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Necrosfera

César Martín Ortiz

 

 

 

Baile del Sol

La inhumanidad, en tanto que tenemos datos históricos, es perenne. No han existido utopías ni comunidades de justicia o de perdón.

George Steiner

No es fácil comprender por qué los sapiens califican de inhumano precisamente a aquello que mejor los caracteriza.

Un Esciente

La Estación

Los hombres de la cáfila se detuvieron en el borde del cráter. Tres de ellos montaban dromedarios de anchas pezuñas y el cuarto conducía una plataforma magnética de carga; todos iban cubiertos de pies a cabeza por holgados mantos de lino que chasqueaban como banderas desplegadas con cada embestida del viento arenoso. Habían salido dos meses atrás del aduar de Frederiksborg, su casa, transportando vino en odres e higos secos. Luego habían cambiado sus mercancías en las jalmas del Río Negro por trigo y por piezas de lino teñidas: azul oscuro para los hombres, azul celeste para las mujeres. Ahora estaban de regreso. Se detuvieron al borde del cráter, descendieron de sus monturas, se arrojaron al suelo, ensuciaron sus cabellos con arena, se arrancaron la ropa y la barba, se arañaron el rostro hasta llorar y sangrar. El aduar de Frederiksborg había desaparecido tragado por el cráter y con él sus bienes, sus animales, sus amigos, sus casas. Higueras y viñedos, palmeras datilíferas y olivos, niños, mujeres.

 

 

El campamento de la Estación ocupaba un estrecho oasis situado entre la costa y la cordillera. Las playas habían desaparecido siglos atrás con la subida de las aguas. Las edificaciones humanas, debilitadas por las mareas gigantes, derruidas finalmente por los huracanes y el tsunami, humedecidas, apelmazadas y vueltas a secar al sol mil veces, habían fraguado en acantilados artificiales. La insistente labor de las olas arrancaba trozos de plástico, vidrio, materiales cerámicos y metal, los rompía en pedazos más pequeños, los hacía rodar, los pulverizaba con paciencia hasta reducirlos a arenilla. Con el transcurso de otros cuantos siglos volvería a haber playas.

El oasis no era el único. Había otros a lo largo de la costa y también tierra adentro. Lo que fue un país verde se había quedado reducido a unas pocas docenas de manchas de vegetación, algunas habitadas aún, ignorantes las unas de las otras y sin ninguna vía de comunicación entre ellas más que las montañas, el desierto de dunas o el mar aventurado. El oasis estaba dividido en dos por la cuenca de un río antes impetuoso y ahora transformado en un wadi que vertía al mar las aguas de deshielo y servía de cauce a las riadas que una vez cada dos o tres años arrastraban hasta el mar cargamentos de tierra y piedras arrancadas a su paso. El wadi y las aguas subterráneas permitían la existencia de aquella reliquia verde en el confín de la costa desértica. Las montañas cercanas, sin árboles, mostraban los infinitos tonos de la roca desnuda, relieves, sombras y texturas de una inmóvil belleza, de una muerta emoción. Solo en las gargantas de deshielo excavadas en la roca, el liquen y las flores rudas revestían la piedra con una indomable y desesperada voluntad de vida. Desde la costa se distinguía algún lejano nevero que brillaba al sol como una lentejuela. Quizás allí arriba habría lagartos y con certeza insectos, pero ningún pájaro sobrevolaba las cumbres en busca de presas. Las aves marinas anidaban en los acantilados de polímeros extrudidos y aluminio de fundición y dejaban acumularse el guano alrededor de sus asentamientos sembrados de esqueletos de pollos que habían sido muertos y comidos por los adultos.

El día en que la Estación despertó, el último habitante del campamento miraba entrar la luz del alba por la ventana en forma de ojo de buey. El cielo estaba encapotado por una única nube de un color gris uniforme, sin los fulgores rojizos, anaranjados y verdosos que tenían otros amaneceres. Antes de una hora sonaría la sirena del primer turno en la Estación, pero la palabra «hora» o la idea de dividir el día en otras partes que no fueran los tres turnos de la Estación no tenían sentido para él, aunque su barraca estuviera llena de relojes. Años atrás, una riada de otoño había deshecho parte de la garganta del wadi dejando al descubierto una oquedad. Cuando el tiempo se calmó y él estuvo seguro de que no habría derrumbamientos, se aventuró por aquella especie de gruta y descubrió los restos de una ciudad de los antiguos. No le dijo nada a la mujer, que ya pasaba casi todo el día tumbada en la cama, imposibilitaba para cubrir su turno en la Estación por causa de su monstruosa obesidad. Muchos de los objetos que encontró en la ciudad sepultada no eran más que incomprensibles y destrozados amasijos de materiales desconocidos, pero había otros casi íntegros que él había rescatado para su barraca con ayuda de uno de los caballos, unas parihuelas y el patín magnético. Le llamó la atención la cantidad de objetos que repetían el mismo diseño de la sala de consolas de la Estación, como si se tratara de un tótem de los antiguos: el círculo, por lo común blanco o de color claro, contorneado por doce símbolos y dividido en sesenta partes. Los había de todo tipo, pequeños y grandes, sencillos y ornamentados. El más bello de los que poseía estaba fabricado con un metal reluciente. La esfera y la maquinaria descansaban debajo de un baldaquín o templete con cuatro columnas sobre las que apoyaban sus patas delanteras cuatro unicornios. Sobre el baldaquín, una mujer joven vestida con una túnica sostenía un pequeño sol en una de sus manos y una luna en la otra. Las dos flechas de la esfera estaban inmóviles, en posición aleatoria, pero otros relojes contaban con mecanismos de diversas clases que las hacían girar durante un día y una noche.

