Prólogo

Oviedo, 11 de octubre de 1934.

Empeñarse en vivir o empeñarse en morir. En eso consiste la vida.

Una hora, la de nuestra muerte, que nos es desconocida. ¿Cómo enfrentarse a ella? Todo depende del ánimo con el que se afronte su cercanía, de la valentía de cada cual, de los miedos, e incluso de la educación recibida.

La protagonista de las siguientes líneas sentía el aliento de la muerte. Algo tan lejano para ella, y más a su edad, pero la parca no hace distingos. Tiene sus reglas, se guía por ellas. ¿Qué hacer ante eso? Ella rezaba. Y no creía en Dios, pero lo hacía con voz temblorosa y lágrimas en los ojos. Postrada de rodillas junto a la cama, rezaba:

—Padre nuestro… Que estás en el cielo…

«¡Si me viera mi padre…!», caviló interrumpiendo así la plegaria. Sí, estaba rezando. Ni siquiera recordaba la última vez que lo había hecho, y a duras penas la oración misma. Su padre la hubiera abroncado, o incluso algo peor, le hubiera cruzado la cara. Con esa mano derecha que tenía, de dedos gordos y largos. ¡Plas, plas! «¡Eso, por rezar!». Pero su padre no estaba allí para protegerla, ni tampoco su madre. Ella, en el fondo, la hubiera perdonado. «Al final, hija mía, quieras o no, Dios siempre queda», solía decirle cuando su padre no estaba delante. Dios. Del que había renegado por obligación, primero, y después por convicción; el único asidero al que ahora se podía agarrar. Por eso le rezaba.

—Venga a nosotros tu reino… Y hágase tu voluntad…

En ese trance Dios era toda su esperanza. En la tierra lo era la cómoda con la que había atrancado la puerta de la pequeña habitación en la que encontró refugio. La puerta era una de las dos salidas existentes. La otra era una ventana mediana que daba a un patio interior. Suficiente, no obstante, para su cuerpo menudo. Dos pisos de altura. Se trataba de elegir la manera más rápida. Llegado el momento, en su muerte mandaría ella y no el hombre que la perseguía.

—Bendita tú eres, entre todas las mujeres, y bendito…

Iba a mentar el fruto del vientre de la Virgen María cuando un golpe seco estremeció la puerta. Al que siguió un segundo, un tercero, y varios trompazos más. Lo siguiente que escuchó fue una voz. Su tono no invitaba al optimismo:

—¡Abre la puerta, zorra!

Se repitieron los porrazos. Lo mismo daba que fueran patadas o puñetazos. A fin de cuentas, quien los propinaba tenía claro el camino para entrar en la habitación. Sabía que ella no le abriría la puerta con educación, ni tampoco le esperaría con los brazos abiertos. Por eso volvió a dejar claras sus intenciones. Redoblaba su ímpetu con manos y pies; con la boca la amenazaba:

—¡Que abras, puta! ¡Cuanto más te resistas, peor para ti!

—¡Gloria al padre, gloria al hijo, gloria al Espíritu Santo…! —retomó la oración con lágrimas resbalando por sus mejillas.

Cada palabra sonaba más alta que la anterior. «¡Si estás ahí, escúchame!», parecía decirle. Pero Dios no estaba por la labor de hacerlo. O puede que su padre tuviera razón y realmente no existiera; que ese ser misericordioso y lleno de bondad no fuese más que un invento de curas y monjas. Lo que terminó de corroborar ese pensamiento fue un pedazo de madera que cayó junto a sus pies.

—¡Te lo advertí!

Ya no le quedaba duda alguna: Dios la había olvidado.

La puerta cedió. Primero apareció una mano fuerte que se hizo sitio en el agujero abierto; después la otra, que se unió en la tarea de ensancharlo. A continuación, el pie izquierdo con el mismo afán, pero en la parte inferior. Los rezos dieron paso a los lloros, la angustia al miedo, y la búsqueda de Dios…

—¡Ya eres mía, zorra!

Un joven alto, huesudo y de mirada salvaje tardó en entrar en la habitación lo que en apartar la cómoda que le obstaculizaba el paso. Era el mismo que se había fijado en ella en el portal de la casa, donde había entrado junto a otros soldados que asolaban la calle matando a todos los que encontraban en su camino. Al verla tan desvalida, sonrió. Era la suya una sonrisa siniestra, vencedora, nada distinta a la de otros tantos que, como él, ya habían convertido Oviedo en una orgía de sangre y muerte. Semejante castigo había sufrido Gijón cuatro días antes. Allí desembarcaron las tropas del general Yagüe para poner fin a la rebelión que se había adueñado de Asturias. Eso respondió el presidente del Gobierno, Alejandro Lerroux, a las exigencias de autogobierno de los obreros asturianos. Una tierra libre y sin ataduras, sin ricos ni pobres; lo más parecido a la madre Rusia, cuyos ecos revolucionarios corrían de fábrica en fábrica, de campo en campo. Gijón claudicó, y los que pudieron la abandonaron antes de caer en manos de los regulares y africanos del general Yagüe. Las mujeres, cargadas con sus hijos, huyendo de las historias que les habían contado, de las salvajadas provocadas por los soldados recién llegados; los ancianos, para conservar la poca vida que les quedaba; los hombres en edad de combatir, para reorganizarse de nuevo con la intención de vender cara su piel. Y eso mismo es lo que ahora estaba ocurriendo en las calles de Oviedo, donde la soldadesca de Yagüe estaba entrando a cuchillo.

—¿Acaso creías que ibas a escapar?

—¡Por favor, no me haga daño…! —imploró ella de rodillas.

