LA GRAVEDAD QUE NOS ATRAE

V.1: Junio, 2018


Título original: The Gravity of Us

© Brittainy C. Cherry, 2017

© de la traducción, Sonia Pensado, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Los derechos de esta obra se han gestionado con Bookcase Literary Agency.


Diseño de cubierta: Quirky Bird

Modelo de cubierta: Arron Dunworth

Corrección: Anna Valor y Virginia Buedo


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-17333-28-7

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

LA GRAVEDAD QUE NOS ATRAE

Brittainy C. Cherry


Traducción de Sonia Pensado
Principal de los Libros

5

Sobre la autora

2


Brittainy C. Cherry siempre ha sentido pasión por las letras. Estudió Artes Teatrales en la Universidad de Carroll y también cursó estudios de Escritura Creativa. Le encanta participar en la escritura de guiones, actuar y bailar… Aunque dice que esto último no se le da muy bien. Se considera una apasionada del café, del té chai y del vino, y opina que todo el mundo debería consumirlos. Brittainy vive en Milwaukee, Wisconsin, con su familia y sus adorables mascotas. Es la autora de Querido señor Daniels, El aire que respira, El fuego que nos une y El silencio bajo el agua.

CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo


Agradecimientos

Sobre la autora

LA GRAVEDAD QUE NOS ATRAE

«Ella me enseñó que el amor verdadero requiere tiempo, y su luz lo hizo florecer.»



Graham Russell es un escritor de éxito, pero está atrapado en un matrimonio infeliz y nunca ha conocido el amor de verdad.

Hasta que Lucy, una joven florista, llega a su vida.

Poco a poco, la gravedad ejercerá su poder de atracción y Lucy sanará las heridas del pasado de Graham.




Una obra cautivadora de la autora de la serie de Los Elementos, best seller mundial




«No hay nada mejor que un libro que te transporta a un mundo de sensaciones. Y esta novela lo logra con creces.»
Kitty Kats Crazy About Books

«Brittainy C. Cherry es una maravillosa autora de novelas de amor que van más allá del género romántico.»
Sweet Addiction Book Club


Al amor y a todo el dolor que lo hace hundirse.

Al amor y a todos los latidos que lo hacen levantarse.







Gracias por comprar este ebook. 
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Agradecimientos


Escribir esta novela ha sido muy duro para mí y mucha gente me ha ayudado a llegar a esa última palabra: «fin». Sin embargo, hay una chica que de verdad me ha escuchado desmoronarme y luego me ha ayudado a recomponer mis piezas con este libro. Se ha pasado horas al teléfono hablando conmigo y cuando borré setenta mil palabras, me cogió de la mano y me dijo que podía empezar de nuevo y mejorarlo. Staci Brillhart, tú has sido mi apoyo con este libro. Me has mantenido con los pies en la tierra cuando quería salir flotando, has sido un auténtico ángel para mí. No tengo ni idea de cómo he tenido la suerte de conocer a alguien como tú, paciente, solícita y siempre disponible para mí. Pero te agradezco desde lo más profundo de mi corazón el haberme sujetado de la mano y el haber escuchado mis lágrimas. Siempre estaré aquí por si me necesitas, ya sea de día o de noche, amiga mía. Eres la razón por la que creo en lo bueno de este mundo.

A Kandi Steiner y a Danielle Allen, dos mujeres que hacen que se me dispare el corazón. Sois la definición de fuerza, carisma y lealtad. Gracias por leer partes del libro y por escuchar mis ataques de pánico y seguir queriéndome igual. Sois dos de las mejores cosas que provienen del mundo del libro. ¡Os adoro más de lo que se puede expresar con palabras, queridas!

A mi tribu de mujeres que se animan las unas a las otras y se alegran de los éxitos de las demás: ¿cuánta suerte tengo de conocer esa belleza?

A Samantha Crockett: eres mi mejor amiga. Gracias por los memes alentadores para ayudarme a terminar el libro. Gracias por los viajes a Chicago para despejarme la mente. Y gracias por ser mi mejor amiga. Conocerte es una bendición, así como quererte a rabiar. Incluso aunque te gusten los guisantes.

A Talon, Maria, Allison, Tera, Alison, Christy, Tammy y Beverly: sois mi grupo de betas favorito. Gracias por retarme y no dejar que mis palabras se colocaran solo de forma «aceptable». Hacéis que mis historias tengan más fuerza y, gracias a vuestras voces, estoy aprendiendo a encontrar la mía. Daros las gracias no es suficiente, pero ya que no sois lectoras beta de esta parte, no me podéis decir cómo mejorarla, ja, ja, ja.

Muchas, muchas gracias a mis correctores de estilo, Ellie de Love N Books y Caitlin de Editing by. C. Marie. Gracias por darlo todo con mis palabras desordenadas y por limarlas hasta que brillan. Ah, y gracias por lidiar con mis «¡Un segundo, dejadme añadir esto!». Por Dios, que irritante soy.

Virginia, Emily y Alison, las mejores correctoras ortotipográficas del mundo. Por esos pequeños detalles y esas molestas comas que uso en exceso: gracias por ayudarme a arreglar esos errores peculiares. Diría que lo haré mejor la próxima vez, pero me temo que es mentira.

A Staci Brillhart de nuevo, por el espectacular diseño de la cubierta y también por descubrir esa fantástica fotografía (en serio, ¡es un unicornio!) ¡Gracias! Y gracias a Arron Dunworth, el increíble fotógrafo, y a Stuart Reardon, el impresionante modelo de la cubierta que parece salido de otro mundo.