La mujer vivía en una de las últimas barracas y nunca supo nada de la ciudad de los antiguos ni de sus tesoros ocultos. Su huerto estaba desatendido, lleno de maleza, y en el cercado no había ningún animal porque él los había trasladado a su propia barraca. Él le llevaba comida a la mujer tres veces al día. Fabricó una especie de andador con ruedas. La mujer se giraba penosamente en la cama hasta quedarse sentada en el borde y él empleaba todas sus fuerzas para empujar su espalda titánica hasta que ella lograba colgarse del andador por las axilas. Luego la empujaba hasta la letrina. A veces la desnudaba y le pasaba una esponja de mar húmeda por las carnes amarillentas, amoratadas e interminables. Otras veces le cortaba las uñas de los pies para que no se curvaran hasta causarle heridas, le ponía emplastos en las llagas de la espalda o le quitaba los parásitos del pelo con ayuda de una peineta que no era de hueso ni de madera, sino de un material desconocido, flexible y resistente con el que estaban fabricados muchos de los objetos de los antiguos. La mujer nunca le preguntó por la procedencia de la peineta o las ruedas del andador, que tenían un núcleo de metal frío, gris y mate y un cerco de material negro y de tacto más cálido y blando. Fingía no saber, o realmente no sabía, idiotizada por la tarea ingente de estar enterrada en vida en un sepulcro de doscientos kilos de grasa.

Él abandonó el catre y se dirigió a la parte trasera de la barraca prefabricada en forma de bóveda de cañón. Allí tenía colgado un espejo traído de la ciudad de los antiguos, un espejo ya borroso, con un azogue carcomido que solo conservaba algunas zonas nítidas en su parte central. El marco de hierro forjado era asimétrico: una larga serpiente con alas membranosas que abrazaban las esquinas, dos pares de patas con garras y una boca de dientes agudos por la que asomaba una lengua bífida sucia de óxido rojizo. Cuando lo encontró, el espejo estaba aún colgado de una pared en una de las grutas de la ciudad y él se sintió fascinado por el animal de hierro, por la ilusión de maldad salvaje, de demencia peligrosa que el artista había logrado imprimir en la dura materia. Miró en el espejo su cuerpo pequeño, desnudo y deforme, con un hombro y una cadera más altos que los otros. Se peinó la barba y la cabellera gris con la peineta de plástico y se acordó de la mujer.

Una mañana, al llevarle la primera comida del día, la encontró rígida en su cama. Las carnes, que temblequeaban con cada inspiración de aire y con cada latido de su corazón sobreexplotado, estaban de pronto en calma, con el tacto blando y sin elasticidad de la grasa enfriada. Cuando murió Bridgestone, la mujer cortó una tira de carne de la espalda del cadáver: una porción de los músculos cilíndricos que se sitúan a los lados de las prominencias vertebrales. Asó la carne y ambos la comieron como muestra de piedad hacia el muerto, antes de enterrarlo. Él hizo lo mismo con la mujer, pero no se sintió con fuerzas para darle la vuelta al cadáver y cortó una pequeña tira de la parte anterior del muslo. Al terminar la apresurada ceremonia fúnebre, pensó cómo se desharía de la mujer muerta. En la tumba de Bridgestone había trabajado conjuntamente con ella, que entonces aún era ágil y muy vigorosa. Él mismo, sin ser tan fuerte como la mujer, era mucho más joven. Ahora era casi un viejo que tenía la columna torcida de nacimiento y sabía que no podría excavar él solo la tumba gigantesca que ella precisaba. Pensó en incinerarla, pero se arredró ante el despilfarro de combustible. Al final decidió ir por uno de los caballos, el más fuerte que tenía: un animal de la alzada de un perro grande, con cortas y sólidas patas y un lomo poderoso cubierto por largas cerdas castañas. Ató el caballo al colchón y lo arrastraron hasta el acantilado con la muerta encima. Allí despeñó el cadáver. Las aves marinas le proporcionarían diez mil tumbas calientes. Pequeños trozos de su carne, de su ser, surcarían los cielos. El esqueleto quedaría limpio, ligero y esbelto como un tardío testigo de la juventud perdida y después sería reducido a fina arenilla por las mareas y formaría parte de la playa futura.

Comer la carne de los muertos era una de las obligaciones sin sentido aparente que Bridgestone y la mujer le habían impuesto desde que era un niño. Bridgestone y la mujer eran sus padres naturales, porque es necesario que todo ser viviente proceda de otro o de otros, pero en su idioma –una forma degenerada del antiguo anglo-chino– y por lo tanto en su mundo de conceptos y sentimientos, palabras como madre o padre carecían del sentido emocional que tuvieron una vez. La paternidad se expresaba en términos causales, con la misma palabra que servía para aludir al hecho de que las colmenas producen miel o de que el agua moja. La mujer había cuidado a Bridgestone cuando no podía moverse de la cama, y él había hecho lo mismo con la mujer. Habían comido carne del cadáver del hombre y él también había comido del cadáver de la mujer. Guardaba el recuerdo de otro hombre más viejo aún que Bridgestone, un ciego llamado Li Bai, a quien Bridgestone llevó de comer mientras estuvo vivo. Ni la mujer ni él habían necesitado tener un nombre: la mujer era «mujer» y él era «tú». Bridgestone fue el último habitante del campamento en tener un nombre propio. La obligación de cubrir los turnos de vigilancia en la Estación, la de cuidar a los viejos, comer un poco de carne de los muertos y recordar las palabras de Li Bai y repetirlas, eran como la costumbre de peinarse por las mañanas aunque se hubiera quedado solo en el oasis. Eran cosas a las que había que dar importancia porque ratificaban la condición humana, esa ilusión de deber o de finalidad que el hombre parece necesitar para seguir considerándose hombre. Eran también antiquísimos tabúes, lo mismo que las palabras.

