frn_fig_001

bck_fig_001

PLANETARIO

MAURICIO
MOLINA

PLANETARIO

NARRATIVA

PLANETARIO FUE ESCRITA GRACIAS AL APOYO DEL SISTEMA NACIONAL DE CREADORES.

DERECHOS RESERVADOS

© 2018 Mauricio Molina

© 2018 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,
Colonia Escandón II Sección,
Delegación Miguel Hidalgo,
Ciudad de México,
C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadia.com.mx
www.facebook.com/editorialalmadía
@Almadía_Edit

Primera edición digital: marzo de 2018

ISBN: 978-607-8486-54-0

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright , bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

frn_fig_002

Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos.

BHAGAVAD GITA

MERCURIO

chpt_fig_001

Nada es verdad, todo es posible: bajo estas páginas reposan mis mujeres: Tatiana, la de los pies alados; Vanesa, de ojos esmeralda que ocultaba una serpiente de dos bocas en el vientre; María, pastora de la Tierra, de la casa, del instinto; Déborah, colérica y guerrera; Sonia, maestra de las potencias planetarias; Sofía, señora del tiempo y la sabiduría; Natalia, de suave piel jaspeada, deidad de las metamorfosis que miraba siempre hacia el futuro; Fabiana, dueña de los espejos y los sueños; Valeria, habitante del reino de la muerte.

Una a una las convoco gracias a la ayuda de Mercurio, el genio de las palabras y los ritmos, y aparecen de nuevo en mí los poderes de los astros sucesivos. Cada una de ellas, ahora lo sé, me ha dado un aura, un poder, un atributo. Todas ellas fueron estaciones en mi viaje y gracias a ellas puedo reconocer la fórmula de mi destino.

Con minuciosos pasos de ballerina, Mercurio se me presentó un día, a la hora del crepúsculo, bajo la forma de Tatiana. Ella debía tener por aquel entonces catorce o quince años y yo ya había pasado de los treinta. Era para mí el primer planeta en todas sus formas y presencias: al anochecer, cuando salía sudorosa de sus clases de ballet, con el traje envolviendo su cuerpo adolescente como una suave atmósfera rosada, los calentadores cubriéndole las adorables pantorrillas y los tenis que todavía revelaban en ella un poco de la infancia que dejaba. O un amanecer de octubre, sueño de Balthus, dormida en mi cama, revelada por la mágica luminosidad anaranjada que la bañaba desde mi ventana. O desnuda, saliendo entre los vapores de la ducha, rodeada de los libros de sus padres, en la sala de su casa, mostrando los senos apenas incipientes y la deliciosa grupa hermafrodita. O maquillada en el espejo, tratando de vencer al tiempo, anticipándose a una edad a la que nunca llegaría, intentando parecer más mujer y menos niña sólo para guardar las apariencias. O en la habitación de un hotel de lujo durante un ya remoto y vago congreso de la Sociedad Astrosófica.

Todas esas imágenes, y muchas otras que sólo yo atesoro, conforman mi memoria de Tatiana. Su aroma, lo juro, emerge todavía intacto después de tantos años y activa en mí la experiencia de haber estado alguna vez en un pequeño y sólido planeta habitado por una chiquilla, flotando como una mota de polvo alrededor del ojo inmenso y desafiante del Sol, que por aquel entonces yo sentía que me observaba con la mirada de los locos. Ya había sido expulsado de ahí hacía algún tiempo y, como todo lo que habita el astro rey, había estado congelado. Tatiana fue la primera estación de mi larga travesía. Ella fue el mensajero y el mensaje.

Es necesario que el lector entienda algunos hechos puntuales: un día, en algún momento de mi vida, fui expulsado del Sol y de la Luz rumbo a la Sombra. Me había fugado, adentrándome en la espesura planetaria de la vida, alejándome para arrancar de mí ese frío ardiente, esa gélida llama que contaminaba mi existencia. Fue en ese punto cuando apareció Tatiana, manifestación primera de mi viaje, inequívoca señal de que el plan que me había sido revelado se había echado a andar como una maquinaria de engranajes cósmicos.