Solo le quedaba pedir misericordia, esperar una postrera señal de Dios. Quizás en el último momento decidiera manifestarse y aquel soldado no le hiciera nada; quizás todo quedara en un susto, una advertencia por su curiosidad. La que le llevó a la calle al escuchar gritos y disparos. «¡Pase lo que pase, no salgas de casa y no abras la puerta a nadie!», le había advertido. Por qué decidió desobedecer a su padre, al que había visto salir unas horas antes junto a su madre, cada uno con un fusil en la mano. ¿Por qué?, ¿por qué? Todavía se lo preguntaba delante del soldado, que la escrutaba en silencio y con la sonrisa congelada en su rostro cetrino, cuya barba hacia días que no conocía hoja de afeitar alguna.

—Ya sabía yo que subir hasta aquí me iba a merecer la pena… ¿Verdad, bonita?

No solo bajó a la calle, sino que también recorrió algunos metros. Oyó tiros, lamentos que sonaron a muerte, y volvió sobre sus pasos. Tarde. Los soldados entraron en el portal apuntando a los atemorizados vecinos y a los viandantes que se habían refugiado allí. «¡Que nadie se mueva!», gritó uno de ellos tras aligerar de papeles a un paisano, al azar. Lo siguiente que vio ese soldado fue a una chica salir corriendo escaleras arriba. «¿Para qué gastar balas?», pensó antes de salir tras su estela. Otro de sus compañeros, menos escrupuloso, levantó a una mujer del suelo a punta de fusil y la condujo hasta la portería, donde no tardaron en escucharse sus lloros y gritos de horror. Y también de dolor. Ella, en cambio…

—Veo que te gusta jugar, zorrita —articuló el soldado agarrándola del mentón para observarla mejor—. Ahora vamos a jugar tú y yo un ratito…

—¡Por Dios, se lo suplico, no me haga…!

—¡No mentes a Dios con tu sucia boca, roja de mierda!

Acto seguido, la abofeteó y la arrojó a la cama. Era una muchacha joven bien parecida, de melena rubia rizada.

—¿Cuántos años tienes?

—Die… cio… cho —contestó ella con voz temblorosa y los ojos verdes, de una intensidad que llenaba su rostro arrasado en lágrimas.

El uniformado sonrió con sorna, mientras le metía la mano izquierda bajo la falda buscando lo que tanto ansiaba encontrar. Ella gritó al sentir un dedo hurgando en su más profunda intimidad, y eso aumentó la excitación que consumía al soldado.

—¡Qué bien lo vamos a pasar tú y yo!

Luego vino una bofetada seca y dolorosa que le rompió el labio. Después rasgó su camisa, por la que asomaron un par de pequeños pezones que mordió con ansia, mientras la joven chillaba de dolor. Era el preámbulo de lo que vendría después.

Cada «por favor», cada súplica suya, precedían a una bofetada; la palma del soldado golpeaba su rostro sin remisión. Los susurros de miedo dieron paso a los alaridos cuando el hombre, enloquecido, la desnudó por completo para poseerla con rabia.

Entonces comenzó a penetrarla como si no hubiera conocido hembra alguna en toda su vida.

capítulo 1

Madrid, Casa de campo.

Primera hora de la mañana del 24 de diciembre de 1952.

Existen muchas formas de morir. Todo depende del cómo. Siempre hubo afortunados que pudieron elegir cómo marcharse de este valle de lágrimas, pero fueron los menos. Los más, no pudieron ni pueden hacerlo. Se resignan con la que les toca. Y al hombre que yacía en el suelo le correspondió una de las peores.

—Esta del corazón fue la que se lo llevó por delante. Me juego lo que usted quiera.

El que pronunció la frase era un joven que estaba en cuclillas y lucía una crencha pulcramente perfilada. Tampoco hubiera importado mucho que permaneciera en pie. Alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura, y por su aspecto de niño podría pensarse que daría el estirón en cualquier momento, pero no. Julián Ordóñez ya había cumplido los veinticinco y así se quedaría a no ser que su querida Señora de la Esperanza respondiera milagrosamente a sus plegarias, y todo indicaba que nunca lo haría.

—Aunque la del cuello…

Julián Ordóñez dudó. A su lado, su jefe, el inspector de segunda del Cuerpo General de Policía, Gonzalo Suárez, le dejaba hacer. Confiaba en él, en su instinto. Mientras, otro policía llamado Bermúdez husmeaba en los alrededores.

—¿Cree que también es mortal? —quiso saber Gonzalo Suárez.

—Sí que lo es, sí… —Ordóñez se quedó pensativo por unos segundos, los que tardó en echar un último vistazo a los dos lugares que ocupaban su atención—. En definitiva, sí que lo es. En fin, que entre la una y la otra desangraron a este gachó. Se lo querían quitar de en medio.

Julián Ordóñez era de Sevilla y policía. Y lo era gracias al padre, un importante empresario. El niño quería ser policía, y a ser posible fuera de su ciudad. ¿Madrid?, le ofreció el progenitor. Movió contactos, cobró favores… Un nuevo mundo de posibilidades se abrió ante los ojos de su hijo, que ahora andaba por la capital, entre otras cosas, examinando cadáveres como el que tenía ante sí. El lugar, el Cerro Garabitas de la Casa de Campo, donde sucesos de este calibre no eran extraños. El aviso de un guarda jurado que vigilaba la zona le había llevado hasta allí junto a otros dos compañeros del Cuerpo General de Policía.

—Asesinato —concluyó Ordóñez incorporándose y dirigiéndose nuevamente a su jefe.

