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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Inglath Cooper

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer con secretos, n.º 5 - mayo 2018

Título original: A Woman with Secrets

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-572-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Incluso los perros saben si han tropezando con ellos o les están dando una patada».

Proverbio americano

 

 

Kate Winthrop no había caído más bajo en su vida. Estaba en la ruina, desesperada y a punto de convertirse oficialmente en una ladrona.

Y su ex marido era el artífice de toda esa situación. Estaba decidida a vengarse por lo que le había hecho. Costara lo que costara, iba a conseguir que pagara por todo.

Tomó esa decisión en el jardín de la gran mansión que Karl acababa de comprar en uno de los vecindarios más lujosos y distinguidos de Richmond. Teniendo en cuenta que su ex alegaba que no tenía nada de dinero, esa adquisición era más que insólita. Pero, claro, él tenía el dinero de Kate y parecía que carecía del suficiente sentido común o conciencia como para no gastárselo.

Pasó un coche cerca de ella, las luces la iluminaron durante medio segundo.

Dio un paso atrás para esconderse en las sombras. El corazón le latía con mucha fuerza. Esperó unos minutos después de que pasara el coche para separarse de la pared de ladrillo a la que se había pegado.

Se imaginó los titulares. «Kate Winthrop, hija del multimillonario Hart Winthrop, condenada a pasar entre cinco y diez años en la cárcel por robo y allanamiento de morada».

Sabía que era una locura que estuviera allí, pero no podía reunir la voluntad suficiente como para irse. Karl le había estado robando toda su fortuna poco a poco durante los tres años anteriores. Siempre le sucedía lo mismo, le bastaba pensar en ello para sentirse nuevamente humillada. Todo aquello era muy doloroso.

Se separó un poco de la casa para contemplarla mejor. Karl vivía según la creencia de que más era siempre mejor. La edificación que tenía delante de ella era una prueba de ello.

Una piscina ocupaba la mayor parte del jardín trasero. Estaba rodeada de caros maceteros importados en los que había grandes árboles redondeados por las tijeras de algún jardinero. A un lado de la piscina había una larga fila de tumbonas de hierro forjado con lujosos y cómodos almohadones.

Se imaginó cómo se sentiría después de lanzar cada una de esas tumbonas al agua cristalina. Pero creía que eso no le serviría de nada y había ido hasta allí para encontrar alguna evidencia, algo concreto que pudiera llevar a la policía y demostrar a las autoridades que, tal y como les había dicho, su ex marido era un delincuente y un canalla.

Lo cierto era que no sabía qué buscar. Se imaginó que lo sabría cuando lo viera, pero tenía que encontrar alguna prueba de lo que había hecho Karl, eso lo tenía claro. Le parecía imposible que alguien pudiera malversar millones de dólares sin dejar ningún tipo de rastro.

Se sacó una linterna de su chaleco. Miró el resto de su atuendo. Se había puesto un jersey de cuello alto, guantes, pantalones de campaña y botas. Sonrió al pensar que se había dejado llevar un poco por las películas de espías que había visto.

Unas elegantes puertas de cristal daban acceso a la casa desde la piscina y el jardín trasero. Se acercó a ellas y miró el interior de la casa. El salón estaba a oscuras.

En cuanto se hubo enterado de que Karl y su nueva esposa iban a estar fuera de la ciudad hasta el día siguiente, había llamado esa misma mañana a la casa para decirle al ama de llaves que tenía que entregarle un paquete al señor Forrester.

Berta, el ama de llaves alemana que su ex había contratado, le había dicho que estaría en la mansión hasta las seis de la tarde.

Eran ya las siete y media y estaba claro que no había nadie en la casa. Todas las luces estaban apagadas. A pesar de todo, el estómago le dio un vuelco al pensar en lo que podría pasar si alguien la descubría allí dentro.

Pero le bastó con imaginarse delante del juez que resolvió su divorcio. Recordó cómo éste había fallado en su contra y le había dicho que su marido había tenido el permiso de Kate para hacer lo que quisiera con los bienes del matrimonio.

—El nombre de su marido está en todas las cuentas, querida —le había dicho el juez con desdén y condescendencia en la voz.