Debo contar ahora cómo es que Tatiana llegó a mi vida. Había tenido problemas con las drogas y el alcohol. Mientras convalecía, me paseaba por el sinuoso laberinto del barrio de Coyoacán, admirando la luz del sol que se filtraba entre las ramas de los truenos y otros árboles urbanos. A menudo me detenía a mirar las hojas de los ficus, como uno de esos camaleones que se detienen en las ramas y se enfadan si son descubiertos, y accedía de este modo a una especie de vacío: no era visto ni escuchado, permanecía ajeno a las miradas de los otros, inmerso en una tranquilizante atmósfera verdosa. Los medicamentos, fundamentalmente antipsicóticos y calmantes, hacían su trabajo a la perfección. Diariamente hacía el mismo recorrido: caminaba por la plaza, miraba a las ancianas cubiertas con sus velos saliendo de las iglesias, como murciélagos o aves de mal agüero, y de ahí vagaba por las calles, buscando la promesa de una desaparición imposible, de una ausencia que me permitiera olvidarme de mí mismo unos instantes. Siempre me detenía bajo el mismo árbol a mirar el brillo de las hojas, mientras muy cerca de ahí las adolescentes salían de sus clases de ballet. El contraste entre el verde de mi árbol y los rosas y azulados de las niñas bailarinas producía en mí un efecto medusante.

Una tarde, cuando el crepúsculo danzaba en el cielo con velos violáceos y las niñas de azul y las adolescentes de rosado caminaban rumbo a los automóviles de sus padres, una voz me sacó del diálogo que sostenía con Vincent Van, esa entidad interior que me describía los colores de la tarde o la textura de las flores, y que hablaba dentro de mí de vez en cuando durante aquellas épocas.

–Hola –escuché una voz a través del verdor del ficus, de la voz de Vincent Van y de las lejanas notas de las Variaciones Goldberg de Bach que, de algún modo, acaso como un recuerdo de las tardes que pasé en mi infancia escuchando los ejercicios al piano de mi madre, resonaban en mi mente como música de fondo desde lo más profundo de mi subconsciente.

Tatiana era muy alta para su edad, de hecho era de mi estatura, de prodigiosos ojos almendrados y espesa y oscura cabellera, que usaba recogida con un tocado virtuosamente arreglado. Tenía catorce años y me miraba con dolorosa ternura. Su voz me transportó al presente, a un presente ilusorio pero perfecto, donde ella y yo habíamos coincidido después de ser arrastrados por la vorágine del azar. Mercurio, deidad de los encuentros azarosos, había llegado bajo la forma de aquella jovencita.

–Te he visto por aquí y siempre estás como disecado. A veces incluso te saludo y nunca me haces caso –su voz era muy tenue, un murmullo que parecía provenir de salones de clases, de libros escolares rodeados de volutas de polvo. Yo la escuchaba mientras avanzaba junto a ella. Torpe como siempre fui con las mujeres, con aquella nínfula disfrazada de Anna Pávlova no podía quedarme muy atrás. Logré tartamudear algunas nimiedades e invitarle un refresco en una cafetería cercana. Ahí, en un pequeño lugar de mesas de madera y sillas bajas, como diseñado para gente un poco más pequeña de lo normal, nos vimos muchas veces en el transcurso de aquel largo año. Tatiana era simple e inocente como un cachorro. Siempre salía al anochecer, justo cuando Mercurio, el planeta más bajo en el horizonte, arañaba la tarde en su transcurso, como un diamante en la aguja de un gramófono que sólo tocara una tenue melodía que siempre comenzaba, una y otra vez al infinito, sólo para hacer bailar el cuerpo alado de Tatiana.