Palabras como «madre», «hijo», «esposa» y otras similares, cargadas de tensión emocional, habían sido las causantes de la catástrofe. En alguna parte habría eruditos bien informados acerca de lo que ocurrió siglos atrás; ellos sabrían exactamente cuándo y por qué tuvo lugar y en qué consistió. Ellos conocerían los verdaderos motivos que hicieron necesario el tabú y los recursos ideados para que no volviera a haber otras catástrofes. Pero para el resto, para los que no conocían la historia, la catástrofe suponía un referente moral simbólico, como en otros tiempos la caída de Adán o el Diluvio; una guía para la conducta diaria implantada por la educación en el sector irracional del espíritu para que fuese de aplicación automática y no pudiera ser cuestionada por el pensamiento. Las antiguas palabras emocionales, primero protegidas por el tabú y después desusadas, no se referían al parentesco en términos impersonales de causa y efecto, sino como funciones egocéntricas. Cualquier persona que se refiriera a otra como «mi esposo» o «mi hijo» proponía implícitamente un modelo de relación social basado en fuerzas de cohesión cuya distinta magnitud dependía de la emoción asociada a la cercanía del parentesco. Cada persona, embriagada por sus propias emociones, se sentía el centro gravitacional de otra serie de personas con las que mantenía enlaces fuertes. Esta actitud pulverizó los deberes interpersonales y los sustituyó por la búsqueda de satisfacciones egoístas. La oleada partió de los países más ricos y después se fue extendiendo a todos los demás, estimulada por las empresas que fabricaban bienes de consumo individual y necesitaban crear la ilusión de que el almacenamiento de aquellos bienes suponía una distinción cualitativa, una grandeza, una aristocracia paradójica y ridículamente universal. Primero el clan y la tribu, y después la comunidad y los estados nacionales sufrieron un proceso imparable y espontáneo de derrumbe. La humanidad se atomizó en pequeñas unidades formadas por un número de individuos que oscilaba entre uno y cuatro. Cada una de estas unidades era hostil a todas las demás y vivía ensimismada en una fantasía de superioridad y orgullo alimentada por los fabricantes de objetos y emociones. Los grupos de dos o más personas, por otra parte, eran inestables. Se formaban y se deshacían con frecuencia porque ninguna persona admite a la larga que su único papel en la vida es ser el satélite de las emociones de otra. De hecho eran tan inestables que podría decirse que no existían y que el ser humano solitario era el único superviviente de la desorganización social y el único módulo de consumo de bienes materiales y de emociones, cuya renovación intentaba en vano una y otra vez acercándose a los demás. La mujer no había protestado cuando él se llevó sus animales porque sabía que los animales no son de nadie. Él había comido la carne de la mujer como parte de un rito sacramental, pero ignoraba el significado oculto del gesto: yo soy tú, todos somos todos.

 

 

El cráter tenía un kilómetro de diámetro y la forma de un círculo regular. Rasmus, tumbado en el borde, pasó la mano por la superficie interna de hormigón y llamó a su lado a sus compañeros. Rasmus tenía la piel casi negra y los ojos del color de las aceitunas en otoño. Todos ellos le imitaron, todos pudieron palpar con sus propias manos la obra de los antiguos. El cráter no era el resultado de una explosión ni de un hundimiento natural de la tierra; era una construcción artificial, un inmenso pozo de paredes perfectamente lisas desde cuyo fondo en penumbra, invisible, ascendía el hedor de hombres y animales muertos, junto con un inexplicable olor a quemado. En el cementerio, alejado de la población, descansaban veinte generaciones de antepasados que ignoraban haber vivido sobre el vacío; el aduar de Frederiksborg no se asentaba sobre la tierra sino sobre aquella oquedad inmensa. Cuando el sol estuvo más alto pudieron entrever en la profundidad no solo los restos de sus haciendas, sino también los sistemas artificiales de irrigación y los trozos de malla metálica sobre los que habían reposado las tierras fértiles y en los que se habían enraizado los árboles, y las tuberías rotas que habían nutrido los pozos de agua dulce, y el complejo cableado eléctrico que gobernaba todos los sistemas y daba vida al oasis. Los hombres de la cáfila permanecieron en silencio. Así pues, el agua que brotaba de los pozos no era un regalo de las entrañas de la tierra, una maravillosa casualidad, el privilegio de las gentes de Frederiksborg, sino un plan de los antiguos. Pero entonces, se preguntó Rasmus, ¿por qué el agua de aquellos pozos brotaba entre rocas verdinosas que aparentaban tanta antigüedad como el mismo planeta y no de un brocal de hormigón, como el cráter? ¿Por qué se habían tomado la molestia de revestir con un disfraz de naturaleza lo que no era natural? La fertilidad de la tierra, la opulencia de los frutos, el orgullo del oasis, todo era mentira. Todo había sido gobernado por las máquinas de los antiguos muertos, por sus sistemas de cultivo dirigidos por microprocesadores, cuyos restos destrozados yacían en el fondo del cráter junto con la única vida que los cuatro hombres habían conocido jamás.