Estaba claro que pensaba que era estúpida.

—Puede que su marido haya tomado algunas decisiones financieras nefastas, pero no hay leyes que castiguen eso. Le sugiero, jovencita, que tenga más cuidado la próxima vez a la hora de elegir con quién se casa —había añadido el magistrado.

Lo que había aprendido era que parecía que tampoco había leyes que castigaran a un marido por robar a su esposa.

Sí había leyes, no obstante, que castigaban el allanamiento de morada y el robo. Miró rápidamente en ambas direcciones y golpeó la puerta con la parte trasera de la linterna, a la altura del tirador de la puerta. El cristal se quebró a la primera y un montón de pedazos cayeron al suelo del salón.

Metió la mano por el agujero que acababa de hacer y abrió el cerrojo. La puerta se abrió y de repente se oyó una sirena.

Sobresaltada, dio un respingo. Ya se había imaginado que habría instalado un sistema antirrobo y que la alarma sería muy ruidosa. Era típico de Karl. Le iba lo más grande, lo más lujoso y lo más estridente.

Entró y cerró la puerta. Se ayudó de la linterna para llegar hasta el vestíbulo de la casa.

Se encontró con el panel de la alarma justo donde esperaba, a la izquierda de la puerta de entrada. Tenía cuarenta y cinco segundos para descubrir el código y apagar la alarma antes de que llamara la empresa de seguridad. Esa misma mañana, había pasado casi dos horas pensando en distintas combinaciones que Karl podría haber elegido como código de seguridad.

Después de estar casada con él durante tres años, se había dado cuenta de que sólo tenía tres cosas en la cabeza: el golf, las mujeres y el dinero. Aunque no precisamente en ese orden de importancia.

Se sacó de un bolsillo de los pantalones el papel en el que había escrito las que le habían parecido esa mañana las mejores opciones.

Primero lo intentó con la palabra «golf» y pulsó los cuatro números que correspondían a su mejor puntuación en el campo, 6-2-6-5. Se lo sabía de memoria, su ex no dejaba de presumir y hablar de ello.

Pero la alarma no se detuvo.

Lo intentó con las mujeres y metió los números 90-60, las medidas perfectas de Tiffany, su nueva mujer. Pero la alarma siguió torturando sus oídos.

Se estaba quedando sin tiempo, no debían de quedarle más de diez segundos. Probó con su número de la suerte, el que usaba para comprar acciones. A su ex marido le gustaba jugar en la bolsa de la misma manera que las ancianas jugaban en los casinos de Las Vegas.

Karl comprobaba cada poco en Internet cómo iban sus acciones. Había tenido suerte sólo una vez y había presumido delante de todo el mundo del precio al que había conseguido vender sus participaciones.

Miró el papel de nuevo. Esperaba no equivocarse. Era su última oportunidad. Respiró profundamente y pulsó los números indicados.

La alarma se detuvo de inmediato. Silencio. Todo se quedó por fin en calma.

Entonces se enfadó de nuevo. La elección del código le demostraba una vez más que, para Karl, todo giraba en torno al dinero. Entendía que, sin él, no podría permitirse jugar al golf ni salir con las mujeres que quisiera.

Apoyó la cabeza en la pared y respiró profundamente para intentar recuperar la tranquilidad. Se dio cuenta de que algún vecino podía haber escuchado la alarma y haber llamado a la policía. Cabía la posibilidad de que agentes irrumpieran en la vivienda en cualquier momento.

Respiró de nuevo para calmarse.

Sabía que se estaba volviendo algo paranoica. La casa más cercana a la de Karl estaba lo suficientemente lejos como para que no hubieran oído la sirena del sistema de seguridad. Creía que contaba con tiempo suficiente como para buscar pistas en la casa. Durante toda la noche, si lo creía necesario.

Se giró y miró a su alrededor con ayuda de la linterna. Aún estaba temblando. El salón principal parecía una fábrica de caramelos de Navidad. Las paredes estaban pintadas con rayas rojas y blancas. No pudo evitar que le diera la risa. Le dolían los ojos sólo de mirarlas. Para Karl, era muy importante mantener las apariencias. Se preguntó si proporcionaría a sus amigos gafas protectoras antes de entrar en esa habitación.