Las palabras, las palabras, esos signos que recorren las páginas como insectos, esas cosas negras que desfilan a través de la pantalla después de agitarme frente al teclado como un pianista enloquecido… Antes de Tatiana yo tenía una relación muy mala con las palabras. ¡Todo me era tan difícil! La tesis sobre Vincent Van, con la que me había titulado, me había hecho sudar algo más que sangre y todo era tan banal, tan superficial, que no había nada que me pareciera digno de ser escrito. Lo mismo había sucedido con Lunar, la novela primigenia que había escrito en una especie de arrebato. Pero Tatiana me dio, sin saberlo, el mágico don de la palabra. Sin ella jamás habría escrito nunca más ninguna cosa. Al verla recorriendo el espacio con las puntas de sus pies, como una estilográfica, me di cuenta de que la máxima potencia de la vida se encontraba en las palabras. Sólo ellas me darían la posibilidad de ser más sutil y más intenso y quizá un poco más libre. Eso pensaba en ese tiempo, luego me di cuenta de que nada de esto era verdad.

Sé indulgente conmigo, querido lector: en este instante incierto trato de expresar algo imposible. Mucho tiempo después, acaso hoy que escribo estas memorias, me doy cuenta de que las palabras no son sólo la mayor bendición que tiene el ser humano, sino también su máxima condena. Alguna humanidad futura prescindirá de la palabra y podrá expresar alguna cosa imposible de decir con estas herramientas tan arcaicas. Mientras tanto, me quedaré con algunas de ellas para recordar a Tatiana bailando a mi alrededor, ensayando mientras escribía en mi diario frases como “nada queda, sólo dioses oxidados y sirenas patrullando los escombros”.

Las palabras, las palabras, las palabras. Yo que nunca pude hacer bien una firma para cobrar un cheque exiguo, hoy ya soy capaz de escribir cosas intangibles, sentencias, oraciones, signos sueltos, a una velocidad que envidiaría un telegrafista o una secretaria. No fui sino un esclavo del lenguaje. La vida siempre queda fuera de estas cosas que desfilan en mi cuaderno. Plumas rotas, computadoras ordinarias, máquinas de escribir cuyo sonido imita el de la lluvia de verano, lápices que huelen a madera todavía y la savia fluye cuando dibujo extraños insectos negros sobre mi cuaderno. A veces me pregunto si no es el árbol quien escribe o la electricidad o el petróleo o algo que todavía no comprendemos. Tatiana sólo existe en este instante, cuando la veo desnudarse frente a mí, bajo las letras que escribo velozmente, proyectada sobre estas páginas amarillentas. Mercurio me dio el don de la palabra y también, por supuesto, su condena.

Mercurio es el primer planeta del Sistema Solar. Adquiere su nombre del dios de la velocidad, la comunicación, la música y el robo. Mensajero de los dioses, andrógino, nervioso, mortal convertido en dios merced a su talento, representa las potencias del cambio permanente. Poseedor del lenguaje y de la música, intercede sobre todo por los poetas, a quienes inspira con su lira. Como planeta, circunvolando las regiones más bajas de la noche, anuncia siempre la llegada de los otros dioses. A simple vista es muy difícil divisarlo entre las luces bajas de los aviones y las antenas de los altos edificios. En el bosque en cambio no es difícil dar con él flotando entre las ramas de los árboles. Por su posición, Mercurio es la nota más baja en el pentagrama del Sistema Solar. Mercurio recorre la noche con su flauta. Andrógino y virgen al mismo tiempo, Mercurio es el hermafrodita primigenio. Como astro inicial en el Sistema Solar, Mercurio es un planeta calcinado apenas del tamaño de la Luna. La adolescencia febril, el vuelo metamórfico de la analogía, la escritura, los medios de comunicación, reciben su influjo. Se trata de un planeta alegre y lúdico y suele desconocer los límites de una cosa y de la otra. Uno de sus tótems es la salamandra, el otro es la serpiente. Se trata de un ser, por lo tanto, que habita lo indiferenciado y lo traspasa todo gracias a sus pies alados, y al que no puede quemar el fuego del Sol, en cuya vecindad habita. Como una salamandra húmeda, Mercurio emerge cuando el Sol se encuentra en lo más profundo del horizonte, poco antes de desaparecer en el inframundo. Entre todos los dioses Mercurio es el único que representa a un ser humano convertido en divinidad. Gracias a su presencia tutelar sabemos que podemos convertirnos en dioses. Mercurio es también el astro que anuncia a Hermes Trismegisto, el tres veces mensajero que veneraron los alquimistas y los poetas dedicados a lo oculto.

