada.

—Se lo prometo —dijo mirándolo a los ojos.

—¡Que no me trates de usted!

—Perdone. Digo… Perdona. Estoy nerviosa.

—Anda, ¡vete a casa! —se despidió Crack sonriendo.

Habían pasado quince años desde entonces. Quince largos años en los que el alma atormentada de Loreto había sido para Crack como un libro abierto, y en los que él se había convertido en su gran apoyo.

—Bip bip. —El móvil volvió a sonar desde el siniestro montón de ropa que Loreto había dejado en la entrada de su apartamento.

Caminó hasta él, buscó el aparato y desbloqueó la pantalla. Era un WhatsApp de Crack.

Crack:

Ya que estás decidida, que te lo quiten aquí:

Skin Art

Loreto Street, 440

LA, California

Loreto:

¿Loreto Street? ¿Me estás vacilando?

Crack:

Sabes que no.

¿Cuánto tiempo vas a estar en Los Ángeles?

Loreto:

Un par de días.

Voy a ver si me fichan para una película.

Crack:

Seguro que lo consigues.

Loreto:

Crack, lo siento.

Crack:

Y yo. Cuídate.

Agotada por las emociones del día, Loreto caminó hasta su habitación. Abrió Spotify en su móvil y conectó el altavoz que tenía en su mesilla de noche. Angel, de Sarah McLachlan lo inundó todo. Pasó a la siguiente canción. No estaba preparada para oírla en ese momento. All of me, de John Legend comenzó a sonar. Pensó pasarla también, esa ya no le gustaba, pero la dejó sonando. Al fin y al cabo, con el ruido del agua ni siquiera la oiría.

Entró en el baño, abrió el grifo y se metió en la ducha. Dejó que el agua se deslizara por su cuerpo durante un buen rato. Después, empapó la esponja y frotó su piel a conciencia, tratando de hacer desaparecer el rastro perenne que las caricias de Alek habían dejado por todo su cuerpo. Porque ahí estaban. Tatuajes invisibles que ni siquiera el tiempo conseguía borrar.

Cerró los ojos.

Alek apareció en su mente con esa sonrisa desvergonzada por la que dejaba escapar el deseo que sentía por ella. Vio con total claridad su figura esbelta, la seguridad con la que echaba hacia atrás su pelo rebelde, siempre demasiado largo, en ese gesto suyo que resultaba casi insolente, y sus ojos… Bastó el recuerdo de la caricia azul de su mirada sobre su cuerpo desnudo para que su piel se estremeciera.

Pudo sentir ese calor febril que surgía en su vientre cuando se acercaba a ella y la envolvía en un abrazo que turbaba su mente y despertaba todos sus sentidos.

Pudo escuchar su voz con total claridad, desgarrada por el deseo. «No puedo dejar de pensar en ti, amor», le decía, «eres como una obsesión».

Pudo sentir sus palabras vibrando en el oído, sus labios sobre su cuello, el rastro cálido que le dejaban sus manos en la espalda, y el calor de su boca recorriendo cada rincón de su cuerpo, deteniéndose allí donde sabía que ella perdía la razón.

Pudo saborear sus labios tersos, ansiosos por encontrarse con los suyos, oler su pelo, tocar su piel… Su sexo palpitó al recordar la pasión con la que Alek la acariciaba cuando se apoderaba de su interior, obligado por un frenesí que le costaba controlar y que la hacía enloquecer. Sintió el delirio que le causaba oír su respiración agitada, su aliento sobre sus labios llamándola «amor» con esa devoción que solo interrumpía para mirarla a los ojos embelesado cuando sus cuerpos vibraban, se estremecían y temblaban al fin abandonados al éxtasis.

Pero todo era mentira. Una quimera despiadada en la que llevaba años encerrada y de la que tenía que escapar como fuera.

Cerró el grifo del agua. It’s time, de Imagine Dragons, agitaba con fuerza el altavoz de su cuarto.

It’s time to begin, isn’t it?

(Es el momento de empezar, ¿no crees?)

I get a little bit bigger but then I’ll admit

(Me vengo arriba pero entonces admitiré)

I’m just the same as I was

(que tan solo soy el mismo que era)

Now don’t you understand

(¿Entiendes ahora)

That I’m never changing who I am?

(que nunca cambiaré quién soy?)

Llegó el momento de empezar de nuevo, Loreto. Una vez más. Vamos, estás acostumbrada.

Salió de la ducha, se envolvió en una toalla y, por primera vez en mucho tiempo, lloró.