 

 

Cuando terminó su breve aseo prendió un excremento seco de cebú con un yesquero de eslabón, extendió sobre el rescoldo una plancha de hierro y puso a cocer una torta de pasta de garbanzo. Salió al corral y sangró en la vena del cuello a uno de los cebúes hasta obtener un cuenco de líquido; luego cerró la incisión con una mixtura de plantas hemostáticas. Añadió una pella de miel a la torta y desayunó en la zona delantera de la barraca, la que podría llamarse residencial. Desde que descubrió la ciudad de los antiguos había rescatado infinidad de objetos que ya ocupaban las dos barracas contiguas a la suya. Se había reservado como piezas decorativas los que le parecieron más bellos, más misteriosos o mejor conservados, como el espejo y los relojes, pero sus posesiones más valiosas eran unos libros ilustrados, algunas de cuyas páginas se habían salvado por milagro de la destrucción. En aquellos libros había visto imágenes de los antiguos y le habían maravillado sus ropas extrañas, su modo de vida y su aspecto. No cabía duda de que sus cuerpos eran más fuertes, bellos y armoniosos, pero sus rostros eran inquietantes. Algunos de los antiguos tenían una piel blanca de enfermo o de ahogado, el pelo descolorido y la nariz grande; otros eran negros, de labios anchos y gruesos y cabello compacto; otros, en fin, tenían la piel pardo-amarillenta de los humanos auténticos, pero sus ojos eran como ranuras oblicuas. Aquellos ejemplares puros y ya extintos de los libros le parecían al mismo tiempo curiosos y repulsivos, aunque lo más intranquilizador era la expresión que mostraban: un gesto de vana soberbia, una injustificada satisfacción por el hecho de estar vivos, como si eso fuera un mérito propio. Sus expresiones mostraban la jactancia de quien nunca ha conocido la vida de verdad y por eso se atreve a jugar con ella. Si alguna vez hubiera visto a un niño, los habría calificado de infantiles.

El día en que la Estación despertó, él se echó la ballesta al hombro y salió de la barraca. Las indicaciones para fabricar el arma las había sacado de otro de aquellos libros. Trabajosamente había tallado cada pieza en la madera más dura que pudo encontrar. No sabía leer las explicaciones escritas, aunque los símbolos que utilizaban los libros eran iguales a los que estaban grabados en la chapa de las barracas y en la cúpula de la Estación, y por tanto no pudo averiguar cuál era el material más indicado para el resorte. Primero probó con cable eléctrico; luego se decidió por tiras de cuero de cebú, trenzadas y humedecidas. Empleaba un objeto de los antiguos a modo de cuadrillo: un arpón de pesca submarina de acero endurecido que le servía para cazar ratas o para ensartar peces en las marismas del delta: peces de más de dos metros, encallados en el lodo, temidos por las aves que solo se les acercaban al quedar definitivamente inmóviles. Él aprovechaba la capacidad mortífera de su ballesta para detener en el acto las peligrosas convulsiones de los peces, que podían romperle una pierna de un coletazo, cortar una pieza musculosa del lomo y alejarse de allí antes de que las aves reaccionaran.

El patín lo esperaba a la puerta de la barraca, flotando a unos cuarenta centímetros del suelo. El patín formaba parte de las dotaciones de la Estación y aunque él lo utilizaba como vehículo era en realidad un andamio para realizar tareas de mantenimiento superficial en la cúpula o en el interior de las bóvedas. Era una plataforma triangular con los vértices redondeados y con un eje vertical, provisto de abrazaderas, ganchos y cestillos para llevar herramientas, que surgía de uno de los ángulos de la plataforma y que culminaba en los mandos de la dirección. El patín estaba fabricado con un material gris imposible de manchar, rayar o abollar. Podía subir, bajar, avanzar o retroceder, girar y frenar, pero no incrementar la velocidad, que se mantenía constante en todo momento. Los mismos símbolos de la cúpula de la Estación figuraban, en color rojo, sobre la chapa gris, y no estaban pintados ni pegados sino incrustados de modo indeleble en las moléculas del material. Nadie había sabido nunca cómo funcionaba el patín ni cuánto tiempo llevaba funcionando. Nadie, tampoco, se lo había preguntado. Al igual que la Estación, su antigüedad era incalculable. Los estadillos, diarios y memorandos de la Estación, que eran de papel, habían desaparecido hacía mucho tiempo, pero varias generaciones antes de que se convirtieran en polvo ya no había nadie capaz de interpretarlos y menos aún de continuar la tarea de llevarlos al día. La última persona en conocer la verdadera finalidad de la Estación había desaparecido en un pasado remoto y solo existían referencias míticas y orales de él o de ella, especulaciones casi teológicas, preguntas sin respuesta. Si no se había olvidado la necesidad de mantener los tres turnos de vigilancia en la Estación, ¿cómo es que se había perdido la conciencia, el significado de aquella vigilancia? ¿A quién o qué se vigilaba?

Afirmando la más débil de sus piernas en el suelo y agarrándose con las dos manos al eje de dirección, trepó con un movimiento desgarbado pero preciso a la plataforma triangular, que apenas descendió un par de centímetros al cargar con su peso. La sensación de estar de pie sobre el patín no se parecía a ninguna otra: era como si existiera una repulsión magnética entre la tierra y el artefacto, una polarización antagónica que hiciera imposible cualquier contacto entre ambos. No era necesario preocuparse por esquivar o sobrevolar los obstáculos: el patín mantenía por sí mismo la elevación de cuarenta centímetros respecto a cualquier cosa que se interpusiera en su camino y solamente había que manipular los controles si se deseaba aumentar esa distancia. Empuñó los mandos y se elevó a una altura de seis metros al tiempo que describía una amplia curva sobre el techo de su barraca y sobrevolaba las otras noventa y nueve edificaciones idénticas que, dispuestas en arcos concéntricos en torno al pozo de agua dulce, habían constituido el campamento de la Estación, la zona reservada a los servidores humanos de la Estación. Todas aquellas barracas estuvieron habitadas. Hubo en ellas hombres y mujeres que producían nuevos hombres y nuevas mujeres, pero la población del campamento, que al principio aumentaba, empezó a descender a partir de un momento dado. De pronto nacía menos gente de la que moría y los supervivientes padecían taras de toda clase. Algunos de ellos se revelaron incapaces de engendrar nuevos seres viables. Nacían monstruos. Aquellos cuyos genes eran más vigorosos consiguieron perpetuar su dinastía, pero las únicas tres personas que él había conocido eran un ciego, una obesa mórbida y un sordomudo: Bridgestone. Él tenía torcida la columna, pero ya no importaba: sus genes morirían con él. De espaldas al mar, avanzó hacia las montañas. Tiró suavemente del manillar del patín para salvar las primeras elevaciones. La luz del día, aunque grisácea y sin contrastes, le indicó que tenía el tiempo justo y, en lugar de permitir que el patín fuera silueteando los cerros a su altura constante de cuarenta centímetros, incrementó el ángulo de ataque y se dirigió a la Estación en línea recta.