Tatiana era hija de una psicoanalista divorciada de un científico muy reconocido. Déborah Baumann, tal era su nombre, era una mujer muy liberal, extremadamente moderna, que permitía que su hija hiciera lo que se le viniera en gana y la dejaba hacer su vida sin prestarle en realidad mucha atención. Y no es que yo sea una persona moralista, pero no sé cómo llamar a una madre, por psicoanalista que sea, que deja que la parte más hermosa de su vida se relacione con un loco como yo, obsesionado con Vincent Van, que duplicaba la edad de su hija adolescente y que muy bien podría ser no sólo su paciente sino su amante. (En realidad Déborah me esperaba en el futuro, pero hasta llegar a las áridas batallas de Marte, así que paciencia, amable lector.) Nunca pude entender toda esa liberalidad.

Los libros entre los que creció Tatiana me provocaban alergia. La primera vez que la vi desnuda nos encontrábamos en la sala de su casa, y mientras su madre daba consulta en la habitación contigua, Tatiana se desnudó frente a mí, con la biblioteca como fondo, tapizada de libros de Lacan, Marx, Althusser, Piaget y, por supuesto, Sigmund Freud. Frente a aquellos pesados volúmenes de un saber para mí ajeno y francamente repugnante, Tatiana era una presencia ligera y suave, de leves tonos anaranjados que le recorrían la piel merced a la luz que caía por la ventana y que me recordaba una estatuilla de Alberto Giacometti. Apenas brotaba entre sus piernas una insinuada y musgosa sensación de vello púbico. Sus senos eran pequeños como brotes de orquídeas adornados de la ligera fruta de sus pezones, que en mi boca adquirían un lejano sabor a lima. Su madre nos sorprendió alguna vez besándonos en su habitación, rodeados de muñecas y de posters de cantantes de rock y nunca dijo nada. La madre y yo intercambiábamos lindezas de cuando en cuando: comentarios irónicos, mensajes cifrados a la hora del café, que evidenciaban nuestra mutua repugnancia. Al final terminó por evitarme. En el fondo creo que ambas, madre e hija, en secreto, se odiaban cordialmente. La doctora envidiaba aquella juventud lozana, aquel cuerpo que debía andar desnudo por el mundo y a la hija le resultaba indiferente aquel otro mundo de pacientes, problemas y sueños mal contados que se repetían, monótonos, insistentes, en una grabadora, mientras la madre trataba de descifrar el trauma oculto, el oscuro melodrama que vivían sus pacientes.

A menudo Tatiana se quedaba a dormir en una pequeña buhardilla que había acondicionado cuando abandoné el hospital y que imitaba puntualmente La habitación de Vincent en Arles, de modo que la reproducción que tenía colgada en la pared, a menudo, a ciertas horas, sobre todo en la mañana, se convertía en una suerte de espejo. Hacía tiempo que había tenido que vender la vieja casa de campo de mis padres y me las había arreglado para mandar a hacer una cama idéntica, cubierta siempre por las mantas y las almohadas amarillas, una mesita de madera con un cajón en medio, una toalla verde colgando a un lado de la puerta, un espejo junto a la ventana. Incluso había pintado en algunas partes el piso de duela con unas leves líneas verdosas para acentuar el parecido con el cuadro. Ahí se quedaba a dormir Tatiana junto a mí, con el vestido del ballet rosa que usaba como ropa de dormir. Su presencia bailaba a mi alrededor por las mañanas, mientras se preparaba para ir a la escuela, donde estudiaba todavía cosas misteriosas como álgebra y biología y se fascinaba por las incógnitas de las ecuaciones y los fósiles del Precámbrico. Silenciosa, todavía con las estrellas iluminando la ventana, se despedía de mí con un beso y yo me quedaba en mi cama llorando silenciosamente por ella, por todo aquello que le estaba arrebatando y que terminaría por quitarle una vez finalizada mi estancia en su planeta.

