Doña Inés contra el olvido
 
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama

A mi hijo Gastón Miguel Carvallo

Primera parte
1715-1835

Doña Inés entre memoriales (1715-1732)

Mi vida fue atravesar mañanas lentas, días largos que el tiempo recorría despacio, vigilar el trabajo de las esclavas, verlas barrer las lajas de los patios, dar lustre a las baldosas y azulejos que hice traer de Andalucía, recoger las hojas sueltas del limonero y regar el guayabo del corral; bordar algún punto de un mantel, o darme una vuelta por la cocina para probar la sopa y procurar que todo estuviera de acuerdo antes de que llegara Alejandro, y durante el almuerzo, preguntarle qué se había discutido en el cabildo, a cómo estaban los precios del cacao o si se había hundido el barco que lo transportaba. Dormir después una espaciosa siesta cuando el calor arrecia y disponerme para el obsequio de las visitas, dar órdenes y estar atenta a la preparación de las confituras y tisanas, servidas en los platos de porcelana y los vasos dorados que hice traer de Francia, esperar a que llegaran las señoras, y después que las esclavas las despojasen de las mantillas en el zaguán, sentarme en la sala con mis hijas a sostener conversación, interesarnos por la salud de los nuestros, lo fuerte de las lluvias del invierno, los maridos de viaje en las haciendas, las procesiones o la fiesta que el gobernador ofrecía para congraciarnos; y al acudir a la hora señalada las esclavas con las mantillas en el cesto, despedirnos hasta muy pronto o hasta el domingo en catedral, donde nos encontrábamos, las mantuanas, vestidas de negro y cubiertas por un manto, en señal de nuestro privilegio, escoltadas por dos esclavas, una para espantar a los mendigos y otra para extender la alfombrilla en los secos ladrillos de la iglesia. Al anochecer, reunirnos todos, hijos y esclavos, a rezar el santo rosario en el oratorio, cenar callados, y mientras Alejandro revisaba las cuentas que le presentaba el mayordomo de la hacienda, y yo jugaba un solitario de cartas, los niños ya dormían y se escuchaban los grillos en el patio.

Ahora todos me han dejado sola. ¿Dónde están mis diez hijos nacidos de mis quince partos? Nicolás, Alejandro, Mariana, Manuela, Antonio, Isabel, Félix, Teresa, José Ramón, Francisca. Ese llanto que se escucha ¿es de alguno de mis niños muertos? Diego, Catalina, Juan José, Felipe, Sebastián. Todos me han dejado sola, Alejandro. Sólo me queda el rozar de unos papeles con otros, mientras busco los títulos de composición que se me perdieron, los que confirmó mi padre en 1663. ¿Dónde estaban esos títulos? ¿Dónde han metido los legajos? No los encuentro en los escaparates de la alcoba, ni en el bargueño de tu habitación, ni escudriñando las gavetas de mi cómoda, ni vaciando los hilos de mi costurero, ni hurgando en los resquicios de los arcones, ni husmeando debajo de las alfombras, ni al sacudir las cortinas de Damasco. ¿Dónde están, que ruedan y revolotean cientos de hojas por encima de mi cabeza y no logro dar con ellos? Reales cédulas, reales decretos, provisiones y autos, despachos, cartas y sobrecartas, memoriales, escritos y alegatos. Papeles y más papeles, Alejandro, cuánto han trabajado los escribanos, cuánta tinta, cuánto polvo almacenado; algún día vendrán las ratas y se comerán, golosas, estos fajos de pergamino, de las rendijas del enlosado saldrán espantadas las cucarachas y dejarán la mierda pegada de los bordes, aparecerán por todas partes sus borrones oscuros, inconfundibles, y quedará manchada hasta la propia firma del rey. El tiempo, Alejandro, borrará mis querellas y desvanecerá mis empeños, pero yo quiero que mi voz permanezca porque todo lo he visto y escuchado, y seguiré buscando mis títulos, aunque me ahogue el polvo de los legajos y me asfixie esta montaña de hojas viejas, aunque pierda los últimos rayos de luz en descifrar esta letra garrapateada y los postreros esfuerzos de mi memoria se diluyan en el intento de establecer con ellos una cronología, que venga el escribano y prepare su caja de tinteros, que moje la pluma y levante testimonio de mi memoria; quiero dictar mi historia desparramada entre mis recuerdos y documentos, porque en ellos se encuentra mi pasado y el de muchos, aquí mil veces aparece mi nombre: Inés Villegas y Solórzano, y el tuyo: Alejandro Martínez de Villegas y Blanco, y el tuyo: Juan del Rosario Villegas, que yo siempre acompaño de la apostilla, mi liberto, para que lo sepas, para que no lo olvides ni siquiera muerto. Aquí estoy, acostada en la cama desde donde llamo en vano a las esclavas para que acudan a cambiarla y saquen al sol las sábanas apestosas de orines; entre la ropa de hilo y las fundas de muselina, bajo las plumas de las almohadas, se esconden los papeles, duermo con ellos y apenas me despierto, los miro y reinicio la labor de desembrollarlos, hasta que finalmente, en algún momento que no sabré si es una hora del día o de la noche, habré culminado mi tarea y estarán todos en orden.

¿Qué dices, Alejandro? Te escucho mal, háblame más alto, sabes que estoy sorda y lo haces a propósito. ¿No quieres que te oiga? ¿De qué te ríes? ¿Quieres decirme que yo, como mis títulos, soy sólo una hoja arrebatada por el tiempo y que estoy buscando unos papeles que únicamente servirán para encender el fuego o limpiarme la mierda yo misma, porque las esclavas hace mucho que me han dejado sola? ¿Quieres decirme que es inútil que me agache y me doble el espinazo rastreando debajo de las camas, levantando las alfombras, hurgando en los resquicios de los escaparates y en las hendijas de los arcones, para encontrar la historia que he perdido? Pues, aun así, me quedaré peinando mis greñas ralas y blancas, aguzando mis ojos oscurecidos, temblándome las manos engurruñadas, a cuidar mi cadáver para que no se desmorone en polvo, encerrada en este cuchitril que es ahora mi cuarto y del que no saldré hasta que haya yo quedado a mi vez convertida en un fantasma de papel.