· CAPÍTULO TRES ·

En el aeropuerto de Los Ángeles una rubia de piernas infinitas con traje de ejecutiva estresada la estaba esperando. Sujetaba en una mano su móvil y, en la otra, un cartel con el nombre de Loreto escrito dentro de una estrella. Una hortera imitación de las baldosas del paseo de la fama que la hizo sonreír de medio lado.

—Hola, soy Lo…

—Encantada de conocerla, señorita Neri —la interrumpió la rubia extendiéndole la mano—. Mi nombre es Bertha. Soy la asistente del señor Nash. Debemos irnos inmediatamente. El señor Nash la está esperando. ¿Ha tenido un buen vuelo?

Loreto casi no tuvo tiempo ni de asentir. Bertha le arrebató el trolley y echó a caminar por el aeropuerto a toda velocidad. Llevaba unos tacones demasiado altos para una minifalda tan ajustada, lo que la obligaba a dar pasitos muy cortos y súper rápidos para avanzar. Por suerte, iba tan concentrada que no reparó en el descaro con el que Loreto observaba el bamboleo de sus voluptuosos senos, locos por escapar de su generoso escote.

Una vez en la calle, Bertha se detuvo en seco, se colocó unas gafas de sol tan caras como espectaculares y se giró hacia Loreto cual modelo en un anuncio de: «Ya es primavera en El Corte Inglés».

—Discúlpeme un momento, señorita Neri. He de llamar para que vengan a buscarnos —suplicó, móvil en mano.

—Sí, tranquila —murmuró Loreto.

Dio un paso atrás por cortesía. Fue entonces cuando una pequeña sombra a su derecha llamó su atención. Una niña de unos seis años, toda vestida de rosa pero con la coleta torcida, la miraba sin parpadear. Loreto estaba más que acostumbrada a que su look gótico asustara a los niños, especialmente sus enormes botas, los piercings y los anillos de calaveras. Aquella niña, sin embargo, no parecía atemorizada en absoluto, y eso la alarmó.

Instintivamente se fijó en la mujer que la llevaba de la mano. Zapatos caros, mentón en alto para darse un aire elegante y maquillaje perfecto que no parecía esconder nada sospechoso. Aun así, debía asegurarse.

—¿Estás bien? —le preguntó a la niña, muy preocupada.

La niña asintió con la cabeza, sonriendo con picardía.

—Cuando sea mayor seré como tú —contestó con su dulce voz.

Al oírla, su madre se giró hacia ellas sonriente, preguntándose quién podía ser el ejemplo a seguir de su pequeña. En cuanto vio a Loreto se le borró la sonrisa y, visiblemente escandalizada, tiró de la mano de la niña para llevársela lo más lejos posible. Sin embargo, no pudo evitar que la pequeña se diera la vuelta unos pasos más adelante para mirar a Loreto una vez más, ni que esta se despidiera de ella levantando el brazo con el puño haciendo cuernos.

—¡Susan! —gritó la madre aterrada al descubrir que su hija le devolvía el saludo con una enorme sonrisa.

Loreto soltó una carcajada de alivio y tristeza a la vez. Alivio por la niña vestida de rosa y coleta torcida que se convertiría en gótica por mero gusto. Tristeza por la niña que no tuvo otra opción que encontrar en la oscuridad un aliado. ¿Recuerdas, Loreto? ¿Recuerdas esa angustia que te hacía gritar desesperada?

—¡Mamá, ven! ¡Tengo miedo! —suplicaba la pequeña Loreto desde su cuarto al escuchar los ruidos.

Pero mamá no contestaba. Nunca lo hacía. Los tranquilizantes eran los únicos que conseguían calmar su corazón enfermo, pero la atrapaban de tal forma que no le permitían despertar. No te queda más remedio que levantarte y correr hasta su habitación, Loreto. Vamos, ¡corre!

A pesar de los años seguía sin entender de dónde sacaba el valor para salir de su cuarto, atravesar corriendo la oscuridad del pasillo y meterse en la cama de su madre con la agilidad de un hurón perseguido. Una vez allí, acurrucada junto a su cuerpo dormido, se sentía algo mejor. Algo. Los ruidos no cesaban. Podía ser el vecino de enfrente llegando a casa borracho otra vez, o el viento al empujar la puerta de la terraza que no cerraba bien, pero la imaginación de Loreto era más poderosa que la lógica y atormentaba su mente con imágenes de monstruos, fantasmas, ladrones… Y si lo eran, ¿quién iba a defenderla si mamá no podía despertar?