Pero me estoy adelantando. Tatiana, luz de mis ojos, polvo de estrellas apenas insinuado, luciérnaga que baila al filo del crepúsculo estival. El lector pensará que yo era una suerte de vejete anticipado que buscaba placeres extenuantes y prohibidos en una indefensa adolescente. Nada de eso: juro que murió intacta, perfectamente virgen, aunque la orquídea de su sexo se abrió más de una vez entre mis labios. Nunca había sido feliz hasta esos días primeros de mi viaje, cuando ella dormía apacible entre mis brazos, presa de una tierna necesidad de abandonarse y ser amada. En esos leves raptos de lágrimas y ternura, cuando estábamos a solas, ocultos en mi aislada buhardilla, comprendí la inmensa orfandad del ser humano, su incurable desarraigo. Por favor, hipócrita lector, anota esto en algún lado, que te quede más que claro: yo no escogí las circunstancias de mi vida, fueron los astros quienes escogieron mi destino. Nunca tuve otra salida.

Mi vida entera dio un giro repentino cuando se anunció la llegada del doctor Isaac Vogelius, procedente de Nueva York, una de las figuras más admiradas por quienes, en aquel entonces, nos afanábamos con los libros herméticos y las artes esotéricas. Las conferencias del doctor Vogelius, tituladas “Impronta de la gnosis en la obra de Albrecht Dürer” y “El ocaso de la astrología como sistema simbólico”, fueron absolutamente reveladoras, pero su conferencia magistral, titulada simplemente “Astrosofía” fue lo que estalló en mi mente como una carga de profundidad en un submarino emboscado en aguas polares. Su tesis era simple como todo lo genial: con el advenimiento de la cosmología moderna, el sistema simbólico de los planetas surgido en el Renacimiento se había convertido en un campo esotérico, propio de iniciados, que ya no tenía ninguna relación con el conocimiento planetario. Había que replantearlo todo por completo, adaptarlo a las más actuales teorías científicas del origen y fin del Universo y con ello reinventar nuestra olvidada o perdida relación con las estrellas. El opúsculo, publicado en la Revista de Estudios Herméticos, se tituló, una vez traducido del alemán, “Astrosofía: el nuevo campo simbólico” y pasó desapercibido salvo para un pequeño grupo de interesados en el tema.

Vogelius era antes que nada un estudioso de las religiones y había sido seguidor de Aby Warburg, Saxl y Panofsky y discípulo de Mircea Eliade en la Universidad de Chicago. Sus intuiciones, como él llamaba a sus conferencias, estaban destinadas a un público especializado pero, por desgracia, no del todo sensible. Todo esto es meramente académico y puede no interesar a mis lectores. Recomiendo que contengan por un momento sus bostezos y traten de seguirme un poco en esta parte, porque ahí, en ese pequeño trabajo, encontré un mensaje, una corroboración a mi propio desarrollo intelectual, artístico y religioso.

Acudí a su conferencia y era como si todo aquello que Vogelius pronunciaba estuviera dirigido sólo a mí. Después de escucharlo y de leer sus trabajos, me las arreglé para enviarle mi tesis sobre Vincent Van, mi novela y una pequeña nota en la que le decía que en aquellos libros acaso encontraría un eco lejano e incipiente de su propia obra, pero sobre todo quería comunicarle que sus ideas habían sido mías aun antes de escucharlo y que yo buscaba, como un sonámbulo, la respuesta que él ya había encontrado.