El cadáver yacía boca arriba, con la camisa rota y ensangrentada. El policía dio un par de vueltas alrededor del cuerpo con gesto pensativo.

—¿Qué tipo de asesinato cree que puede ser? —le preguntó su superior.

—Un ajuste de cuentas. —Con la mano izquierda acariciándose el mentón, el agente sevillano se disponía a transformar sus sospechas en palabras—. Un lugar alejado de la ciudad, tranquilo, donde darle matarile a conciencia, sin remilgos.

—Yo tampoco tengo duda: la del corazón fue la primera —apuntó Gonzalo Suárez tras agacharse para examinar el cadáver—. Una vez vencida la resistencia recibió la del cuello, por si las moscas. Quien lo ha hecho quiso asegurarse de que el pobre diablo no saliera de esta.

De entre la maleza, no lejos de la pareja que examinaba el cadáver, apareció Bermúdez. Un tipo alto, fornido y lacónico. Traía consigo una chaqueta de fil a fil marengo e idéntico color que el pantalón del finado, de solapas muy cortas y hombros muy ajustados —un traje caro a ojos de su jefe— y cuyos bolsillos estaban vacíos. Una persona indocumentada, en definitiva, lo que complicaba el caso.

El inspector chasqueó la lengua después de revisar la prenda que Bermúdez le había entregado. Por su parte, el sevillano se acuclilló nuevamente junto al cadáver y examinó el rostro con calma. Era triangular, de facciones muy marcadas y barbilla alargada. Y unos ojos de color azul que la muerte quiso mantener abiertos atrapada por la intensidad que irradiaban.

—¿Cuántos años le echa?

—No más de veinte —respondió, convencido, Gonzalo Suárez—. Solo hay que ver la pinta de pipiolo que tenía.

Veinte años. Un pimpollo, maldijo en silencio el inspector. «Asco de vida», bisbiseó a continuación. Estaba adscrito a la comisaría de la calle Leganitos, y lo que tenía delante era un muerto más. Eso era lo único cierto en aquel momento.

El día de Nochebuena no podía comenzar peor. La mañana había amanecido fría y brumosa, similar a la del día anterior. El inspector Suárez escrutó la silueta de la ciudad entre la niebla, en la que destacaba la mole de un edificio. Incluso antes de estar terminado ya era el más alto de la urbe —los madrileños lo habían bautizado como la Casa del Taco, por los muchos que soltaban al contemplarlo por primera vez—. Una nueva ráfaga de viento le trajo un suave aroma y esbozó una leve sonrisa. Era un olor familiar el de la tierra mojada. Le recordaba a su infancia. Añoraba aquella época, su tierra soriana, agreste, dura, las correrías con sus amigos… Y a su madre. Fue entonces cuando también le vino a la cabeza la del muerto.

—Pobre mujer —lamentó antes de entregar la chaqueta a Ordóñez—. Terminen de inspeccionar la zona. Yo regreso a la comisaría para dar aviso al forense. Después vayan usted y Bermúdez a Santa Isabel, a ver si averiguan quién era este infeliz.

—Si no se enteran antes los de El Caso… —apuntó Ordóñez con esa sorna sevillana que sacaba a relucir siempre que podía.

—Ya tuvo que salir con eso.

—Lo que no sepan esos… —El sevillano se encogió de hombros esgrimiendo una sonrisa burlona—. ¡Ojú! ¿O es que no recuerda cómo se las gastan?

Bermúdez se limitó a sonreír. Costaba Dios y ayuda arrancarle las palabras. Un tipo lacónico, todo lo contrario que Julián Ordóñez, siempre con un comentario ácido, sarcástico o atrevido, según el momento y la circunstancia, en la boca. Gonzalo Suárez se alejó del lugar negando con la cabeza. Razón no le faltaba a su compañero sevillano. No sabía cómo, pero el periódico que dirigía Eugenio Suárez publicaba, analizaba y esclarecía crímenes con una solvencia que envidiaba. Y eso que tenía limitado informar de más de un homicidio por número. Aun así, no tenía dudas de que la del Cerro Garabitas sería su noticia más sonada en semanas. Bastante tenía él con averiguar algo, por poco que fuera, acerca de quién era el cadáver sin identificar. Al menos antes de que lo hiciera El Caso; le urgía cerrar el asunto con la mayor diligencia posible.

Lo que el inspector Suárez no sabía en ese momento era que el asesinato del Cerro Garabitas le iba a complicar la vida durante los meses siguientes. Tanto como para cambiársela por completo.

Palacio de Buenavista, Madrid.

Mediodía del 24 de diciembre de 1952.

—¿Qué, listo para pasar la Nochebuena?

—Pse…

El que preguntaba era un tipo de notable estatura, grueso y de rostro redondo en el que destacaban unos ojos grandes pero vivarachos ocultos tras unas gafas redondas. El alférez Jesús Ezquerro iba de un lado a otro del despacho ordenando papeles y guardando informes. El que respondía con desgana era el teniente del Ejército de Tierra Arturo Saavedra, que no apartaba la mirada de la ventana, desde la que disfrutaba de una preciosa vista de la plaza de Castelar. El tráfico fluía con calma y el cielo estaba cubierto de nubes, tras la tregua momentánea de la niebla.

—¿Al final se marcha fuera? —quiso saber más el alférez.

—A El Escorial —replicó su interlocutor con algo menos de desgana—. Con la familia de mi mujer.

—¡Ah! Entonces verá al general…

—Sí, supongo que sí… —Arturo Saavedra se apartó de la ventana y apagó el cigarro ya consumido en un cenicero que cogió de su escritorio—. Es Nochebuena, tiempo de compartir la alegría con la familia… En fin.