Muerta de miedo, se tapaba la cabeza con las sábanas y rezaba sin parar hasta que, en pleno duermevela, escuchaba en su mente la voz de su ángel guardián:

—No hace falta que reces más, Loreto, ¡ya estoy aquí! —le decía.

—¿Dónde? No te veo.

—Estoy escondido en las sombras que entran por la ventana y se mueven con el viento. Mis alas son negras para que nadie me descubra, ni siquiera tú. Pero estoy aquí contigo. Duerme, Loreto, yo te cuidaré.

—Señorita Neri, ¿se encuentra bien? —le preguntó Bertha.

—Sí, lo siento —contestó Loreto, sacudiendo la cabeza para volver a la realidad.

—Aquí está nuestro coche.

Un impoluto Hummer negro se detuvo frente a ellas.

—¡Hostia, qué guapo! —exclamó Loreto en español.

Bertha la miró extrañada. Estaba claro que no la había entendido, pero tenía tanto estrés que no podía detenerse a pedir una traducción. Le presentó a Marvin, el chófer, un hombre gigante vestido de traje, con gafas de sol oscuras y pinganillo en la oreja al que seguro tenían que hacer la ropa a medida, viendo la anchura de su espalda. Les abrió la puerta con galantería y guardó el trolley de Loreto en el maletero. Con unos movimientos tan extraños como estudiados, Bertha consiguió subir a tan inmenso vehículo sin que se le viera la ropa íntima. Loreto entró de un salto y admiró el interior del coche. Tapicería de cuero, tres filas de asientos y un espejo retrovisor que Marvin recolocó al subir, posiblemente para poder contemplar los pechos de la rubia.

Al ver que su invitada dirigía la mirada del retrovisor a su escote y de su escote al retrovisor, Bertha llamó su atención:

—Señorita Neri, como le comenté por correo electrónico, el señor Nash está entusiasmado con su trabajo, por eso la ha invitado a venir.

—Sí, ya me lo dijiste, pero…

—En breve empezará el rodaje de una nueva película y le encantaría contar con usted como colaboradora —la interrumpió Bertha—. Ahora Marvin nos llevará al estudio de Rodeo Drive, donde el señor Nash la está esperando.

—Sí, pero…

—Después de entrevistarse con él la acompañaremos a su hotel para que pueda descansar antes de la fiesta que dará el señor Nash esta noche en el Grand Club de Beverly Hills.

—Bertha… —gruñó Loreto, que no conseguía interrumpir el discurso de aquella mujer que parecía un robot programado por el ego de su dueño.

—Tal y como le advertí se exige etiqueta —continuó la rubia sin hacerle ningún caso, no sin antes echar una rápida ojeada a su siniestro pantalón negro y a los anillos de calaveras—. Supongo que eso no será ningún problema, ¿verdad?

—No, pero…

—En cuanto al contrato, mañana mismo nos reuniremos con el agente que…

—Bertha, ¿te quieres callar? —gritó Loreto, harta de su tono estresante—. No hace falta que me repitas como un loro lo que ya me dijiste por correo. Lo tengo todo muy claro, de verdad.

—¡Oh! —se lamentó la rubia contrariada—. En ese caso… ¿Tiene alguna pregunta?

—Pues sí. Lo que nadie me ha dicho aún es en qué película vamos a trabajar, y es lo primero que debería saber, ¿no crees? —dijo Loreto.

—¡Oh! Lo lamento, no puedo decírselo. Me temo que no es a mí a quien corresponde desvelar esa información —se disculpó Bertha, con un aplomo tan forzado que levantó las sospechas de Loreto.

—¡Ah, claro! Ya lo entiendo. Supongo que ese honor tenemos que reservárselo al señor Nash, ¿verdad? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Por supuesto —afirmó Bertha, desviando la mirada fuera del Hummer.

—Dime una cosa, ¿hace mucho tiempo que trabajas para él?

—Cinco años —confirmó la rubia.

—Y… ¿desde cuándo te lo tiras? —le espetó Loreto sin ningún miramiento.

Bertha se quitó las gafas y se giró muy despacio hacia ella con sus increíbles ojos azules abiertos de par en par. A lo largo de toda su vida había sido objeto de insinuaciones ofensivas que harían enrojecer al mismísimo Donald Trump y había salido airosa de todas ellas. Sin embargo, esta era… Esta era… Esta era verdad.