Sabía que Vogelius había vivido en Buenos Aires durante el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial y hablaba un perfecto español, de modo que podría leer mis libros sin ningún problema, pero sólo recibí como respuesta una breve nota en la que amablemente agradecía mis libros. Me aventuré a buscarlo en su hotel, le envié algunas de las notas que había publicado aquí y allá, pero tampoco recibí respuesta. Además, por aquel entonces mi timidez estaba completamente exacerbada. Era tartamudo y miope, y tenía fama de ser intransigente y agresivo.

Pero Vogelius no podía o, como después supe, no quería recibirme. Una noche estrellada de octubre, poco antes de que abandonara la ciudad, renté una habitación cercana a la de Vogelius en el hotel donde se alojaba. Tatiana y yo pasaríamos la noche en aquel sitio y yo no me iría de ahí sin encontrarlo. Vogelius pasaría una noche más en la ciudad y después partiría rumbo a Oaxaca y Yucatán, donde admiraría las ruinas de Mitla, Monte Albán, Uxmal y Tulum. No me fue difícil colarme con Tatiana en la fiesta de despedida. Había unos cuantos académicos, pero por fortuna no quisieron reconocerme: la historia de mi locura, de mis acciones parecía repugnarles. Vogelius estaba sentado en la mesa principal y dijo algunas palabras acerca del conocimiento y la embriaguez. Pude ver a su esposa, la legendaria Sofía, a quien había dedicado todos sus trabajos, una mujer de hermosos rasgos eslavos, cuya presencia madura y majestuosa eclipsaba a todas las mujeres allí presentes, salvo a mi hermosa Tatiana, cuya belleza aérea y refulgente contrastaba con la contundencia de la mujer de Vogelius. Y fue gracias a esa mujer de rasgos de princesa que pude acercarme al Maestro. En cuanto ella me vio dijo algo al oído de Vogelius, quien sin preámbulos se dirigió a mí al tiempo que se incorporaba:

–¡Ah, nuestro amigo, el experto en Vincent Van y perseguidor de la Luna! Lo estábamos esperando… –Acto seguido me invitó a sentarme junto a él. Podía sentir a mi alrededor las miradas de ira lasciva que había provocado mi presencia en mis colegas. Decidido a no darle mayor importancia, bebí unos sorbos de vino y preparé mi artillería. Pero Vogelius no era un hombre fácil de abordar. Aun estando tan cerca de él parecía rodearlo una especie de aura de silencio. Y fue Tatiana, con sus quince años recién cumplidos, quien llamó su atención con mayor fuerza.

–Esta niña debería estar dormida a estas horas –dijo Vogelius mirándola furtivamente, con la codicia de quien contempla una estatuilla egipcia a través de una vitrina.

Tatiana sonrió y se quedó mirando hacia la pista de baile, donde los académicos, algunos de ellos completamente ebrios, comenzaban a hacer desfiguros: había los que miraban lánguidamente hacia las arañas del salón, en tanto que los más entusiastas se tomaban libertades con las edecanes impunemente, al compás de la música.

–Empezamos con un baile al estilo de Boldini y ahora estamos en el punto en que las cosas comienzan a tomar la atmósfera de Toulouse-Lautrec –dije con cierta exaltación enloquecida.

–Podríamos al menos acabar como La muerte de Sardanápalo o alguna otra orgía de Delacroix… –respondió el Maestro con aguda ironía.

Lo había logrado: el Maestro había reído.

Sofía conversaba con Tatiana sobre danza. Al parecer ella también había sido bailarina.

A la tercera botella de champán, Vogelius estaba alegre y su mirada se paseaba soñadora por los espejos del salón.

–En todos lados es lo mismo, ¿sabe usted? Las academias son iguales siempre… Los académicos son como insectos que estudian a los seres humanos. Esta gente permanece encerrada en sus cubículos, frente a sus computadoras, deambulando por las bibliotecas y en cuanto les es permitido comienzan a comportarse como si nunca hubieran estado en un burdel –me miró unos instantes a través de sus espejuelos de oro y me dijo de pronto–: cuénteme acerca de sus planes.