A mi familia y amigos, a quienes sigo gustando a pesar de que me paso buena parte de mi vida escribiendo en una cueva. Gracias por vuestra comprensión cuando a veces dejo una conversación a medias para ir hasta mi libreta a apuntar palabras al azar. Gracias por vuestra comprensión cuando a veces escucho las mismas canciones una y otra vez al escribir ciertas escenas. Y gracias por quererme, incluso los días (bueno, semanas) en los que no hago la cama o no me maquillo. Vivir con una escritora zombi debe de ser raro, pero, de todas formas, me queréis. Raritos.

Y, finalmente, a ti. Y a ti. Y a ti. Gracias por leer el libro. Gracias por darme una oportunidad. Sin todos vosotros, lectores y blogueros, solo sería una chica con un sueño y una novela sin leer. Me habéis cambiado la vida. Gracias por motivarme a mejorar con cada novela. Gracias por aparecer cuando más os necesito. Gracias por los mensajes que a veces tardo semanas en contestar (os juro que los leo todos). Gracias por amar la palabra escrita y por sacar tiempo para abrir mis libros. Os querré siempre y para toda la vida. Sois mis Lucilles del mundo. Sois mi corazón. Sois mis seres humanos preferidos de todos los seres humanos.

Maktub.

Prólogo

Lucy

2015



Antes de que mamá muriera hace cinco años, nos dejó tres regalos a mis hermanas y a mí. En el porche delantero de mi hermana Mari estaba la mecedora de madera que le dio. La recibió ella porque a mamá le preocupaba que fuera de mente inquieta. Mari era la mediana y, en cierto modo, le daba la sensación de que se perdía algo de la vida, lo que hacía que a menudo viviera en el limbo. «Si no dejas de pensar demasiado en las cosas, tu cerebro irá a mil, pequeña. A veces es bueno ir más despacio», le solía decir mamá. La mecedora era un recordatorio para Mari de que debía ir despacio y tomarse unos minutos para afrontar la vida y no dejarla pasar.

Nuestra hermana mayor, Lyric, recibió una cajita de música con una bailarina. Cuando éramos pequeñas, Lyric soñaba con bailar, pero con los años dejó aparcado ese sueño. Tras crecer junto a mamá, que toda la vida había sido una rebelde, a Lyric le empezó a molestar la idea de una carrera motivada por la pasión. Mamá vivió la vida de la forma más pasional posible y, a veces, eso implicaba que no sabíamos de dónde sacaríamos la comida el día siguiente. Cuando llegaba el momento de pagar el alquiler, ya lo teníamos todo recogido y nos habíamos puesto en marcha hacia nuestra nueva aventura.

Mamá y Lyric siempre discutían. Me daba la sensación de que mi hermana se sentía responsable de todas nosotras, como si tuviera que hacer de madre de su propia madre. Mari y yo éramos jóvenes y libres; nos gustaban las aventuras, pero Lyric las aborrecía. Aborrecía no tener un lugar estable al que llamar hogar y el hecho de que mamá no tuviera ninguna estructura en su vida. Aborrecía que la libertad fuera su jaula. Cuando Lyric tuvo la oportunidad de marcharse, se alejó de nuestro lado para convertirse en una abogada de lujo. Nunca supe qué fue de la cajita de música, pero tenía la esperanza de que Lyric aún la conservara.

—Baila siempre, Lyric —le repetía mamá una y otra vez—, baila siempre.

A mí, mamá me regaló su corazón.

Era una pequeña piedra con forma de corazón que llevaba alrededor del cuello desde su adolescencia y fue todo un honor para mí que me la diera.

—Es el corazón de la familia —me dijo—. De una rebelde a otra: nunca te olvides de amar plenamente, mi Lucille. Necesitaré que mantengas a la familia unida y que estés ahí para tus hermanas en los momentos difíciles, ¿vale? Tú serás su fortaleza. Lo sé porque ya amas con mucha intensidad. Hasta las almas más oscuras pueden encontrar cierta luz en tu sonrisa. Estoy segura de que protegerás a esta familia, Lucy, y por eso no tengo miedo de despedirme.

El collar no se ha separado de mi cuello desde que mamá falleció hace años, pero aquella tarde de verano lo sujeté en la mano con más fuerza mientras miraba fijamente la mecedora de Mari. La muerte de mamá había afectado a Mari profundamente y todo lo que le habían enseñado sobre espiritualidad y libertad le parecía una mentira.

—Era muy joven —dijo Mari el día que mamá falleció. Ella creía que nuestro tiempo debería ser casi infinito—. No es justo —comentó con tristeza.

Yo solo tenía dieciocho años cuando murió y Mari, veinte. En ese momento era como si nos hubieran robado toda la luz y no teníamos ni idea de cómo salir adelante.

Maktub —susurré mientras la abrazaba con fuerza. Las dos nos habíamos tatuado la palabra en la muñeca y significaba «está escrito». Todo en la vida sucedía por alguna razón, sucedía exactamente como se suponía que debía ser, sin importar lo doloroso que pudiera parecer. Algunas historias de amor tenían que ser eternas y otras duraban solo una estación. Mari había olvidado que la historia de amor entre una madre y una hija siempre estaba ahí, incluso con el cambio de estación.

La muerte no era algo que pudiera alterar ese tipo de amor, pero, tras la muerte de mamá, Mari dejó a un lado su naturaleza de espíritu libre, conoció a un chico y echó raíces en Wauwatosa, Wisconsin; todo en nombre del amor.

