Primera edición, 2005

Primera reimpresión, 2017

Edición: Sergio Bello Canto y Carlos A. Andino

Diseño de cubierta: Carmen Padilla González

Diseño interior: Julio Víctor Duarte

Corrección: Pilar Trujillo Curbelo

Emplane digital: Yasser Vázquez Jiménez

© Luis F. Desdín García, 2005

© Sobre la presente edición:

Editorial Científico-Técnica, 2017

ISBN: 978-959-05-0993-3

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Prólogo

Bienvenido sea este interesante libro que viene a iniciar —y ojalá sea así— la materialización de un deseo de muchos: es decir, ver editados, y publicados, libros de divulgación científica que puedan llegar a todos.

Se trata hoy de una necesidad ya insoslayable. Nuestra cultura lo necesita. Hay avidez en el público lector de nuestros tiempos por saber más de la ciencia, por “apropiarse” de los conocimientos básicos de la ciencia contemporánea. Es muy necesario, pero también constituye una gran responsabilidad para la comunidad científica cubana, el poner esos saberes en forma accesible para un amplio público y, a la vez, apegado al rigor científico y a los conceptos correctos.

Es por ello que, obras como esta deben ser escritas por los que saben “su ciencia”, pero también por los que saben comunicar, por los que sienten el gozo de escribir sobre temas científicos al alcance de muchos, con el mismo disfrute y la pasión de aquel que escribe una poesía o una novela.

El Doctor en Ciencias Físicas Luis Felipe Desdín García es un muy conocido científico cubano, formado en la ex URSS, con una vasta cultura que raya a veces en la erudición. Pertenece también a un grupo de científicos comprometidos con su tiempo y que no les es suficiente la labor científica en su grupo o en su laboratorio y el producir artículos científicos, sino que les interesa salir a la sociedad, compartir sus conocimientos, transmitir la belleza de la ciencia, de la naturaleza, del universo que nos rodea y en el que vivimos.

El Fuego de Prometeo nos conduce de la mano desde las maravillas del mundo sub-atómico hasta la composición del universo y los sucesos después del Big-Bang o la Gran Explosión.

Nos dice Desdín que el fuego de Prometeo es la fusión termonuclear y nos la cuenta desde la leyenda griega, pasando por otras de antiguos guerreros, hasta textos de la dialéctica de Engels (“la muerte es un elemento esencial de la vida”) o del Fausto de Goethe (“cuanto nace es digno de perecer”), de ahí el encanto y valor literario también de este libro.

Dirigido a todo el que quiera saber algo, porque no sabe nada de estos temas de la física nuclear o porque sabe un poco y quiere saber más, o porque se es ya un científico y se quiere saber cómo es la relación del micromundo (o el nanomundo) con el macromundo o el cosmos.

Se trata de su “granito de arena” —como el mismo autor dice— en aras de aportar algo a la cultura científica del lector interesado.

Nos lleva desde Copérnico y Giordano Bruno hasta Einstein, Heisemberg, Hubble, desde las más elementales de las partículas, pasando por la formación y origen de los elementos químicos de la Tabla de Mendeleiev, por describirnos y enseñarnos más del Sol, hasta la infinitud del universo, el movimiento constante y la constante expansión.

También, nos expone el descubrimiento y la explicación de la radiación de fondo, la cual es la “culpable” de esa “llovizna” que vemos en nuestros televisores cuando sintonizamos un canal que no esté transmitiendo.

Todo lector que quiera saber algo más sobre la bomba atómica y el proyecto Manhattan, sobre la bomba H, sobre la bomba de neutrones, sobre la desenfrenada carrera armamentista de las grandes potencias, y también del escepticismo y la desesperanza que sembraron los accidentes de Three Miles Island en Estados Unidos; Chernobil, en la ex URSS; o Goiania, en Brasil, podrá encontrar en el libro explicaciones, datos, y reflexiones de rigor e interés.