—Yo también la pasaré con la mía. Nos juntamos todos y acabamos cantando villancicos con una zambomba y una pandereta —detalló Jesús Ezquerro con los ojos iluminados—. ¡Ay, qué bonito es ver junta a toda la familia!, ¿verdad?

—Claro, claro…

El alférez se llevó la mano a la boca para ocultar una sonrisa sarcástica.

—¿Qué le hace tanta gracia, Ezquerro?

En el rostro del teniente asomó un gesto nada cordial. La salida de tono de su subordinado le enervó, al recordarle que esa noche tocaba cena con la familia de su mujer; razón por la que llevaba todo el día de mal humor. A su paso las risas se transformaban en silencios y rostros serios.

Arturo Saavedra arrastraba mucha tensión, y podía estallar en una cena con su familia política solo con que saltara una pequeña chispa.

—Si no necesita nada más…

—Puede retirarse.

El alférez saludó a su superior y se caló la gorra, con la que se tapó una cabeza asolada por una agresiva alopecia a pesar de su juventud. Ya solo, el teniente comenzó a pasear por su despacho, situado en una de las plantas del Ministerio del Ejército, en el Palacio de Buenavista. A ojos de alguien sensible al arte, una maravilla con la que recrearse durante horas: techos de estilo isabelino, bellos tapices, algunos lienzos de notable autoría… Elementos ornamentales que a él se la traían al pairo. Estaba harto de verlos y tampoco entendía de arte. Miró el reloj y emitió un suspiro de fastidio. En tres horas tendría que pasar por casa, arreglarse para la cena y partir hacia El Escorial con su mujer y su hijo. Ella era Lourdes, al casarse dio un braguetazo que le permitió ascender con rapidez en el escalafón militar. El niño se llamaba Adrián y tenía diez años. Un incordio. No paraba quieto y era el ojito derecho del general, su suegro, que se deshacía con el chaval contándole batallitas; que para eso había hecho —y ganado— la guerra.

Pensó en el suegro, en la mujer, en su hijo…

—¡La madre que los parió!

Encendió otro cigarrillo y permaneció de pie unos instantes, pensativo. Estaba claro: necesitaba una copa. Al menos una. Para pasar el trago. Tocaba mantener la compostura, aparentar alegría y felicidad. Lo que llevaba haciendo en los últimos cinco años. Le sobraba experiencia, pero una copa no le vendría mal. Hubiera preferido otro tipo de celebración menos formal, más ligera. Se lo merecía tras meses de intensa negociación. Una negociación importante, la de mayor envergadura en la que nunca se habían visto inmersos tanto él como la España contemporánea. Esa España que ansiaba cerrar un acuerdo que le permitiera volver a pintar algo en el mundo tras años de oscuridad. Meses, demasiados meses. Y tensión. En exceso.

Semanas de reuniones, de intercambios, de opiniones… El trasiego de los días había hecho mella en su rostro cansado. Las ojeras negras se habían convertido en perennes por la falta de sueño, por la ambición, o por ambas cosas. Una buena oportunidad para sacar algo en beneficio propio. Esperaba que le cayera algo de lo mucho que ganaría el país. Un ascenso, por ejemplo. Y dinero, por qué no. Una cantidad suficiente como para dar algo de alegría a su vida, alimentada por un sueldo que consideraba insuficiente. Quería ganar más dinero y ante sí tenía la oportunidad que siempre había soñado. Que las negociaciones llegaran a buen puerto era un asunto de Estado, pero también estaba en juego su interés personal.

Estaba dejándose la piel en ello. Las pocas fuerzas que le quedaban las gastaba como quería. Y no con su mujer, precisamente. Por eso necesitaba esa copa antes de encontrarse con ella, su hijo y su suegro, el general.

Estaba decidido. Se tomaría esa copa. Y también sabía adónde acudir para disfrutarla.

Así que se caló el abrigo, metió unos informes en el maletín y se encaminó hacia la puerta, cuando un par de golpes le detuvieron. Tras dar el consentimiento, entró el alférez Jesús Ezquerro.

—Ha llegado este telegrama. Es urgente.

Con una inclinación de barbilla indicó a Ezquerro que podía retirarse: quería leer el telegrama a solas. Arturo Saavedra dejó el maletín en el suelo y lo abrió con prisa. Lo que fuera, quería conocerlo de inmediato. Conforme lo hacía su rostro se fue relajando y, al acabarlo, esbozó una leve sonrisa. Abandonó el papel encima del escritorio y encendió un cigarrillo al pie de la ventana, cuya primera calada expulsó esquinada, con calma. A sus oídos llegó el sonido de algunos cláxones y ruidos de motor amortiguados por la distancia. Madrid revivía después de una década de un oscurantismo que no se había marchado del todo. En el cristal pudo ver su rostro, ahora más alegre. No todo iba a ser tan malo esa Nochebuena.

—Mira por dónde, la copa te va a saber mejor de lo que esperabas, Arturo.

Nochebuena de 1952. En algún lugar perdido de Madrid.

Marga Uriarte no tenía nada que celebrar. Sola, removía la sopa que era el plato principal de su menú de Nochebuena. La acompañaría de una lata de sardinas, y eso siempre que tuviera hambre, que no era el caso. Le daba igual que la sopa estuviera caliente o fría. Se la tomaría y después se iría a la cama. Afuera se escuchaban voces: algún villancico, una guitarra y una pandereta. Había gente que tenía ganas de celebrar la Nochebuena. Alegría. Dejó de sorber la sopa y se quedó pensativa removiéndola. Alegría. ¿Cuándo fue la última vez que experimentó esa sensación? Se llevó la cuchara a la boca y luego un par más hasta acabar el plato.