Amor.

El sentimiento que hacía que la gente volara y también que se estrellara. Iluminaba al ser humano y le quemaba el corazón. Era el inicio y el final de todo viaje.

Cuando me mudé con Mari y su marido, Parker, sabía que sería solo algo temporal, pero me descolocó por completo pillarlo marchándose aquella tarde. La brisa del final del verano era cortante porque llevaba el rastro del frío del otoño latente tras las sombras. Parker no me había oído acercarme a él por detrás, estaba muy ocupado tirando el equipaje en su sedán gris.

Entre sus labios apretados descansaban dos palillos y el traje azul marino de marca se le ajustaba perfectamente a la piel, con su pañuelo doblado en el bolsillo derecho de la americana. Estaba segura de que, cuando muriera, le gustaría que lo enterraran con todos sus pañuelos. Era su manía, al igual que la colección de calcetines que tenía. Nunca había visto a nadie planchar tantos pañuelos y calcetines hasta que conocí a Parker Lee. Me dijo que era algo normal, pero su idea de normal difería de la mía.

Por ejemplo, para mí era normal comer pizza cinco días a la semana, pero para él solo eran carbohidratos innecesarios. Eso debería haberme disparado las alarmas cuando lo conocí. Había habido muchas señales de alarma. Un hombre al que no le gustaban la pizza, los tacos o llevar pijama los domingos por la tarde no era alguien que debiera cruzarse en mi camino.

Se inclinó sobre el maletero y se puso a mover las maletas para tener más espacio.

—¿Qué haces? —pregunté.

Mi voz lo desconcentró y dio un salto que le hizo golpearse contra el capó.

—¡Mierda! —Se puso derecho mientras se frotaba la coronilla—. Joder, Lucy, no te había visto. —Se pasó las manos por el pelo rubio y sucio antes de meterlas en los bolsillos del pantalón—. Pensaba que estabas trabajando.

—Hoy el padre de los niños ha vuelto antes a casa —dije refiriéndome a mi trabajo como niñera mientras no le quitaba ojo al maletero del coche—. ¿Tienes alguna conferencia de trabajo o algo? Tendrías que haberme llamado. Podría haber venido para…

—¿Eso significa que hoy cobrarás menos? —me interrumpió sin responder a mi pregunta—. ¿Así cómo vas a ayudarnos con las facturas, eh? ¿Por qué no haces más horas en la cafetería? —El sudor le resbalaba por la frente porque nos daba el sol de pleno.

—Hace semanas que dejé la cafetería, Parker. No es que me ganara los garbanzos precisamente. Además, pensé que, como trabajas, aquí os podría ayudar más.

—Joder, Lucy, eso es muy típico de ti. ¿Cómo pudiste ser tan irresponsable? Sobre todo con lo que está pasando. —Echó a caminar moviendo las manos enfadado, echando pestes de todo, lo que cada vez me confundía más.

—¿Y qué está pasando exactamente? —Di un paso hacia él—. ¿A dónde vas, Parker?

Se quedó quieto y abrió mucho los ojos. Algo cambió en su interior. El enfado se transformó y dio paso al remordimiento que tenía escondido:

—Lo siento.

—¿Lo sientes? —El corazón se me encogió—. ¿Por qué?

No sabía por qué, pero mi pecho empezó a colapsarse a medida que una avalancha de sentimientos se agolpaba en mi mente. Ya estaba prediciendo la destrucción de sus próximas palabras. Se me iba a partir el corazón.

—Ya no puedo seguir así, Lucy. No puedo.

La forma con la que pronunció esas palabras hizo que se me encogiera todo. Lo dijo como si se sintiera culpable, pero las maletas en el coche demostraban que, a pesar de la culpabilidad, ya se había decidido. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

—Está mejorando —dije con la voz temblorosa por el miedo y la inquietud.

—Es demasiado. No puedo… Ella… —Suspiró y se restregó el dorso de la mano contra la sien—. No puedo quedarme para ver cómo se muere.

—Pues quédate para ver cómo vive.

—No puedo dormir. Hace días que no como. Mi jefe se mete en mis casos porque me quedo atrás y no puedo perder este trabajo, sobre todo con los gastos médicos. He trabajado muy duro para conseguir todo lo que tengo y no puedo perderlo por esto. No puedo hacer más sacrificios. Estoy cansado, Lucy.

«Estoy cansado, Lucy».

¿Cómo se atrevía a usar esas palabras? ¿Cómo se atrevía a afirmar que estaba exhausto como si fuera él el que estaba librando la mayor batalla de su vida?

—Todos estamos cansados, Parker. Todos estamos lidiando con ello. Yo me he mudado con vosotros para poder cuidarla, para facilitarte las cosas, ¿y ahora pierdes la fe en ella? ¿En vuestro matrimonio? —Ninguna palabra por su parte. Mi corazón se partió—. ¿Ella lo sabe? ¿Le has dicho que te vas?

—No —negó, avergonzado—. No lo sabe. He pensado que así sería más fácil. No quiero que se preocupe.

Resoplé impactada por las mentiras que me lanzaba y aún más anonadada por cómo, de alguna manera, se las creía como si fueran ciertas.

—Lo siento. He dejado dinero sobre la mesa del recibidor. Te iré preguntando si está bien, si está cómoda. Incluso os puedo hacer una transferencia con más dinero si lo necesitáis.

—No quiero tu dinero —dije, indiferente a su gesto de dolor—. No necesitamos nada de ti.