Ahora debo buscar mis títulos, los nuestros, los que confirmó mi padre en 1663, para componer mi historia. Pensarás que no los encuentro porque tengo los ojos gastados, es poca la luz que me llega. ¿Dónde están mis espejuelos? No sé dónde los he dejado. Quizás debería abrir las ventanas, no estoy muy segura si es de día o si es de noche, me muevo en una penumbra que no me deja saber si amanece o anochece, y lo mismo puedo dormir durante la claridad que en la oscuridad, con los ojos abiertos o cerrados, y tanto me da si escucho las campanadas del Angelus al mediodía como al atardecer, ya que los postigos están cerrados para impedir que me ciegue la luminosidad o me perjudique el sereno. Sólo veo los mismos rostros, los mismos cuerpos, los mismos nombres de mi memoria, los siento y los huelo, me acompañan, me acosan, no me dejan ni un momento quieta ni me permiten descansar. A veces creo que las sombras que me rodean esconden los papeles, conocen su lugar pero deliberadamente lo niegan para que yo siga eternamente buscándolos, pero no importa, triunfaré sobre ellas, tengo todo el tiempo del mundo para entregarme a la búsqueda de mis títulos. Levantaré hasta la última teja del techo y hasta la última baldosa del piso, desencuadernaré todas las puertas y desclavaré todas las ventanas, arrancaré todos los ladrillos y descolocaré todas las columnas, y si es necesario, destrozaré mi casa porque sé que en alguna parte se hallan y estoy dispuesta a que lluevan todos los siglos hasta que aparezcan. El tiempo ha dejado de interesarme, no me inquietan ya sus movimientos, porque he muerto hace mucho.

¿Y dónde estás tú, Juan del Rosario? Te has escondido para que yo no te vea ocultarme los papeles. ¿Has vuelto, no es verdad, a quitármelos? Porque tú sí sabes dónde están. ¿O me vas a negar que tú conoces mejor que yo los escondrijos de esta casa? ¿Acaso no naciste en ella o tengo ya mala memoria y no recuerdo que eres tú el niño que corretea atrás en el patio de la servidumbre? ¿No eres tú el que lleva el botijón de agua a la cocina? ¿El que se revuelca con los cochinos y persigue a las gallinas? ¿El que se recuesta a la sombra del guayabo a jugar al trompo con mis hijos? Eres tú y lo sabes muy bien, no me mientas, negro mentiroso. Dile que no me mienta, Alejandro, ¿no fue acaso tu hijo? Tengo muy presente a la madre de este niño que me obligaste a tener de paje, la veo, como si fuera ahora, ponerte las cataplasmas, servirte las tisanas y sobarte la descompostura de la mano que te torciste al caer del caballo, la oigo rezar por las noches el Padre Nuestro al revés para invocar a Mandinga, espío sus pasos en la cocina mientras las otras negras duermen, y dice allí sus ensalmes cuando prepara los bebedizos para amarrar voluntades. ¿Crees tú que no distinguía su voz cuando conversaba con las brujas? De nada me valió la Virgen de la Guía que tenía encaramada en el caballete del tejado para espantarlas. Desde los doce años la encerraba de noche bajo llave, porque desde esa edad le reconocí la malicia, y sin embargo se escapaba, encontraba la llave o Mandinga se la daba y abría la cerradura. Tenía bien calada a tu madre, Juan del Rosario, ¿crees tú que no sabía cómo desafiaba todas las leyes y disposiciones y se saltaba a la torera cualquier norma, sin importarle que les estuviera prohibido el paso de noche a las sirvientas? Parecía que esperara todo el año a que fueran carnavales o fiestas de San Juan, y poco le hacía que el obispo Escalona hubiera condenado las vivas y artificiosas expresiones de libertad en juegos y bailes, y lazos de ambos sexos, contactos de manos y acciones descompuestas y deshonestas, y cuando honestas, indispuestas, siempre peligrosas. Salía a mojar con betún y harina a los transeúntes, pero no eran los juegos de agua y pintura lo que le llamaba la atención, no, qué va, lo que apetecía eran los bailecitos y retozos y los juegos de escondite. Se burlaba bien de las recomendaciones del comisario del Santo Oficio que muy claro habían vetado las comedias y pandorgas, los fandangos y danzas, tanto en los despoblados como en los arrabales, y los paseos de imágenes de santos adornados y las supercherías en los velorios de los párvulos difuntos, donde todo eran solicitaciones deshonestas, adulterios, incestos, fornicaciones, desafíos, quimeras y otras consecuencias perniciosas. Pero ella, por más que la encerraba, no estaba sino pendiente de donde era el fandango y se la pasaba bailando y rocheleando.

Hijo de gato caza ratón. Te conozco a ti, Juan del Rosario, aunque te escondas por los rincones, te estoy viendo muy bien, aunque no veo ya casi nada, te huelo aunque estés lejos y te escucho claramente la voz, a pesar de la sordera que hacía a las esclavas reírse de mí y fingir hablarme cuando sólo musitaban remedos de palabras. Esa mancha blanca son tus dientes riéndose también. ¿Qué edad tienes ahora, Juan del Rosario? Yo te veo que has cumplido los quince, o quizás los veinte, y vuelves de Barlovento, a donde te mandó tu padre, siguiendo mi consejo porque yo misma le dije que no tenías habilidades de artesano y que aquí en la casa acabarías de doméstico sin oficio, y que te llevara a la hacienda, que con el tiempo serías un buen mayordomo. Vuelves y andas regando que tu amo don Alejandro, tu amo y padrino de bautismo, te dijo que en el valle de Curiepe había muchas tierras realengas y sin desbrozar y que ni él mismo conocía bien los límites de sus composiciones. ¿Es verdad eso, Alejandro, que tú le dijiste que se fuera con otros negros a desmontar el terreno y fundar una hacienda, y que el valle de Curiepe, después de tu muerte, quedaría para ellos? No lo creo, Alejandro, dime si tú le hiciste esa promesa. Estás muy equivocado, Juan del Rosario, si creíste en su palabra, patrañas y mentiras todo lo que alegaste en tus escritos. ¿Quién te podía creer esas fábulas? ¿La Audiencia de Santo Domingo? ¿La de Santa Fe? ¿El virrey? ¡Cómo será de alzado un negro que le escribe al rey!, ¿no tuviste esa osadía? Aquí está tu primer memorial suplicatorio de 1715, ¿quieres que te lo lea?