Incluye además, el debate ecologista actual sobre el uso pacífico de la energía nuclear, el que, al igual que el debate sobre los alimentos transgénicos o la clonación humana o con fines terapéuticos, o los posibles peligros de las nanotecnologías para el medio ambiente, se nos presenta, pero con un hálito de optimismo cuando cierra con un consejo para los que experimentan, aplican o investigan y desarrollan el Fuego de Prometeo, al concluir con una frase de Otto Hann: “…Nuestros hijos o nietos habrán dominado al proceso: ellos pondrán el Sol en la Tierra, si antes se les permite continuar su vida en la Tierra.”

Mucho se agradece este libro, en especial en el 2005, Año Mundial de la Física, y ojalá muchos científicos cubanos se animen a seguir su huella, con otros temas, que ya se van haciendo imprescindibles en el panorama intelectual y en la cultural de nuestra nación.

De la misma manera que comienza Desdín cada capítulo, con una frase muy a propósito de su contenido, he querido terminar esta presentación con la siguiente:

“Poner la ciencia en lengua diaria: he ahí un gran bien que pocos hacen.”

José Martí, 1884

T.13.425

Dra. Lilliam Álvarez Díaz

La Habana, Enero de 2005.

Introducción

El armonioso edificio de la cultura griega determinó durante siglos el desarrollo de la civilización occidental. A ninguna otra mitología le debe la humanidad más que a la visión griega de la unidad del Universo, la vida y el intelecto.

Una de sus más cautivantes leyendas es la referida al titán Prometeo, encarnación mítica del hombre en su carácter de creador y rebelde.

Paseando un día Prometeo por las orillas de un río, tomó del suelo un puñado de arcilla y, por entretenimiento, fue moldeando con sus hábiles manos la figura de un hombre. Hizo una bella estatua, pero inanimada, pues le faltaba el soplo de la vida. Atenea, admirada de la belleza de la obra, deseó contribuir a la perfección y condujo a Prometeo al cielo, donde este vio el fuego divino que animaba a todos los cuerpos celestes. En un descuido de Zeus, pudo apoderarse de una chispa y, en posesión del divino tesoro, abandonó el Olimpo; descendió a la Tierra e infundió a la estatua el fuego animador que le faltaba. Zeus castigó cruelmente al Titán: le hizo encadenar a una roca inaccesible y, todos los días, enviaba un buitre para que le devorara las entrañas. Pero el Titán no se sometió al poderío de Zeus; soportó con entereza todos los sufrimientos. El género humano quedó muy agradecido a Prometeo por haberle dado el fuego.

El siglo xx desentrañó la naturaleza de este enigmático fuego, enseñándonos que no es más que la manifestación de las reacciones nucleares de fusión. Ese fuego será el «hilo de Ariadna» que nos guiará a través de las páginas de este libro; será su alfa y su omega.

La fusión nuclear ha representado y representa un papel protagónico en la evolución del Universo. Durante los primeros minutos que siguieron a la Gran Explosión que originó el Universo, este fuego produjo la materia prima nuclear que alimentaría a las estrellas, verdaderas fábricas estelares que desde hace miles de millones de años producirían energía de fusión que irradian al cosmos, para asombro de los habitantes de un planeta pequeño que gira alrededor de una estrella mediana, nuestra Tierra.

La fusión nuclear es la responsable de la existencia del carbono y del oxígeno, que forma parte esencial de la materia orgánica y de la vida. Nuestro Sol no es más que un reactor natural que produce luz y calor a partir de las reacciones de fusión. El hombre empleó la fusión nuclear para crear lúgubres instrumentos de destrucción: las bombas de hidrógeno y de neutrones.

El objetivo de este libro es relatar el protagonismo del fuego de Prometeo en la naturaleza y su papel como espada de Damocles, que ha amenazado en convertir a la Tierra en frío, humo y cenizas radiactivas.

El material de esta obra presupone que el lector conoce las nociones de física y química que se imparten en los cursos escolares, y todo lo que se sale de sus límites se explica según la necesidad. Se dispone, adicionalmente, de un glosario de términos, así como de otro, de personalidades y personajes.

Los científicos, como regla, consideran que es conveniente que el público tenga una comprensión general del método científico y de los resultados de la ciencia que son significativos en la vida cotidiana. Ellos son, también, sensibles a la manera en que la ciencia es popularizada, porque existe una tendencia en los medios masivos de difusión que muestra a la ciencia a través de un prisma sensacionalista.