Marga Uriarte no tenía nada que celebrar.

En su corta existencia solo había conocido el dolor. Sus padres habían muerto cuando apenas era una niña. A él lo pasearon tres días después del Alzamiento. Estaba señalado. El cacique del pueblo se la tenía jurada por alentar a otros campesinos a pedir un reparto justo de tierras. La pistola que empuñó delante de sus narices convenció al cacique de que dicho reparto sería la mejor solución para todos. Y lo fue. Hasta que llegaron los nacionales. Se lo llevaron a pasear una noche de verano subido a un camión. A su madre, deshecha en lágrimas, tuvieron que sujetarla entre varias personas para que no se abalanzara sobre la parte trasera. Su madre sobrevivió a la guerra, pero no al hambre, y Marga la enterró en una fría mañana de invierno del 42. Sin más familia, se vio sola en el mundo como un perro abandonado.

Y así seguía.

Por eso no tenía nada que celebrar.

Estaba absorta en sus pensamientos cuando alguien llamó a la puerta. Extrañada, se levantó y la entreabrió. Su cara de sorpresa fue mayúscula al reconocer el rostro de quien había acudido a verla en Nochebuena.

—Pero, pero… —tartamudeó—. ¿Qué demonios haces aquí?

—¿Puedo pasar? Aquí fuera hace demasiado frío…

Algo debía de ocurrir para que se presentara allí en una noche así. Le franqueó el paso y cerró la puerta con rapidez, no sin antes echar un par de vistazos rápidos al exterior, a izquierda y derecha. Ya dentro, el tipo se despojó de la gorra que tapaba su cabeza, pero no de la bufanda que ocultaba parte de su rostro, ni tampoco del abrigo. Hacía bastante frío en la casa de Marga, que atisbó en los ojos del recién llegado una alegría contenida. Había pasado mucho tiempo desde la última vez. Se miraron en silencio durante unos instantes en los que él no se atrevió a abrir la boca. Solo la miraba con la cara de alguien que estuviera contemplando a un ser resucitado, o a una persona a la que tuviera muchas, muchas ganas de ver.

—Estás muy guapa —articuló él a modo de saludo—. Como siempre.

—Ahórrate el cumplido —le cortó ella, seca—. Dispara qué te ha traído aquí. Y espero que la razón sea convincente. No estoy para bromas.

—Veo que no te alegras demasiado de verme…

—Creía que todo había acabado.

—Lo intento con todas mis fuerzas, pero no puedo. —Clavó la mirada en el suelo. La levantó para dirigirse a Marga—. No obstante, eso es cosa mía.

Ella supo que no le engañaba por el modo en que la miraba. Que el pasado, pasado es, pero no para todos. Algunos no saben, ni pueden, olvidarlo. La persona que tenía delante era una de ellas.

—¿Has venido únicamente a decirme eso? ¿El día de Nochebuena?

—Vengo a pedirte ayuda.

—¿Qué necesitas?

—No es para mí.

—¿Entonces?

—Me han pedido que nos ayudes.

Marga se giró buscando el ventanuco —la única entrada de luz a la estancia— y dando la espalda al tipo. La noche era fría. Fuera bullía la Nochebuena.

—Te necesitamos.

Marga cerró los ojos y tragó saliva.

—No puedes decirnos que no —insistió el tipo.

Estaba equivocada.

Ella tampoco podía olvidar el pasado.

capítulo 2

—Pobre madre…

Fue lo primero que le vino a la cabeza al inspector de segunda Gonzalo Suárez. Sobre su mesa tenía dos fotos de la misma persona. En la primera aparecía jovial y sonriente; en la segunda, ya era un cadáver.

—Se llamaba Manuel.

Gonzalo Suárez miró fijamente a Julián Ordóñez, sentado tras la mesa. A su lado estaba Bermúdez, que era hombre de hechos y pocas palabras. Únicamente abría la boca si lo consideraba necesario, y sobraban los dedos de una mano para contar los momentos en que eso ocurría.

—Manuel Prieto, de veinte años de edad —precisó Ordóñez ojeando el informe que tenía en las manos—. Murió de dos puñaladas, una en el cuello y otra a la altura del corazón. El resto —pasó varias de las hojas con rapidez— son detalles relacionados con las heridas. Lo enterraron esta mañana en La Almudena.

—Que Dios lo acoja benigno en su gloria.

Desde una esquina de la amplia sala donde se encontraban los tres policías, otro compañero tomaba declaración a un carterista que había aligerado más de un bolsillo ese día. Y no era el único sonido. Desde el sótano, y de cuando en cuando, también se oían gritos e insultos de grueso calibre. El comisario Exuperancio Martínez se había dejado caer por la calle Leganitos, sede de la comisaría de Centro del Cuerpo General de la Policía, a un paso de la plaza de España y de la avenida de José Antonio, y a dos de la Puerta del Sol. Lo hizo porque había sido avisado de la detención de un tipo sospechoso de actividades subversivas. Así lo atestiguó el vecino que dio el soplo. Ante su negativa a hablar, el comisario estaba dando lo mejor de sí mismo para hacer cantar al detenido, que se mantenía en un mutismo que le iba a resultar muy dañino.

—¡La madre que me parió! ¡O largas todo, o el Fin de Año lo pasas en el hospital por mis santos cojones!

Ozú, mi arma… —El policía sevillano agitó la mano izquierda con vehemencia—. Hoy viene con ganas el comisario…

—Por favor, Ordóñez, prosiga.

