Papá se ha ido de caza

Penelope Mortimer

 

 

Traducción del inglés a cargo de

Alicia Frieyro

 

 

 

019

 

 

Penelope Mortimer

Nació en 1918 Gales. Su padre fue un clérigo anglicano que había perdido su fe. En 1937 se casó con un corresponsal de Reuters con el que tendría dos hijas. Tuvo, además, otras dos hijas más, de dos hombres distintos. En 1949 Penelope conoció al escritor John Mortimer, mujeriego reconocido, con el que se casaría. Con él tendría un hijo y una hija. A estas alturas, Penelope era ya madre de seis hijos de cuatro padres diferentes. Tras quedar embarazada de nuevo, su marido la obligó a esterilizarse. Entre sus novelas destacan The Bright Prison (1956), Daddy’s Gone A-Hunting (1958) y El devorador de calabazas (1962), adaptada al cine con guión de Harold Pinter. La pareja se divorciaría en 1971. Penelope Mortimer moriría de cáncer a los 81 años.

 

 

 

Título original: Daddy's Gone A-Hunting

 

Edición en ebook: mayo de 2018

 

Copyright © The Estate of Penelope Mortimer, 1958

Copyright de la traducción © Alicia Frieyro, 2018

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Gabriel Regueiro

Corrección: Ane Zulaika y Virginia de Castro

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788417115685

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Papá se ha ido de caza

 

 

CubiertaEn la urbanización donde vive Ruth Whiting, las esposas se ajustan a un código de vestimenta, dirigen sus casas en la misma línea aburrida y prosaica, crían a sus hijos de la misma forma; todas prefieren el café al té, todas conducen coches, juegan al bridge, poseen al menos una pieza de joyería valiosa y son moderadamente atractivas. Sin embargo, Ruth se está volviendo loca. O, para decirlo de un modo políticamente correcto, acaba de sufrir «un leve ataque de nervios». Pero la realidad es mucho menos dulce. Ruth se está volviendo loca porque su vida la está matando y su locura se ve agravada por la indiferencia de todos los que la rodean. Y entonces ocurre lo inesperado: su hija universitaria se queda embarazada de un compañero que es estúpido, y Ruth se ve enfrentada a sus peores miedos.

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Índice

 

 

PORTADA

PAPÁ SE HA IDO DE CAZA

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

ÍNDICE

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE PENELOPE MORTIMER

CRÉDITOS

CAPÍTULO 1

Ruth Whiting se apeó del tren en cuanto este se detuvo. Había recogido todos sus paquetes, las bolsas ornamentadas y los discretos embalajes de Knightsbridge cuando el tren pasaba por delante del cementerio. Se había apostado junto a la puerta, el billete remetido en el guante, los paquetes dispuestos sobre el asiento, con los lazos y las asas bien derechos para no perder ni un instante. Ramsbridge era la última estación. Aun si se hubiese quedado encerrada en el compartimento, no habría corrido peligro. De haber tenido prisa, quizá su aspecto habría delatado cierta ansiedad, una figura cargada con una montaña de bultos, preparándose para saltar al andén con torpeza. No tenía prisa. Sencillamente se encontraba allí, en el polvoriento y solitario compartimento, escenario fugaz de escoriales, ladrillos negros, anuncios de Té Mazawattee y de Virol, tratando de poner las cosas en orden.

Este trayecto en particular, después de enviar a los niños de vuelta al colegio, le resultaba siempre insoportable. De camino a Londres, el compartimento iba completo, ocupado por los dos muchachos que lo llenaban todo con sus piernas y sus pies, las rodillas encostradas tras las vacaciones y los zapatones nuevos; con sus cuerpos, por encima de aquellas largas, huesudas extremidades tan curiosamente ataviadas, canijos y hundidos, vestidos con blazers que les venían o muy pequeños o demasiado grandes; las manos abandonadas sobre el regazo, sin propósito, sin energía para desenvolver un toffee o pasar las páginas de los afamados cómics que ella les había comprado. La conversación era nerviosa, desganada, y resultaba, para los tres, una carga. Todo se orientaba al momento de la despedida, al momento en que el otro tren, más grande, más potente, más cruel que este, partiría adentrándose en la neblinosa luz solar que reinaba más allá de la estación de Waterloo, con los dos bracitos de insecto diciendo adiós hasta que, de un brusco tirón, desaparecían en el interior.