Algunos científicos tienen el talento, la inclinación y el valor de escribir para el gran público, pero, como regla, la mayor parte de los esfuerzos de popularización se realizan por profesionales que trabajan en estos medios.

La preparación de información científica adecuada para los medios masivos de difusión, tiene dificultades intrínsecas, porque, generalmente, va acompañada del uso de analogías con las experiencias cotidianas, un proceso que puede conducir a una supersimplificación o a una pérdida del significado de los conceptos científicos expuestos.

Observo con preocupación que en Cuba nuestros investigadores no se sienten atraídos por escribir divulgación científica y que, a pesar de los enormes éxitos de nuestra educación y nuestra ciencia en los últimos tres decenios, existe un gran vacío en la divulgación científica de las ciencias exactas y naturales. Por ello, pretendo contribuir a mejorar esta situación con este «granito de arena».

Como la mayoría de los científicos, considero los conocimientos científicos como uno de los elementos más valiosos de la cultura contemporánea, y percibo, con tristeza, que muchas personas muy preparadas en otras ramas del saber están desligadas de esta parte de la cultura que corresponde a los fundamentos de las ciencias naturales, por lo que tienen una cosmovisión pobre, limitada y fragmentada.

Las necesidades espirituales no se reducen a la percepción de una obra de arte o a la belleza de la naturaleza. Conocer y comprender la estructura de la naturaleza es también una necesidad importante del hombre.

Quiero enfatizar que se trata de una necesidad de la mayoría de las personas, y no solo de los científicos. Cabe aquí, la comparación de los que escuchan música (que son muchos) y los compositores (que, de talento, son pocos).

Abrigo la esperanza de haber transmitido al lector una partícula de esa necesidad. En todo caso, ese es mi profundo deseo. Pues, como dijese Henry Poincaire: «Si la naturaleza no fuese bella, no merecería la pena conocerla y no merecería vivir la vida.»

La belleza del cosmos no
solo procede de la unidad en la variedad,
sino también de la variedad en la unidad.

Fray Guillermo de Baskerville

(Umberto Eco. Il nome della rosa)

Capítulo I

Fusión nuclear

Sol aparente y poderoso mar

La célebre frase de Pasteur que la casualidad solo ayuda a las mentes preparadas, describe a las mil maravillas el descubrimiento de la radiactividad por Antonie Henri Becquerel.

El primero de marzo de 1896, Becquerel, quien había envuelto en papel opaco una placa fotográfica y la había dejado en un lugar oscuro —una gaveta de su mesa de trabajo— en presencia de sales de uranio, comprobó que la placa había sido alterada.

El ennegrecimiento de la placa fue interpretado por Becquerel como la demostración de que el uranio emitía una radiación hasta entonces desconocida. Esta radiación fue la «embajadora», que trajo la noticia de la existencia de una terra ignota: el núcleo atómico.

Poco a poco se fue elucidando que el responsable de la radiactividad era el núcleo atómico. Quedaba en evidencia que el átomo, a pesar de su nombre, que en griego significa «indivisible», es una estructura compleja.

El siglo xx traía consigo una avalancha de datos experimentales que corroboraban la existencia de un mundo de dimensiones espaciales y temporales muy pequeñas. Las evidencias obtenidas por Ernest Rutherford, en 1911, establecieron que la carga positiva asociada a un átomo se concentra en un volumen minúsculo o núcleo, en tanto que la carga negativa compensadora se distribuye en una esfera de radio comparable al radio del átomo.

El núcleo tiene unas dimensiones del orden de 10-13 cm y en este reside casi toda la masa atómica. Rodea al núcleo una nube de electrones, que está a una distancia media de 10-8 cm y que, con su carga negativa, hace que el átomo, como un todo, sea eléctricamente neutro.

El modelo planetario del átomo concordaba asombrosamente con las palabras proféticas del poeta persa del siglo xii, Al-Attar, en relación con que en cada átomo hay un sol aparente y en cada gota, un poderoso mar. Y que si se corta un átomo y se penetra en el interior, se podría descubrir un sol en su corazón.