Julián Ordóñez echó un rápido vistazo al informe para recuperar el hilo de su lectura, que había interrumpido brevemente para dedicar una mirada de estupor a su compañero Bermúdez. —La culpa la tuvieron tres sonoros golpes que se escucharon hasta allí. El comisario parecía no estar consiguiendo su propósito—. No tardó en centrarse en los últimos pormenores que le quedaban por describir:

—Está todo dicho, inspector. La familia fue avisada a primera hora del día de Navidad. Se podrá imaginar la escena…

—Me hago cargo —apuntó Gonzalo Suárez, cuya mirada adquirió una expresión triste—. Esa madre…

—Era su único hijo. Además, es viuda. En ese momento estaba acompañada de una vecina, según nos informó el personal de Santa Isabel, algo más joven que ella. A la madre tuvieron que reanimarla. No soportó reconocer el cadáver de su hijo.

—Y ni siquiera una pista de la que partir…

Gonzalo Suárez apuró el cigarro antes de abandonarlo en el cenicero junto a otros tantos que corrieron idéntica suerte. Manuel Prieto carecía de antecedentes, según se había encargado de constatar Bermúdez. Tocaba hablar con la madre para averiguar algo más de él, y para eso habría que esperar al lunes, si es que estaba en condiciones de hacerlo. O a que acabara el año. Eran malas fechas y todo lo fiaba a encontrar alguna pista, un hilo del que tirar. Sin embargo, lo que le había llamado la atención fue la rapidez con la que el comisario Martínez se había empeñado en dar por zanjado el asunto. Eso le extrañaba, y mucho. «¿Por qué razón? ¿Qué motivo oculto podía tener?», se repitió en silencio.

Julián Ordóñez dejó el informe sobre la mesa una vez terminó de leerlo.

—Caso complicado, sin duda —se aventuró a apostillar el inspector Suárez—. Y ustedes, ¿cómo lo ven?

—Igual —opinó Ordóñez encogiéndose de hombros.

—Desde luego que son de gran ayuda. Un libro abierto los dos —se lamentó su superior.

El silencio se apoderó de los tres. Gonzalo Suárez se quedó pensativo y con la vista clavada en la superficie de su mesa, llena de papeles. Los gritos, golpes e insultos provenientes del sótano cesaron. La máquina de escribir que seguía aporreando el agente que tomaba declaración al carterista soliviantaba la momentánea y repentina quietud en la sala de la comisaría. Suárez volvió en sí y reparó en las miradas que se intercambiaban Ordóñez y Bermúdez. Los dos respondieron con idéntico gesto de estupor al verse sorprendidos por el inspector. La pareja ocultaba algo, como si ambos dieran vueltas a la conveniencia de planteárselo o no a su inmediato superior. Este los sacó pronto de la duda:

—Hay algo más, ¿verdad? Y sospecho que no se deciden a contármelo.

Julián Ordóñez y Bermúdez intercambiaron una vez más miradas cómplices. Fue el primero quien se decidió a hablar. Debía hacerlo con tacto, lo que se disponía a contar al inspector Suárez no era más que una conjetura.

—En Santa Isabel —Ordóñez carraspeó antes de seguir hablando— estuvimos hablando con el responsable de realizar la autopsia del chico. Y algo le llamó especialmente la atención.

—¿El qué? ¿Qué podía ser para no reflejarlo en el informe? Si se lo contó a título particular es porque no quiso que constara por escrito. ¿Me equivoco?

—No se equivoca.

—¿Entonces?

Ordóñez lanzó una última mirada a Bermúdez. El as estaba en su manga. Una carta que podía cambiar la partida de rumbo y acarrear consecuencias imprevisibles para él y su compañero. Disfrutar de unos días de vacaciones, una noche de Fin de Año tranquila… El agente se levantó para acercar la silla a la mesa del inspector. Y bajó el tono de voz:

—Hubo un detalle que llamó la atención del forense al realizar la autopsia.

—¿Qué detalle?

—Parece ser que Manuel Prieto era… —Ordóñez hizo una pausa, miró a izquierda y derecha, y prosiguió—: un sarasa.

—Un sarasa…

El inspector de segunda Gonzalo Suárez clavó la mirada en el techo de la comisaría y repitió la palabra varias veces. Y pensó rápido. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Quizás todavía tuviera suerte.

Los tres policías encontraron a quien buscaban en un local al final de la misma calle Leganitos, a un tiro de piedra del paseo de Onésimo Redondo. Lo vieron allí, acodado en uno de los extremos de la barra de Casa Augusto. Gonzalo Suárez sabía que no tenía pérdida, era de costumbres fijas. Su viejo reloj Certina marcaba las dos de la tarde, y pensaba encontrárselo comiendo allí.

El plan era el siguiente: Bermúdez esperaría fuera, por si trataba de huir al verlos; el inspector y Julián Ordóñez entrarían en la marisquería, bien conocida en toda la zona.

El local carecía de mesas, y también de sillas y de banquetas. Las consumiciones se tomaban de pie, como se hacía desde antes de que el dueño lo adquiriera y rebautizara la antigua Taberna Vieja en la Casa Augusto que era ahora. Su nombre vendía más, o al menos eso creía. En un extremo de la barra, Liborio Solís ajustaba las últimas cuentas con una gamba que apenas oponía resistencia a sus cortos y fofos dedos. La experiencia. Lo mismo pelaba marisco que lo que se le pusiera por delante. El hombre con el que tanto interés tenía en hablar el inspector se movía bien por el Madrid más canalla, por sus bares más escondidos y clandestinos, por sus calles más silenciosas. Sus ojos alcanzaban los rincones más recónditos de la ciudad, era respetado en ciertos lugares en los que su presencia calentaba más de una soledad.