Al verse acorralada por la evidencia, las lágrimas comenzaron a brotar al son de pequeños hipidos, fruto del fallido intento de retener el llanto. Marvin se revolvió incómodo en su asiento y Loreto, sacando de su mochila un paquete de clínex, intentó consolar a Bertha:

—No tienes ni idea de qué película vamos a rodar, ¿verdad? —le preguntó entregándole uno.

—No —reconoció la rubia con un gritito de ratón.

—Claro. Él a ti no te cuenta esas cosas, ¿a que no?

—No. —Otro gritito de ratón.

—Bertha, no va a dejar a su mujer por ti. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—¿Entonces?

—No sé. Supongo que… lo amo —sollozó bajito.

A Marvin se le escapó un gruñido y a Loreto no le pasó desapercibida la fuerza con la que se aferró al volante.

—Hagamos un trato, ¿vale? —propuso Loreto—. Si me acompañas a un sitio esta tarde prometo que te ayudaré a archivar este asunto en la papelera de reciclaje. ¿De acuerdo?

Bertha levantó la vista.

—¿Harías eso por mí? —preguntó con ojos llorosos.

—¡Claro! Solo estaré en Los Ángeles treinta horas, pero podemos intentarlo. Además, Marvin nos ayudará, ¿verdad que sí, hombretón?

—Haré lo que sea —aseguró él con la voz llena de rencor.

—Pero no tengo tiempo —protestó Bertha—. Quedan horas para la fiesta y aún tengo tantas cosas que organizar que no creo que pueda acompañarte a ningún sitio.

—Eso déjamelo a mí, ¿vale? —propuso Loreto.

—OK —susurró la rubia con una leve sonrisa.

En cuanto Bertha se compuso un poco, Loreto la maquilló para que no se notara que había llorado y llegaron al famoso Christopher Nash Make Up Studio, un lujoso local en pleno Rodeo Drive en el que no solo maquillaban a razón de mil dólares la sesión, sino que también vendían los productos de su marca a precio de oro. Consistía en un espacio tan amplio como ostentoso, en el que había al menos diez maquilladores ocupados en ese momento y otros tantos formando un círculo en el centro del local, rodeando algo que parecía interesantísimo.

—¡Oh! Parece que el señor Nash está dando una de sus clases magistrales —anunció Bertha al ver la escena—. Espera aquí un momento, por favor.

Se adentró en el círculo. Loreto contempló indignada el temblor de la mano de Bertha al posarse sobre el hombro de su jefe-amante para susurrarle algo al oído. Christopher Nash se giró entonces con elegancia y sus maquilladores le abrieron paso.

—Querida, es un verdadero placer conocerte —la saludó, poniéndose en pie y caminando hacia ella con los brazos abiertos—. Te puedo tutear, ¿verdad?

—Sí, claro, encantada —contestó Loreto, que no pudo ocultar su sorpresa.

Había visto infinidad de fotos y vídeos en los que quedaba claro que Nash era un hombre muy atractivo. En persona, además, resultaba irresistible incluso para ella, que sentía especial repulsión por los pijos-cincuentones-embutidos-en-camisetas-negras-ajustadas-para-que-se-note-que-se-pasan-la-vida-alimentando-su-ego-en-el-gimnasio.

—¿Quieres tomar algo? ¿Una copa de vino español? ¿Champán francés? ¿Agua de lluvia de Tasmania? —le ofreció Nash.

—Pipí de canario prostático estaría bien —contestó Loreto con todo el descaro.

Nash la miró divertido y soltó una enorme carcajada.

—Me temo que eso no te lo puede ofrecer nadie en todo Los Ángeles, querida. Ni siquiera yo —aseguró petulante.

—Es broma. Un vaso de agua será suficiente, gracias —pidió sonriendo.

—Bertha… —ordenó Nash, sin ni siquiera dignarse a mirar a su asistente.

—En seguida, señor Nash —contestó ella.

—Loreto, acompáñame, por favor. Hablaremos en mi despacho —dijo señalando una puerta al fondo del local.

A pesar de la música que invadía el espacio, Loreto pudo escuchar a sus espaldas los cuchicheos de los maquilladores:

—Es la española.

—Dicen que Carolina Herrera la odia.

—Cien pavos a que se la tira.

El despacho de Nash estaba presidido por una inmensa foto suya con los tres Oscar que había ganado hasta entonces. A parte de la foto, casi no había nada, tan solo un sillón Chester de tres plazas, una mesa de metacrilato en la que descansaba una enorme pantalla de ordenador y dos sillas Wassily que a Loreto le rememoraron tensos momentos con la directora del colegio:

—¿Otra vez aquí, Loreto Neri? —El recuerdo de la voz de aquella vieja anorgásmica aún la ponía enferma.