Se debe también a Rutherford el primer paso hacia el conocimiento de la estructura nuclear. En 1919, demostró la existencia en el núcleo de los protones, partículas con una carga positiva de igual magnitud y signo contrario a la del electrón.

La imagen del núcleo se completó en 1932, cuando James Chadwick descubrió el neutrón, una partícula de masa ligeramente superior a la masa del protón y que no posee carga eléctrica. Ese mismo año, Werner Heisenberg formuló la hipótesis acerca de que el núcleo está constituido, sólo, por protones y neutrones. Los protones y los neutrones que forman el núcleo reciben el nombre genérico de nucleones.

La hipótesis de Heisenberg describía perfectamente las masas y cargas de los núcleos, obtenidas de los experimentos. Así, un átomo de número atómico Z y número másico A, está formado por un núcleo que contiene Z protones, (A-Z) neutrones y por una nube electrónica constituida por Z electrones.

La estructura del núcleo es uno de los enigmas más complicados que enfrenta la ciencia contemporánea. Los físicos nucleares tienen que tratar con objetos que están lejos de la experiencia cotidiana del hombre. Las dimensiones del núcleo no rebasa la millonésima de millonésima de centímetro, por lo que no se dispone de medios para medir directamente, ni siquiera, sus propiedades más simples. Por ello, es necesario inferirlas de los experimentos. En el caso de la forma, por ejemplo, se supuso en un inicio que todos eran esféricos. Sin embargo, los experimentos revelaron paso a paso que no solo los había esféricos u oblongos, sino también achatados, como discos; triaxiales, como una pelota de rugby algo desinflada; u octupolares, como peras.

Las propiedades de los núcleos están determinadas por las fuerzas nucleares. En virtud de estas se mantiene unido el núcleo atómico y se conserva la estabilidad del Universo. Ellas se manifiestan en las reacciones nucleares que alimentan el fuego de las estrellas, y a una escala modesta brindan la energía para las centrales atómicas.

Existe una íntima relación entre las fuerzas nucleares y la variedad del mundo que vemos. En los últimos 200 años se demostró que toda la multitud de sustancias que nos rodea, formando la naturaleza viva y el reino inorgánico, se debe a la multiplicidad de combinaciones de un número, relativamente pequeño, de elementos. Hoy día, se conocen millones de compuestos y, cada semana, este número aumenta en miles.

Antes del descubrimiento del núcleo, la sistematización de los elementos era un enigma, sus propiedades parecían carecer, por completo, de nexos lógicos. Las causas de la Ley Periódica de Mendeleiev eran un misterio, lo que hizo exclamar con furor al gran químico Bunsen que, con el mismo éxito, se podía buscar regularidad en las cifras de los boletines de la Bolsa de Valores.

La clave del enigma la brindó la hipótesis de Heisenberg, dando una definición rigurosa del concepto de elemento, como: «el conjunto de átomos cuyos núcleos poseen la misma carga Z».

Los átomos de un mismo elemento pueden ser diferentes entre sí, pues, además de protones, el núcleo posee neutrones. Las variedades de los átomos de un elemento cuyos núcleos tienen diferentes números de neutrones, se denominan isótopos.

Después de conocer que la grandiosa y rica variedad del mundo que nos rodea está sustentada en este número, sumamente pequeño, de elementos —determinados por la acción de las fuerzas nucleares—, no le ha de extrañar que, en una ocasión, Edwin Schrodinger dijese: «es un milagro que, a pesar de la sorprendente complejidad del mundo, podamos descubrir en sus fenómenos determinada regularidad».

Mapa de Segré

Un neutrón libre se desintegra ineluctablemente. Su período de semidesintegración, que es el tiempo necesario para que la mitad de los neutrones de un conjunto grande se desintegre, es de 10 min. Por otra parte, los protones se repelen, con gran fuerza, por ser partículas cargadas de igual signo.

Entonces… ¿Cómo explicar la estabilidad de los núcleos, a pesar de estar formados por protones y neutrones? No obstante, ahí están los hechos, inexorables y testarudos: en la naturaleza existen cerca de 287 isótopos estables o cercanos a la estabilidad, que van, desde el ligero protio (1H1), hasta el pesado uranio (238U92).