—Dos cañas, por favor —solicitó Gonzalo Suárez a uno de los dos camareros que atendía la barra—, algo para picar… —Echó un rápido vistazo a la barra— y un bocadillo para llevar.

Liborio Solís se percató de la presencia de los dos policías y se dirigió al mismo camarero, que había empezado a tirar una de las cañas:

—¡Coño, Tomás, pero mira quién ha venido! ¡Ay, ay, ay! ¡Si es el inspector Suárez! ¡Y también su compañero, el sevillano! ¡Esto hay que celebrarlo!

—¡Eh, que el sevillano tiene nombre! —saltó un molesto Julián Ordóñez.

—Que haya paz.

Dicho lo cual, Gonzalo Suárez dio un sorbo a la caña recién servida y se acercó al tipo que había ido a ver, que le lanzó una rápida mirada de arriba abajo. Una trinchera de color beige y un borsalino negro decoraban la estampa del policía.

—Lo que yo te diga, Tomás. —Liborio Solís volvió a referirse al camarero, un hombre joven, de buena planta y pelo peinado a la moda del momento—. ¡Que el señor inspector está de toma pan y moja! ¡Qué lastimita! ¡Ay, qué lastimita!

Julián Ordóñez no pudo reprimir la risa después de que Solís concluyera el comentario guiñando un ojo al inspector Suárez, que hizo callar a su compañero con una mirada de hielo. Gonzalo Suárez extrajo una foto de un bolsillo de su trinchera y la dejó en la barra junto al plato lleno de cáscaras de gambas.

—Dime que le conoces, Canelita, y me das la alegría del día.

A Liborio Solís solo le llamaban así los muy allegados. Gonzalo Suárez no lo era, pero se permitía la licencia. El roce, que hace el cariño. Solís echó un rápido vistazo a la foto y después, pensando que el inspector no le vería, cerró los ojos —grandes, profundos y de color miel— un par de segundos y bisbiseó algunas palabras. Le conocía. Él también era sarasa, condición que no ocultaba.

—No, no le conozco. Y es una pena porque es bien guapo el gachó.

—Era.

—¡Ah! —El Canelita compuso un gesto de estupor—. ¿Es que ha muerto?

—El martes le encontraron en la Casa de Campo. Le despacharon de dos puñaladas.

—¡Pobrecillo…! ¡Que Dios le acoja benigno en su seno!

—Canelita, que sé de qué pie cojeas… Y el chico padecía la misma cojera que tú.

—Ya le digo que no. —El otro volvió a centrarse en la gamba, aunque antes echó una mirada de reojo a la foto—. No me suena haberle visto, ¡y juro por mi Virgencita de las Angustias que no miento!

Liborio Solís era granadino y decía tener menos edad de la que aparentaba. Gordo y bajito, además de unas gruesas cejas y el color de sus ojos, de su aspecto llamaba la atención un peluquín negro que lucía con escasa gracia. Tras la guerra, en la que aseguraba haber luchado en el bando nacional, llegó a Madrid. Conoció a unos, hizo favores a otros, y medró con el estraperlo; ahora vivía de dar palos. Si eran gordos se permitía ciertos lujos, como las gambas que degustaba con calma.

—Anda, no jures tan alto y vuelve a mirar la foto. Haz memoria, que seguro que le conociste… —insistió el agente.

El granadino echó un ligero vistazo a la foto sin dejar de masticar el trozo de gamba que se había echado a la boca. Y volvió a negar con la cabeza:

—¡No, fíjese! Además, no tengo más ojos que para estas gambas tan ricas que sirve Tomás… —se dirigió entonces al camarero, al que lanzó una mirada cómplice—. ¡Ponle una ración al inspector, que tiene cara de no haber comido todavía! ¡Invito yo! ¡Y otra para el sevillano, a ver si se le quita la cara de sieso que me lleva!

—¡Será…!

Gonzalo Suárez detuvo a Julián Ordóñez, que se encaraba presto contra Liborio Solís.

—¡Uy! ¡Hay que ver cómo se pone el sevillano! ¿Qué eres, si no? ¡Ah! Haber nasío granaíno

—¡Te voy a dar…!

—¡A quedarse quieto todo el mundo, he dicho! —ordenó el inspector. Se aproximó a Liborio Solís, al que pasó el brazo izquierdo por los hombros—. A ver, Canelita, tranquilo. Hace tiempo que no te vemos por la comisaría, ¿verdad? ¿Te acuerdas del comisario Martínez?

Liborio Solís tragó saliva con la vista clavada al frente, en una repisa tan larga como la barra decorada con tres filas de botellas de coñac, orujo y alguna que otra de whisky. Le nombraron al comisario y empezó a desanudarse la pajarita que llevaba al cuello —de un color tan rojo que sonrojaba, y que en absoluto combinaba con el traje gris de franela Gales—, como si le faltara el aire.

—Fíjese que sí —acertó a responder una vez recuperó el resuello—. ¡Cómo no me voy a acordar de esa maravillosa persona que es el comisario Martínez!

—En el fondo te aprecia mucho, Canelita.

—Me consta, me consta… —replicó el granadino. A bote pronto, empezó a recordar las decenas de veces que se lo había encontrado en los locales que frecuentaba. De él se aprovechaba para tener controlado a todo aquel que considerara sospechoso de lo que fuera. A Liborio Solís le convenía llevarse bien con el comisario Martínez—. Aunque he de decir que hace tiempo que no le veo. Salúdele de mi parte.