Ruth levantaba la mano hasta que el tren desaparecía de la vista, no diciendo adiós, sino haciéndoles un tímido y extraño gesto de bendición. Cuando regresaba, volvía a un mundo exento de disciplina o propósito. Esa era la razón de que hiciese tantas compras. En el trayecto de regreso, los paquetes abarrotaban el silencioso compartimento, el vagón vacío; habría que desenvolverlos y colocarlos en su sitio, darles uso en los días posteriores; eran su garantía para el futuro.

Iba a la cabeza en el andén, con el golpeteo de sus tacones seguido por el cansino arrastrar de pies de un puñado de viajeros cotidianos, cuatro o cinco hombres de negocios envejecidos prematuramente que habían decidido, por razones de economía o de salud o de cobardía, que era razonable viajar un centenar de millas todos los días. Cruzó la barrera —estirando la muñeca con un gesto encantador, casi coqueto, para que tomaran el billete del interior del guante, murmurando que sí, que habían partido sin contratiempos, que sí, que iba a resultar raro no tenerlos en casa— antes de que la desgarbada fila de sombreros mustios de fieltro y antiguos impermeables del ejército hubiese sobrepasado, en su lento arrastrarse, la siseante locomotora. Ella se había acomodado en el coche y se había puesto en marcha antes de que ellos saliesen de la estación con los ojos entornados contra el sol tenue y tan poco familiar, las caras pálidas buscando ansiosas y escrutadoras a esa esposa que quizá, con un poco de suerte, había venido a recibirlos.

Ruth esperó a haber dejado atrás la calle principal para retreparse un poco en el asiento, relajar la presión de las manos sobre el volante, suspirar. Era otoño. El largo, doloroso, frustrante verano había llegado a su fin: el verano de calcetines mojados, de playeras fosilizadas por la sal y la arena; el verano de botas de agua y de Monopoly, de bicicletas olvidadas bajo la lluvia y del constante y punzante olor a chicle; el verano de la insuficiencia. Había comenzado con la recolección de fresas, arrancadas como si fueran joyas de debajo de las hojas mojadas y del manto protector de paja; había terminado con amargas discusiones sobre quién debía desenvainar las habichuelas, duras y marrones como el cuero viejo. Y ahora todo había llegado a su fin. Los niños, el verano se habían marchado.

La carretera ascendía vertiginosamente entre las hayas incendiadas de cobre y carmesí. El aire estaba cargado de humo e impregnaba el pecho con el amargo sabor a leña carbonizada.

¿Qué queda? ¿Qué queda para mañana?

Angela. Angela sigue ahí. ¿Por qué no piensas en Angela?

Incluso Rex se había marchado, a Dios gracias, de regreso al trabajo, a su piso en Londres, después de ese mes de angustia y aburrimiento al que él llamaba sus vacaciones. Estaban a mediados de semana, y él nunca conseguía hacer un hueco para ir a despedir a los niños, cosa que compensaba llamándolos por teléfono la noche anterior. Ella podía adivinar, por los ojos en blanco, las sonrisas forzadas, los gestos de trabajada expectación y el desplome final contra la pared como en una muerte fulminante, que estaba contando su chiste de la matrona, advirtiéndolos de que no comiesen demasiado, recordándoles que le había pedido a ella que les diese diez chelines a cada uno, y que no debían perderlos. A veces, después de esta llamada telefónica, el mayor, Julian, desaparecía y pasaba una atormentada media hora dando bastonazos al perifollo, deambulando entre las gallinas. Esto, todo ello, había llegado a su fin.