Estas evidencias nos obligan a concluir que los neutrones cumplen en el núcleo el rol de aglutinadores. Ello solo puede acontecer por medio de un nuevo tipo de fuerzas: las fuerzas de intercambio.

El mecanismo de las fuerzas de intercambio consiste en que dos partículas se transforman, una en otra, intercambiando una partícula portadora de la interacción. Esta partícula, de carga positiva o negativa, de igual magnitud a la del electrón y de masa mucho mayor que la de este (aproximadamente, 200), se conoce como mesón.

La transformación mencionada se descifra como sigue: Un protón, al emitir un mesón positivo, pierde con este su carga y se transforma en un neutrón. El mesón emitido es absorbido por otro neutrón, que se transforma, a su vez, en un protón. Este proceso también puede ocurrir a la inversa. Un neutrón emite un mesón negativo transformándose en un protón; el mesón emitido es absorbido por otro protón, que se transforma, a su vez, en un neutrón.

El intercambio de mesones produce la atracción entre los nucleones. Estas fuerzas son las más intensas que se conocen en la naturaleza: las fuerzas nucleares. Sin embargo, la realidad es más complicada, pues hay evidencias de que cada nucleón está constituido por partículas aun menores, los quarks, que se encuentran unidos por el intercambio de otras partículas, conocidas como gluones. Cómo la estructura interna de los nucleones afecta su interacción mutua, es uno de los problemas más intrigantes de la física nuclear.

Para discernir la relación entre las fuerzas nucleares y la estructura de los núcleos, se puede recurrir a un símil. Las fuerzas tectónicas son formidables, inaccesibles, actúan en la sima y determinan los grandes cataclismos que crean la orografía. Las fuerzas nucleares se asemejan a las tectónicas; el vulcanismo y los sismos vienen a ser los procesos de reacción o desintegración nuclear, y los accidentes geográficos se asocian con los núcleos.

Para una mejor comprensión de la «geografía» que determinan las fuerzas nucleares, delinearemos un diagrama tridimensional de los isótopos, conocido como mapa de Segré. En este, los paralelos nos indicarán el número de neutrones; los meridianos, el número de protones; y la altitud; el tiempo de vida de los isótopos.

En el mapa de Segré observaremos que los núcleos estables se encuentran situados en una isla montañosa alargada y estrecha, orientada de nordeste al suroeste: la isla de la estabilidad.

Los núcleos con pequeñas masas se ubican en el occidente de la isla y contienen, casi, igual cantidad de protones y neutrones. A medida que los núcleos son más pesados, se encuentran más al oriente y requieren, proporcionalmente, una mayor cantidad de neutrones para vencer la fuerza de repulsión electrostática de los protones.

En el extremo oriental de la isla, más allá del uranio, todos los núcleos resultan inestables y comienzan a perder partículas. Emiten partículas alfa (núcleos de átomos de helio, formado por dos protones y dos neutrones), se desintegran en dos núcleos más ligeros, con la liberación de una gran cantidad de energía en el proceso de fisión, o se transforman por la emisión de una partícula ß- (electrón), juntamente con radiación gamma.

A medida que nos alejamos del centro de la isla hacia sus costas, norte o sur, los núcleos se tornan, progresivamente, menos estables. En los mares que bañan a la costa norte, se manifiesta de manera más intensa la radiactividad ß+ (emisión de un positrón), mientras que en los mares del sur se manifiesta la radiactividad β-. Cuanto mayor sea el exceso de protones o neutrones en el núcleo (en comparación con los núcleos que se encuentran en el centro de la isla), tanto más fuerte se manifestará la inestabilidad del núcleo con relación a la desintegración ß-+ o ß--.

En los mares que rodean a la isla de la estabilidad, los físicos han identificado cerca de 2 400 núcleos inestables, aunque se predice más de 7 000 especies que pueden existir por corto tiempo.

Los físicos nucleares investigan las leyes que gobiernan las fuerzas nucleares, para desarrollar una teoría de la estructura nuclear que satisfaga a todos los «accidentes geográficos» que observamos en el mapa de Segré.