Dejó el salón y fue por el pasillo hacia el resto de la casa. Tiffany parecía haber decorado todo con su extravagante gusto. El pasillo tenía rayas blancas y negras. Y se encontró con rayas rosas y blancas o verdes y blancas en otras de las habitaciones que iba pasando. Se dio cuenta de que si conseguía encontrar alguna pista que incriminara a Karl, éste no iba a tener ningún problema de adaptación en la cárcel. Las paredes estaban decoradas como los uniformes de los prisioneros.

Todo estaba a oscuras. No pudo evitar estremecerse. Le daba un poco de miedo estar allí. Pero no quería encender ninguna luz y correr el riesgo de que alguien lo viera y avisara a la policía. Igual que había hecho con el código de la alarma, también había planificado esa parte de la operación. Iba a empezar a buscar en el sitio más obvio, el despacho de Karl. Guiándose con ayuda de la linterna, metió la cabeza en distintas habitaciones hasta que lo encontró.

En ese cuarto, Tiffany parecía haber renunciado a las rayas. Las paredes estaban pintadas. Eran moradas, pero estaba segura de que el pedante de su ex marido se referiría a ese tono como color berenjena o algo así.

Fue hasta la mesa de escritorio, se sentó en el sillón de piel y empezó a abrir cajones. En los primeros tres no encontró otra cosa que no fueran objetos de oficina y sobres llenos de papeles que no le decían nada.

El último cajón estaba cerrado con llave, pero eso no era un problema, había ido muy bien preparada. Sacó de un bolsillo de su chaleco una cajita negra que contenía varias ganzúas y ganchos que había comprado el otro día en una casa de empeños que había en la peor zona de Richmond.

Tomó una e intentó abrir al cajón. Al principio no consiguió nada, pero poco a poco fue entendiendo cómo funcionaba el mecanismo de la cerradura. Con las cuatro primeras ganzúas no consiguió nada. La quinta, sin embargo, consiguió abrir el cajón.

Se encontró con un montón de carpetas muy bien organizadas. Debajo de ellas había una caja de metal. La sacó del cajón.

Le sorprendió que estuviera abierta. No pudo evitar dar un respingo al comprobar que había una pistola en su interior. No entendía para qué podría Karl necesitar un arma. Y era una pistola grande. Había estado casada con él durante tres años y nunca había sido consciente de que tuviera una pistola.

Pensó que a lo mejor a Tiffany y a su ex marido les gustaba jugar con el arma. Sacudió la cabeza para quitarse esa imagen de la mente.

Estaba contenta de haber al menos llegado al punto en el que era capaz de bromear y reírse con lo que había sido la mayor equivocación de su vida.

Cerró la caja de metal y la volvió a meter en el cajón. Se puso entonces a mirar las carpetas. Fue pasando papeles y rezando para poder encontrar algo que incriminara a Karl.

Pero no vio nada.

Pasaron veinte minutos y seguía con las manos vacías. Sólo había encontrado recibos de alquileres de coche, talleres y seguros.

Se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Sabía que tenía que haber algo en esa extravagante mansión que demostrara que era un mentiroso y un estafador.

Pero no quería seguir pensando en él y lamentarse. Quería dejar atrás esa parte de su vida, olvidarse de todo y enterrarlo para siempre.

Ahora que sabía cómo era Karl, le resultaba más fácil entender todo lo que había pasado en los últimos años y le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Lo malo era que ya no le servía de nada ser consciente de su enrevesada personalidad.

Con renovada energía, se puso en pie de golpe y fue hasta el dormitorio principal, donde el encaje y los espejos eran la base de la decoración. No entendía cómo podía Tiffany haber recibido un título como decoradora de interiores. Aquello le parecía horrible. Toda la casa era un ataque a los sentidos.

Empezó buscando en las mesitas de noche. Vacío los cajones encima de la colcha negra.

Allí había bálsamo labial, crema de manos, algunos recibos, entradas de teatro usadas… Miró en todos los cajones del dormitorio.