Sintió un escalofrío y se preguntó si a Angela se le habría ocurrido encender la chimenea. Por fin había conseguido concentrar sus pensamientos en Angela, que había estado sola todo el día, que estaba esperando a que ella regresara a casa. Trató de alegrarse de que Angela estuviera allí. Trató de sentirse agradecida. Con determinación, se concentró en la imagen de Angela prendiendo el fuego, en su larga melena precipitándose hacia delante mientras se arrodillaba ante la chimenea, en sus largos dedos cogiendo el carbón con delicadeza, pedazo a pedazo, y disponiéndolo, como quien dibuja un mosaico, sobre la pirámide de palos; en su cuerpo alto y delgado, con los vaqueros negros y el jersey oscuro, encogido, casi inapreciable, sobre la alfombra de delante del hogar. La imagen cobró vida. El peso de la soledad se esfumó. Pisó el acelerador. Todavía le quedaba cuidar de Angela, que estaba prendiendo el fuego justo a tiempo.

Al rato se puso a cantar, bajito, un poco desafinada. Cuando los muchachos cantaban en el coche, ella se quedaba callada. Cuando estaba sola, entonaba todas las canciones que había aprendido en la escuela: Drink to Me Only, The Lass of Richmond Hill, Men of Harlech. A veces cantaba himnos o, si el viaje era particularmente largo y solitario, el Te Deum, de principio a fin. A veces se dedicaba a contar hombres con perro, hombres con barba, caballos picazos, batiéndose a sí misma con puntuaciones astronómicas. Esa tarde, mientras cantaba para armarse de valor, apenas alcanzaba a oír el sonido de su propia voz por encima de las notas cada vez más agudas del coche.

En la cima de la colina, el paisaje se desplegaba en una llana meseta de aulagas y zarzas y helechos, atravesada por estrechas carreteras sin vallar. Allí arriba el aire estaba cargado de escarcha. No había oscurecido aún, pero encendió las luces de posición y aminoró la velocidad cuando, unas veinte yardas más adelante, una motocicleta accedió a la carretera, aceleró y emitió un rugido salvaje al dirigirse a su encuentro. Alcanzó a ver a un muchacho con una enorme bufanda enrollada al cuello, a una chica que viajaba de paquete con la melena al viento y los brazos embutidos en una trenca, abrazados estrechamente a la cintura de él. Cuando pasaron disparados a su lado, la chica abrió la boca, se giró sobre su asiento peligrosamente y le dijo adiós con una mano. Cuando Ruth tomó el desvío, la luz roja del faro trasero ya se perdía en la distancia, se internaba en el bosque, desapareció.

Así que Angela no estaba encendiendo el fuego, después de todo. La casa estaría vacía.

Giró en el cruce y descendió lentamente el camino lleno de baches. Las luces de casa de los Tanner atravesaban como aguijones el alto seto de tejo. Había dos coches aparcados en la entrada. Los Tanner tenían visita. ¿Y si hacía un alto, llamaba al timbre, se adentraba en la desastrada sala en penumbra y abordaba a los indiferentes extraños?

«Acabo de cruzarme con mi hija… —Podía escuchar su risilla, puede que demasiado ansiosa, demasiado insistente en que lo decía de broma—. Iba de paquete, a toda velocidad, en la Vespa de alguien. No, no tengo ni la más remota idea de quién era él. Digo yo que algún jovencito de Oxford.» Dando así a entender que, bueno, ya se sabe cómo son estas adolescentes, no hay manera de controlarlas. Alguien le preguntaría, sin el menor interés, qué edad tenía Angela, y ella diría que dieciocho, y otra persona, quizá una mujer, le diría que no, que era imposible que ella tuviera una hija de dieciocho años, y Richard Tanner diría: «Ah, en su día fue un bombazo en News of the World».

