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CARLO ROVELLI

EL NACIMIENTO DEL
PENSAMIENTO CIENTÍFICO

Anaximandro de Mileto

TRADUCCIÓN DE
ANTONI MARTÍNEZ RIU

Herder



Título original: Anaximandre de Milete ou la naissance de la pensée scientifique

Traducción: Antoni Martínez Riu

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2009, 2015, Dunod, París

© 2018, Herder Editorial S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4060-1

1. edición digital, 2018

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Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

Introducción

Agradecimientos

1 EL SIGLO VI ANTES DE NUESTRA ERA

Un panorama del mundo

El saber del siglo VI: la astronomía

Los dioses

Mileto

2 LAS APORTACIONES DE ANAXIMANDRO

3 LOS FENÓMENOS ATMOSFÉRICOS

El naturalismo cosmológico y biológico

4 LA TIERRA FLOTA

5 ENTIDADES INVISIBLES Y LEYES NATURALES

¿Hay algo en la naturaleza que no vemos?

La idea de ley natural: Anaximandro, Pitágoras y Platón

6 CUANDO LA REBELIÓN DEVIENE VIRTUD

7 ESCRITURA, DEMOCRACIA Y MEZCLA DE CULTURAS

Grecia arcaica

El alfabeto griego

Ciencia y democracia

La mezcla de las culturas

8 ¿QUÉ ES CIENCIA? PENSAR ANAXIMANDRO DESPUÉS DE EINSTEIN Y DE HEISENBERG

El colapso de las ilusiones del siglo XIX

La ciencia no se reduce a predicciones verificables

Explorar las formas de pensar el mundo

La evolución de la imagen del mundo

Reglas del juego y conmensurabilidad

Elogio de la incertidumbre

9 ENTRE RELATIVISMO CULTURAL Y PENSAMIENTO DE LO ABSOLUTO

10 ¿PODEMOS ENTENDER EL MUNDO SIN LOS DIOSES?

El conflicto

11 EL PENSAMIENTO PRECIENTÍFICO

Naturaleza del pensamiento místico-religioso

Las diferentes funciones de lo divino

12 CONCLUSIÓN: EL LEGADO DE ANAXIMANDRO

Referencias bibliográficas

Índice analítico

Créditos de las ilustraciones

Para Bonnie


INTRODUCCIÓN

Todas las civilizaciones humanas han pensado que el mundo está formado por el cielo arriba y la Tierra abajo (figura 1, izquierda). Debajo de la Tierra, para que no se caiga, tiene que haber tierra, hasta el infinito; o una gran tortuga que descansa sobre un elefante, como en algunos mitos asiáticos; o columnas gigantescas, como las que se mencionan en la Biblia. Esta imagen del mundo la comparten las civilizaciones egipcia, china o maya, las de la India antigua y el África negra, los hebreos de la Biblia, los indios de América, los antiguos imperios babilónicos y el resto de culturas de las que tenemos noticia.

La comparten todas, menos una: la civilización griega. Ya en la edad clásica, los griegos se imaginaban la Tierra como una roca suspendida en el espacio (figura 1, derecha): por debajo de la Tierra, ni tierra hasta el infinito ni tortuga ni columnas, sino solo el cielo que vemos encima de nosotros. ¿Cómo descubrieron los griegos que la Tierra flota en el espacio? ¿O que sigue habiendo cielo también bajo nuestros pies? ¿Quién llegó a imaginársela así y cómo lo logró?

El hombre que dio ese gran paso es el protagonista de las páginas que siguen: Ἀναξίμανδρος, Anaximandro, nacido hace veintiséis siglos en la ciudad griega de Mileto, en la costa occidental de la actual Turquía. Seguro que este descubrimiento habría bastado para hacer de él un gigante del pensamiento. Pero su legado es más amplio. Anaximandro abrió el camino a la física, a la geografía, al estudio de los fenómenos meteorológicos, a la biología. Más allá de estas inmensas aportaciones, él fue quien inició el proceso de repensar nuestra imagen del mundo: la búsqueda del conocimiento basado en la rebelión contra las evidencias.


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Figura 1. El mundo antes y después de Anaximandro.


Desde este punto de vista, Anaximandro es, sin ningún tipo de duda, uno de los fundadores del pensamiento científico.

La naturaleza de esta forma de pensamiento constituye el segundo objetivo de este libro. La ciencia es ante todo una exploración apasionada de nuevas maneras de pensar el mundo. Su fuerza no se debe a las certezas que genera, sino todo lo contrario, a una aguda conciencia de la magnitud de nuestra ignorancia. Esta conciencia nos lleva a dudar constantemente de lo que creemos saber, por lo que nos permite estar aprendiendo siempre. La búsqueda de conocimiento no se nutre de certezas: se alimenta de una ausencia radical de certidumbre.

