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Primera edición digital: mayo 2018
Colección Calibre 44

Coordinación: Antonio Rubio
Director de la colección: Mariano Sánchez Soler
Composición de la cubierta: Silvia Barberá
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Bárbara Fernández
Revisión: David García Cames

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Roque Pérez Prados
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-70-0

Roque Pérez Prados

Bajo el signo de la noche

A todos aquellos que un día soñaron con ser felices.

«No luce la luna sin traérmela en sueños
ni brilla una estrella sin que vea sus ojos.
Y así paso la noche acostado con ella,
mi querida hermosa, mi vida, mi esposa».

Annabel Lee, Radio Futura (Adaptación del poema homónimo de Edgar Allan Poe)

«El corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo
fondo siempre encontrarás perdón».

Honoré de Balzac

«Cada experimento está previsto para conseguir un objetivo. Los primeros pretenden reducir al neófito a un estado de total contrición, vergüenza y temor. Su mente se llena de imágenes aterradoras, cuyo poder se incrementa porque el individuo está debilitado por falta de comida, agua y sueño. Queda reducido a un estado de total desconsuelo. De repente, el primero de una serie de ejercicios. Le ofrecen consuelo. […] probablemente es el método más poderoso ideado nunca para controlar la mente de un hombre, y esto se consigue mediante el empleo previo del terror y la vergüenza mentales de forma continuada, durante días, semanas y meses».

«Informe al director central de inteligencia en Langley». William Buckley, oficial de la CIA

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Citas iniciales
  6. Bajo el signo de la noche
  7. Mecenas
  8. Contraportada

1. Sangre inocente

 

La mujer despierta sobresaltada, con su cabello rubio empapado en sudor y sabor a tierra en la boca. «¿Dónde estoy?». Sus ojos recorren la habitación bañada por la penumbra, más allá de la luz que emite un tubo halógeno sobre el cabezal de la cama. A su lado, un pequeño sillón verde junto a una mesita de madera; cortinas opacas de tela gris cubren la única ventana. Al otro lado, en la pared, resalta un panel con botones de colores. Entorna los ojos y distingue la palabra «oxígeno» sobre una protuberancia cromada.

El olor a antiséptico golpea su olfato. Intenta moverse y siente una punzada en la mano: tiene una cánula prendida en el dorso que está conectada a un gotero. En su mente restallan los recuerdos como un látigo: gritos de pánico, humo negro, la explosión… el pitido en los oídos. Siente un escalofrío y sujeta su abdomen con un movimiento instintivo. Se tranquiliza cuando percibe la cálida convexidad que se insinúa bajo el camisón. Todo parece en su sitio dentro del vientre que acoge a su futuro hijo.

«Te daré mi vida, pequeño Kolya».

No puede reprimir un llanto de impotencia y aprieta los dientes sin perder el contacto con su bebé, la única esperanza cuando su vida se ha transformado en un desolado paisaje. Gruesos lagrimones resbalan por las mejillas mientras sus ojos buscan una salida.

Hay una puerta.

Se arranca la cánula de un tirón y salta de la cama impulsada por la adrenalina que fluye por sus venas. El suelo está frío como una pista helada, pero no parece importarle cuando corre hacia la puerta. Acciona la manivela, la puerta se abre y aparece ante ella un extenso y luminoso pasillo.

El suelo de linóleo brillante, las paredes color crema, las puertas de roble con faldones de metal; una atmósfera acogedora, donde todo parece envuelto en tranquilidad y sosiego, aislada del frío extremo que reina al otro lado de los ventanales.

Una enfermera se le acerca sonriendo.

—¿Se encuentra mejor? —Toca con suavidad su frente—. Parece que no tiene fiebre…

—¿Dónde está mi marido? —pregunta con la voz quebrada.

Cruzan sus miradas y se hace un silencio. La joven parece comprender pero no se resigna a lo evidente.

—¿Está vivo? ¿Lo han podido rescatar? —pregunta zarandeando a la enfermera que mantiene una prudente serenidad.

—No se preocupe. Enseguida vendrá el doctor para hablar con usted. Entretanto, debe descansar.

La conduce dentro de la habitación mientras la muchacha llora sin consuelo.

—¿Tiene familia? ¿Quiere que avisemos a alguien?

Niega con la cabeza y se limpia las lágrimas con el antebrazo. Suspira observando el vientre, sujeto entre sus manos. La enfermera la acuesta en la cama y le vuelve a colocar la cánula. Ella se deja hacer, pero su mente parece muy lejos de allí, ensimismada en su dolor.

—Mi nombre es Katia, y puede llamarme cuando quiera, sólo tiene que apretar este pulsador.