Abrió la boca para decir algo, pero la cerró con rapidez, incapaz de formar ninguna frase que pudiera suavizar un poco la situación. Observé todos sus pasos mientras se dirigía a la puerta del conductor y, cuando llegó, lo llamé. No se volvió para mirarme, pero levantó las orejas, esperando.

—Si abandonas ahora a mi hermana, no te molestes en volver. No te molestes en llamar cuando estés bebido o para saber cómo está si te encuentras triste. Cuando supere el cáncer, porque lo conseguirá, no te molestes en regresar como si nada y hacer ver que la amas. ¿Lo has entendido?

—Claro que sí.

Esas tres palabras eran las mismas con las que, entusiasmado, se había comprometido con Mari en la salud y en la enfermedad. Ahora eran palabras llenas de agonía y mentiras asquerosas.

Entró en el coche y se marchó sin pisar el freno ni una vez. Me quedé allí unos instantes, sin saber cómo entrar y explicarle a mi hermana que su marido la había abandonado en plena tormenta.

Mi corazón volvió a partirse.

Se me rompió el corazón por mi hermana, la inocencia en un mundo lleno de crueldad. Había dejado atrás su vida de espíritu libre para vivir de forma más estructurada y ambos mundos se habían vuelto contra ella.

Respiré hondo y coloqué la palma de la mano sobre mi collar con forma de corazón.

«Maktub».

En vez de salir corriendo como Parker, fui a ver a Mari. Estaba descansando tumbada encima de la cama. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa. Estaba muy delgada por la batalla diaria contra la muerte. Un pañuelo le envolvía la cabeza, donde ya solo quedaba el recuerdo de lo que un día fue una larga cabellera morena. A veces eso la entristecía cuando se miraba en el espejo, pero ella no veía lo que yo veía. Era muy guapa, incluso con la enfermedad. Su brillo natural no se lo podían llevar aquellos cambios corporales, porque su belleza estaba arraigada en su alma, donde solo residían la luz y la bondad.

Se pondría bien, estaba segura de ello porque era una luchadora.

El pelo le volvería a crecer, los huesos recobrarían su fuerza, pero la razón más que suficiente para celebrar cada día era que su corazón seguía latiendo.

—Hola, guisantito —susurré acercándome deprisa a la cama y acostándome a su lado. Ella se movió para ponerse de cara a mí.

Incluso estando tan débil, encontraba la manera de sonreír cada día.

—Hola, garbancito.

—Tengo algo que decirte.

Cerró los ojos.

—Se ha ido.

—¿Lo sabías?

—Le he visto hacer las maletas cuando pensaba que dormía. —Las lágrimas empezaron a caerle por las comisuras de los ojos, que mantenía cerrados.

Estuvimos allí tumbadas un rato. Su tristeza se convirtió en mis lágrimas y sus lágrimas expresaban mi tristeza.

—¿Crees que me echará de menos cuando me muera?

—preguntó. Cada vez que sacaba el tema de la muerte me entraban ganas de maldecir al mundo entero por herir a mi mejor amiga, a mi familia.

—No digas eso —la reñí.

—¿Pero tú crees que me echará de menos? —Abrió los ojos y estiró los brazos para cogerme las manos—. ¿Te acuerdas cuando éramos pequeñas y tuve aquella pesadilla en la que mamá se moría? Me pasé todo el día llorando y, entonces, ¿recuerdas que nos dio una charla sobre la muerte? ¿Sobre que no es el final del camino?

Asentí.

—Sí, nos dijo que la veríamos por todos lados: en los rayos de sol, en las sombras, en las flores, en la lluvia. Dijo que la muerte no nos mata, solo nos abre las puertas a un nuevo mundo.

—¿La ves alguna vez? —susurró.

—Sí, en todo. En absolutamente todo.

Un suave quejido le brotó de los labios y asintió.

—Yo también, pero donde más la veo es en ti.

Esas eran las palabras más bonitas que nunca me habían dedicado. Echaba de menos a mamá a cada segundo del día y que Mari me dijera que la veía en mí significaba más de lo que se podía llegar a imaginar. Me acerqué más a ella y la envolví en un abrazo.

—Te echará de menos. Te echará de menos ahora que estás viva y sana, y te echará de menos cuando formes parte de los árboles. Te echará de menos mañana y cuando te conviertas en el viento que le roza el hombro. El mundo te echará de menos, Mari, aunque aún te quedan muchos años por aquí. En cuanto estés mejor abriremos la floristería, ¿vale? Entre las dos lo conseguiremos.

Mi hermana y yo siempre habíamos sido unas enamoradas de la naturaleza. Siempre habíamos soñado con montar una floristería e incluso llegamos a ir a la Escuela de Diseño Floral de Milwaukee, Wisconsin. Ambas nos graduamos en Administración de Empresas para así tener todos los conocimientos sobre negocios a nuestra disposición. De no ser por el cáncer, ya tendríamos nuestra propia tienda. Así que, cuando el cáncer se fuera, tenía planeado hacer todo lo que estuviera a mi alcance para hacer realidad la tienda.

—¿Vale, Mari? Eso es lo que haremos —repetí intentando sonar más convincente, intentando tranquilizarla.

—Vale —contestó, pero con un tono de voz que delataba sus dudas. Sus salvajes ojos marrones, como los de mamá, estaban llenos de la más profunda melancolía—. ¿Puedes traer el tarro? ¿Y la bolsa de las monedas?