Después buscó dentro del enorme vestidor. Aquello parecía unos grandes almacenes en miniatura. Cerró la puerta por dentro y encendió la lámpara. Allí no había ventanas y nadie podría ver la luz desde fuera de la casa. Buscó en los bolsillos de los trajes, miró debajo de cada jersey y abrió todas las cajas de zapatos.

Nada.

Se dejó caer en el suelo y apoyó la cabeza en las manos. A lo mejor había llegado el momento de aceptar que habían abusado de ella, que había dejado que un hombre la engañara y le robara hasta el último céntimo.

Pensó que quizá debería intentar olvidarse de todo aquello y empezar de nuevo. Podría trabajar de camarera en algún restaurante de comida basura, donde los feos uniformes de poliéster harían poco por resaltar sus femeninas curvas.

Se puso de pie y miró el reloj. Había llegado el momento de admitir la derrota. Le dio una patada a uno de los caros mocasines de piel de su ex. El zapato voló por el aire y golpeó con un fuerte sonido el rodapié del vestidor.

Se quedó mirándolo un momento. O esa pieza del rodapié estaba despegada o se había imaginado el sonido a hueco.

Se arrodilló y metió el dedo detrás de la madera. El rodapié se movió. Apartó el mocasín y tiró de la madera. No le costó demasiado trabajo.

Estaba de nuevo esperanzada. No todo estaba perdido. Podía sentir una descarga de adrenalina recorriendo sus venas.

Apoyó su oído izquierdo en el suelo y miró por el agujero de la pared. Después metió la mano. Encontró algo duro.

Tomó la linterna y alumbró el interior del escondite. Vio que allí había una especie de bolsa de piel.

Con el corazón a mil por hora, plantó los pies a ambos lados de la apertura y, con toda la fuerza que le quedaba, tiró de la madera. La pared cedió y se abrió. Era como la puerta de una cueva o la guarida de un pirata.

Se quedó mirando el oscuro interior unos segundos. Después sacó la bolsa de piel. Desenganchó los cerrojos y la abrió.

Se quedó helada.

Dinero. Montones de dinero. Tomó un fajo de billetes. Todos eran de cien dólares. Había demasiados como para contarlos.

Kate se quedó allí sentada sin hacer nada, sin moverse, casi sin respirar. Le parecía increíble haber dado con ese tesoro. Podía sentir el dulce sabor de la venganza en su boca. Su marido la había traicionado en todos los sentidos.

Levantó la bolsa y la vació.

Se imaginó que allí habría al menos un millón de dólares. O quizá más.

No sabía qué hacer.

Si salía de la casa con el dinero, Karl iría tras ella en cuanto descubriera que su tesoro había desaparecido.

Pero tenía claro que Karl no tenía muchas opciones. No podía ir a la policía y acusarla de haberle robado un dinero que él no tenía derecho a tener.

Esperó a volver a su apartamento antes de llamar a Tyler Bennett a su número personal. Había trabajado con su padre durante muchos años y había sido el abogado que la había representado cuando se divorció. Después de unos segundos, el hombre contestó con tono irritado.

—Soy Kate, perdona por llamarte tan tarde —le dijo.

Oyó un gruñido al otro lado de la línea.

—Pero si es tardísimo…

—Lo sé, Tyler, lo sé, pero te alegrará saber que pronto podrás borrarme de tu lista de clientes morosos.

—¿Me has llamado para decirme eso? —preguntó el hombre suspirando.

—Pensé que te gustaría saberlo.

—¿Quieres decirme de una vez para qué me llamas a estas horas, por favor?

—No te va a gustar.

Él se quedó callado unos instantes.

—Kate, ¿no te dije más de mil veces que te mantuvieras alejada de Karl?

—Sí, lo hiciste. Y estuve de acuerdo contigo. En circunstancias normales, habría sido un consejo muy acertado. Pero Karl ha cometido el error de alejarse un tiempo de una parte importante del dinero que me robó. El tiempo que necesitaba yo para encontrarlo —le dijo mientras miraba con una sonrisa su cama.

La colcha estaba cubierta de fajos de dinero.

El abogado no dijo nada y ella temió que se hubiera quedado dormido de nuevo.