La joven vuelve sus ojos al rostro afable de la enfermera y observa su belleza serena, rubia, con anchos pómulos y sonrisa perenne. Bajo su labio resalta un discreto lunar.

—Gracias —acierta a decir, con un hilo de voz.

Permanece acostada en la cama, observando el techo, inmóvil, con un incesante goteo de lágrimas que brotan de sus ojos y acaban mojando la almohada. En las últimas horas han venido enfermeras para extraerle sangre y realizarle una ecografía, pero el doctor no se ha presentado. Suspira recordando al padre del niño, el amor de su vida. No quiere aceptar su inevitable pérdida y guarda la esperanza de verlo sano y salvo. «Es un tipo duro —piensa—. Si alguien puede librarse de algo así es él».

Se abre la puerta y entra un hombre alto y robusto que ronda los cincuenta, con una visible papada bajo la mandíbula. Sonríe mostrando sus dientes, amarillentos y puntiagudos. Le acompaña la enfermera Katia, que porta una tablilla con varias hojas sujetas por un clip metálico.

—Buenas tardes, soy el doctor ¿cómo se encuentra?

La joven suspira y se enjuga las lágrimas. Se observan unos segundos sin mediar palabra.

—Tengo que darle la enhorabuena, su hijo se encuentra perfectamente y usted ya ha salido de cuentas. ¿Ha notado las contracciones? —pregunta el doctor, revisando al tiempo los datos escritos en las hojas que le ha pasado la enfermera.

La mujer asiente mientras se tapa con las sábanas hasta la barbilla.

—Permítame —solicita el médico, que pulsa un botón para incorporar a la paciente. Le acaricia el rostro, sonríe, pone las manos en sus hombros en un gesto amistoso—. No se preocupe, somos gente de paz.

El doctor le introduce un pequeño depresor de madera en la boca y observa el interior bajo la luz de una linterna. Toma su temperatura y anota los datos en las hojas.

—Tengo que hablar con usted. ¿Se siente con fuerzas?

La joven asiente con timidez. El médico mira a la enfermera y esta, a su vez, dirige a la paciente una mirada compasiva.

—Siento comunicarle que su marido ha fallecido.

La mujer lo observa inmóvil, con una mirada líquida. Le tiembla el labio superior, traga saliva intentando recomponer su gesto.

—Un atentado de los terroristas chechenos. Lo siento mucho —dice el médico.

—No pude avisarle —se lamenta la joven—. Regresaba del mercado cuando descubrí nuestra casa en llamas. Él entraba con el resto de bomberos para sacar a los vecinos… Lo llamé con fuerza, pero no pudo escucharme entre los gritos y las sirenas. Después… todo saltó por los aires.

Rompe a llorar. La enfermera intenta consolarla ante la mirada atenta del médico.

—Tiene que calmarse. Estamos aquí para ayudarla —la tranquiliza el médico—. Necesito hacerle unas preguntas. Le ruego que me conteste lo mejor que pueda. ¿De acuerdo?

La joven sigue llorando. El médico la sujeta por la barbilla y levanta su cabeza para mirarla directamente a los ojos.

—Es usted una mujer fuerte y va a luchar por su hijo ¿verdad? —Ella asiente entre suspiros.

—Hablemos de su familia. ¿Tiene usted padres, hermanos…?

La mujer niega con la cabeza antes de responder.

—Mi padre también era bombero. Murió en Chernóbil cuando mi madre estaba embarazada de mí —da un largo suspiro—. Ella falleció por la radiación poco después de que yo naciera. Ni siquiera la recuerdo.

—¿Resultó usted afectada?

La muchacha llora, incapaz de responder. El doctor baja la mirada hacia sus anotaciones.

—¿Tiene amigos?, ¿algún pariente lejano? —quiere saber el médico.

—Ya no tengo a nadie.

El doctor la mira con lástima.

—Cuánto lo siento —comenta—. ¿Le han realizado pruebas médicas? ¿Algún tipo de seguimiento?

—Ahora estoy bien, pero los médicos no saben cómo ha podido afectarme la radiación.

—Según nuestros análisis, goza de buena salud, igual que su hijo. —El hombre sonríe con calidez—. Es una buena noticia. La prepararemos para el parto. Puede estar tranquila.

Katia extrae de un estuche de cuero negro una jeringuilla que inyecta en el gotero y observa el rostro tímido de la muchacha.

—La oxitocina le provocará el parto y hará que dilate más rápido. Ahora vendrá una matrona para estar con usted hasta que llegue el momento. Tranquilícese, piense en su hijo y olvide lo demás, ¿de acuerdo?

La joven sonríe con tristeza cuando el médico acaricia su rostro. Después de la terrible tragedia, tal vez la vida le ofrezca una nueva oportunidad.