«...y por parecerles a los dichos suplicantes con el celo y fervor que les alienta de leales vasallos, y ser muchos los morenos libres que nos hallamos sin tener donde poblar, será de mucho reparo y freno para los enemigos, siendo servida Vuestra Majestad de darnos licencia para poner un pueblo en el sitio de la Sabana de Oro y puerto que es la ensenada de Higuerote...»

Aquí aparece tu nombre y tu título: Capitán de la Compañía de Morenos Libres del Batallón de Milicias de Caracas. ¿Quién te concedió ese título? Sólo a un loco y a un bárbaro como Cañas y Merino se le podía haber ocurrido. ¡Vaya gobernador que te serviste en mandarnos, Felipe Quinto! Un rufián con la cara partida en dos de algún golpe de alfanje que le dieron los moros en Orán. ¿Sabes cuál era, Felipe Quinto, el solaz de sus horas libres, por cierto muchas, porque poca atención le dispensaba al cabildo, en el odio e inquina que sentía por nosotros, los mantuanos? Pues no halló mejor diversión que amarrar cacerolas a las colas de los gatos y establecer carreras a caballo, para darles premios a quienes más gatos mataran a latigazos; y cuando no encontraba gatos arremetía con los pollos, enterrándolos y dejándoles sólo la cabeza a la vista, para después, montado y con la espada, irlos decapitando. Así se le pasaba el tiempo de gobernar los tantísimos problemas de la provincia de Venezuela, y luego, por las noches, calmaba sus rijosidades con las mulatas. Pero no te bastó con eso, bandolero, tuviste la audacia de llevarte por la fuerza a una niña de casa principal y ensuciarla para siempre en las riberas del Guaire. Se nos agotó la paciencia y lo devolvimos. Cañas y Merino, no supe más de ti, pero confio en que te hayan dado muerte en España o te hayas podrido en alguna cárcel. Pues ése fue, nada más y nada menos, quien le concedió a mi paje y mi liberto, Juan del Rosario Villegas, el título de Capitán de los Morenos Libres. Otra cosa muy distinta la razón y tino de don Alberto de Bertodano, que tendió un olímpico desprecio sobre ese ridículo memorial que pedía y pretendía fundarnos un pueblo en Curiepe, en las mismísimas narices de nuestra hacienda. ¿De cuándo acá los negros fundan pueblos? Tanto Alejandro como yo somos, ambos y por igual, bisnietos de don Francisco Maldonado de Almendáriz, hijodalgo de Villacastín, y nietos del conquistador y capitán don Pedro de Villegas, hijo de nada, pero fundador de varias ciudades en esta provincia, y hemos probado sobradamente nuestros servicios a la Corona y nuestra limpieza y mérito de sangre para que aun así tuviéramos que soportar la afrenta de ese gobernador contrabandista que fue Betancourt y Castro, a quien se le ocurrió la peregrina idea de darle a Juan del Rosario licencia para reconocer las tierras y confirmación del título de Fundador Real que le otorgó Cañas y Merino. ¿Reconocer qué y cómo? Espera a que encuentre los títulos, que de tanto guardarlos se me han perdido, pero estoy segura de poseerlos y puedo recitarlos de memoria. Decían así:

«Tengo y poseo unas tierras y valle nombrado Curiepe, que son dos leguas más arriba del Cabo de Codera en la ensenada que llaman de Higuerote.»

¿No es verdad, Alejandro, que así decían los títulos que le confirmó Porras y Toledo a mi padre? Te estoy viendo, Alejandro, cuando saliste con mi cuñado Francisco, para dirigirte al cabildo y llamar al despacho de Portales y Meneses, ¿no eras acaso alcalde ordinario?, y presentar un alegato en contra de ese negro alzado que no hacía otra cosa que enviar escritos a diestra y siniestra. ¿No tuvo la desvergüenza de escribirle directamente al rey? Pues cuánto menos era enviarle un nuevo memorial al virrey de Santa Fe. Muchas y bastantes veces te lo dije, Alejandro, que no confiaras en un virrey que demostró su insolencia al abusar de su poder y mandó a quitarte el privilegio de alcalde y te amenazó con prisión, multa y embargo si no aceptabas a ese leguleyo de Álvarez de Abreu, que de tanto derecho que sabía, no se le ocurrió otra cosa que darle nueva licencia a Juan del Rosario para que recogiera a cuanto negro arrochelado encontrase y se fueran a Curiepe a desmontar y desbrozar mis tierras. Todavía me parece escuchar sus voces y machetazos en el valle, sostenidos y amparados en que el virrey había leído su memorial y erguidos en la idea de que Portales tenía que poner en ejecución el despacho. Y allí se quedaron mientras Portales resolvía sus dudas, unas veces con nosotros, otras en contra. Se creía Portales que podía desconocer al cabildo así como así, qué equivocado, como era necesario que fuera preso, preso lo pusimos hasta que entrara en razón, y cuando fue entrando en ella, no le quedó más remedio que quitarle a Juan del Rosario ese desatinado reconocimiento para celar el contrabando.

No los encuentro, reviso y vacío las gavetas, me agacho debajo de las camas, levanto las alfombras y no veo los títulos de composición, pero estaban, claro que estaban. Te veo muy bien, Alejandro, el día que saliste con ellos a presentárselos de una vez por todas a Portales, a convencerlo de que debía dar orden de lanzamiento al capitán Juan Joseph de Espinosa para que acabara de demoler el pueblo y se trasladaran los negros a Caracas. Mentiroso, Juan del Rosario, te hiciste el loco y dijiste que estabas enfermo para no reconocer el auto, pero sé muy bien que te escondieron tus secuaces, y por debajo de las órdenes le dijiste a tus negros que acataran pero no cumpliesen, que a la larga ellos ganarían el pleito porque tú ibas a seguir escribiendo. Y después que te llegaron reales cédulas, te sentiste hinchado de orgullo y a punto de creer que nos habías ganado la partida. Cédulas del rey a tu nombre, ¡dígame eso!, sólo te faltaba pasearte por Caracas con paraguas y bastón para creerte blanco. Pero mientras tanto los soldados de Espinosa cumplieron bien su misión y ardió el pueblo, las dieciséis casas se quemaron y cayeron en pedazos sobre las dos calles. Hasta iglesia habías levantado, pues en tea se convirtió la choza de bahareque y palma con cruz de palo, que encomendaste a la Virgen de Altagracia y a San José y San Juan. Negro mentiroso, ¿te iba a creer yo, que te conocí desde niño, a ti y a tu madre, que tenías fe en la Virgen y en los santos? Esa patraña sólo podía servir para convencer a sus Católicas Majestades de que tú y los otros negros estaban devotamente esperando las visitas del párroco de Capaya, pero ahí quedó, en cenizas, y terco como eras, le enviaste una nueva petición al gobernador, esta vez con auto de procurador, diciendo que los alcaldes desobedecían a las Audiencias, al virrey y al mismo rey; y como bastó y sobró que los soldados de Espinosa abandonaran el lugar para que tus negros limpiaran los escombros y volvieran a alzar las casas, tuve que escribir otro alegato:

«Y no obstante no han desistido y separádose, antes sí, volviendo a reedificar lo que se demolió, se hallan contumaces con inobediencia notoria, rebeldía y desacato, con que como sublevados proceden sin respeto ni veneración alguna.»

¿Lo recuerdas? Lo tengo a mano, se han borrado algunas líneas o la falta de luz me impide leerlas de corrido, pero escúchame, aquí dice:

«de la pretensión violenta del negro Juan del Rosario, mi paje y liberto de mi parte, quiso el sobredicho negro poblarse con algunos de su color, en mis propios predios. Para ello pidieron al Virrey les concediera el sitio de la Sabana de Oro, dos leguas distantes del valle de Curiepe, y cuando se pidió informe a este Gobierno, los negros se propasaron de hecho y contra derecho, sin nombrar ni haber nombrado el dicho valle de Curiepe, de donde más se verifica el despojo predicho, lo que indica su siniestra malicia.»

Aquí más adelante vienen varios párrafos que no logro descifrar, pero me imagino que estaría explicando la insensatez de asentar, en un lugar tan distante de la vigilancia de las autoridades, un pueblo de negros de tan poca confianza, y termino pidiendo orden de corrección y captura, en castigo por no haber obedecido al auto de lanzamiento, porque después de la quema ahí se quedaron las sesenta y seis personas, ¿sesenta y seis eran, no es verdad, Juan del Rosario?, que las tengo muy contadas de la matrícula del párroco de Capaya, a quien mandaste a sacar de mala manera, pensando que venía de parte mía. Pues no era así, fue cumpliendo su deber, y además, ¿no te la pasabas llorando que no tenías iglesia y pomposamente bautizaste el caserío con el nombre de Nuestra Señora de Altagracia y San Joseph de la Nueva Sevilla de Curiepe? Capitán Poblador, eso es lo que querías ser, pero ya viste cómo Portales te quitó el nombramiento en cuanto vino agachadito de su prisión en Santa Fe, de la que no lo salvaron los gritos de ese santurrón del obispo Escalona, que encima nos tenía obligados a poner nichos de santos en cada esquina y a rezar el rosario a cualquier hora, empeñado como estaba en que la ciudad fuera convento.

¿Ese Portales fue el que se disfrazó de fraile para refugiarse de la ira del cabildo? ¡Ah no!, era Lope Carrillo. Fueron tantos los gobernadores que conocimos que es difícil llevar la seguidilla. ¿Te acuerdas de Lope Carrillo, Alejandro, o ya te habías muerto? En vez de ocuparse de los problemas que nos afligían, este tal don Lope, quien por cierto estuvo esperando más años que nadie la futura del cargo, en lo que tocó tierra, cuadró pleito con todo el mundo. Vaya usted a saber por qué se le atravesó entre ceja y ceja que los canónigos no podían usar quitasoles rojos o verdes para resguardarse de los ardores del sol, ni llevar caudatarios con sobrepellices y bonetes para alzarles las colas y así protegerlas de las inmundicias de la calle, cuando había procesión. Pero aquí a los canónigos les molesta mucho el sol o son de mal carácter, de modo que el Domingo de Ramos se armó un bochinche y la gente salía a la calle más por los gritos que por los santos; intervino la guardia y dispersaron a los eclesiásticos, que no se quedaron con ésa, hasta que le formaron expediente y tuvo que salir vestido de monje a La Guaira y sin que nadie le llevara la cola.