—Rafa me ha insultado.

—¿Y crees que la forma de solucionarlo es meterle la cabeza entre los asientos del autobús y arrancarle el pelo?

—Pues sí —reconoció la pequeña Loreto, guardando con celo en sus puños apretados, como si de un trofeo se tratara, varios mechones de pelo del tal Rafa.

—Querida, siéntate, por favor —le pidió Nash señalando el sillón Chester con un gesto elegante.

—Gracias.

Nash se sentó a su lado y se giró hacia ella apoyando el brazo izquierdo en el respaldo del sillón, una pose sexy que tenía más que estudiada. Tras mirarla de arriba abajo y sonreír travieso cuando sus rodillas se rozaron, empezó su discurso:

—Lo sé todo sobre ti, Loreto. Te has formado en las mejores escuelas, Ridley Scott y los grandes del mundo de la moda hablan maravillas de ti y nos dejaste con la boca abierta con tu trabajo en esa película gore… ¿Cómo se llamaba? ¿Esa por la que te nominaron a un Goya? —preguntó chasqueando los dedos con rapidez.

Loreto entornó los ojos. Podía interpretar semejante desliz como una clara falta de cortesía, pero como cabía la posibilidad de que fuera el exceso de Viagra lo que impedía que la sangre llegara al cerebro de Nash, decidió divertirse.

—El caso es que yo tampoco me acuerdo —contestó, chasqueando los dedos ella también—. Tal vez si me hubieran dado ese maldito Goya lo recordaría, pero… ¡No!

Nash celebró su sarcasmo con una sonora carcajada que le sirvió para inclinar su cuerpo al de Loreto.

—Querida, olvídate de los Goya. Quédate conmigo y te prometo que juntos ganaremos un Oscar —le dijo acariciándole una mano de forma descaradamente sensual.

Su voz y su aplomo a lo Clark Gable en Lo que el viento se llevó resultaban tan seductoras que Loreto tuvo que reconocer que, llegado el momento, no sabría si darle a Nash una bofetada o un apasionado beso de tornillo. No obstante, todo aquel intento de seducción era ridículo y absolutamente innecesario, por eso retiró su mano con la mayor delicadeza de la que fue capaz, es decir, ninguna, y dijo muy seria:

—Christopher, hablemos claro, ¿vale? Eres uno de los grandes y esto es Hollywood. No es necesario que me ofrezcas un Oscar ni que me seduzcas para que me quede contigo porque sería una estupidez por mi parte no hacerlo. ¿Verdad?

—Verdad —confirmó él tratando de atrapar su mano de nuevo.

—¿Por qué entonces no dejamos de perder el tiempo y me dices de una vez en qué película vamos a trabajar? Tal vez así termines de convencerme. O no… —dijo Loreto con una mirada pícara.

Nash se apoyó contra el respaldo del Chester de nuevo y lanzó otra sonora carcajada que cortó de golpe en el momento que alguien llamó a la puerta.

—Adelante. —La voz de Nash resonó autoritaria.

Bertha apareció con una bandeja en la que había colocado, con verdadero primor, un vaso de diseño extraño y una botella de agua con forma de frasco de perfume. Colocó junto a Loreto una mesita auxiliar escondida en un rincón del despacho y sirvió el agua con pulso tembloroso ante la severa mirada de su jefe. Durante el tiempo que duró la operación, Nash guardó el más absoluto silencio, dando a entender que estaba tratando con Loreto un tema de alta seguridad no apto para rubias de piernas largas, por muy asistentes suyas que fueran.

—¿Desea algo más, señor Nash? —murmuró Bertha.

—Sí, quedarme a solas con la señorita Neri, gracias —contestó con desdén.

Loreto cruzó una breve mirada con Bertha. ¿Cómo vas a amar a este tío? ¡Si es gilipollas! Pero ella se limitó a bajar la mirada avergonzada y se marchó sin decir nada.

En cuanto cerró la puerta, Nash sonrió de nuevo y Loreto aprovechó para dar un sorbo a su excéntrico vaso de agua.

—Querida, me gustas. Tienes carácter y no te andas con rodeos. Creo que vamos a hacer un gran equipo —anunció Nash.

—Sí, algo me dice que va a ser divertido —confesó Loreto con sorna.

—¿Vendrás esta noche a mi fiesta? —preguntó él, intrigante.