Le dije que quería estudiar con él en Nueva York, que contaba con los medios para irme. Hice un recuento pormenorizado de mis logros universitarios y literarios, pero él me miró con un dejo de lástima.

–Esa parte no es la que me importa. ¿Sabe cuánta gente ha hecho exactamente lo mismo que usted y tiene muchos más merecimientos? Me interesa lo otro que no me ha dicho: eso que brilla en su interior y lucha por salir.

Ebrio, un tanto adormilado, como si de pronto hubiese estallado una burbuja de champán en mi cerebro, me atreví a decirle:

–Salí del Sol hace años y apenas comenzó mi aprendizaje.

El Maestro me miró con franca simpatía.

–En cuanto termine su trabajo aquí –dijo señalando con los ojos a Tatiana– búsqueme en Nueva York. Ya veremos qué se puede hacer por usted.

Ingenuamente le pregunté acerca de las clases, los costos, la forma de matricularme. Vogelius me miró con distancia e ironía.

–Nada de clases, amigo mío. Experiencias. Desarrollo de sus instrumentos metafísicos. Esto es, si logra salir vivo de aquí y sobre todo si nadie le sigue el rastro. Sólo le pido que me evite problemas. No suelo recibir en mis cursos a criminales perseguidos. Tiene que hacer las cosas como se debe –dijo enigmáticamente sin quitarle los ojos a Tatiana–. Mientras tanto, disfrute la experiencia.

Se incorporó de pronto, dio un golpecito a la mesa y Sofía se levantó al mismo tiempo. Tatiana dormía sentada en una silla. No me fue difícil cargarla hasta nuestra habitación. Hubo compañeros que incluso, al atravesar el salón mientras la banda tocaba Across the Universe de los Beatles, me aplaudieron. Los sentía mirarme con envidia. Algunos de ellos me observaban con el cigarro colgando de los labios, con los gestos y mirada de los criminales fracasados, otros aprovecharon la ocasión para manosear el trasero de alguna compañera descuidada. Vogelius tenía razón: aquellos respetables expertos en arte prehispánico o en iconografía medieval se comportaban como animales.

Cuando pienso en esos tiempos no me explico la razón por la cual nunca nadie se escandalizó o protestó por mi relación con Tatiana. Salíamos a restaurantes, nos abrazábamos en los parques, nos besábamos impunemente en mitad de la calle, mientras el sol pintaba nuestras sombras en una pared descascarada de tonos ocres. Era evidente que ella era menor de edad y no podía andar haciendo desfiguros con un hombre de mis años. Y, sin embargo, nunca nadie dijo nada. Era como si el Universo entero se hubiese confabulado para que las cosas se dieran de aquel modo. Sólo mucho tiempo después, cuando mi viaje ya había alcanzado un punto sin retorno, me di cuenta de que muchas cosas inexplicables, incluso absurdas, adquirían un sentido, una explicación plausible a la luz de los acontecimientos que vendrían después.

Toda persona asiste a un doble nacimiento. El primero ocurre en una fecha determinada por el azar, a una hora exacta y arbitraria, en el transcurso de un ritual sangriento, entre alaridos, médicos embozados y enfermeras indiferentes que ayudan a traer al mundo a un gelatinoso anfibio que ha reproducido, durante treinta y seis semanas, la evolución entera sumergido en aguas primordiales. El segundo nacimiento tiene lugar muchos años después (a veces demasiado tarde) y sucede en un momento no menos decisivo, de acuerdo a un plan secreto e irrevocable que determina el drama de nuestras existencias y nuestras pasiones, la tragicomedia del éxito y del fracaso, la farsa del sentido de la vida. A partir de ese instante preciso comienza el Juego del Mundo y el descubrimiento de sus reglas secretas conforma el vértigo de la vida. Diversas reencarnaciones menores: amores, desamores, pérdidas, cambios de carácter, enriquecen eso que llamamos Yo y que no es sino la máscara que cubre el vacío esencial de nuestras vidas.