En el transcurso de todos aquellos años de casada, una prolongada guerra en la que los ataques, aunque no se llevaran a efecto, eran siempre inminentes, había aprendido a armarse de astucia. La única manera de evitar que te hicieran daño, de soslayar la infelicidad, era huir. Los sentimientos de culpabilidad y de cobardía no constituían problemas que no pudiesen superarse con sueños, con juegos, con el suave sonido de su propia voz dándose consejos y reprendiéndose mientras iba y venía por la casa. «Pobre mamá —había escuchado a Julian decirle a Angela—, se le está empezando a ir la chaveta.» Ella todavía era joven, y su vida aparentemente corriente rebosaba fantasía, estaba repleta de escondrijos, era un laberinto de secretismo y engaño y esperanza excavado bajo los días invariables.

No iría a casa de los Tanner. Superó la tentación pasajera de exponerse, de hacer el esfuerzo y contactar con otras personas. Cambió de marcha con decisión y pasó de largo con una sonrisita radiante en los labios, como si esperase que hubiera alguien al final del largo paseo de entrada para darle la bienvenida.

CAPÍTULO 2

Ruth encontró una nota de Angela sobre la mesa de la cocina.

«Ha venido Tony y nos hemos ido a degustar las delicias de Ramsbridge — Espero que no te importe — Hay fiambre en la nevera — No me esperes levantada — Besos, A. Ver reverso.»

Ruth le dio la vuelta a la hoja obedientemente.

«Ha telefoneado papá — ¿Podrías llamarle antes de las siete? — Tony dice que gracias por el té — Espero que los chicos cogieran bien el tren — Besos, A.»

Sin resuello por la prisa y la urgencia. ¿Quién era Tony? ¿De dónde había salido y a qué había venido? Al parecer, eso no era asunto de Ruth. Y sin embargo, la sensación de que sí era asunto suyo, de que se requería su aprobación, emanaba a raudales de la cantidad de besos de la nota, de la necesidad de llenar la hoja entera con una caligrafía grande y enfática. El fiambre y el deseo de que los chicos hubiesen cogido bien el tren eran esfuerzos por establecer contacto, tan inútiles y alocados como la mano diciendo adiós, como el grito mudo mientras desaparecía a sesenta millas por hora en el horizonte.

Bueno, digo yo que no le pasará nada. No le pasará nada.

Dejó la nota sobre la mesa y se quitó los guantes muy despacio. En la planta de arriba, una puerta oscilaba en sus bisagras chirriantes; el grifo goteaba. No estaba del todo segura de si había hablado en voz alta o de si, por el contrario, solo había oído sus propios pensamientos. Se dirigió al armario de la cocina, sacó la ginebra y el vermú, y se sirvió una copa.

«Adquirió la costumbre de beber a solas. Empezó a hablar consigo misma. Aquella tarde, mientras su hija salía con un joven llamado Tony…»

Se levantó de un salto y empezó a abrir los paquetes: tweed para un vestido nuevo, toallas de baño bordadas para «Él» y para «Ella», medias, un par de pijamas, un paquete de jabón. Por último, con sumo cuidado, desenvolvió una caja de música infantil.

Era un regalo para la niña de Jane Tanner. Había oído tintinear la melodía extrañamente triste y prolongada en las profundidades de la juguetería a la que había ido a buscar recambios para las piezas extraviadas del mecano de Julian. Una niñita adusta con gafas de culo de vaso hacía girar la manivela.

Era un artilugio precioso con forma de cuna, decorado con oropel y papel de estaño y encaje. La niñita, a pesar de su aspecto sobrecogedor, giraba la manivela con delicadeza.

—¿Qué es? La canción, digo.

La niñita escuchaba muy concentrada, accionando la manivela despacio primero y luego más deprisa. La melodía siguió sonando igual de melancólica y dulce, un lamento exento de amargura.

—Yo diría que es Bye Baby Bunting. Pero si quiere que le diga la verdad, no estoy segura.

—¿Te la vas a llevar?

—Se la puede quedar usted si quiere. Yo ya tengo siete años. Demasiados para esta clase de cosas.

De modo que la había comprado para la niña de Jane Tanner. Ahora, una vez desalojada de su envoltorio de papel seda, la sostuvo en alto y giró con suavidad la manivela. La melodía, retomada a mitad de compás, era un réquiem de insecto, desolado, intangible como el aire.