—Sí. Me has invitado. ¿Por qué?

—Porque aprovecharemos el momento para anunciar que vamos a trabajar juntos en una maravillosa versión de Dr. Jekyll y Mr. Hyde producida y dirigida por… —Nash hizo una pausa para dar emoción.

—¿Por…? —insistió Loreto a punto de perder la paciencia.

—¡Tim Brandon!

A Loreto se le nubló hasta la vista. Era maquilladora profesional, especialista en maquillaje de efectos especiales y, encima, gótica. Trabajar en una película de Tim Brandon, el creador de los mundos más fantásticos y siniestros que se podían imaginar, era para ella más de lo que nunca habría podido soñar.

—¿Tim Brandon? —preguntó con un hilo de voz. Nash asintió orgulloso guiñándole un ojo—. Joder… ¡Joder…! ¡¡¡Joder!!! —gritó emocionada, poniéndose de pie de un salto.

Nash sonrió. El entusiasmo de Loreto terminó por convencerlo de que había tomado la mejor decisión respecto a ella.

—¿Eso es un sí? —quiso confirmar poniéndose también en pie.

—¡Sí! ¡Claro que es un sí! —exclamó ella dando grandes zancadas por todo el despacho.

—¡Estupendo! Te rogaría que no comentes nada hasta que lo anunciemos en la fiesta, por favor. Hollywood está lleno de chismosos y tenemos que dar espectáculo —le advirtió Nash.

—Sí, claro, tranquilo —prometió.

—Pediré que te lleven a tu hotel para que puedas descansar. ¡Esta noche serás mi chica! —exclamó entusiasmado agarrándola fuerte por la cintura.

Loreto sonrió apretando los dientes.

—Seré tu chica por una noche, pero como te pases un pelo conmigo te cuelgo por el escroto de la H del Hollywood Sign —musitó separándose de él.

—¿Cómo dices, querida? —preguntó Nash con una leve inclinación de cabeza.

—Digo que… Christopher, ¿puedo pedirte un favor? ¿Podría robarte a Bertha y a Marvin un par de horas? Necesito resolver un asunto para que esta noche sea del todo especial.

—Por supuesto —asintió cortés.

Llamó a Bertha y le explicó que, a partir de ese momento, ella y Marvin estaban a disposición de su querida Loreto.

—Pero señor Nash, aún quedan temas que resolver de la fiesta —protestó su asistente con un agobio más que evidente.

—No exageres. Mi mujer se hará cargo de todo. Ya sabes que siempre termina lo que tú empiezas —replicó él con severidad, impregnando sus palabras de un claro doble sentido.

—Está bien, señor Nash —asintió Bertha avergonzada ante la atónita mirada de Loreto.

Nash se despidió de su invitada con un beso en la mejilla que duró más de la cuenta y un susurro en su oído que le dio escalofríos:

—Bienvenida a Hollywood, querida.

· CAPÍTULO CUATRO ·

Marvin aparcó el Hummer frente al estudio de Nash, donde Bertha y Loreto parecían discutir de forma acalorada.

—Te dije que tenía muchas cosas que hacer —protestó Bertha.

—Pero bueno, ¿tú eres tonta o qué? ¿No habíamos quedado en que te conseguiría tiempo para que puedas empezar a desengancharte de ese cabrón? —replicó Loreto.

—Sí, pero por tu culpa ahora la señora Nash se llevará todo el mérito de mi trabajo —insistió Bertha.

—¿Y eso te preocupa? Si lo hace siempre, según tu jefe, ¡tonta del culo!

—¿Qué me has llamado?

—Señoritas… —intervino el chófer.

—Marvin, ¿puedo sentarme adelante, contigo? Si me siento junto a la Barbie sumisa no respondo —suplicó Loreto.

El chófer asintió en silencio y ella rodeó el vehículo para saltar al asiento del copiloto. Desde ahí vería Los Ángeles mucho mejor y, además, si le entraban ganas de abofetear a Bertha, no podría alcanzarla.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Marvin.

—A Loreto Street —contestó.

El chófer la miró extrañado.

—¿Loreto? ¿Como usted?

—Sí, como yo.

Al oír aquello Bertha terminó de ponerse de mal humor.

—No puedo creer que nos hagas perder el tiempo para hacerte una foto bajo un sucio cartel con tu nombre —protestó.

—Bueno, yo no puedo creer que te dejes pisotear por alguien que te desprecia, así que estamos en paz —replicó Loreto.