Tumbada sobre una camilla metálica, la conducen por pasillos con puertas silenciosas que parecen observar su tránsito por el corredor. Sobre ella se suceden los halógenos del techo en una intermitencia de fogonazos que hieren sus ojos.

La actividad y el movimiento de personas disminuye hasta que el silencio lo envuelve todo. Sólo se escucha el chirrido de las ruedas de su camilla y un rumor en el exterior, embozado en el oscuro invierno.

Un rotor de helicóptero.

—Ya queda poco —apunta el celador.

La mujer se incorpora y lo mira. Es un hombre enjuto, vestido con una bata blanca que le queda grande. Está remangado y son visibles sus antebrazos peludos.

—Por favor, no se mueva, que se le puede soltar la cánula —aconseja el celador.

El hombre se adelanta a la camilla y abre con un puntapié dos puertas abatibles que cierran su paso. Acceden a un pequeño descansillo donde hay un ascensor. A medida que transcurre el tiempo, cualquier preocupación se va disolviendo en una creciente sensación de bienestar. Cierra los ojos con tranquilidad y escucha un sonido mecánico mientras descienden al quirófano. La luz del compartimento se filtra con un color anaranjado a través de sus párpados. Le invade una sensación de sueño y, simplemente, se deja llevar.

El contacto de algo frío la despierta. Ante sus ojos aparece el doctor de gesto afable y papada móvil.

—Hola, mientras le aplican los electrodos y la van preparando, puede apoyar las piernas en estos soportes —señala con su mano enfundada en un guante de látex—. Ahora mismo el anestesista la mandará al país de los sueños.

Ella sonríe sin poder articular palabra. Las voces de quienes circulan por la sala de partos le llegan envueltas en un eco lejano. Siluetas blancas deambulan de un lado a otro sin parar.

Siente frío y le asalta una idea preocupante: «Ya no siento contracciones…».

—Doc-tor —acierta a decir—, ¿q-que me está pa-sando?

—Tranquila, todo irá bien —contesta el doctor con un susurro—. No se preocupe.

Apenas puede mantener los ojos abiertos y tiene dificultad para ver a su alrededor. Dos enfermeras acercan unas mesillas con instrumental quirúrgico. Hay otra persona junto a ella.

—Ahora quiero que inspire con normalidad cuando le ponga la mascarilla, ¿de acuerdo? —ordena la voz—. Vamos a contar hasta diez.

Se abren las puertas del quirófano y una ráfaga de aire frío la estremece. Hombres con atuendo sanitario entran en el paritorio portando unos voluminosos recipientes de color blanco. Se alinean junto a la pared del fondo y se quedan allí, observando en silencio.

—¿Me oye? ¿Puede contar hasta diez?

—U-no…

Intenta mover la cabeza para liberarse, pero es imposible.

—Dos…

No puede abrir los ojos a pesar de sus esfuerzos. Tampoco tiene ganas de contar.

—Tres…

La imagen en blanco y negro de su hijo se materializa entre una bruma. Parece verlo en el monitor del ecógrafo, sin embargo no puede distinguir las facciones ni la expresión de su rostro.

—Cuat…

Sensación de ingravidez, sopor. Emite su último pensamiento coherente:

«Te daré mi vida, pequeño Kolya», y pierde la conciencia.

El anestesista aplica la mascarilla sujetándole el mentón con su mano. Aguanta unos segundos hasta que decide intubar. El doctor y las dos enfermeras se aproximan a la mesa donde yace la joven. Descubren su pubis rasurado y desinfectan la zona con un líquido naranja.

—Bisturí —ordena el doctor.

La enfermera coloca un afilado escalpelo sobre la mano abierta del médico y este realiza un corte horizontal en la parte superior del pubis. La piel se va abriendo de forma limpia, dejando entrever las primeras capas seccionadas. Con la ayuda de unas tijeras, profundiza en la hendidura para seccionar los músculos abdominales y llegar hasta la placenta. Las enfermeras cuidan de que la sangre no fluya en exceso aplicando gasas estériles que se tiñen de rojo.

El médico introduce la mano por la abertura y busca la cabeza del bebé. Tira de ella y el niño sale al exterior empapado en sangre y fluido amniótico. La enfermera corta el cordón umbilical usando unas tijeras. El niño ha nacido con los ojos abiertos y parece observar con atención lo que sucede.

—Katia, hágase cargo —ordena el doctor.

La enfermera lo toma por las piernas y lo conduce, boca abajo, hacia una mesa metálica en una esquina de la sala, y allí lo deja caer sin ninguna consideración cuando reclaman su presencia en la mesa de operaciones.