Suspiré, pero lo hice. Me apuré hasta el comedor, donde habíamos dejado el tarro y la bolsa con las monedas la noche anterior. El tarro de cristal estaba recubierto con cinta rosa y negra y prácticamente lleno de monedas. En un lateral tenía escritas las letras PN, que hacían referencia a los pensamientos negativos. Cada vez que un pensamiento negativo se nos pasaba por la cabeza, metíamos una moneda en el tarro. Cada pensamiento negativo nos conducía a un precioso resultado: Europa. Cuando Mari estuviera mejor usaríamos el dinero para viajar con la mochila a cuestas por Europa, un sueño que siempre quisimos cumplir.

Por cada pensamiento negativo del hoy, las monedas nos recordarían que el mañana sería mejor.

Ya teníamos ocho tarros llenos a rebosar.

Me senté en la cama de Mari y ella se incorporó ligeramente y cogió la bolsa de las monedas.

—Garbancito —susurró.

—Dime, guisantito.

Las lágrimas le corrían por las mejillas cada vez más deprisa a medida que los sentimientos se apoderaban de su cuerpecito.

—Vamos a necesitar más dinero.

Metió todas las monedas en el tarro y cuando acabó la envolví con mis brazos, donde se derrumbó por completo. Llevaban cinco años de matrimonio y salud, y solo habían sido necesarios siete meses de enfermedad para que Parker desapareciera y dejara a mi pobre hermana con el corazón destrozado.


***


—¿Lucy? —Oí mi nombre mientras estaba sentada en el porche delantero. Llevaba una hora en la mecedora mientras Mari descansaba; intentaba con todas mis fuerzas entender cómo podía ser que todo lo que había pasado tuviera que pasar. Al levantar la mirada vi a Richard, mi novio, que corría hacia mí después de saltar de la bici y apoyarla junto al porche.

—¿Qué pasa? He recibido tu mensaje. —Richard llevaba la camiseta manchada de pintura como siempre, la consecuencia de ser el artista creativo que era—. Siento no haberte cogido las llamadas. Tenía el móvil en silencio mientras ahogaba las penas bebiendo porque me han vuelto a rechazar la invitación para otra galería de arte.

Se acercó y me besó la frente.

—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo.

—Parker se ha ido.

Esas pocas palabras bastaron para dejar boquiabierto a Richard. Lo puse al día y cuanto más hablaba, más suspiraba.

—¿Estás de broma? Y Mari, ¿se encuentra bien?

Negué con la cabeza; ¡claro que no estaba bien!

—Deberíamos entrar —dijo buscando mi mano, pero se la rechacé.

—Tengo que llamar a Lyric. Hace horas que intento localizarla, pero no me contesta. Voy a seguir intentándolo un rato. ¿Podrías mirar si está bien y si necesita algo?

—Claro —afirmó.

Estiré el brazo y le limpié una mancha de pintura amarilla de la mejilla antes de besarlo.

—Siento lo de la galería.

Hizo una mueca y se encogió de hombros.

—No pasa nada. Si a ti te vale salir con un mierda que no es lo bastante bueno como para que expongan su obra, entonces a mí también me vale.

Hacía tres años que estaba con Richard y no me podía imaginar estar con alguien que no fuera él. Me daba rabia que el mundo aún no le hubiera dado la oportunidad de brillar; se merecía tener éxito. Pero, hasta que le llegara, yo estaría a su lado, sería su mayor admiradora.

Cuando entró, volví a marcar el número de Lyric.

—¿Diga?

—Lyric, por fin —dije con un suspiro y me tensé al oír la voz de mi hermana por primera vez en mucho tiempo—. Llevo todo el día intentando hablar contigo.

—Bueno, no todas podemos permitirnos ser la señora Doubtfire y además trabajar a media jornada en una cafetería, Lucy —dijo con un sarcasmo alto y claro.

—La verdad es que ahora solo soy niñera. Dejé la cafetería.

—Qué raro —replicó—. Oye, ¿necesitas algo o solo te aburrías y has decidido llamarme una y otra vez?

Su tono era el mismo que había usado casi siempre conmigo; era como si mi simple existencia la decepcionara. Lyric conseguía aguantar las peculiaridades de Mari, sobre todo desde que se había instalado con Parker. Después de todo, Lyric fue la que los presentó. Sin embargo, mi relación con mi hermana mayor era completamente diferente. A menudo pensaba que me odiaba porque le recordaba demasiado a mamá.

Con el tiempo me di cuenta de que me odiaba porque yo no era más que yo misma.

—Eh, no, es por Mari.

—¿Está bien? —preguntó con la voz teñida de una falsa preocupación. La oía teclear en el ordenador, trabajaría hasta bien entrada la noche—. ¿No habrá…?

—¿Muerto? —Resoplé—. No, sigue viva, pero Parker se ha ido hoy.

—¿Irse? ¿A qué te refieres?

—A que se ha ido. Ha hecho las maletas, ha dicho que no podía soportar verla morir y se ha ido con el coche. La ha dejado sola.

—Por Dios, menuda locura.

—Pues sí.

Hubo un silencio largo en el que la oía teclear.

—¿No le habrás tocado las narices o algo por el estilo?

—¿Cómo? —Dejé de balancearme en la silla.

—Vamos, Lucy. Desde que te mudaste para ayudarlos, seguro que no les has puesto nada fácil la convivencia contigo. Eres una persona muy difícil. —De alguna manera, se las había arreglado para hacer lo que siempre hacía cuando yo estaba involucrada en algún asunto: convertirme en la mala. Me culpaba a mí por que un cobarde hubiera abandonado a su mujer.