La Estación estaba situada sobre un alto roquedo circunscrito por otras elevaciones menores que, dispuestas en semicírculo, formaban una protección natural. Se hallaba lo bastante alta y lo bastante lejos del mar como para que las mareas y las olas gigantes de otros tiempos no hubieran podido alcanzarla. Bajo la luz difuminada del amanecer nubloso la Estación apareció ante su vista como todas las mañanas, tardes o noches de su vida desde que tenía recuerdos, desde que Li Bai cayó enfermo y Bridgestone y la mujer tuvieron que adelantar sus turnos y él, entonces un niño de seis años, esperaba la salida de la mujer a la caída del sol y pasaba la noche haciendo su turno solitario de vigilancia hasta que Bridgestone entraba a la mañana siguiente. Sobre las formas naturales, dramáticas y muertas de las montañas, el revestimiento cerámico de la Estación brillaba suavemente con matices de perla pulimentada y los símbolos rojos de la cúpula central emitían un mensaje indescifrable pero humano, un mensaje de confianza, de voluntad creadora y de determinación que se imponía a la hostilidad natural del entorno. La Estación tenía forma de iglesia bizantina: una cruz de naves isométricas rematadas por cúpulas pequeñas y otra cúpula mayor sobre el centro de la cruz. Él dirigió el patín hacia el lugar donde se abría la puerta de entrada, distinta de la que se utilizaba para salir desde la época en que varias docenas de personas tenían que cambiar de turno en el menor tiempo posible, sin cruzarse ni entorpecerse. La medida era ahora inútil, pero él seguía entrando por el extremo de una de las naves y saliendo por el lado opuesto. Sin bajarse del patín esperó el toque de la sirena. La superficie externa de la Estación no mostraba juntas ni soldaduras de ningún tipo: parecía hecha de una sola pieza, aunque no era cierto. Ahora mismo él estaba frente a la puerta, pero no había ninguna puerta; sería mejor decir que estaba frente al sitio donde cuarenta y cinco años de experiencia le decían que se abriría la puerta, aunque no había nada que revelara la menor discontinuidad en el muro liso. Sonó el primer toque, que indicaba que en aquel momento se estaba abriendo la puerta de salida en el otro extremo y, tan pronto como sonó el segundo toque, se dibujó en la pared una grieta cuadrada de cinco metros de lado. Luego, la sección así delineada empezó a hundirse en la superficie del muro hasta alcanzar un retranqueado de metro y medio. Entonces, vertiginosamente, toda la sección se desplazó hacia la derecha con un silbido. La puerta estaba abierta y así permanecería durante diez minutos antes de volver a cerrarse automáticamente.

Entró con el patín en el vestíbulo y desde allí enfiló el corredor que llevaba a la sala redonda situada bajo la primera cúpula. Atravesó esta sala en línea recta y tomó otro corredor que la conectaba con el domo, la gran sala principal. La Estación permanecía en penumbra, iluminada únicamente por las luces de emergencia de color azul situadas sobre cada puerta y, en los corredores, cada diez pasos. En la sala del domo se escuchaba más que en ningún otro lugar aquel zumbido modulado: la voz de la ignorada fuerza que llevaba más de mil años haciendo funcionar la Estación.

El origen de aquella fuerza había suscitado controversias metafísicas a raíz de la catástrofe y de la consiguiente quiebra del sistema jerárquico de la Estación. La polémica dividió a los habitantes del campamento en dos bandos enfrentados violentamente. Unos sostenían que la fuente energética de la Estación se encontraba lejos de allí y que la energía era enviada por algún procedimiento incomprensible para ellos, sin ningún tipo de conductores. Esta creencia implicaba que en alguna parte seguía habiendo ingenieros y operarios que velaban por el funcionamiento de la Estación y de otras como ella, y que por tanto era absolutamente necesario respetar los turnos de vigilancia establecidos. La otra postura sostenía que la fuente energética se hallaba bajo la Estación, cuyo funcionamiento, por consiguiente, era autónomo. El que la Estación siguiera funcionando no significaba nada, no significaba que hubiera otros hombres en otras zonas de la Tierra, y menos aún que esos hombres, en caso de haberlos, se preocuparan por la Estación o incluso conocieran su existencia. Esta corriente herética propugnó el abandono de los turnos: era inútil, era estúpido continuar realizando una tarea que no servía para nada, cuyos promotores no existían ya y por la que nadie les pediría cuentas ni los recompensaría. ¿Acaso habían vuelto a cobrar un salario? ¿A recibir provisiones? Los dueños de la Estación los habían olvidado, los habían dejado en el oasis abandonados a su ingenio para sobrevivir y, en su soberbia de científicos, ni siquiera se habían tomado la molestia de explicarle a nadie qué se suponía que se controlaba desde allí. Los herejes abandonaron el trabajo, pero no impidieron que los ortodoxos, por así llamarlos, continuaran realizándolo, e incluso hubo varios de aquellos que, aunque convencidos de la inutilidad de los turnos, siguieron cubriéndolos por llenar de algún modo el vacío de los días interminables y sin novedades o por un sentimiento cuya naturaleza ignoraban y que podría llamarse superstición o quizá apego. El día en que la Estación despertó, su último trabajador ascendía en el patín magnético hasta la galería de las consolas. Las discusiones teóricas de siglos atrás se habían desvanecido, ni Li Bai las había llegado a conocer. Las posturas a favor o en contra de los turnos se habían neutralizado en una rutina estable, sin preguntas, creencias ni críticas, pero necesaria, ineludible.