Katia vuelve de nuevo con el doctor, dejando al bebé inmóvil y desatendido. Entran en el quirófano dos médicos de refuerzo con sus manos enguantadas y abiertas, como en actitud de oración. Se aproximan a la mesa junto al médico jefe, que ha destapado el cuerpo de la muchacha. Ahora aquel mantel verde ensangrentado ya no cubre su torso de piel lechosa, ni sus senos voluminosos, ni el abdomen deformado por el embarazo. El doctor aplica el bisturí desde el esternón hasta la herida abierta que sangra en su pubis. Literalmente, la abre en canal.

—Sierra —ordena.

Katia pone en su mano una pequeña sierra eléctrica cuya hoja dentada gira con un ruido siseante. El médico la toma y comienza a emplearla sobre la joven. Sus ayudantes cierran el espacio en torno al cuerpo.

Con el paso de los minutos, las enfermeras comienzan a manipular órganos a medida que los médicos van realizando las extracciones. Un hígado de aspecto gelatinoso es introducido en una bolsa con líquido refrigerante, que a su vez se guarda en una de las neveras llenas de hielo que portan los hombres de blanco. El mismo camino sigue un pulmón, sostenido con ambas manos por una de las mujeres. Katia espera una señal del doctor para recibir uno de los órganos solicitados con mayor urgencia: el riñón.

Una vez en sus manos, lo introduce con esmero en una bolsa llena de líquido helado. Tiene un aspecto sonrosado, con tejido adiposo amarillento en su parte convexa. Pequeños vasos y arterias asoman de sus extremos. Katia sopesa la bolsa. Pese al hielo que han introducido en el cuerpo para bajar su temperatura, el riñón aún conserva cierta tibieza.

Observa al equipo médico enfrascado en la tarea de extraer el corazón y piensa por un momento en las personas que recibirán los órganos. En cierto modo, la muerte de la joven habrá servido para dar vida a otros pacientes y, además, así, continuará viviendo en ellos.

Siente una sacudida dentro de la bolsa.

Se sobresalta.

Es como si aquel riñón se hubiese estremecido al apartarse de su dueña. Levanta la bolsa a la altura de los ojos y la observa fijamente sin descubrir nada anormal, sólo un órgano flotando en líquido helado. Quiere pensar que allí dentro no se ha movido nada, que todo es fruto de su imaginación: demasiadas horas trabajando.

Se dirige a los hombres de las neveras y guarda el riñón con premura en una de ellas. Los hombres de blanco salen corriendo del quirófano en dirección a los helicópteros. El tiempo es vital para que los órganos lleguen en condiciones para el trasplante. Katia observa cómo el hombre que se ha llevado el riñón corre por el pasillo con la nevera y presiente que allí dentro hay algo más que una simple parte de un cuerpo humano.

Algo vivo.

—Katia, ¡a qué demonios espera! —increpa el doctor—. La necesitamos.

La enfermera vuelve junto al equipo médico y continúa con su trabajo.

En el rincón olvidado del quirófano, el niño recién nacido intenta respirar a través de la maraña de fluidos que obstruye sus vías respiratorias. Su piel comienza a adquirir un tono azulado y sus pequeñas extremidades se agitan buscando un cuerpo caliente al que aferrarse. Frío, asfixia y soledad son sus primeras sensaciones.

Contrae su frente ensangrentada y abre la boca intentando expulsar la sustancia viscosa que obstruye su laringe. El pequeño continúa luchando al límite de sus fuerzas y casi asfixiado, ante la indiferencia del personal sanitario. Aquellas enfermeras con sus batas manchadas de sangre se arremolinan en torno a la paciente, proporcionando el instrumental quirúrgico cromado que luego toman de vuelta teñido de rojo.

Ha terminado la intervención y en la mesa descansa el cuerpo de la madre frustrada. Los electrodos y monitores han sido desconectados. Katia mira la mesa donde abandonó al bebé. Allí yace, inmóvil, el cuerpo del recién nacido.

Cuando se acerca, algo le llama la atención: en la palma de la mano derecha del bebé hay una mancha parda, pequeña y ovalada, del tamaño de una almendra. Aquella curiosa marca de nacimiento le resulta extraña; son infrecuentes en esa parte del cuerpo.

Toma la mano del bebé, que ya está fría, y le abre un poco más los deditos para observar mejor el contorno de aquella mácula parduzca. «¿Qué demonios es esto?», piensa levantando la cabeza para encontrarse frente a ella la superficie acerada de un armario que le devuelve su propio reflejo. Comprueba que en sus rasgos, desencajados por el cansancio, no hay lugar para el más mínimo ápice de humanidad. No sabe cuándo, pero puede adivinar cómo había dejado de pertenecer al grupo de las personas con sentimientos. Aquel niño ha muerto solo y desatendido muy cerca de ella, y ni siquiera experimenta una leve zozobra moral. Como compensación, se le ocurre introducirlo en la misma bolsa de cadáveres en la que han puesto a su madre. Es lo único que puede hacer por él.