Mi segundo nacimiento ocurrió aquella noche del baile, en una lujosa habitación del hotel. En uno de los espejos, mientras Tatiana dormía, apareció de pronto la imagen del hombre enmascarado con los ojos muertos observándome indiferente y distante, casi con odio. Me miraba fijamente. La aparición apenas si duró lo suficiente para reconocerlo, pero fue tan intensa como para recordarme que se trataba de un momento importante y definitivo en mi vida.

Nuestros rituales de amor eran extraños. Solíamos besarnos todo el tiempo. Nunca me cansé de sentir su aliento joven. Besos cálidos, adolescentes, besos tiernos, apenas insinuados. Nos tocábamos durante horas sin llegar a nada concreto, sumergidos en una espesura de caricias interminables. A menudo ella recibía mis lágrimas mercuriales sobre su vientre, sobre sus caderas y me permitía dispersarlas sobre su piel. Eran noches ardientes y frías al mismo tiempo, como correspondía a la experiencia de Mercurio.

Con el tiempo las cartas de Vogelius eran cada vez más insistentes: ya era hora de continuar mi viaje. Apenas si había tiempo. Comencé a sentir los primeros síntomas de mi partida una noche de invierno. Venus brillaba en la noche como un diamante en el pecho de una esclava negra a la que había hecho llamar el faraón para deleitarse. Tatiana se había ido de fin de semana con su padre. Era domingo y estaba solo. Al otro lado de la Tierra, en algún punto, alguien, mi otro yo, mi doble, mi hermano, estaría observando las estrellas también, pensando en emprender un largo viaje. Yo sabía que ya había empezado a moverme en una dirección funesta. De pronto, la luna menguante astilló la luz de la ventana y en ese instante las cosas comenzaron a flotar a mi alrededor: las novelas francesas sobre mi escritorio, las sillas de bejuco, la pluma, el ordenador, mis papeles. Un pequeño caracol, cuya forma delicada me recordaba el sinuoso sexo de Tatiana, se había elevado hasta proyectar su sombra sobre mi frente. Todo levitaba a mi alrededor y yo, lentamente, junto con mi cama, comencé a elevarme también. Flotaba al anochecer, en mi buhardilla de estilo Vincent Van y esa era la señal que yo estaba esperando para irme. Flotaba en mitad de una ensoñación de invierno, flotaba como los dioses flotan en las pinturas antiguas y como los ángeles que danzan en la luz, flotaba como la música que sonaba en esos instantes dentro de mi mente y que nunca parecía abandonarme. Habría querido hacer el amor con Tatiana en ese preciso instante, romper el hechizo, perderme con ella en el espacio, los dos envueltos en esa pequeña estación espacial que tenía la forma de una buhardilla pintada a fines del siglo XIX en Arles. Flotaba entre las paredes azules y descascaradas, mientras afuera el silencio era espectral y cósmico. Las estrellas danzaban, habían pasado horas y yo seguía hundido en esa sensación de vuelo. Gruesas lágrimas flotaron junto a mí cuando pensé en Tatiana. Había llegado la hora de abandonarla, de agradecer a Mercurio por haberme dejado reposar en su extraña superficie y por permitirme continuar mi penosa travesía lejos del Sol, lejos de todo, hacia las profundidades insondables del Cosmos. Expulsado del Sol, Mercurio me había permitido atisbar sus placeres hermafroditas, sus candentes días eternos y quemantes y sus noches gélidas de soledad avasalladora. Me había permitido descansar entre sus cráteres, me había enviado a Vogelius, me había dado refugio a mí, a mí, el Expulsado, el Holandés Errante, el Arrojado al Cosmos… y ahora era tiempo de pagarle.