Ese tipo de pensamiento, fluido, en constante evolución, tiene una fuerza enorme y una magia sutil: es capaz de alterar radicalmente el orden del mundo, de repensar el mundo.

Esta concepción evolutiva y subversiva del pensamiento racional difiere mucho de su representación positivista, pero también de la imagen fragmentada y un poco árida que presentan ciertas reflexiones filosóficas contemporáneas. El modo de ser del pensamiento científico que deseo poner de relieve en estas páginas es su capacidad crítica, rebelde, de reinventar constantemente el mundo.

Si este esfuerzo por «reinventar el mundo» es un aspecto central de la búsqueda científica del conocimiento, tendremos que admitir que esa aventura no comenzó con la síntesis newtoniana o con las experiencias pioneras de Galileo y tampoco con los primeros modelos matemáticos de la astronomía alejandrina. Empezó mucho antes; empezó con lo que conviene llamar la primera gran «revolución científica» de la historia de la humanidad: la revolución de Anaximandro.

Creo, sin embargo, que la importancia de Anaximandro en la historia del pensamiento no se ha valorado lo suficiente.1 Son varias las razones que justifican esa infravaloración. En la Antigüedad, su propuesta metodológica aún no había dado los frutos que podemos recoger hoy, tras una larga maduración y muchos cambios de rumbo. A pesar del reconocimiento recibido por parte de algunos autores con mayor sensibilidad «científica», como Plinio —citado en la apertura de este libro—, a Anaximandro se lo consideró a menudo —así lo hace, por ejemplo, Aristóteles— como un turiferario de un enfoque naturalista incierto, y fue ferozmente combatido por corrientes culturales alternativas.

Si todavía hoy el pensamiento de Anaximandro se sigue entendiendo poco y mal, se debe sobre todo a la perniciosa dicotomía establecida entre ciencias puras y ciencias humanas. Naturalmente, soy consciente del sesgo que introduce mi formación principalmente científica cuando trato de evaluar la importancia de un pensador que vivió hace veintiséis siglos. Pero estoy convencido de que la interpretación corriente del pensamiento de Anaximandro sufre del sesgo inverso: la dificultad que muchos intelectuales con formación histórico-filosófica tienen a la hora de valorar el alcance de sus aportaciones, cuya naturaleza y legado son intrínsecamente «científicos». Incluso los autores citados en la nota anterior, que reconocen con facilidad la grandeza del pensamiento de Anaximandro, tienen que hacer esfuerzos por comprender a fondo el alcance de algunas de sus aportaciones. Precisamente, ese alcance es lo que pretendo poner de relieve en estas páginas.

Mi punto de vista acerca de Anaximandro no es, por tanto, el de un historiador ni el de un experto en filosofía griega, sino el de un científico de hoy que procura reflexionar sobre la naturaleza del pensamiento científico, así como sobre el papel que este pensamiento ejerce en el desarrollo de la civilización. A diferencia de la mayoría de los autores que se interesan por Anaximandro, mi objetivo no es reconstruir tan fielmente como sea posible su pensamiento y su universo conceptual. Para esta reconstrucción me apoyo sin más en los magistrales trabajos llevados a cabo por helenistas e historiadores como Charles Kahn, Marcel Conche o, más recientemente, Dirk Couprie. No busco modificar o complementar las conclusiones a las que llegan esas reconstrucciones, sino ilustrar la profundidad del pensamiento que se desprende de ellas y el papel que dicho pensamiento ha tenido en el desarrollo del saber universal.

El segundo motivo de la infravaloración del pensamiento de Anaximandro, así como de otros aspectos del pensamiento científico griego, es una sutil y difusa incomprensión de ciertos aspectos centrales del pensamiento científico.

La fe en la ciencia, típica del siglo XIX, la exaltación positivista de la ciencia como conocimiento definitivo acerca del mundo, hoy se ha venido abajo. El primer responsable de este desmoronamiento es la revolución de la física en el siglo xx, que ha revelado que, a pesar de su increíble eficacia, la física de Newton es, en un sentido muy preciso, errónea. Amplios sectores de la filosofía de las ciencias posterior pueden leerse como intentos de redefinir, sobre esta tabula rasa, la naturaleza de la ciencia.