El interior de la cúpula central estaba ocupado casi en su totalidad por una gigantesca cápsula estanca de la que partían cuatro conductos cilíndricos hacia cada una las cuatro naves. La base de la cúpula se hallaba rodeada por una alta galería circular en torno a la cual estaban dispuestas las sesenta consolas de control, quince por cada cuadrante. Cuatro escaleras comunicaban la planta del suelo con la galería, pero hacía tiempo que él no era capaz de ascender los cien peldaños de los que constaba cada escalera y accedía a la baranda de las consolas con ayuda del patín. Se sentó ante la más alejada, de modo que al completar una vuelta entera, al final de su turno de ocho horas, se encontrara de nuevo cerca de la puerta de salida. Las consolas eran unos grandes cajones de color gris con la parte superior no enteramente horizontal sino inclinada unos treinta grados hacia el operador. Las consolas, lo mismo que la Estación y el patín, no mostraban ningún tipo de juntura, a pesar de que al tacto se percibía la diversidad de los materiales con los que estaban hechas. El ensamblaje era tan perfecto que se diría que unos materiales se transformaban en otros mezclando sus átomos de modo gradual. La tapa superior en pendiente tenía un tacto más cálido que los laterales y sonaba de modo distinto al golpearla con las uñas, incluso podría afirmarse que su textura era levemente más lisa, pero su color y su opacidad eran los mismos, salvo por la pantalla. En la parte central de cada consola existía una pantalla permanentemente iluminada por una luz azul que provenía del interior. Tenía la forma de una porción de tarta, con el pico hacia abajo. Una red de rayas blancas se movía en aquella pantalla, desde el vértice hasta la parte superior, una y otra vez, llegaba arriba y volvía a surgir desde abajo. La tarea de él, como la de la mujer, la de Bridgestone y la de Li Bai, y la de todos los que los habían precedido, consistía en vigilar aquellas rayas.

Ante cada pantalla había un sillón giratorio encajado en el suelo, imposible de desplazar hacia ningún lado. La tapicería y el relleno de los sesenta sillones habían desaparecido mucho tiempo atrás. La necesidad de disponer de un lugar de trabajo lo bastante cómodo para que un cuerpo humano no sufriera fatiga o falta de concentración al cabo de unas horas había obligado a los constructores de la Estación a utilizar materiales deleznables. Quizá cada sillón había durado tanto como la vida de su operador, pero la vida de un hombre no era nada al lado de la vida de la Estación. La estructura había quedado al descubierto y las partes mullidas eran ahora sucedáneos de fabricación casera. En aquella penumbra gris, donde solo las luces azules de emergencia y las luces azules de las pantallas iluminaban débilmente superficies nítidas, pulidas y oscuras en las que no se acumulaba polvo, las bolsas de lona caqui rellenas de crin de caballo, los cojines de cuero de cebú y las pieles curtidas salvajemente, con su pelo y su morfología animal, ponían un contrapunto extraño y bárbaro.

Al principio, cada operador contaba con un puesto fijo de control, pero a medida que el personal de la Estación fue disminuyendo y empezó a haber más consolas que operadores, se hizo necesario que cada puesto vacante fuera cubierto por el empleado más próximo, que tenía que dividir su tiempo entre su propia consola y la vecina. Luego, cada operador tuvo que hacerse cargo de varias consolas y finalmente el único operador de cada turno se encargaba de vigilarlas todas, lo que significaba ocho minutos de atención ante cada pantalla. El trabajo consistía en sentarse y seguir con la mirada las evoluciones del entramado de rayas blancas a lo largo de la pantalla. Nadie había dicho que hubiera que hacer otra cosa. Cuando los ojos le escocían por el cansancio, los cerraba –Li Bai los había tenido permanentemente cerrados– y seguía las evoluciones de la red gracias a un pitido rítmico, un bip-bip que en la galería de las consolas era el único sonido que se imponía al zumbido grave y uniforme de la Estación. Aquel día, cuando aún no había llegado a la mitad del turno, su oído adiestrado por cuarenta y cinco años de trabajo le informó de una irregularidad: una de las consolas había doblado el ritmo de los pitidos y dividido por dos su duración; en términos musicales había pasado de redondas a blancas. Alarmado, se dio la vuelta en el sillón giratorio intentando dar con el lugar de donde provenía la irregularidad. No le costó esfuerzo identificar la consola: a su izquierda, casi a noventa grados al norte, una de las pantallas había empezado a brillar de modo diferente a todas las otras. Él ya no podía realizar trabajos minuciosos que requirieran una buena visión de cerca, pero a mediana y a larga distancia su vista era lo bastante buena como para advertir la diferencia. Se olvidó del patín. Desde los tiempos de Li Bai no había ocurrido nada semejante en la Estación. Un acontecimiento de esa magnitud habría sido merecedor de comentarios interminables, se habría hecho leyenda. Él ignoraba que no solo en los tiempos de Li Bai, sino nunca en toda la historia de la Estación había ocurrido nada así. La Estación había sido diseñada y construida en espera de aquel momento y, ahora que por fin había llegado, él estaba solo y no sabía qué hacer.