Sin darse cuenta, comienza a entrar en un extraño estado que le hace ser consciente de anteriores momentos en su vida. Se ve en una habitación de hospital, con sus dos hijos recién nacidos, acostados en cunas. Percibe el olor tibio de la piel infantil, la proximidad de sus pequeños cuerpos. Revive su instinto maternal.

Cuando se acerca a las cunas, todo cambia. Dentro sólo hay podredumbre haciendo mella en los cadáveres ennegrecidos de dos bebés. Percibe un hormigueo que recorre su brazo y sube hasta la cabeza para luego extenderse por el resto del cuerpo. Se siente sucia y miserable en medio de un sentimiento de culpa. Las fuerzas la abandonan. Abre los ojos y vuelve a contemplar el reflejo de su rostro. Tiene la sensación de haber envejecido muchos años y eso le provoca un fuerte escalofrío. Después aparecen las náuseas, que preceden a las arcadas.

—Katia, ¿qué te pasa? —pregunta su compañera.

Al llegar a su altura, descubre que Katia sostiene en sus brazos al bebé. Su color es sonrosado y se aferra con su pequeña mano al antebrazo de la enfermera, que sufre convulsiones.

—¡Está vivo, Katia! ¡Lo has salvado! —grita su compañera.

—¿Qué ocurre? —pregunta el médico.

—El bebé está vivo. Katia lo ha salvado después de… —la mujer silencia sus propias palabras.

—Coja usted al bebé. ¿No se da cuenta de que Katia no está bien? —ordena el médico. La mujer intenta tomar al niño venciendo la resistencia de Katia, que tiene sus brazos agarrotados en torno a la criatura, con la mirada perdida. Tan pálida, que finas venas de color rojo se le marcan en la sien.

El doctor la sienta en una silla y le hace un poco de aire. Aproxima a su nariz un frasco de sales que la despejan.

—¿Qué me ha pasado? —pregunta desorientada.

—Has salvado al niño —contesta el doctor—. Dijiste que había muerto.

—Ese niño estaba muerto —afirma Katia, mientras observa con incredulidad el semblante tranquilo del bebé, que duerme ajeno a todo en los brazos de su compañera—. Yo lo he visto, lo he tocado. ¡Estaba frío!

—Debemos actuar con rapidez —interviene el médico—. Ya conocen el procedimiento.

Las enfermeras cruzan sus miradas. Katia ve cómo su compañera sostiene en brazos al bebé, envuelto en una pequeña sábana. No recuerda nada de lo ocurrido durante un impreciso lapso de tiempo, pero tiene la sensación de que aquel niño se merece algo más que servir de donante de órganos. Le pide el bebé a su compañera y sale del quirófano buscando algo. De pronto experimenta un regusto agrio en su garganta y siente una punzada en el antebrazo, como un dolor recurrente. Examina su piel y descubre que, justo en el lugar donde el bebé la sujetó con su mano derecha, ha quedado una mancha de color pardo.

2. Hoy puede ser un gran día

 

En una luminosa mañana de invierno los pájaros cantan con alegres gorjeos, cobijados por las frondas de los eucaliptos que salpican la exclusiva urbanización de chalés y por las viejas encinas que observan el paso de la vida desde su atalaya, al otro lado de la carretera. El trino es agudo y delicado, invita a cerrar los ojos y dejarse llevar. El silencio enmarca la suave melodía que transporta el aire y que penetra sin permiso en la intimidad de las casas.

En la calle del Ciervo, los jazmines cuelgan sobre las celosías que coronan la valla del chalé número cinco. En su interior, unas manos embutidas en guantes verdes trabajan con un escardillo. Diez metros cuadrados de tierra removida destacan sobre el resto del jardín, sembrado de césped húmedo que brilla a la luz del sol. Rubén se afana por plantar pequeñas matas de flores silvestres unidas a sus terrones. La variedad de color en el improvisado macizo proviene de las margaritas, petunias, amapolas y narcisos.

Arrodillado sobre la tierra revuelta, se limpia el sudor con la manga de su camisa, escuchando el pesado silencio. Los pájaros han dejado de cantar y parece haber tomado el testigo una canción que resuena en los altavoces del salón. Las primeras notas se escuchan con más intensidad si nos acercamos. Es una luminosa estancia con amplios ventanales y diseño acogedor. Sara, sentada en un sillón, hojea un ejemplar del Hola. Sobre una pequeña mesa auxiliar descansa una copa de vino tinto.