—Me doy cuenta de que sueñas con meter a ese canalla en la cárcel, Kate —le dijo con cuidado—. Pero, como abogado tuyo, tengo que decirte que este tipo de conducta sólo va a conseguir que seas tú la que acabe en una celda.

—¿Por qué? ¿Por recuperar lo que me pertenece? —le preguntó ella con mucha indignación en la voz.

—Hay otras maneras de ocuparse de estos asuntos.

—Sí, pero no he tenido demasiada suerte con el sistema legal, ¿no te parece?

—¿Y qué crees que va a hacer él cuando vea que le falta el dinero?

—Me encantaría poder estar allí para ver la cara que pone, pero creo que voy a renunciar a ese placer y darle algún tiempo para tranquilizarse. Por eso te llamaba. Peg y tú os vais de crucero pasado mañana, ¿verdad? Ella me mencionó que un amigo tuyo de la universidad dirige esos viajes.

—Sí —contestó Tyler con suspicacia.

—¿Por cuánto me venderías esos billetes?

Tardó casi quince minutos en convencerlo para que le diera los billetes. Intentó advertirle que aquello no estaba bien, que se estaba metiendo en un gran lío, que parecía estar perdiendo la cabeza…

—Los recogeré en tu despacho mañana a primera hora —le dijo antes de colgar.

Deprisa, volvió a meter el dinero en la bolsa de piel. Había sufrido mucho durante los últimos meses. Se había sentido herida y profundamente traicionada. Su dolor y su ira la habían consumido. Pero esos sentimientos iban desvaneciéndose poco a poco gracias a lo que acababa de hacer.

Creía que había conseguido cambiar su suerte al dar con el tesoro que su ex marido guardaba en casa. No estaba nada mal para una artista acabada como ella que se había quedado arruinada por culpa de un marido sin escrúpulos. Sentía que su vida se encaminada de nuevo, que empezaba a ver la luz al final del túnel.

Pensó que, después de todo, quizá fuera Karl el que tuviera que ponerse un uniforme de poliéster para trabajar en algún restaurante barato.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«Es verdad lo que dicen, un hombre tiene que compartir un trago amargo con el amigo antes de poder decir que lo conoce».

Miguel de Cervantes Saavedra

 

 

Cole Hunter apoyó el brazo a un lado de la cabina de teléfonos. Tenía el aparato sujeto entre la cabeza y el hombro y la vista perdida en el suelo. El sol de Miami le quemaba la espalda y estaba haciendo que se sintiera aún peor.

—Mira, Sam, no te digo esto para ofenderte —comenzó mientras intentaba mantener un tono de voz calmado y se controlaba para no gritar—. Pero ¿por qué voy a creer que ahora estás más cerca de conseguir dar por fin con mi hija? Me da la impresión de que no ha cambiado nada, no me ofreces nada nuevo.

—Ya sé que otras veces te he dicho que estaba a punto de encontrarla —repuso Sam con diplomacia—. Pero he conseguido dar con un antiguo novio de tu ex mujer. Al parecer, ella lo dejó y aún está bastante molesto por ello.

A Cole no le costó nada creer lo que le decía. A Pamela se le daba muy bien abandonar a la gente.

—¿Y te ha dicho que sabe dónde está? —le preguntó intentando no hacerse demasiadas ilusiones.

Había empezado a pensar que nunca volvería a ver a Ginny. De alguna manera, sabía que le sería más fácil seguir con su vida si supiera a ciencia cierta que no iba a volver a verla. La otra opción era mejor, pero la espera y la búsqueda eran torturas inimaginables. Y siempre cabía la posibilidad de que ese momento no llegara nunca.

—Eso me ha dicho.

—¿Y qué es lo que quiere a cambio de esa información?

—Veinte mil dólares.

—Entonces, dale ese dinero —repuso Cole sin vacilar un instante.

Por primera vez en su vida, estaba contento de haber invertido bien algunos años atrás. Gracias a su previsión, contaba con algunos ahorros.

—Haré una transferencia a tu cuenta en cuanto colguemos —añadió Cole.

—Muy bien. Pero tengo que esperar a que me llame él.