Bye Baby Bunting,

Daddy’s gone a-hunting…[1]

Igual que la niñita, hizo girar la manivela a distintas velocidades, deteniéndose de pronto y escuchando la última nota, alerta y concentrada, tratando de reconocerla. En el interior de la cuna de papel y encaje, la cabeza de celuloide, del tamaño de un guisante, dormía serena. Estaba adherida al cobertor y no tenía cuerpo. Sobre la palma de su mano, el ingenioso artilugio no pesaba en su conjunto más que una caja de cerillas.

Cuando sonó el teléfono, se llevó el juguete consigo al vestíbulo y lo sostuvo mientras descolgaba el auricular.

La voz espetó:

—¿Hola? ¿Hola?

Tomó asiento mientras colocaba la caja de música sobre la mesa y comprobaba el tacto del encaje entre sus dedos índice y pulgar. Evidentemente no es encaje auténtico, se dijo a sí misma, sino alguna clase de plástico, seguramente. Aunque tampoco es plástico, eso está claro. Es algodón, quizá de fabricación japonesa.

—¿Hola? ¿Estás ahí, Ruth? ¿Hola?

—Sí, Rex. Estoy aquí.

—¿Es que Angela no te ha dado el recado? Quería que me llamaras.

—Perdona. Acabo de llegar a casa y la nota estaba en la mesa de la cocina. Acabo de entrar por la puerta.

—Pues sí que has tardado. He estado esperando en el piso hasta las siete. ¿Es que no has cogido el tren de las cuatro y media?

—Sí, pero iba con retraso y al coche le ha costado arrancar.

—¿Qué le pasa al coche?

—Digo yo que estaría frío o algo. —Cogió la caja de música y le dio la vuelta. Había sido fabricada en Alemania.

—Mañana tengo un paciente a las cinco y media, y después me llevan los Craxton a casa. Cenaremos tarde. ¿Te parece bien?

—Quieres decir que los Craxton se van a quedar el fin de semana.

—Sí. —Una breve pausa y, entonces, con un resoplido—: ¿Alguna objeción?

—No.

—Así podrás hablar con alguien. Es lo que quieres, ¿no?

Ella no dijo nada. De no haber sido una cuna basculante, se podría haber tocado la música solo con una mano.

—Podemos decirles a los Tanner que se pasen a tomar algo el domingo por la mañana.

—Sí. Angela ha salido con un chico llamado Tony.

—¿Qué chico?

—No sé. Es decir, solo sé que se llama Tony y que tiene una moto.

—Pero bueno, ¿es que no te lo ha dicho ella?

—No, yo no estaba aquí.

—Pero ¿quién es el chico este? ¿Me estás diciendo que no sabes quién es?

Ella cerró los ojos y juntó las rodillas.

—No, Rex. No sé quién es. ¿Mucho trabajo?

—Mucho.

¿Cuántos incisivos y caninos examinados, se preguntó, cuántas cuidadosas perforaciones en hueso cariado, cuánto taladrar en el nervio, cuántas cavidades sangrantes después de la pulcra inyección de pentotal de Craxton? Tragó saliva, abrió los ojos y, nerviosa, se echó hacia delante en la silla.

—Bueno, eso está bien. Te espero mañana, entonces. Adiós.

—¿Estás bien? —preguntó él con cierta inquietud.

—Sí. Sí, estoy bien.

—Estarás sola, ¿verdad? Dado que Angela ha salido.

—Sí.

—¿Por qué no sales y les haces una visita a los Tanner?

—Creo que me voy a ir a la cama. Estoy agotada.

—Solo son las siete y media. No puede ser que vayas a acostarte a las siete y media.

—¿Por qué no?