¿De qué te estaba hablando, Juan del Rosario?, se me va el hilo, perdida como estoy entre los memoriales. ¿Cuántos escribimos? Uno tú, uno yo, otro tú, otro yo. No hubo instancia que dejáramos quieta, nos escucharon los alcaldes del cabildo, los gobernadores, la Audiencia de Santa Fe, la Audiencia de Santo Domingo, el virrey del Nuevo Reino de Granada, y luego, como la culebra se mata por la cabeza, nos fuimos al Consejo de Indias y al mismísimo rey. Te eché mucho de menos cuando te moriste, tu terquedad y tu desafío eran la medida de mi orgullo. ¿Qué te pasa que no me contestas, por qué no oigo tu vozarrón en el patio? En la soledad en que me encuentro me parece verte jugando por los corredores con mis hijos y me parece oírme, llamándote, mezclando en mi boca tu nombre con los suyos, para que vengas a tomar el chocolate de la merienda. Esos gritos que da Nicolás son porque te caíste de lo alto del muro, tratando de alcanzar un nido de pájaros, y soy yo la mujer que te limpia la herida y lleva al patio de la servidumbre cataplasmas de sal de higuera para bajarte la hinchazón. Sí, mi paje y mi liberto, deberías recordar los días de tu infancia, cuando temblabas de fiebre en unas viruelas y mandé a traer al médico porque temí por tu vida; y deberías recordar cuando le dije a tu padre, ¿no fuiste acaso su padre, Alejandro?, que no te vendiera porque Alejandrito y Nicolás se divertían contigo. Sí, mi paje y mi liberto, recordarás también que cuando te manumití hasta tu padre me reclamó el disparate, que eras un buen mozo, dijo, y que valías no menos de trescientos pesos. Sí, mi paje y mi liberto, deberías recordar el día en que naciste y recogí en una sábana tu pedazo de carne sucia de sangre y excrementos, y rodeándote con ella, te lavé, te mostré delante de todo el mundo y te escogí el nombre. ¡Y así me pagaste, negro alzado! diciendo que las tierras eran tuyas. ¿Tuyas de qué y de cuándo? No tienes nada, me oyes, nada que yo no te haya dado. Nada que no provenga de mi generosidad y mi poder, negro andrajoso, desnudo te cargué en mis brazos el día que naciste y hubiera podido ahogarte en el pozo de mi casa, sin remordimiento ni castigo; hasta me debes la madre, que negra más floja y falta de respeto no tuve nunca y más de una vez quise venderla y salir de ella, y no lo hice por lástima de ti, por no dejarte huérfano, y consentí en la casucha que Alejandro quiso regalarle, más allá de la quebrada del Anauco, para que tuvieras donde vivir cuando te fueras de mi casa, ¿pero que te ufanaras de tu padre, que le gritaras al mundo que esas tierras eran tuyas y que él te las daba porque ésa era tu herencia?, eso, Juan del Rosario, no lo pude soportar. ¿Dueño de mi patrimonio?, ¿de tierras de merced?, ¿nieto de conquistadores?, ¿sembrador de pueblos? Si tú me hubieras rogado que te regalara un pedazo de mi hacienda, te lo hubiera dado, como te vestí con la ropa de mis hijos, como te enseñé a leer y a escribir con sus maestros, como te dejé esconderte entre mis sayas cuando llorabas por la noche, confundido de miedo a los fantasmas, pero ¿alzado con unos papeles y esgrimiéndote en Fundador Real? No, así no es la cosa, mi paje y mi liberto, así me obligaste a demostrar quién ronca más fuerte y lograste enfurecerme por siglos. Así me consagré a querellarme contigo. ¿Te acuerdas de este escrito? Es la Real Provisión Compulsoria de la Real Audiencia de Santo Domingo de 1726. El procurador alega en tu favor que, de todo este pleito, es el más ofendido Su Majestad, porque el pueblo de Curiepe es de gran utilidad para la Corona, servirá de defensa contra los piratas ingleses y será bastión para frenar el contrabando de los holandeses de Curazao, y sobre todo, refugio para tantos fieles vasallos que andan buscando la doctrina cristiana, porque parece ser que los negros de Curazao, los que llaman loangos, se vienen a estas costas porque quieren ser cristianos. Eso lo porfié en mi alegato: que de dónde me iban a decir a mí que esos negros, que ni siquiera habían nacido aquí, eran fieles vasallos; se escapaban a Barlovento porque los españoles les dábamos mejor trato, y además tengo muy clara la composición de tu gente y conozco por sus nombres quiénes eran criollos y quiénes negros de mala entrada. Tú mismo pagaste las consecuencias de haberte aliado con ellos porque no sólo quisieron desplazar a los criollos, que fueron los que iniciaron este pleito, sino que hasta te quitaron unas tierritas que le dejaste a tu única hija. Pues sí, en esta provisión la Audiencia de Santo Domingo pide que se le remitan los autos, que se mantengan los negros en su vecindad y que se multe a Portales por su mal comportamiento de haber quemado el pueblo. Mira, Portales, acertaste al embarcarte para España y en hacerlo precipitadamente, que no te fue muy bien por estas tierras. Además, cuando llegó esa Real Provisión, que lo supe enseguida, no me daban traslado, con perjuicio para mí, porque no ibas a pensar, Juan del Rosario, que yo me iba a quedar sin procurador para contestar a la Audiencia. Esperé dos años, y cuando llegó la sentencia, aquí la tengo, de 1728, pedí revisión de la misma. ¿Sabes qué me contestaron en Santo Domingo los oidores y fiscales?, que me devolvieron ciento diecisiete pesos y medio para pagarme las composiciones porque el valle de Curiepe nunca fue confirmado ni poblado. ¡Ciento diecisiete pesos y medio! ¿Con esa cantidad me querías arreglar, Felipe Quinto? ¿Pensabas que era blanca de orilla y vendía aceite en una pulpería? Estabas muy equivocado, mi rey y mi señor, si creíste que este pleito era de los que se terminan con ciento diecisiete pesos y medio. Pedí que revisaran de nuevo la sentencia y seguí esperando; yo no me podía quedar con ésas, Juan del Rosario, tú lo sabes muy bien porque me conoces. ¿No te crié yo en mi casa y no fuiste mi paje? Esa zoquetada de que me pagaran las composiciones, con la que me mandó a contentar la Real Audiencia, no colmaba ni mucho menos mi medida, así que a los reales oidores les dije que no habían oído bien y como, por lo visto, era necesario que gritara más alto, recurrí al Consejo de Indias y entablé pleito en la Sala de Justicia. ¿Que era cosa de esperar? Pues a esperar, y en 1731, mírala aquí, me llegó una Real Cédula como es debido, autorizándome a un nuevo auto de lanzamiento. Ay, pero entonces me di de narices con García de la Torre, que ya era bastante enemigo nuestro y en cuanto le dieron bastón de mando corrió a defender a la Compañía Guipuzcoana. ¿Cuántos doblones te pasaban al año para que establecieras ese monopolio? Unos decían que mil, otros que dos mil. También tú, García de la Torre, me mandaste a esperar; que estabas muy afanado con la rebelión de los zambos de Andresote en Yaracuy, te excusaste, para estarte ocupando de mi auto de lanzamiento. Pues bien, yo espero, te contesté entonces. Y mi espera fue para ti de mal agüero porque, mira por donde, te acusaron de contrabando y te mandaron a Lardizábal como juez pesquisidor. Te pusiste en la cabeza todas las cartas reales y juraste obedecer a tu rey y a tu señor, pero estabas perdido, García de la Torre. Otro que vistió de monje y se escondió en un convento hasta encontrar goleta que lo devolviera a España. Y tú, Lardizábal, mira que te lo dije, que esos negros tú no los conoces, que una cosa es quitarle el mando a un gobernador y otra arreglártelas con esta gente. Cuando entraste con tus hombres se fueron, haciéndote creer que estaban asustados porque se acordaban de cuando Portales les quemó las casas, pero no creas en ellos. Te lo dije y no me pusiste atención, sólo la tontería que se te ocurrió para tranquilizarlos: que les pagara las bienhechurías y dejara escritura de fianza, a lo que no hice ningún caso. Y mientras tanto, allí se quedaron en los alrededores, sembrando conucos y esperando a que me distrajera para encontrar mejor ocasión y volver. Años de tregua en los que yo dejé pasar el tiempo.