Tragué saliva con dificultad e ignoré su comentario:

—Solo quería que lo supieras, nada más.

—¿Y Parker está bien?

«¿Cómo?»

—Creo que lo que querías preguntar es si Mari está bien y no, para nada. Está luchando contra un cáncer, su marido la acaba de dejar y apenas tiene un centavo a su nombre, por no mencionar las fuerzas para seguir adelante.

—Ah, ya estamos —murmuró Lyric.

—¿Ya estamos con qué?

—Me llamas para pedirme dinero. ¿Cuánto necesitas?

Se me hizo un nudo en el estómago con sus palabras y un sabor repugnante me inundó la boca. ¿Pensaba que la había llamado porque quería dinero?

—Te he llamado porque tu hermana lo está pasando mal y se siente sola, y pensé que quizás querrías venir a verla para asegurarte de que está bien. No quiero tu dinero, Lyric. Quiero que empieces a actuar como una puñetera hermana.

Hubo otro momento de silencio, pero el tecleo no cesaba.

—Mira, estoy hasta arriba en el trabajo. Tengo unos casos que acaban de llegar al bufete y ahora mismo no puedo permitirme dejarlos. Me es imposible acercarme a su casa hasta quizás la semana que viene o la otra.

Lyric vivía en el centro, a tan solo veinte minutos en coche, pero, de todas formas, estaba convencida de que estaba muy lejos.

—Da igual, ¿vale? Haz como si no te hubiera llamado.

Los ojos se me inundaron de lágrimas, estaba estupefacta por la frialdad de alguien a quien alguna vez había admirado. El ADN decía que era mi hermana, pero sus palabras me transmitían que era una completa desconocida.

—Basta ya, Lucy. Deja esa actitud pasivo-agresiva. Mañana os dejaré un cheque en el correo, ¿de acuerdo?

—No, de verdad. No necesitamos tu dinero, ni tu apoyo. No sé ni por qué te he llamado. Apúntatelo como una debilidad mía. Adiós, Lyric. Mucha suerte con los casos.

—Sí, vale. Y, Lucy…

—¿Sí?

—Quizás deberías recuperar el trabajo de camarera cuanto antes.


***


Al cabo de un rato, me levanté de la mecedora y me fui al cuarto de invitados en el que me había instalado. Cerré la puerta del dormitorio, cogí el collar con las manos y cerré los ojos. «Aire encima de mí, tierra debajo de mí, fuego dentro de mí, agua alrededor de mí…». Respiraba profundamente y sin parar de repetir las palabras que me había enseñado mamá. Siempre que perdía el equilibrio vital y se sentía lejos del suelo, repetía ese cántico para recuperar su fortaleza interior.

Aunque yo repetía las mismas palabras, sentía que no me funcionaban.

Dejé caer los hombros y las lágrimas me empañaron los ojos mientras hablaba con la única mujer que me había llegado a entender de verdad. «Mamá, tengo miedo y no me gusta nada. No me gusta estar asustada, porque significa que, en cierto modo, pienso igual que Parker. Una parte de mí no cree que lo vaya a conseguir y me siento aterrorizada cada día».

Era desgarrador ver cómo tu mejor amiga se consumía. Sabía que la muerte era solo el próximo capítulo de sus preciosas memorias, pero eso no me ayudaba a aceptarlo. En un rincón de mi mente, sabía que cualquier abrazo podía ser el último y que cualquier palabra podía ser un adiós.

«Me siento culpable porque por cada pensamiento positivo que tengo, aparecen cinco negativos. En el armario tengo quince tarros a rebosar de monedas que Mari ni siquiera sabe que existen. Estoy cansada, mamá. Estoy agotada y, entonces, me siento culpable por estar a punto de derrumbarme. Tengo que mantenerme fuerte, porque ella no necesita que nadie más de su entorno se derrumbe. Sé que nos has enseñado que no debemos odiar a nadie, pero odio a Parker. Dios no lo quiera, pero si estos son los últimos días de Mari, odio que los haya manchado. Sus últimos días no deberían estar llenos del recuerdo de su marido abandonándola».

No era justo que Parker pudiera hacer las maletas y escapar hacia una nueva vida sin mi hermana. Quizás encontrara el amor algún día, pero ¿y Mari? Él era el amor de su vida y eso era lo que más me dolía. Conocía a mi hermana como la palma de mi mano y sabía lo noble que era su corazón. Sufría con cada herida diez veces más que los demás. Abría su corazón a todo el mundo y les dejaba oír sus latidos, incluso a los que no se merecían su sonido, y rezaba para que les llegara a encantar. Ella siempre había querido que la amaran y yo odiaba que Parker la hiciera sentir que había fracasado. Dejaría el mundo con la sensación de que había fracasado en su matrimonio, todo en nombre del amor.

Amor.

El sentimiento que hacía que la gente volara y también que se estrellara. Iluminaba al ser humano y le quemaba el corazón. Era el inicio y el final de todo viaje.

Con el paso de los días, los meses y los años, las noticias que Mari y yo teníamos de Parker y Lyric disminuían. Las llamadas que hacía por pena eran cada vez menos frecuentes y los cheques enviados porque se sentía culpable dejaron de llegar por correo. Mari se pasó semanas llorando cuando le llegaron los papeles del divorcio al buzón. Yo me mantenía fuerte por ella en público y lloraba por su corazón en privado.