Colgó el auricular a toda prisa antes de que él pudiese contestar. ¿Por qué no? ¿Por qué no? El corazón le latía deprisa, le temblaban las piernas. Cogió la caja de música y regresó a la cocina. El papel de seda había volado de la mesa, aventado por la corriente que entraba por la puerta abierta. Echó las cortinas y se sirvió otra copa. Pensó, sentada con la barbilla apoyada en la mano, que su aspecto ya parecía disipado. Es más, la expresión de su cara era dulce, contemplativa. Estaba sentada pacientemente, pulcra en su traje de chaqueta gris oscuro y sus zapatos lustrosos; su voz, al principio, apenas resultó audible.

—Lo odiaba, a su marido. Eso no es del todo cierto, claro. —Hubo una larga pausa. La desesperación que le producía la idea de ceder, de dejarse arrastrar al vacío, era casi excesiva. Quiso apoyar la cabeza sobre la mesa y echarse a llorar, pero el sonido de los sollozos casi la asustaba más que el sonido de las palabras. Por muy tontas o terribles que fueran las palabras, constituían una forma de comunicación, eran humanas. Quizá fuera menos peligroso si se imaginaba que había alguien más con ella. Al principio le costó porque no sabía a quién imaginarse; el interlocutor trepidaba, no era ni un hombre ni una mujer, se desvanecía por completo y terminaba por no ser más que una silla vacía cuya pintura blanca brillaba bajo la luz inclemente. Si no miraba la silla era más fácil.

—Y cómo no —dijo—, tuvimos que casarnos. Ah, ¿no lo sabías? —Siguió el dibujo de la mesa de formica con la uña. Su voz sonó tímida, vacilante—: Supongo que, a pesar de ello, podríamos haber sido felices. Pero nunca lo fuimos. Creo que nos odiábamos —Pronunciar en voz alta estas cosas innombrables no cesaba de horrorizarla. Eran sus secretos, confinados bajo llave durante tanto tiempo que ya casi no los reconocía como verdaderos—. Angela nació a los seis meses de casarnos. Ella no lo sabe, claro. Yo no me quería casar. No deseaba a Angela. Tuvimos que casarnos. No hubo más remedio.

Se acercó la caja de música y la sostuvo entre las manos.

—¿A que es preciosa? No creo que se la regale a la niña de Jane. Además, es tan pequeña que no podría girar la manivela de todas formas. Le compraré una muñeca cuando vaya a Ramsbridge. Un osito de peluche o algo así.

Dejó escapar un leve suspiro, como de aburrimiento. Habían dejado de temblarle las piernas, se sentía bastante sosegada.

—No sé —prosiguió conversando con aire confidencial— por qué no hicimos nada al respecto. Bueno, yo, en realidad. No se nos ocurrió. Mi padre dijo que teníamos que casarnos. No, ni siquiera lo mencionamos. Yo no habría sabido qué hacer. Rex seguro que sí, pero no dijo nada. Supongo que lo dimos por hecho y ya está. No me acuerdo. Fue hace diecinueve años. Yo llevaba el pelo largo, ya sabes. Aunque recogido en dos coletas, eso sí.

Sonrió de oreja a oreja y se retrepó en la silla. Ahora su voz sonó con el tono perfectamente natural y alegre de una mujer que le habla a una amiga.

—¿Y si me sirvo otra copa? Oh, solo es la tercera, los vasos son terriblemente pequeños. Rex ya no es como antes. ¿Sabías que antes tocaba la guitarra? Tengo una foto de cuando Julian era bebé…

Hizo ademán de coger el bolso. Su mano se detuvo, emprendió la retirada lentamente por encima de la mesa, descendió hasta reposar sobre su regazo. La silla blanca vacía rutilaba bajo la luz, el grifo goteaba, la puerta de arriba volvió a batir sobre sus goznes chirriantes. Siguió sentada, bastante agarrotada, una pulcra mujer bonita, aterrorizada de moverse, las lágrimas derramándose, silenciosas, sobre el fino traje de color gris.

[1]. Canción de cuna popular que da título a la novela, podría traducirse: «Adiós, conejito / Papá se ha ido de caza…». (Todas las notas son de la traductora.)