Determinadas corrientes han tratado de encontrar los fundamentos seguros de la ciencia, por ejemplo, restringiendo el contenido cognoscitivo de sus teorías a la simple capacidad de predecir cantidades o el comportamiento de fenómenos directamente observables o verificables. Según otros enfoques, las teorías científicas se analizan como construcciones mentales más o menos arbitrarias que no pueden confrontarse directamente entre sí o no pueden hacerlo con el mundo, si no es en sus consecuencias más prácticas. Con este tipo de análisis, sin embargo, se pierden de vista los aspectos cualitativos y acumulativos del saber científico, que no solo son inseparables de los puros datos numéricos sino que son principalmente el alma y la razón de ser de la ciencia.

En el otro extremo del espectro, parte de la cultura contemporánea devalúa radicalmente el saber científico, alimentando un anticientificismo difuso. A partir del siglo XX el pensamiento racional se muestra lleno de incertidumbres. Florecen diversas formas de irracionalismo, tanto en la opinión pública como en círculos cultivados, alimentándose del vacío abierto por la pérdida de la ilusión de que la ciencia puede proporcionar una imagen definitiva del mundo —alimentándose del miedo a aceptar nuestra ignorancia—. Como si fuera mejor tener certezas falsas que incertidumbres…

Pero la ausencia de certezas, lejos de ser su debilidad constituye, y ha constituido siempre, el secreto de la fuerza de la ciencia, entendida como pensamiento de la curiosidad, de la rebelión y del movimiento. Sus respuestas no son creíbles porque sean últimas; son creíbles porque son las mejores de que disponemos en un momento dado de la historia de nuestro saber. Precisamente porque sabemos no considerarlas definitivas, esas respuestas pueden ser cada vez mejores.

Desde este punto de vista, los tres siglos de ciencia newtoniana no se identifican ciertamente con «la Ciencia», como se piensa demasiado a menudo. No son mucho más que un momento de pausa en el camino de la ciencia, a la sombra de un éxito enorme. Al poner en cuestión la física de Newton, Einstein no puso en peligro la posibilidad de entender cómo funciona el mundo. Al contrario, recuperó el camino: el camino de Maxwell, de Newton, de Copérnico, de Ptolomeo, de Hiparco y de Anaximandro, esto es, poner en constante discusión los fundamentos de nuestra visión del mundo para mejorar de manera constante.

Cada paso dado por estos personajes, al igual que por otros innumerables de no tanta relevancia, afecta profundamente nuestra imagen del mundo y llega incluso a modificar el sentido de la noción de imagen del mundo. No se trata aquí de cambios en puntos de vista arbitrarios, sino de engranajes en la inagotable riqueza de las cosas, que se enlazan uno tras otro. Cada paso nos revela un nuevo mapa de la realidad, que nos explica un poco mejor cómo es el mundo. Buscar el extremo de esa madeja, el punto fijo metodológico o filosófico donde anclar esta aventura es traicionar su naturaleza inherentemente evolutiva y crítica.

Sería ingenuo pretender saber cómo está hecho el mundo tomando como base lo poco que sabemos; sería francamente absurdo despreciar lo que sabemos solo porque mañana podremos saber un poco más. Una carta geográfica no pierde su valor cognitivo solo porque sabemos que puede haber otra más precisa. A cada paso corregimos un error, obtenemos un elemento de conocimiento añadido que nos permite ver un poco más allá. La humanidad recorre un camino hacia el conocimiento que sabe mantenerse lejos de las certezas de los que se creen depositarios de la verdad, sin que por ello sean incapaces de reconocer quién tiene razón y quién está equivocado, como así quisiera que fuera una parte del pensamiento contemporáneo. Este es el punto de vista que intentaré desarrollar en la parte final de este texto.

Volver a las raíces antiguas del pensamiento racional de la naturaleza, entendida en este sentido más amplio, es por tanto para mí una manera de ilustrar lo que considero que son ciertas características centrales de este pensamiento. Hablar de Anaximandro es también reflexionar sobre el sentido de la revolución científica abierta por Einstein, que es el tema central en que me ocupo como físico, especialista en gravedad cuántica.

La gravedad cuántica es un problema abierto en el corazón mismo de la física teórica contemporánea. Para resolverlo, probablemente sea necesario cambiar de manera radical nuestros conceptos de espacio y tiempo. Anaximandro transformó el mundo: de una caja cerrada por la parte de arriba por el cielo y por la de abajo por la Tierra hizo un espacio abierto en el que la Tierra flotaba. Solo teniendo en cuenta cómo son posibles tales transformaciones del mundo —prodigiosas como puedan ser— y por qué razón son «correctas», seremos capaces de enfrentarnos al desafío de comprender las transformaciones de las nociones de espacio y tiempo requeridas por la cuantificación de la gravedad.