Contenido
Primera parte 1715-1835
Doña Inés entre memoriales (1715-1732)
Réquiem
La siesta colonial (1743-1766)
Una audiencia de Carlos III
Si vosotros no me queréis (1789-1810)
Crónica de guerra (1810-1814)
Lamento a la destrucción de Caracas
A la sombra del cacao (1814-1834)
Segunda parte 1846-1935
Doña Inés entre liberales (1846-1899)
Epitafio al general Joaquín Crespo
La Venus de San Juan (1900-1905)
Dominguito encuentra otro general (1905-1929)
León Bendelac descubre América (1926-1935)
Tercera parte 1935-1985
Doña Inés nostálgica
El regalo de don Heliodoro
La memoria de Ernestino
Nuevos memoriales
Fin de un litigio
Créditos

Doña Inés entre liberales (1846-1899)

Inventaron el liberalismo, Alejandro, lo inventó un señor que se llamó Antonio Leocadio Guzmán, hijo de un sargento de granaderos de la reina, que dio en casarse con una prima del general Bolívar. Y es que el mundo ya no es el mundo y han ocurrido tantos cambios que ya no lo entiendo. Ahora a nosotros nos llaman oligarcas y ellos a sí mismos se llaman liberales. ¿Que cuál es la diferencia? No lo sé, Alejandro, no tengo luces para entenderlo, sabes que soy una mujer sin letras que únicamente aprendió a leer y a garabatear unos palotes desmañados; todos mis escritos fueron obra de escribanos y nunca tuve en mis manos más de dos o tres libros de la biblioteca de mi padre: un vocabulario de Nebrija, las Excelencias y Muerte del Glorioso Patriarca San José, un tomo de un tal Cristóbal Lozano sobre las Soledades de la Vida y Desengaños del Mundo, y pare usted de contar. No era mi misión entender la política de los hombres, sino vigilar el trabajo de mis esclavos, cuidar de mis diez hijos, perpetuar mi especie y arraigarla en esta provincia, conservar mi patrimonio, velar por mis legitimidades y defender mi limpieza de sangre; entonces ¿cómo vas a venir a preguntarme quiénes son los liberales? Puedo decirte que no han hecho otra cosa que inventar promesas y en eso han en mucho aventajado a otros que las hicieron primero. Porque esta tierra, Alejandro, ha sido la invención de una promesa. Y tú también eres culpable, tú le prometiste a Juan del Rosario, tu hijo mal habido, unas tierras que te sobraban porque estaban yermas y sin desbrozar, y ya sabes los años de tinta y litigio que me costó demostrar la vanidad de esa promesa. Heredaste la costumbre de prometer que sembraron nuestros abuelos, otros prometidos, que vinieron a llenarse de gloria y de oro, y encontraron una tierra malojera y endiablada. Durante la guerra esto fue una piñata de promesas, y después no hubo quien no se sintiera merecedor de alguna y viniera a recogerla entre los escombros, y ¿qué fue lo que hallaron? Más promesas. En estos años, después que el general Bolívar se fue a Colombia, enfermo y más triste que un ciprés, porque no había manera de gobernar en este fandango, han llovido los gritos libertarios, las consignas, pronunciamientos, asonadas, insurrecciones, alzamientos y alborotos y lo ocurrido se me presenta como una agitación indescifrable. Han llovido también libros, panfletos, gacetas y periódicos y he buscado en ellos lo que la gente de estudios pueda ofrecerme a mí, una mujer ignorante, como explicación a este bochinche, pero ni en los Apuntes para la verdadera historia de la revolución de Marzo de 1858, ni en los artículos de opinión de El sol de la justicia o El eco del pueblo, por citarte algunos, he encontrado nada, y hasta intenté comprender la Memoria que presenta la reunión liberal de Caracas a todos los hombres y círculos liberales de Venezuela, y tampoco. He visto alzarse a todo aquél que tuviera más de diez peones a su mando, y levantarse, declinar y morir a una larga lista de generales cuyos nombres me sería imposible recordar. He visto luchar a los fantasmas de los terratenientes, unos muertos por el gobierno y otros por la oposición, a los antiguos esclavos agrupados en guerrillas para matar a los propietarios, a los propietarios reclutando antiguos esclavos para matar a otros propietarios, a los antiguos esclavos investidos como jefes de ejércitos vagantes y ascendidos a coroneles, a los caudillos populares levantando campesinos sin tierra para matar terratenientes y a los campesinos, convertidos en terratenientes, nombrándose generales para matar a los caudillos populares. He visto incendiar pueblos, iglesias y sabanas, envenenar el agua del ganado, derribar estatuas, morir de cólera y paludismo, dar vivas a los generales y pedir luego su cabeza, alternarse los nombres de conservadores y federales en septenios, quinquenios, bienios, aclamaciones y deposiciones, alzar monumentos y reventarlos, insurgir revoluciones legalistas, continuistas, legitimistas, reivindicadoras, libertadoras y restauradoras, azules, amarillas y de todos los colores, y te repito, no he entendido nada. Sólo que abolieron la esclavitud, cuando ya no había esclavos sujetados, porque a esa promesa de la guerra le fueron dando largas hasta mediar el siglo.

¿Que a cuánto se está vendiendo el cacao? Insensato, te estoy tratando de explicar que el país se deshace en la anarquía y tú te despiertas preguntando esa necedad. Cuando José Manuel Blanco, el marido de nuestra bisnieta Isabel, volvió a Curiepe a reasentar la hacienda, pensé que las aguas volverían a su cauce, y ¿de qué me sirve ahora el documento que atestigua la legitimidad de sus derechos en la propiedad de la hacienda? Más papel para limpiarme la mierda, más hojas para espantar a las ratas, más manuscritos para cubrirme los huesos y rellenar mis harapos malolientes. Copia, escribano, en 1834 el tribunal dicta:

«habiendo ocurrido Don José Manuel Blanco Urbina, esposo legítimo de Doña Isabel Martínez Madriz, ha presentado pruebas de que la dicha Isabel Martínez es hija legítima de Francisco Martínez de Villegas, difunto, antes propietario de la hacienda La Trinidad, sita en la vecindad de Curiepe y se hace constar en documento de registro que le pertenece de plena propiedad, por ser su única heredera.»