CAPÍTULO 3

Despertó a la mañana siguiente y sintió miedo; luego se dio cuenta de que los niños se habían marchado; luego escuchó un ruidoso correr de agua en el lavabo del baño. Abrió los ojos, recordó que no estaba sola.

—¿Angela?

—Hola. —La voz sonó apagada, pero amistosa.

—¿Te lo pasaste bien ayer?

Un ruido enérgico seguido, al rato, de un «Genial».

—¿Qué hicisteis?

—Tomamos un café en ese local descuidado de King Street. Luego fuimos a la feria.

—¿Y qué tal?

—Carísimo todo. —Angela emergió del cuarto de baño frotándose el pelo con una de las toallas nuevas. Por alguna razón, había decidido lavarse el pelo antes de desayunar. En las raras ocasiones en que limpiaba su habitación, lo hacía a medianoche y, si estaba sola, bebía cantidades industriales de cacao para almorzar.

—¿Llevabas algo de dinero?

—No. Pagó Tony. ¿Me prestas tu peine?

Se sentó al tocador y empezó a bregar con los mechones enredados, la cara arrugada en una mueca de angustia.

—No entiendo —dijo Ruth— por qué no lo llevas corto.

—Ya lo sé —dijo Angela entre dientes—. Quiero decir que ya sé que no lo sabes. Porque parecería una farola más de lo que lo parezco ya. Maldita sea, lo he roto.

—Tienes otro en el cajón.

—Lo siento muchísimo.

—No importa.

—Te compraré uno.

—¡Ay, cariño, si no importa! ¡En serio! —Se incorporó en la cama, rodeándose las rodillas con los brazos. Se le olvidaba algo; tanteó tímidamente—: ¿No volviste muy tarde?

—No mucho. —Se encogió bajo los mechones de pelo mojado—. Los invitados de los Tanner no se habían marchado aún.

—Ah. —Eso no significaba nada. Los invitados de los Tanner a menudo se quedaban hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Ruth creyó que debía comentárselo, pero en su lugar se encontró diciendo—: Bueno, yo me acosté bastante temprano y me tomé una pastilla para dormir, así que es posible que lo que oyera fuera a los invitados de los Tanner marchándose.

—Sí —dijo Angela—, digo yo que sería eso. —Prosiguió dándose tirones al pelo en silencio durante unos minutos.

—Sea como sea, me alegro de que pasaras un rato agradable.

—Después de dos meses —dijo Angela— escuchando a Mike tocando Dios salve a la reina con su banjo y a Julian refunfuñando por su maldito mecano, cualquier cosa me parecería agradable.

—Pero ¡si me acabas de decir que lo pasaste genial!

—Bueno, así es. —Se echó la melena hacia atrás y se recolocó los tirantes sobre sus delgados hombros—. Es solo que parece que piensas que fue extraordinario.

—Pues claro que no pienso que fuera extraordinario —dijo Ruth, muy despacio—. ¿Qué quieres decir?

—Pues, verás, lo que digo es que eres de lo más comprensiva y todo eso, pero que no pareces darte cuenta… —Se giró resueltamente sobre el taburete, respiró hondo. Su huesuda y recién restregada cara estaba encendida. Qué pavorosamente flaca está, pensó Ruth. Debería tomar un tónico o algo así—. A lo que me refiero, si quieres que te diga la verdad, es que para ti está muy bien esto de vivir aquí día tras día, después de todo, es tu casa y tienes a los chicos, y a papá, que viene todos los fines de semana y…, bueno, es tu vida, ¿no? Pero no pareces darte cuenta de que para mí es distinto. ¡A veces me siento tan sola que creo que me voy a morir!

—Pero, cariño… —Se miraron a la cara de un extremo a otro de la habitación, alarmadas ambas por el arrebato, sin saber qué hacer, sin saber cómo manejar esa pequeña verdad que de súbito había estallado ante ellas—. Pero, cariño…, ¡puedes hacer lo que te plazca! No hace falta que vengas aquí en vacaciones. No hace falta que vengas en ningún momento si no quieres. Siento que lo odies todo tantísimo, pero…

—¡Pues claro que no lo odio! Es que no lo entiendes.