Corrió por la galería tanto como le permitieron sus piernas desiguales y se inclinó sobre la pantalla. La diferencia de luminosidad provenía del hecho de que las rayas blancas aparecían y desaparecían más deprisa. Cuando aún no se había desvanecido la impresión producida en la retina por una de las mallas, la siguiente ya había surgido por el otro lado de la pantalla y la impresión general era un incremento de la potencia lumínica. Además de esto, a medida que las redes se acercaban a la parte alta de la pantalla sufrían una pequeña caída en su zona media, un desfallecimiento de su luminosidad, un adelgazamiento de su calibre, como si estuvieran atravesando un objeto con distinto índice de refracción. Entonces la Estación comenzó a despertar.

La parte superior de la consola se iluminó repentinamente. Su superficie oscura y opaca se transfiguró en un mosaico de luces redondas, cuadradas, triangulares, de color verde, magenta, anaranjado, acompañadas de símbolos como los de la cúpula, como los del patín. Pasó la mano con cautela por la superficie de la consola procurando no apretar nada: su tacto y su temperatura seguían siendo los mismos. Acariciaba incrédulo las luces, rozándolas apenas con la yema de los dedos temblorosos. Una sola de aquellas luces habría supuesto el fin de las discusiones metafísicas del pasado. La aparición de uno solo de los triángulos naranja o cuadrados verdes habría significado la justificación de toda la historia, la razón oculta por la fe, y ahora el milagro inexplicable se multiplicaba ante los ojos del último operador, que no tenía ni interlocutores ni creencias y que había sustituido su fe por una rutina supersticiosa y mecánica. Las dos consolas contiguas sufrieron el mismo proceso. Las blancas pasaron a negras. Las redes luminosas dibujaban cada vez con mayor nitidez una forma redonda en la parte superior de las pantallas. La Estación entera tembló con un chasquido gigantesco que lo dejó mudo y paralizado en su asiento. Se hizo la luz.

 

 

Al caer la tarde plantaron las tiendas, algo alejadas del borde del cráter para que el impuro efluvio de los muertos no contaminara el aire que respiraban. Hicieron fuego en previsión del frío nocturno del desierto y encendieron las pipas de kifi sentados en torno a la hoguera. Los otros tres hombres, el Alférez, Nube en el Ojo y Sidi Driss, que había nacido de la misma mujer que parió a Rasmus, estaban aún más desolados por la pena que perplejos por lo que habían visto, pero seguían pensando que todo había sido un accidente, que aquella estructura subterránea ideada por los antiguos había cedido sin más; quizá por el excesivo peso de hombres y cultivos, edificaciones y ganados, o simplemente debilitada por el tiempo. Rasmus no pensaba lo mismo. Rasmus era el hombre más joven, y el Alférez, que gobernaba la plataforma de carga y dirigía la cáfila, el mayor. El Alférez era el padre natural de Rasmus, aunque no de Sidi Driss, pero ninguno de los dos lo sabía y el saberlo no hubiera cambiado nada: fue otro hombre, otro compañero incidental de su madre, quien alimentó a Rasmus cuando era niño. Ahora eran todos iguales. El Alférez era el guía, Nube en el Ojo era el negociador, el mercader; Sidi Driss era el hombre fuerte, el experto en armas y animales. Rasmus no tenía un papel específico, pero lo llevaban consigo por su extraña capacidad para detectar esquemas simples por debajo de los fenómenos complejos, para percibir los significados, los movimientos subyacentes. Rasmus no sabía solucionar todos los problemas, pero sí plantearlos en términos inequívocos, sin dejarse cegar por temores ni creencias previas. Mientras los vastos hombros de Sidi Driss aún se sacudían con gemidos infantiles, Rasmus pensaba en lo que había visto y cada vez se convencía más de que el inesperado fin de su hogar y de su vida entera no había sido un accidente, sino que de algún modo tenía que ver con el plan de los antiguos y con aquellas incomprensibles estructuras subterráneas. Y, muy probablemente, también con lo que había visto el Alférez semanas atrás, una noche despejada, en su turno de guardia. Por la mañana dijo que el cielo se había iluminado hacia el oeste, hacia donde estaba, todavía muy distante, su casa. Dijo que había durado solo unos segundos: unos proyectos de astro, unas estrellas fugaces inversas, que surgían de la tierra y buscaban el cielo, se habían atrevido a nacer en plena noche, a espaldas del sol; una de ellas, ya muy alta, había estallado, pero fue un resplandor momentáneo que la noche se encargó de abolir sin darle ocasión de hacerse tan fuerte como su rival.

 

 

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A la mañana siguiente descargaron las mercancías. Nube en el Ojo quedó de guardia y los tres hombres restantes descendieron al cráter con la plataforma magnética. Antes de bajar hasta el fondo recorrieron el perímetro interior de la estructura casi a ras de tierra y pudieron ver las perforaciones de donde salían cables y tuberías, las compuertas y las escalas de servicio empotradas en el hormigón, con peldaños metálicos cubiertos de óxido, y los puntos de amarre de las mallas metálicas, aún con restos desgarrados de los que colgaban jirones sangrientos de miembros humanos o animales. El Alférez propuso descender, recoger a los muertos y enterrarlos como era debido, pero Rasmus insistió en inspeccionar todo el cerco a poca profundidad: quizá la respuesta a lo que había sucedido estuviera en lo profundo, pero antes necesitaba otras respuestas, respuestas sobre cómo y dónde habían vivido tantas generaciones de hombres sin saber que toda su historia de trabajo y miedo no tenía justificación, que las leyes rigurosas que castigaban la acumulación de riquezas, la monogamia, el apego a los parientes de sangre, el desprecio por las palabras de los muertos, la adoración de seres hipotéticos, no eran más que patrañas supersticiosas. Todas las normas iban encaminadas a asegurar la supervivencia de la comunidad, pero esa supervivencia estaba asegurada por el plan de los antiguos; hicieran lo que hicieran seguiría brotando agua de los pozos y seguiría habiendo pastos para los animales y buenas cosechas, y los árboles se cargarían de fruto. Con o sin leyes, con o sin tabúes; los antiguos lo habían dispuesto todo para que el oasis funcionara por sí mismo. Probablemente el agua potable de hombres y animales contenía fármacos para controlar la salud, la fertilidad, la longevidad, la densidad de población. Habían regado los campos, que quizá se regaban solos; habían sembrado, cuando era posible que existieran en alguna parte reservas de simiente modificada que se activarían a la más mínima señal de descuido o abandono. El orgullo de los hombres emprendedores e inteligentes, la fuerza y el valor de crear y conservar, la sabiduría de los legisladores y jefes, no eran nada. Todo era un engaño. Habían sido los animales domésticos de unos muertos, y los muertos habían decidido que también ellos debían morir.