¿Ves, Juan del Rosario?, volvieron a darme la razón, se echaron de nuevo las fundaciones, se resembraron las matas, y cuando empezaban a crecer, entonces, Alejandro, el viento liberal pasó huracanado por mis tierras y se desparramaron por el aire las hojas de cacao. Otra vez quemaron la hacienda, ¿me oyes?, otra vez ardieron sus árboles y destrozaron sus sembrados. ¿Que por qué no llamé al gobernador para que enviara algún teniente a hacer justicia? Pero qué terco eres, ¿te crees que estamos todavía en los tiempos de Portales y Meneses, cuando no era más que cruzar la calle, ponerte el tricornio, y llamar a la puerta del cabildo? ¿No te estoy diciendo que no hay gobernadores que manden, ni tenientes que oigan órdenes ni esclavos que obedezcan? Ni hay tampoco tribunales que lean mis memoriales, la justicia se hace por la propia mano y yo no tengo manos.

¿Tú no has oído hablar de Ezequiel Zamora, un pulpero de Villa de Cura, catire por más señas, y de su gente que nos tiene amenazados con venirse hasta Caracas, a matar a todos los blancos, todos los ricos y todos los que sepan leer? ¿Tú no has escuchado su grito de Tierras y Hombres Libres? Pues es raro, porque en 1846 su voz levantó en pie a media república, y como un río salido de su cauce, se desparramaron miles de peones, esclavos, manumisos, arrendatarios y toda suerte de desafortunados, y desde los llanos avanzaron sumándose gente en cada pueblo, en cada caserío, a lo largo y a lo ancho del país, y constituyendo no uno sino cientos de ejércitos vagantes. Un puñado de ellos, un brazo de hombres armados de lanzas, machetes, tercerolas y chícoras, buscó el litoral, metiéndose por las montañas de Capaya, y dieron con mi hacienda. ¡Cómo no iban a encontrarla, si estaban al mando del antiguo esclavo Ceferino! ¡Cómo no iba Ceferino a atinar con la trocha de mi hacienda, si había nacido en ella, si todavía tenía en el tobillo la huella del cepo que le aplicaba Julián Cayetano! Venía a recoger su promesa de que algún día él vería a Julián Cayetano a sus pies. Yo lo comprendo, Alejandro, porque yo también sé almacenar el odio, yo también sé esperar; puedo ver a Ceferino guardándose para ese día nefasto de 1846, cuando la insurrección antiesclavista que insufló la prédica necia y retórica del chupatintas de Antonio Leocadio le permitió llegar hasta la tierra donde había nacido, husmear las arboladas que algún día sembró, ventear la suavidad de su aire, escuchar de lejos los cantos de los negros por las noches, aspirar el olor de la sangre de Julián Cayetano y enterrar en él su venganza.

A los gritos de la servidumbre que intentaba guarecerse, salió Julián Cayetano desprevenido, y se derrumbó allí mismo frente al corredor de la casa de la hacienda. Allí quedó su rostro ensangrentado de un machetazo partiéndole la frente, en una nube empapada y roja que le cubrió la camisa abierta y los calzones, mientras rodaba su cuerpo desplomado, el machete caído de la mano, ante la mirada de doce años de su hijo, Andrés Cayetano, y el sollozo interminable de su mujer, el aullido de la antigua esclava Juana Solórzano, que se abalanzó sobre su cuerpo inerte, intentando recoger con unos trapos la sangre que se vaciaba. Y minutos después, José Manuel Blanco fue derribado inerme de un lanzazo. Entonces, los hombres que seguían a Ceferino arrojaron teas a la casa, descuartizaron los muebles, hicieron volar por los aires los papeles que se guardaban en el escritorio y la ropa desbordada de los escaparates; se clavaron en el suelo los añicos de los espejos y se prendieron la cocina, los cucharones, las ollas, el fogón, los instrumentos de labranza, los ladrillos del piso, las maderas del corredor, las tejas del techo, las paredes de tapia, los tinajeros, la piedra de amolar y todo formó una pira que continuó ardiendo mucho después de que los asaltantes se hubieran perdido de nuevo en el monte. Las mujeres que se habían escondido, temblando arrodilladas, y los peones sobrevivientes ayudaron a recoger los cadáveres, y allí mismo, a pocos pasos de lo que fue casa de la hacienda, enterraron los cuerpos de José Manuel Blanco y de Julián Cayetano.

¿Te quedas en silencio? ¿No tienes nada que decirme? ¿Y tú, Juan del Rosario, te reirás ahora? ¿No entiendes por qué los negros matan a los negros? Porque es demasiado odio contenido para saber adónde va y de dónde viene. Piensas que me ha llegado el momento de callar, y que yo debo también quemar mis papeles y mi voz porque ya no hay razones para que siga buscando mis títulos de composición. Pues no es así, yo debo permanecer aquí, escondida en el cuchitril que es ahora mi cuarto, cubiertos mis huesos descarnados con los harapos que restan de lo que fueron mis sábanas de hilo, para acompañar a mi bisnieta Isabel y ver el día en que se presentó en Caracas Juana Solórzano, toda vestida de negro, negros sus fustanes y su camisa, negro el pañuelo amarrado en la cabeza, de la mano de su hijo de doce años, a darle noticias a Isabel de que sus cenizas se habían enterrado juntas y de que la hacienda estaba abandonada porque los peones que se salvaron habían cogido el monte. Debo seguir hablando para que sepas cómo remató la mitad de mi casa de cuatro ventanas, cómo recogió a sus hijas para preparar tortas y dulces y venderlos a la caridad pública, y cómo buscó un marido para ellas y un tutor para su hijo José Francisco, que estaba recién nacido. Debo acompañarla hasta la muerte en su destino de viuda pobre, solitaria, consumida, ella que fue una niña que resucitó de entre los muertos. Debo verla, acompañada de Daría, ir al mercado a regatear el precio de las verduras, y sentarse las dos por las tardes, al fresco del patio, a remendar la ropa, mientras su hija mayor da clases de piano a otras niñas más favorecidas. No creas que me asusta su miseria, Alejandro, ni tampoco que me humilla, ésta es una ciudad de pobres, y a cincuenta años del terremoto de 1812 todavía no se han recogido sus escombros, sus noches son oscuras y los escasos coches salpican el fango cuando llueve, pero tampoco creas que me olvido de que tengo y poseo unas tierras que distan dos leguas del Cabo Codera, en la ensenada de Higuerote; seguir esperando no es para mí otra cosa que mi oficio.