La radio ha estado encendida sin que, hasta ahora, hubiese reparado en ninguna canción, escuchando pasivamente mientras leía. Ahora, levanta la mirada de las páginas y cierra los ojos; una sonrisa se dibuja en su rostro. Joan Manuel Serrat comienza a cantar:

Hoy puede ser un gran día

plantéatelo así,

aprovecharlo o que pase de largo,

depende en parte de ti.

A las once de la mañana de un domingo, que no es un día cualquiera, observa su imagen en el gran espejo del salón, con aquella sonrisa tonta de oreja a oreja. No esconde su emoción, ni siquiera le importa parecer una estúpida ilusionada. Se pasa la mano por el cabello y exhibe su nuevo corte por encima de los hombros, enmarcando su rostro de curvas suaves. Le encantan sus ojos verdes. Cuando se fija en ellos suelen aparecer en sus pupilas unas sombras de color gris que asocia con premoniciones. Un día, en el brillo de una lágrima, distinguió la forma de un niño en posición fetal. Desde entonces, supo que sería madre y que nadie podría interferir en la predicción de su particular oráculo. Qué lejos quedan ahora aquellos días de depresión y abatimiento en los que, en medio de sus crisis, le daba por arrancarse mechones de pelo y no podía controlar el movimiento de sus extremidades cuando aquella voz le ordenaba hacer cosas.

En los insoportables días de espera, cualquier ruido de motor en la calle la estremecía, y su corazón daba una sacudida cada vez que sonaba el teléfono. Aquellas personas amables les prometieron que hoy recibirían noticias. Ya no sabe lo que hacer hasta que llegue el momento.

Si la rutina te aplasta,

dile que ya basta de mediocridad.

Hoy puede ser un gran día,

date una oportunidad.

Recuerda cuando Rubén se presentó en casa con un número de teléfono apuntado en un papel. Ella lo recibió con indiferencia y profundamente deprimida porque todo estaba perdido; deseando que llegase el momento en que su cuerpo dijera «basta». Rubén se acercó a la cama donde ella languidecía y la besó. Le dijo que había una última esperanza.

Un ruido en la calle. El sonido de un vehículo que se acerca.

—¡Rubén! —grita.

Corre hacia la ventana. Rubén entra en casa vestido de jardinero, las manos embutidas en guantes verdes.

—¿Qué ocurre? —pregunta sobresaltado.

Ambos observan por una de las ventanas del salón que da a la calle del Ciervo. Aparece una furgoneta de reparto color marrón con letras doradas. Los árboles y la valla ocultan su silueta cuando se detiene frente a la casa. Continúa emitiendo un sonoro ralentí cuando suena el timbre de la entrada.

—Quédate aquí —ordena Rubén.

—No, voy contigo —responde ella.

La distancia desde la casa a la puerta enrejada que da al exterior se les antoja interminable. Entre las rejas se vislumbra la calle tranquila, con el sol reflejándose sobre las hojas de los eucaliptos, que parecen cambiar de color y textura agitadas por la brisa que sopla del mar.

Los ojos de Sara oscilan de un lado a otro intentando captar cualquier movimiento. La emoción se ha solidificado en su garganta y apenas puede tragar saliva. Se aferra al brazo de Rubén.

—Todo se va a arreglar por fin —susurra a su oído—. Nuestra suerte va a cambiar.

El repartidor aparece al otro lado del umbral, embutido en su uniforme marrón, con una gorra de visera, mascando chicle. En sus manos un gran sobre blanco.

—¡Dios mío! ¡Por fin lo tenemos! —celebra Sara a viva voz. Rubén intenta guardar las formas.

El transportista, un jovenzuelo imberbe, observa a Rubén y a Sara acercarse como si él mismo fuese el anhelado objeto de sus deseos.

—¿Los señores Valle? —pregunta con voz de pito.

Sara abre la puerta, arrebata el sobre de la mano del joven y lo aprieta contra su pecho. No hay necesidad de palabras; el sentido común dicta las instrucciones del juego.

—¿Me firman aquí, por favor?

Rubén garabatea una firma en la tablilla del joven y le desliza un billete dentro de la mano.

—Muchas gracias —agradece el chico, que se monta en la furgoneta y desaparece en segundos.

Sara exhibe una enorme sonrisa, los ojos titilando.

—Soy muy feliz.

Rubén la rodea con sus brazos, pero ella no aparta sus ojos del sobre, como intentando atravesar la opacidad que le impide ver el contenido. Una vez en la casa, ambos observan el rectángulo de papel sentados en un sillón. Sin remite, blanco e impoluto.

—¿A qué esperas? ¡Ábrelo! —apremia Rubén, sonriendo.

Ella lo abre con torpeza, rompiendo la solapa. Del interior extrae dos billetes de avión a Moscú fechados para el día siguiente, una reserva de hotel para dos personas y una cuartilla doblada que lleva impresa una dirección de internet.