No era justo cómo el mundo se había llevado la salud de Mari y después aún había tenido el valor de regresar para asegurarse de que su corazón también se partía en un trillón de pedacitos. Con cada inspiración, Mari maldecía su cuerpo por traicionarla y por arruinar la vida que había construido. Con cada espiración, rezaba para que su marido volviera a casa.Nunca se lo dije a ella, pero con cada inspiración yo suplicaba que se curara y, con cada espiración, rezaba por que su marido nunca volviera.

Capítulo 1

Graham

2017



Dos días antes había comprado flores para alguien que no era mi mujer. No había salido de la oficina desde la compra. Había papeles desperdigados por todos lados: postales, post-its, papeles arrugados con garabatos sin sentido y palabras tachadas. Encima de la mesa descansaban cinco botellas de whisky y una caja de puros sin abrir.

Me escocían los ojos por el cansancio, pero no podía cerrarlos porque tenía la mirada inexpresiva y fija en la pantalla del ordenador, donde escribía palabras que después borraría.

Nunca le había comprado flores a mi esposa.

Nunca le había regalado bombones por San Valentín, encontraba absurdo regalar peluches y no tenía ni idea de cuál era su color favorito.

Ella tampoco tenía ni idea de cuál era el mío. Pero yo sí sabía quién era su político favorito. Conocía su opinión sobre el calentamiento global, ella sabía mi punto de vista sobre la religión y ambos sabíamos nuestra opinión sobre los hijos: nunca quisimos tenerlos.

Eso era lo que habíamos decidido que más nos importaba, era lo que nos unía. Ambos nos dedicábamos por entero al trabajo y teníamos poco tiempo para el otro y mucho menos para la familia.

Yo no era una persona romántica y a Jane no le importaba porque ella tampoco lo era. No se nos veía a menudo agarrados de la mano o intercambiando besos en público. No éramos de achucharnos o de expresar nuestro amor en las redes sociales, pero eso no significaba que nuestro amor no fuera real. Nos preocupábamos el uno por el otro a nuestra manera. Éramos una pareja racional que entendía lo que significaba estar enamorado, estar comprometido el uno con el otro, aunque nunca nos hubiéramos adentrado en los aspectos románticos de una relación.

Nuestro amor se basaba en el respeto mutuo; eso era lo que lo conducía. Cada decisión importante que tomábamos siempre se estudiaba minuciosamente y a menudo implicaba la realización de esquemas y gráficas. El día que le pedí matrimonio, hicimos quince diagramas de sectores y de flujos para asegurarnos de que tomábamos de decisión correcta.

¿Es romántico?

Quizás no.

¿Es lógico?

Sin duda.

Por eso me preocupaba esa invasión durante el plazo de entrega. Nunca me interrumpía cuando estaba trabajando, así que era más que raro que entrara en el despacho antes de la fecha de entrega.

Me faltaban todavía noventa y cinco mil.

Noventa y cinco mil palabras antes de enviarle el manuscrito al editor en dos semanas. Noventa y cinco mil palabras equivalían a una media de seis mil setecientas ochenta y seis palabras por día. Lo que significaba que me pasaría las siguientes dos semanas delante del ordenador, sin apenas poder salir para respirar aire puro.

Mis dedos iban a toda velocidad, tecleando y tecleando tan rápido como podían. Las ojeras púrpuras bajo mis ojos mostraban mi agotamiento y me dolía la espalda por llevar horas sin moverme de la silla. Sin embargo, cuando me sentaba delante del ordenador con dedos automatizados y ojos de zombi, me sentía más yo que nunca.

—Graham —dijo Jane, lo que me sacó de mi mundo terrorífico y me llevó al suyo—, deberíamos irnos.

Estaba de pie en la puerta de mi despacho. Llevaba el pelo rizado y se me hacía raro verla así, ya que siempre lo llevaba liso. Cada día se levantaba horas antes que yo para domar su melena de leona rizada y rubia. Podía contar con los dedos de una mano las veces que la había visto con sus rizos naturales. Junto con la melena rebelde, su maquillaje también estaba emborronado porque era de la noche anterior.

Solo la había visto llorar dos veces desde que estábamos juntos: una cuando supo que estaba embarazada hacía siete meses y otra cuando recibimos malas noticias hacía cuatro días.

—¿No te tienes que alisar el pelo? —pregunté.

—Hoy no me lo aliso.

—Siempre te lo alisas.

—Hace cuatro días que no me lo aliso. —Frunció el ceño, pero yo no hice ningún comentario sobre su decepción. No quería lidiar con sus sentimientos aquella tarde. Los últimos cuatro días había estado hecha polvo, todo lo contrario a la mujer con la que me casé, y yo no era alguien con quien poder hablar sobre sentimientos.

Jane tenía que recomponerse.

Volví la mirada a la pantalla del ordenador y mis dedos siguieron moviéndose con rapidez por el teclado.

—Graham —refunfuñó, caminando como un pato hacia mí con su prominente barriga de embarazada—, tenemos que ir tirando.

—Tengo que acabar el manuscrito.

—Llevas cuatro días sin parar de escribir. Te acuestas a las tres de la madrugada y a las seis ya estás en pie. Necesitas un descanso. Además, no podemos llegar tarde.

Me aclaré la garganta y seguí tecleando.

—He decidido que voy a tener que perderme ese acontecimiento absurdo. Lo siento, Jane.

De reojo vi que se quedaba boquiabierta.

—¿Acontecimiento absurdo? Graham… es el funeral de tu padre.