Y ahora dictaré la historia de Andrés Cayetano, la vida de un pequeño cosechero de cacao que se quedó en Curiepe, con su madre, Juana Solórzano, a cultivar las diez fanegadas de árboles que mi nieto Francisco le prometió a su padre en pago de sus trabajos cuando era su mayordomo. Escúchala bien, Alejandro, porque no es una historia que te sea indiferente. Comenzaré a relatarla en 1859, en un invierno que trajo una crecida del río que fue por mucho tiempo recordada.

Cuando Andrés Cayetano le dio una patada a la puerta de la iglesia, los chivos acurrucados debajo del altar dieron un brinco, un cochino resopló, y el borracho que se había refugiado de la inundación y dormía sobre el altar siguió roncando. Se acercó saltando los pozos de agua y con el pie alpargatudo barrió los excrementos que habían dejado los chivos. Esto es monte y culebra, pensó. En el interior de la iglesia flotaban las sillas y los pocos bancos que había, el barro llegaba hasta los nichos de la Virgen de Altagracia y San José. Entró en la sacristía con el agua por las rodillas, sacó del armario los candeleros, la cruz de procesiones, una capa de oro y plata de fleco fino y unas varas de raso de seda para las casullas completamente mojadas. Esto es puro barro, pensó otra vez. Vio salir de la iglesia a su padre con túnica morada y cirio de procesión de Hermano Mayor de la cofradía, y detrás la mesa en la que los cargadores transportaban la imagen de Jesús en el Huerto de los Olivos, vio la procesión marchar lentamente y pararse en la primera esquina, los músicos tocando y el paso avanzando, deteniéndose en cada recodo hasta recorrer todo el pueblo. Lo vio guardar las imágenes, bailar y recitar décimas, beber y cantar hasta caer vencido de sueño, lo escuchó hablar y decirle, tienes más de diez mil árboles, cuando yo me muera ahí tienes la haciendilla, ya tu mamá está vieja y sólo naciste tú, defiende esa tierra que me costó toda la vida para tenerla. Son más de diez mil árboles, Andrés Cayetano, míralos como si fueran tus hijos, aprende a reconocerlos, a pasarles la mano, hasta que tú sepas decir, este árbol es mío. Esto es pura ruina, pensó una vez más.

Había llovido durante una semana sin parar, arreciando, medio escampando, volviendo a desaguarse el cielo. El pueblo era un fantasma de barro, una mancha oscura en medio del monte y los hombres enlodados luchaban con los destrozos de la corriente. Cuando el río creció se desbordó la quebrada y anegó a su paso lo que encontraba, entrando allí donde hubiera una hondonada y dejando lagunas por todas partes. Arrastró consigo palos, tierra, piedras, pedazos de casas, animales, niños. Durante dos días estuvo junto a los otros vadeando el río en busca de los cuerpos de sus hijos, algunos cadáveres aparecieron, los suyos no. Andrés Cayetano salió de la iglesia, volvió a su casa con las manos vacías y le dijo a su mujer: «Nada». Se remangó los pantalones empapados y la mujer lo vio hacer, lo vio sacar dos pantalones limpios y unos interiores de liencillo, lo vio sacar tres camisas y unas botas, lo vio amarrarse el machete a la cintura y limpiar el trabuco, y no dijo una palabra. De una gaveta del escaparate de cedro de su padre sacó unas monedas, las contó y depositó la mitad en la falda de la mujer. Salió y le echó una cobija al caballo. Su madre, Juana Solórzano, escuchó el relincho del animal y se acercó a la puerta. «Tu papá las sembró muchas veces, las matas se pueden sembrar después del invierno». Ajustó a la grupa el trabuco y dijo: «Yo no las siembro más nunca, ve si puedes sacarles unas misas», y desde el caballo gritó: «¡Guárdenme los corotos de mi papá, el escaparate y los platos!».

Hincó las rodillas y marchó al pasitrote, hundiéndose en una polvareda de días, matando pájaros y lapas para comer, durmiendo noches a la intemperie, atravesando las llanuras, escondiéndose de las montoneras cuando escuchaba retumbar gritos y disparos. Por cada pueblo que pasaba era lo mismo, algún caudillo se había alzado y levantaba hombres para seguirlo, era el año 1859 y los federales habían entrado en guerra con los conservadores. Toda la tierra le parecía igualmente inhóspita y llevaba más de quince días, desde que salió de Curiepe, siguiendo caminos sin rumbo preciso.

A lo lejos divisó unas casas y dirigió allí al animal acuciado por la sed; era un poblachón perdido en la llanura; en la plaza de tierra reseca había un solo comercio abierto y un enorme samán que proporcionaba la única sombra. Entró en la pulpería y pidió un vaso de aguardiente al niño que atendía a los escasos parroquianos. Supo así que era el hijo de la lavandera del hato, que vivía con el caporal, y que al dueño lo habían matado no hacía mucho unos alzados. Y así se presentó ante la viuda doña Amparo Tejera de la Mota, y ésta le preguntó si sabía algo de vaquerías y él había contestado que no, si tenía experiencia en la compraventa de ganado y él había contestado que no, si lo conocían o tenía familia en los llanos y él había contestado que no, si estaba dispuesto a ayudar al administrador en las cuentas del aparte del ganado, pagarle el jornal a los peones y llevar la venta del queso, y él había contestado que sí. Entonces la viuda Amparo Tejera de la Mota le leyó un contrato que ella misma escribió, donde se señalaba el porcentaje de ganancia, que sería el ganado al quinto, y le pidió que lo firmara, y cuando estampó Andrés CayetanoSánchez