—Sí. Claro que lo entiendo.

—¿Cómo vas a hacerlo? Te casaste cuando tenías mi edad. Yo diría que no has pasado un día de soledad en toda tu vida. Oh, lo siento. —Se cubrió la cara con sus largas manos—. Lo siento —sollozó—. Es que no sabes las estupideces que llega a hacer una cuando se siente sola y no tiene a nadie con quien hablar, nadie a quien le importe…

—Déjate de bobadas —la cortó Ruth con brusquedad. Se había levantado de la cama y se la veía menuda, insuficiente en su camisón, mientras agarraba los delgados brazos de la muchacha con manos firmes—. Deja de comportarte como una tonta de remate. —Aguardó mientras amainaba el temblor y los sollozos se tornaban en resuellos desolados. Entonces cruzó la habitación, sus pasos amortiguados por la moqueta, y cogió uno de los pañuelos de Rex. Angela lo tomó a tientas, con el rostro aún oculto detrás de una mano.

—En serio —dijo Ruth—, ¿a qué ha venido eso?

—¡Lo siento!

—¡Y, por favor, deja ya de decir que lo sientes!

Se fue hasta la ventana, tratando de calmarse, de armarse de paciencia. Ahora que se presentaba una ocasión para la verdad, no podía hablar. Podría contarle todo a Angela, pero ¿de qué serviría? Un esfuerzo tan enorme y ¿para qué? Mejor sería abrazar a la alta y peculiar muchacha y despachar el momento meciéndolo con unas palmaditas y un beso. Eso era lo que quería la muchacha, lo que estaba esperando. Era imposible. La imposibilidad era dolorosa, un impulso paralizador que actuaba contra su voluntad por completo, contra el deseo de que la muchacha fuera feliz. Ansiaba tener la capacidad de hacerlo, y no podía. Sacudió los brazos con desasosiego, se frotó un pie descalzo contra el otro, fingió reprimir un bostezo.

—Hace un día precioso. Podrías recoger los arcos del croquet antes de que Folkes corte el césped.

—Julian se dejó los mazos fuera. Se están pudriendo todos.

—Mira lo que compré ayer.

—¿Qué es?

—Una caja de música. Escucha. —Giró la manivela.

—En serio, mamá, qué boba eres. —A su pesar, Angela se echó a reír y se restregó la cara con el dorso de una mano; en la otra sujetaba el pañuelo limpio.

—No sé —dijo Ruth, azorada—. Pensé que quizá le gustaría a la niña de Jane.

—Lo rompería en menos que canta un gallo. Ay, pobre mamá, te estás volviendo de lo más excéntrica. —Se sonó la nariz por fin, se levantó y regresó al cuarto de baño—. Me parece —dijo por encima del sonido del agua del grifo— que vas a acabar siendo una de esas fabulosas excéntricas inglesas. —Se sucedieron unos instantes de mucho salpicar y resoplar, y entonces regresó, secándose la cara con la otra toalla nueva—. Ya te veo dentro de cinco años con botines y pamela mariposeaaando por el jardín entre nubes de tul o lo que quiera que sea.

—¿Cinco años? —preguntó Ruth, depositando de nuevo la caja de música sobre la mesa.

—Pues diez, entonces. Perdona por la escenita. No sé qué me ha pasado. ¿Preparo el desayuno? Ya se había embutido en los vaqueros negros y encajado en el jersey.

—Sí —dijo Ruth—. Gracias.

—No te habrás disgustado ni nada, ¿verdad?

—Pues claro que no.

—¿Los huevos los quieres cocidos o revueltos?

—Como quieras. Me da lo mismo.

—Tú dirás.

—De verdad, cariño, ¡me da lo mismo! —Hizo un gran esfuerzo, completamente desproporcionado en relación al problema—. Revueltos.

Angela bajó las escaleras corriendo. A los dos minutos la radio berreó, atronadora, y Angela bajó el volumen con consideración.