—Lo dices como si me tuviera que importar.

—Claro que te importa.

—No me digas lo que me importa y lo que no. Es denigrante.

—Estás cansado —dijo.

«Venga, otra vez hablando por mí».

—Ya dormiré cuando tenga ochenta o cuando esté como mi padre. Seguro que esta noche duerme bien.

Se horrorizó. Me daba igual.

—¿Has estado bebiendo? —preguntó preocupada.

—En todos los años que llevamos juntos, ¿me has visto beber alguna vez?

Analizó las botellas de alcohol que me rodeaban y dejó escapar un leve suspiro.

—Ya lo sé, lo siento. Simplemente es que… has añadido más botellas a la mesa.

—Es un tributo a mi querido padre. Que se pudra en el infierno.

—No hables mal de los muertos —dijo Jane antes de notar una molestia y llevarse las manos a la barriga—. Dios, qué sensación tan desagradable. —Me apartó las manos del teclado y me las puso en su barriga—. Es como si me diera patadas en todos y cada uno de los órganos que tengo. No lo soporto.

—Qué maternal eres —me burlé aún con las manos en su barriga.

—Nunca quise tener hijos —soltó y se retorció de nuevo—. Nunca.

—Sin embargo, aquí estamos —repliqué. No estaba convencido de que Jane hubiera asumido del todo que en unos dos meses daría a luz a un ser humano de verdad que necesitaría su amor y atención las veinticuatro horas del día.

Si había alguien que diera menos amor que yo, esa era mi mujer.

—Dios —murmuró y cerró los ojos—, hoy me siento rara.

—Quizás deberíamos ir al hospital —ofrecí.

—Buen intento. Vas a ir al funeral de tu padre.

«Mierda».

—Aún nos falta encontrar una niñera —dijo—. El bufete me ha dado unas semanas de baja de maternidad, pero no tengo que gastarlas todas si encontramos una niñera decente. Me encantaría que fuera una mujercita mexicana ya con sus años y mejor si tiene la tarjeta de residente permanente.

Fruncí el ceño, molesto.

—Sabes que lo que acabas de decir no es solo repugnante y racista, sino que decírselo a tu marido medio mexicano también es de mal gusto, ¿verdad?

—Casi no tienes nada de mexicano, Graham. Ni siquiera hablas una pizca del idioma.

—Lo que me convierte en no mexicano, ya me había dado cuenta, gracias —dije con frialdad. A veces mi mujer era la persona a la que más odiaba. Aunque estábamos de acuerdo en muchas cosas, a veces las palabras que le salían de la boca me hacían replantearme todos los gráficos de flujos que habíamos hecho.

¿Cómo alguien tan hermoso podía ser tan feo de vez en cuando?

Pum.

Pum.

Se me encogió el corazón, todavía tenía las manos sobre la barriga de Jane.

Esas pataditas me aterrorizaban. Si algo sabía seguro era que yo no estaba hecho para ser padre. Mi historial familiar me hacía pensar que cualquier cosa que surgiera de mi línea sucesoria no sería buena.

Solo le rezaba a Dios para que el bebé no heredara ninguna de mis cualidades o, lo que era peor, de mi padre.

Jane se apoyó sobre la mesa y me desordenó los papeles perfectamente colocados; mis manos seguían en su barriga.

—Es hora de darse una ducha y cambiarse. Te dejo el traje colgado en el baño.

—Ya te he dicho que no puedo ir a ese acontecimiento. Tengo una fecha de entrega que respetar.

—Tú tienes una fecha de entrega que respetar y tu padre ya cumplió con la suya, por eso ahora toca mandar su manuscrito.

—¿Por manuscrito te refieres a su ataúd?

Jane frunció el ceño.

—No, deja de decir tonterías. Su cuerpo es el manuscrito; el ataúd es la cubierta del libro.

—Una cubierta extremadamente cara. Aún no me creo que eligiera un féretro forrado con oro. —Hice una pausa y me mordí el labio—. Mejor pensado, sí que me lo creo. Ya conocías a mi padre.

—Hoy habrá mucha gente. Sus lectores y compañeros.

Centenares de personas irían a celebrar la vida de Kent Russell.

—Será un circo —me quejé—. Llorarán por él llenos de tristeza y se sentarán sin poder creérselo. No dejarán de llegar con sus historias y sufrimiento: «No me creo lo de Kent, no puede ser. Él es la razón por la que empecé a escribir. Llevo cinco años sobrio gracias a este hombre. No me puedo creer que se haya ido. Kent Theodore Russell, un marido, un padre, un héroe. El ganador de un Premio Nobel. Muerto». La gente llorará su muerte.

—¿Y tú? —preguntó Jane—. ¿Tú qué harás?

—¿Yo? —Me recosté en la silla y me crucé de brazos—. Acabaré mi manuscrito.

—¿Te entristece que se haya ido? —preguntó Jane y se frotó la barriga.

Su pregunta flotó en mi cabeza un segundo antes de contestar:

—No.

Quería echarlo de menos.

Quería amarlo.

Quería odiarlo.

Quería perdonarlo.

Sin embargo, no sentía nada. Me había costado años aprender a no sentir nada por mi padre, a borrar todo el dolor que me infligía y que infligía a la gente que más amaba. La única manera que conocía para acabar con el sufrimiento era cerrarlo bajo llave y olvidar todo lo que me había hecho, olvidar todo lo que había deseado que fuera.

Una vez hube aislado el dolor, casi me olvidé por completo de cómo sentir.