—¿Acaso no tienes forma de ponerte en contacto con ese energúmeno? —le preguntó con incredulidad.

—El tipo quería hacer las cosas así.

No pudo evitar desilusionarse. Aquello no le daba buena espina.

—¿Estás seguro de que no está tomándote el pelo?

—Ha insistido mucho. No quiere decirme dónde vive. Mira, Cole, sé que estás deseando encontrar a tu hija —le dijo el detective—. Has esperado mucho tiempo, no te rindas ahora. Tengo un buen presentimiento con este tipo.

Cole quería creer lo que le decía. De todas formas, no le quedaba más remedio que aceptar lo que Sam le sugería. Si el ex novio de Pamela lo ayudaba a localizar a Ginny, Cole podía soportar la idea de hacer las cosas como éste le había pedido al detective.

—Esta tarde salgo de viaje. Estaré fuera diez días —le dijo Cole—. Ya sabes dónde puedes localizarme, en los mismos números de siempre. La recepción será bastante buena después de que salgamos del puerto. Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo?

—Así lo haré —le prometió Sam antes de despedirse.

Cole colgó también el teléfono, pero no se fue de allí. Algo, quizá superstición, hizo que mantuviera la mano sobre el aparato. Era como si acabar con esa llamada pudiera también haber acabado con la posibilidad de dar por fin con su hija. No la había visto durante casi dos años. Tiempo que había pasado pensando en dónde estaría y cómo estaría. Se preguntaba si la niña lo echaría de menos. A lo mejor creía que él la había abandonado. Ese pensamiento hizo que sintiera un dolor casi físico en el pecho. Lamentaba más que nada que su hija pudiera pensar que a él no le importara ya nada, que la había dejado atrás, que no la quería…

Hizo otra llamada, esa vez a su banco para que se hiciera una transferencia a la cuenta de Sam. Cuando terminó, salió de la cabina y se encaminó hacia el Ginny, su barco, por el muelle de madera. Sintió que iba a padecer pronto una migraña. Era como uno de esos huracanes que se formaban en la costa del sur de Florida, de ésos que aparecían de la nada e iban ganando fuerza en muy poco tiempo.

Estaba llegando al barco cuando vio a Harry Smith tumbado en la proa y tomando el sol. Empezó a sentir los latidos golpeándolo en las sienes con fuerza.

Harry aparecía por allí con bastante frecuencia, normalmente acompañado de un par de bellezas rubias. Siempre le ofrecía a él una de las chicas. Y eso que nunca había aceptado ninguna de sus generosas ofertas.

Harry levantó el brazo y lo miró desde el barco.

—El barco del amor ha vuelto al puerto —le dijo mientras se ponía en pie y saltaba al muelle—. Y es increíble que siga a flote con lo poco sociable que eres.

Cole lo fulminó con la mirada.

—Tú eres el que no puede hacer nada si no es con una mujer en cada brazo. A mí me va muy bien, gracias.

Harry procedía de Savannah y era obvio que venía de una familia de dinero. Tenía treinta y seis años y le encantaba su reputación de mujeriego. Hacía todo lo posible por aumentar esa fama. Era el heredero de una familia adinerada y se pasaba la vida haciendo cruceros por el Caribe en el yate de su padre. Siempre, por supuesto, en la compañía de bellas damas que no hacían otra cosa que tomar el sol y seguirlo a todas partes.

—Yo, a diferencia de lo que te pasa a ti, no siento aversión por el sexo femenino. Tú eres el que parece vivir como un monje. ¿No crees que es bastante raro que un tipo como tú no se aproveche de todas las mujeres que tiene a su alrededor?

—No estoy interesado.

Harry se quedó pensativo unos segundos.

—¿Sabes qué? Deberías mudarte a Alaska. Allí llevan abrigos de piel en vez de biquinis.

—No es mala idea —repuso Cole.

No iba a morder el anzuelo. No podía decir que Harry no fuera obstinado. No parecía entender que un hombre sano y joven pudiera sobrevivir durante dos años sin estar con ninguna mujer. Cole tenía aún el corazón roto y no le apetecía volver a arriesgarse. Lo único que le importaba era recuperar a su hija y asegurarse de que Pamela no volviera a estar cerca de ella. En cuanto al resto de su vida, pasaba cada día sin importarle demasiado el mañana.