Finalmente, un último itinerario, más difícil, sirve de base a este libro; un itinerario hecho de preguntas más que de respuestas. Preguntarse por la primera manifestación antigua del pensamiento racional de la naturaleza lleva, como es inevitable, a preguntarse por la naturaleza del saber que la precede históricamente y que todavía se propone hoy como antagónico: el saber de dónde nació este pensamiento y del cual se diferenció y contra el que se rebeló y se rebela todavía —así como por la relación entre uno y otro.

Al abrir, retomando las palabras de Plinio, «las puertas de la naturaleza», en realidad Anaximandro dio vía libre a un conflicto titánico: el conflicto entre dos formas de conocer profundamente diferentes. Por un lado, un saber nuevo acerca del mundo, fundado en la curiosidad, en la rebelión contra las certezas y, por tanto, en el cambio. Por otro, el pensamiento entonces dominante, principalmente místico-religioso y fundado, en gran medida, en certezas que por naturaleza no pueden ser puestas en discusión. Este conflicto ha atravesado la historia de nuestra civilización, siglo tras siglo, con victorias y derrotas de uno y otro.

Hoy, después de un período en el que las dos formas de pensamiento rivales parecían haber encontrado una forma de coexistencia pacífica, parece que este conflicto se abre de nuevo. Muchas voces, con orígenes políticos y culturales muy diferentes, cantan de nuevo al irracionalismo y a la primacía del pensamiento religioso. Hasta la fecha, Francia ha sabido mantenerse en parte alejada de esta gran marea, que inunda países tan diferentes como Estados Unidos, India, la mayoría de los países islámicos o Italia; pero también en Francia la confianza en el pensamiento racional va erosionándose en el ámbito público y el país no podrá eludir el retorno de lo religioso que ya observamos en el resto del mundo. De ello vamos viendo los signos.

Esta nueva confrontación entre pensamiento positivo y pensamiento místico-religioso nos remite casi a las disputas del tiempo de la Ilustración. Para enfrentarnos a esos desafíos, una vez más, tal vez sea insuficiente volver nuestra mirada hacia el último decenio o hacia los cuatro últimos siglos. Se trata de una oposición más profunda, en la que la escala del tiempo se mide en milenios y no en siglos, y que posiblemente tiene que ver con la lenta evolución de la civilización humana misma, con la estructura profunda de su organización conceptual, social y política. Son de tan amplio alcance esos temas tan vastos que no puedo hacer mucho más que plantear preguntas y buscar algunos inicios de reflexión; pero son sin duda temas centrales para nuestro mundo y para su futuro. El final incierto de este conflicto determina nuestra vida de cada día y el destino de la humanidad.

No quiero sobrestimar a Anaximandro, de quien en el fondo sabemos muy poco. Sin embargo, en la costa jónica, hace veintiséis siglos, alguien inició un nuevo camino para el conocimiento y una nueva senda para la humanidad. La bruma que nos oculta el siglo VI a.C. es espesa, y sabemos demasiado poco del hombre Anaximandro para poder atribuirle con certeza esa gigantesca revolución. Pero la revolución, el nacimiento del pensamiento de la curiosidad y del movimiento, ciertamente ocurrió. Que Anaximandro sea su único autor, o que sea simplemente el nombre para designarla que nos sugieren algunas fuentes antiguas, en el fondo, nos interesa menos.

De esta extraordinaria revolución iniciada hace veintiséis siglos en la costa turca y en cuyo ámbito vivimos todavía hoy quiero hablar. Y del conflicto que inició, que todavía permanece vivo.



1 Esta situación está cambiando. Estudios recientes convergen con la tesis de este libro. Daniel Graham, en un libro muy reciente acerca de la filosofía jónica, llega a conclusiones muy similares (cfr. Explaining the Cosmos, Princeton, Princeton University Press, 2006). En la introducción de la colección de ensayos Anaximandre in context (Albany, SUNY Press, 2003) leemos: «Estamos convencidos de que Anaximandro es una de las mentes más grandes que han existido, y creemos que este hecho no se refleja suficientemente en los estudios existentes». Dirk Couprie, que ha estudiado con profundidad la cosmología de Anaximandro concluye: «Sin ningún tipo de duda, lo considero igual que a Newton» (íbíd.).


AGRADECIMIENTOS

Gracias a Fabio Soso por haberme transmitido su pasión por la ciencia antigua. A Dirk Couprie, uno de los principales especialistas en Anaximandro, por haber leído con paciencia estas páginas y haber corregido mis peores errores. Y a mis padres, por mucho más.