Esta tarea tiene enormes dificultades. Los núcleos más pesados no tienen la cantidad suficiente de nucleones para poder utilizar las teorías estadísticas. Por otra parte, en el núcleo, a diferencia del átomo, no hay partículas en el centro que ejerzan una atracción dominante. Todos los constituyentes tienen casi la misma masa y carga nuclear interactuando muy fuertemente entre sí, impidiendo que se empleen los métodos matemáticos que se usan de modo exitoso para predecir las propiedades de los átomos con muchos electrones.

Ante esta situación, no ha quedado otra alternativa que idear modelos basados en la analogía entre el comportamiento de cierto grupo de núcleos y otros fenómenos físicos bien conocidos.

El razonamiento por analogía es una conclusión acerca de la presencia de determinados rasgos, sobre la base de la fijación de las coincidencias existentes entre algunos de los otros rasgos de un fenómeno. Este método ha representado un gran papel en la formulación de los modelos nucleares. Algunos de ellos tienen un marcado éxito en la predicción de los resultados de determinados experimentos en ciertos núcleos, pero ninguno puede dar una descripción de todos.

Entre los años 30 y 40 del siglo xx, se descubrió que ciertos núcleos resultaban particularmente estables. Al incrementarse el número de protones y neutrones, se observó en los núcleos un tipo de periodicidad en la energía de enlace de los nucleones, que recuerda la que existe en las capas (órbitas) electrónicas de los átomos.

A finales de la década de los 40, del siglo xx, se explicaron las propiedades de estos núcleos particularmente estables, llamados mágicos (con 2, 8, 20, 50, 82 o 126 neutrones o protones), desde el punto de vista del modelo de capas, análogo al modelo del átomo. En este modelo, se considera que cada nucleón se mueve en una órbita, bajo la influencia de un campo simétrico central, resultado del efecto promediado de todos los nucleones.

Usando una regla de la mecánica cuántica, llamada Principio de Pauli, que plantea que no pueden existir dos partículas en un mismo estado energético, los investigadores calcularon que los estados de pequeñas energías se distribuyen formando capas concéntricas.

Esta aproximación supera las principales objeciones contra el modelo de capas: los nucleones interactúan demasiado fuerte para persistir en órbita; ellos se dispersan cuando se aproximan unos a otros. El Principio de Pauli dice que la dispersión no puede ocurrir, porque los estados vecinos están completamente ocupados por capas estables de nucleones.

Las capas cerradas de los núcleos son análogas a las capas cerradas de electrones que caracterizan a los átomos de los gases inertes (helio, neón, argón, etc.). Cualquier nucleón que se encuentre en órbita fuera de una capa cerrada, se comporta como un nucleón de valencia. De esta manera, los estados elevados de energía se manifiestan como estados excitados por un mismo nucleón, análogo al estado excitado de los niveles electrónicos en el átomo.

La limitación del modelo de capa radica en que solo describe correctamente a los núcleos ligeros con pocos neutrones y protones, y a aquellos núcleos con números de protones y neutrones cercanos a las capas cerradas. Resulta imposible aplicar este modelo a los núcleos pesados. A medida que los núcleos incrementan su masa, los cálculos se complican. El modelo de capas fue desarrollado por María Meyer, Otto Haxel, Hans Jensen y Hans Suess.

Niels Bohr recurrió a otra analogía para explicar la estructura del núcleo. Bohr consideró que un nucleón en el interior del núcleo se encuentra rodeado por otros nucleones, que interactúan con este desde todas las direcciones por igual, de manera que la fuerza resultante es nula. Al mismo tiempo, los nucleones situados en la superficie se encuentran atraídos, solamente, hacia el interior del núcleo. Semejante interacción superficial recuerda la tensión superficial en una gota de agua; en ambos casos, la fuerza tiende a que el sistema adopte una forma esférica.

Las fuerzas nucleares enlazan a los protones y a los neutrones juntos, de manera que ellos se mueven al unísono, manteniéndose unidos por la tensión superficial de la gota. En este modelo, llamado colectivo