—Verás, Cole —le dijo Harry—. No estás jugando con las mismas reglas de los demás. Nadie está diciendo que te enamores. Yo ya caí una vez en esa trampa y no pienso volver a hacerlo. Ahora todo lo que hago es divertirme. Nada más. ¡Y nada menos!

—¿De verdad crees que es así? —le preguntó.

—Claro que sí.

Cole negó con la cabeza.

—Siempre hay alguien que quiere más, cuenta con ello —le aseguró.

—Muy bien, muy bien, pero la próxima vez que te encuentres solo y añores la compañía de una mujer a tu lado, no vengas a…

—No lo haré, no te preocupes.

Recogió la botella de agua que estaba en la barandilla del barco y bebió un gran trago.

—Por cierto, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí? Pensé que ibas a estar fuera durante un tiempo.

Harry se encogió de hombros.

—Me encontré con una bonita rubia a la que le apetecía hacer un crucero por aquí.

—Eres como una agencia de viajes.

—Algo así —repuso Harry con una pícara sonrisa.

—Perdonen.

Esa voz hizo que los dos se giraran. Había una mujer en el muelle con una maleta a su lado y una bolsa de viaje en una de sus manos. Vio cómo Harry sonreía y desplegaba sus encantos frente a la desconocida.

—¿Puedo ayudarla con algo, señorita? —le preguntó Harry.

Ella miró la hoja de papel que llevaba en la mano y frunció el ceño.

—Éste es el puerto de Tracer, ¿no?

A Harry le faltó tiempo para saltar al muelle y tomar el papel que la mujer llevaba en la mano. Lo leyó y miró a Cole con una gran sonrisa.

—Así es, señorita. Y éste es el Ginny. Parece que está en el lugar indicado.

La mujer inclinó la cabeza y miró el barco con suspicacia.

—Bueno… Me temo que debe de ser un error. Se supone que tenía que embarcarme en un barco para hacer un crucero…

—Así es —la interrumpió Harry mirando de nuevo el papel—. Señorita Winthrop, está usted delante del capitán.

La mujer parecía muy extrañada.

—¿Usted es el capitán?

—¡No, no! Yo soy Harrison Smith, aunque mis amigos me llaman Harry —dijo mientras miraba a Cole y le guiñaba el ojo—. Le presento al capitán Cole Hunter, que estará a su servicio en el barco. Bueno, perdónenme, pero tengo que irme. Estaré allí, en el muelle, desde donde no puedo escuchar nada —añadió mientras señalaba hacia atrás.

Cole decidió ignorar a Harry y se concentró en la mujer.

—¿Es usted la amiga de Tyler?

—Sí. Me llamo Kate Winthrop —le dijo—. Tyler me ha contado maravillas sobre los cruceros que hacen en su… En su barco —añadió después de mirar la embarcación con algo de temor en su mirada.

Cole había estudiado Derecho con Tyler. Tenía previsto hacer ese crucero con Pamela y con él. Pero, según Tyler, la tal Kate necesitaba unas vacaciones con urgencia y no le importaba que no fueran muy cómodas.

Pero al verla, se imaginó que estaba acostumbrada a todo tipo de mimos y lujos; no creía que fuera a estar contenta a bordo de Ginny. Llevaba una impresionante sortija de diamantes como única joya y en su pelo, liso y dorado, debía de gastarse un dineral cada semana. Sus vaqueros tenían agujeros, pero se notaba que eran de marca.

—Los pasajeros no tienen que venir al barco hasta esta tarde —le dijo Cole mirando la bolsa de piel que la mujer agarraba con fuerza.

—Llevo veinte horas conduciendo —repuso ella—. Pensé que a lo mejor podría subir a bordo antes de tiempo.

Miraba el barco con preocupación. Imaginó que ella había esperado encontrar una versión moderna del Titanic o algo así.

—Le comentó Tyler que en mis cruceros se trabaja, ¿no?

Ella se movió algo inquieta.

—¿Que se trabaja? Bueno, no me lo dijo, pensé que…