Una fuerza inesperada la impulsa frente al ordenador portátil que descansa sobre una mesa. Sara teclea la dirección en la barra superior mientras la blanca luz de la pantalla baña su rostro. Ante ella, en una nueva página, resalta una palabra en un idioma desconocido con letras azules sobre fondo blanco. Debajo aparece el dibujo de un capullo de rosa circundado por espinas.

El puntero del ratón hace clic sobre la rosa y se muestra una ficha con datos. En su margen izquierdo hay un recuadro para una foto que aún no ha cargado el navegador de internet. Sara nota cómo se acelera su respiración a medida que lee la información escrita en inglés.

—Nicolai, once años, huérfano de nacimiento, metro cincuenta, treinta y cinco kilos… —Sara repasa en voz alta el contenido de la ficha bajo la mirada de Rubén, que parece un padre junto a su hija el día de los Reyes Magos. La foto de un niño rubio, con pequeños ojos azules, de aire lánguido, parece observarles desde el otro lado esbozando una tímida sonrisa.

Rubén y Sara cruzan sus miradas por un instante antes de que ella vuelva a fijar sus ojos sobre la foto del muchacho.

—Es muy guapo —comenta Sara—. Mi hijo, mi hijo… —repite como un mantra intentando saborear aquella palabra. Mientras tanto, en algún lugar de su cabeza resuenan los ecos de la canción que había escuchado antes.

Pelea por lo que quieres

y no desesperes si algo no anda bien.

Hoy puede ser un gran día

y mañana también.

3. Desaparecido

 

El cielo plomizo de Lyon, cargado de nubes grises que anuncian lluvia, se cierne como una cúpula sobre la enorme estructura con fachada de cristal. Un pequeño Volkswagen Escarabajo negro estaciona en el aparcamiento y de él desciende un hombre espigado con pelo color naranja. Una racha de viento mueve las solapas de su gabardina. El hombre, de rostro pecoso y blanquecino, casi de niño, entorna los ojos mientras se abrocha los botones de la gabardina. Avanza con paso firme hacia la puerta de entrada portando un voluminoso maletín. Levanta la vista y observa la enorme insignia que luce en la fachada: una espada atravesando en vertical la bola del mundo que está circundada por laureles; a ambos lados, las pesas de una balanza. Debajo de todo una palabra… INTERPOL.

Comienza un rutinario recorrido atravesando controles de seguridad, arcos de detección de metales, puertas con códigos de acceso, vigilantes a los que enseña su identificación.

—¡Buenos días, Mathieu! —le saludan los primeros guardias.

Mathieu sonríe tímidamente como respuesta y devuelve el saludo agitando la mano.

Entra en un ascensor que le conduce a una planta diáfana, poblada de mesas con ordenadores en perfecto orden en torno a una pantalla gigante que preside la sala. En ella aparece un mapa del mundo con diversos puntitos luminosos enlazados con líneas de colores. Son las ocho de la mañana y todos los puestos están ocupados por personas jóvenes, menores de cuarenta, hombres y mujeres de mirada inteligente y gesto concentrado; cada uno con su identificación colgada al cuello y sin perder detalle de los datos que circulan por sus respectivas pantallas. Escrutando con ojos depredadores, parecen absortos en sus quehaceres y, sin embargo, cuando el hombre de pelo panocha pasa junto a ellos, nadie ignora su presencia.

—Hola Mathieu. ¿Cómo te va?

—Hey, Mathieu. ¿Cómo está hoy nuestro Jimmy Olsen? —le pregunta una joven con gafas de culo de vaso. Sonríe. Pascal le devuelve la sonrisa en lo que parece una broma reiterativa sobre su parecido con el personaje de Superman.

Un compañero le saluda con un simple gesto, otro le da un toque en la espalda cuando pasa a su lado. Mathieu circula entre las mesas hacia una zona de despachos cerrados. Entra en un pasillo flanqueado por diversas puertas y se detiene frente a la penúltima a la izquierda. En una chapa dorada se puede leer: «Agente Pascal Mathieu». Introduce una llave convencional y, tras dos giros, la puerta se abre hacia un espacio invadido de papeles amontonados sobre la mesa de despacho, sobre sillas, e incluso en el suelo. Una gran pizarra blanca ocupa la extensión de una de las paredes.

El agente Mathieu se queda parado en un extremo de la sala, observando en silencio el mural que tiene frente a él. Enciende una pequeña lámpara que ilumina el objeto de su atención. Se trata de una especie de mapamundi por piezas, como si se hubiese pisado la bola del mundo y toda su geografía quedase extendida sobre aquella pared. A su vista quedan los cinco continentes, y en cada uno de ellos resaltan pequeñas fotografías con rostros anónimos que parecen mirarle desde una dimensión desconocida. Todos ellos son niños. Hong Kong, Pekín, Ciudad del Cabo, Brisbane, Osaka, Dubái, Londres, Praga, Nueva York, Ciudad de México, Buenos Aires, Caracas… Toda una colección de fotos infantiles con una palabra escrita al pie de cada una: DESAPARECIDO. En cuatro de ellas, además, hay una letra «M».