 

 

Dormía extenuado en su barraca cuando la última de las consolas se iluminó y el círculo quedó completo. El objeto no registrado, no autorizado, sobrevolaba ahora la parte central del área de rastreo. La Estación aulló tres veces y él no supo si era real o si lo estaba soñando. Tampoco supo que en aquel instante, a falta de seres humanos que abortaran el procedimiento establecido por defecto, la Estación enviaba una señal a un lugar del interior, a mil kilómetros de la costa. Si el cielo hubiese estado despejado podría haber visto desde la misma puerta de su barraca cómo el objeto volaba sobre las montañas en dirección al desierto del sur. Cuando se perdió tras las primeras estribaciones, se apagó la primera consola que se había encendido. Luego lo hicieron las dos contiguas, luego las otras dos. Las semifusas pasaron a fusas y luego a semicorcheas. Las consolas se fueron apagando en orden inverso al de encendido a medida que el objeto se alejaba hacia el interior del desierto. Para entonces, doce proyectiles balísticos con carga explosiva, en seis tandas, habían salido de sus silos subterráneos en busca del objeto no autorizado hasta que uno de ellos consiguió hacer blanco y destruir el objeto no autorizado; los demás permanecerían en órbita por toda la eternidad.

 

 

Rasmus descendió con la plataforma y vio los enormes tirantes que habían cruzado el cráter y sostenido la tierra y las jalmas del poblado, los niños y los animales; los tirantes doblados hacia el fondo como si se hubieran roto por la mitad, pero que no se habían roto porque en sus extremos sueltos aún se veían los servomecanismos que habían retirado los ensamblajes para que cedieran y se hundieran hacia dentro del cráter arrastrando con ellos todo cuanto habían sustentado, y vio los pequeños pozos dentro del gran pozo, los doce cañones destapados, vacíos y carbonizados que habían estado ocultos bajo su patria desde siempre, protegidos por su patria de cualquier intento de detección, y al parecer lo que surgió de aquellos doce cañones había quemado todo lo que se encontraba en el fondo del cráter, todas las personas y animales que ya habían muerto o que aún no estaban muertos o que creían haberse salvado del hundimiento y quizá lloraban y reían de pena y de alivio cuando las tapas selladas se abrieron y surgió aquello que había envuelto en llamas a los cadáveres y a los que aún no lo eran, los doce chorros de fuego, de dos en dos, como había contado el Alférez, brotando del subsuelo en busca de qué, destruyendo vidas enteras para poder seguir destruyendo más vidas en el cielo, en el mar, en otro país, hombres quizá semejantes a ellos; no, pensó Rasmus, ni animales domésticos siquiera; no habían sido más que un camuflaje convincente establecido allí por los antiguos vivos y retirado por los antiguos muertos cuando fue necesario poner en marcha su máquina de muerte; y ellos habían creído poder protegerse de la catástrofe que aniquiló a los antiguos con las leyes sabias de los ancianos del aduar, cuando lo cierto era que los antiguos que llevaban muertos miles de años ya tenían decidida su aniquilación, con o sin leyes, con o sin tabúes, en cualquier momento, en el que fuera más conveniente para sus planes de guerra, y pensó, desde cuándo estaba decretado que los hombres justos del aduar morirían de la misma enfermedad de la que ellos no habían sabido protegerse.

 

 

Aulló la sirena del primer turno. Él esperaba fuera, sobre el patín magnético, desde hacía un largo rato. Había dormido mal y se había despertado muy temprano recordando los acontecimientos del día anterior como se recuerdan las pesadillas que tememos sean reales o las desgracias reales que por un momento, mientras recuperamos el sentido de las cosas, nos permiten creer que no eran más que pesadillas. Se preguntaba si sería capaz de seguir trabajando en aquellas nuevas condiciones de luz y ruido enloquecedores y urgentes. Partió para la Estación mucho antes de la hora indicada, preocupado y nervioso. Tal vez podría fabricarse algún tipo de protección para los oídos y los ojos, pero ¿qué hacer con las vibraciones que le repercutían en los huesos del cráneo? Libros, había libros. Intactos, bien protegidos, en los que hallar una imagen medianamente clara no supondría un milagro; libros que no se desmenuzarían como las alas de una polilla al tocarlos. Quizás algunos sobre la propia Estación que le permitirían entender algo sobre su funcionamiento. Sonó la segunda sirena y el muro se deslizó hacia un lado con un silbido. La Estación se hallaba de nuevo en penumbra, sin más luces que los cuadrados azules de emergencia y las pantallas azules de las consolas; sin más sonido que el susurro modulado de su desconocido corazón, con todas las puertas cerradas, dormida de nuevo hasta la próxima vez.