Mathieu realiza una inspiración y luego suelta el aire lentamente para concentrarse aún más mientras sus ojos azules recorren el entramado de anotaciones con letra ilegible y las diversas conexiones entre las distintas fotos mediante líneas rectas, curvas e incluso zigzagueantes.

Mimetizado con el entorno, Mathieu parece haberse convertido en una parte más del mobiliario de su despacho. No ha movido una pestaña desde que sus ojos analíticos comenzaron a trabajar de la manera que él suele hacerlo. En silencio. Pensando. Analizando.

Alguien llama a la puerta.

—Hola, Mathieu —saluda un compañero calvo con orejas de soplillo—. El jefe quiere verte.

En el despacho del comisario se respira silencio con olor a cuero. Mathieu está sentado frente al hombre voluminoso vestido con camisa y corbata cuyos dedos teclean con rapidez en el ordenador. Mathieu observa en silencio su rostro, iluminado por la luz de la pantalla, que le da un matiz lechoso a sus facciones de perro pachón.

—Tengo algo nuevo para usted. —El hombre levanta la vista de la pantalla por primera vez desde que Mathieu entró en la habitación. Le mira y esboza una sonrisa enigmática.

—¿Otro caso?

—Afirmativo —responde el comisario—. En Francia. Muy cerca de aquí. Encontrará la información en la base de datos. Ya he descargado el fichero con los atestados de la gendarmería, los informes forenses, policiales y noticias de prensa.

—¿Está seguro de que es un caso… de los míos?

—Sospechamos que sí. Examine la información y póngase a investigar de inmediato. El tiempo apremia.

El agente Mathieu toma asiento frente a la mesa de su despacho, respira profundo y observa a través de los amplios ventanales que dan a la fachada el paisaje gris y anodino de la ciudad de Lyon. Saca un ordenador portátil del maletín y lo coloca sobre la mesa. Cuando lo conecta, aparece el fondo de pantalla con la misma insignia de INTERPOL que lucía en la fachada del edificio.

Noticia de portada en el diario Le Monde:

«Trágico fallecimiento de Jean Claude Lombard en accidente de tráfico»

El conocido empresario Jean Claude Lombard falleció ayer en un accidente de tráfico en la Autoroute Blanche (A40), cerca de la localidad de Chamonix, donde disfrutaba de unos días de vacaciones en los Alpes junto a su familia. El Mercedes que conducía el señor Lombard se salió de la carretera por causas que aún se desconocen y se precipitó al vacío desde una altura de más de treinta metros. A falta de confirmación oficial, en el coche viajaba la esposa de Lombard, que también falleció en el accidente. Según fuentes de la gendarmería de Chamonix, el vehículo quedó destrozado por el impacto contra las rocas y el posterior incendio. El hijo de la pareja, Antoine, de doce años, se encuentra desaparecido. Se desconoce si viajaba con sus padres y su cuerpo pudo salir despedido del vehículo en el momento del accidente. La Gendarmerie y la Policía Nacional, junto con un grupo de voluntarios, se encuentran peinando la zona para localizar al niño.

Jean Claude Lombard, de 54 años, apareció hace unos meses en la revista Forbes como uno de los hombres más influyentes de Francia. Empresario de éxito, director de la multinacional Sphinx, dedicada a la exportación de aluminio, había sido noticia el año pasado por su secuestro y posterior huida de sus captores. La policía perdió el rastro de los presuntos secuestradores y desde entonces un servicio de escoltas privados velaban por su seguridad.

El agente Mathieu anota con pulso firme en una pequeña libreta. Por su pantalla desfilan los distintos informes y documentos relacionados con el caso. Subraya los datos más importantes y resalta con círculos las palabras clave, ajeno a los mohines involuntarios de su boca. Analiza la información como si el tiempo se hubiera detenido. Las horas pasan como minutos en la mente del policía, hasta que todo termina en un segundo. Levanta la mirada del ordenador, parpadea varias veces para humedecer sus ojos, gira la cabeza y observa el panel de la pared. Se escucha el sonido mecánico de la impresora: sale una hoja. Mathieu la recoge, recorta un pequeño rectángulo y se aproxima al panel. En el mapa, busca en Francia la localidad de Chamonix y pega la foto del niño. Al pie, vuelve a escribir la fatídica palabra: DESAPARECIDO.

«A ti tampoco te encontrarán», piensa observando la foto en silencio.