—¿Sabes que le hemos comentado que veníamos a verte? Y me ha dicho: «¡Hombre, dadle recuerdos a mi amigo Canelita!» —habló Gonzalo Suárez con la voz engolada para imitar la de su superior.

—Devuélvaselos de mi parte, se lo ruego. ¡Faltaría más! Que uno es muy educado.

—¡Ah! También me enseñó un palo que encontró este verano en su pueblo, en la Sierra de Gredos. Tienes que verlo, ¡menudo palo! Así de largo. —El inspector abrió los brazos para establecer una medida aproximada que sirviera de referencia al granadino.

—Sí que debe ser grande, sí…

—Y no me gustaría decirte por dónde me explicó que te lo va a meter si no colaboras con nosotros… —dijo el policía para, a continuación, hacer una breve pausa— aunque me lo puedo imaginar. Tú también, ¿verdad?

—Me hago cargo… —respondió Liborio Solís con tono lastimero.

—Y me ha dado una penita… En el fondo te aprecio, Canelita. Pero mucho, mucho.

Liborio Solís se limpió las manos con una servilleta y se guardó la foto en el bolsillo interior de su americana.

—Te dejo de plazo hasta el lunes para pensarlo con calma.

Gonzalo Suárez le asestó una palmada amistosa en la espalda a modo de despedida. Recogió el bocadillo que había pedido nada más entrar y salió del local acompañado de Julián Ordóñez. Bermúdez recibió el bocadillo y le metió un bocado con tanta ansia que casi se lo come entero.

—¡Ojú, qué animalito estás hecho, Bermúdez! —soltó Ordóñez.

Gonzalo Suárez se giró y su mirada se cruzó con la de Liborio Solís, que observaba al trío desde la barra del bar. Sonrió y con las manos compuso la forma de un agujero. Las levantó para que, a pesar de la distancia, pudiera verlas bien:

—¡Así te lo va a dejar como te meta el palo por ahí, Canelita!

Solo un par de velas iluminaban la habitación en la que dos hombres estaban sentados ante una mesa junto a una mujer. Los primeros habían entrado una hora antes en aquel piso abandonado cercano a la plaza de Oriente. Decían llamarse Andrés y Camilo —razones de la clandestinidad; exponerse demasiado era peligroso—, y a ojos de cualquiera escenificaban la antítesis hecha persona: alto el primero y de rostro afilado, sus rasgos faciales eran agradables a la vista. Un tipo atractivo a punto de entrar en los cuarenta. El segundo, de baja estatura, fuerte constitución y gran bigote decorando su rostro, no se deshacía de una gorra que ocultaba su cabeza, bastante calva.

Un fuerte olor a cerrado invadía todas las estancias, por lo que escogieron la más amplia, donde el ambiente era más respirable, y allí colocaron la mesa y tres sillas. Su invitada llegó media hora más tarde de lo acordado, tras subir las escaleras a oscuras, provista únicamente de una pequeña linterna. Cualquier precaución era poca. La reunión que mantenían no existía fuera de ellos. Así lo convinieron.

—¿Seguro que nadie te ha visto entrar ni subir por las escaleras? —quiso asegurarse Andrés.

—¿Acaso no me crees? —dijo con desagrado Marga Uriarte.

—La próxima vez no vuelvas a retrasarte —le pidió Camilo componiendo un gesto sombrío.

—Un asunto personal —esgrimió ella sin variar su rostro serio—. Aquí las condiciones las pongo yo, que para eso me queréis.

—¿Grave? —apuntó Andrés.

—¿Va a cambiar en algo tu vida que lo sepas o no?

—No, desde luego.

—Pues dejémoslo así.

Los dos hombres se miraron en silencio. La persona que tenían delante era una vieja conocida. Tenía agallas y personalidad, facultades que le serían de gran utilidad si, como esperaban, aceptaba el encargo que querían proponerle. Ya conocía algunos pormenores, por lo que se trataba de sumergirla por completo en la misión. Andrés extendió un folio mecanografiado ante los ojos de Marga.

—Lee.

Ella echó una ojeada al documento, que devolvió a Andrés tras leerlo con cierta celeridad.

—¿Qué es?

—Un artículo que aparecerá en el último número del año de Mundo Obrero —contestó el otro tomando de nuevo el folio.

—¡Calentito, calentito! —le interrumpió Camilo.

—Viene a decir que lo de las minas de Almadén es una tropelía más de los yanquis —habló de nuevo Andrés—. De su explotación se va a hacer cargo una empresa americana, la Pacific Foundry. Parece que van a construir un par de hornos para fundir el mercurio obtenido en las minas... —Dejó el folio encima de la mesa. Después, posó la mirada en Camilo, y acto seguido, en Marga—. Su venta servirá para pagar los gastos de construcción.

—¡Nos han merengao! —saltó Camilo—. ¡Cómo le han olido el sobaco al Caudillo!

—Eso habrá que verlo —apuntó Marga con tono pausado.

—¿Qué quieres decir?

—Que algo sacará de provecho ese malnacido.

—Chica lista… —volvió a intervenir Camilo.

—Sea como fuere, tiene toda la pinta de que los americanos han venido a llevárselo todo —advirtió Andrés a ambos.

—Tal y como dijo el camarada Malenkov en su informe del último congreso del partido —Camilo entornó los ojos y alzó el índice izquierdo al aire—: «¡Primero me montaré encima de vosotros y después cabalgaré sobre vosotros!». ¡Que al Caudillo le han olido la tostada esos yanquis!

—Que sí, Camilo, pero al grano, que no hay tiempo que perder ni este es lugar para discutir, ni tampoco para alzar la voz.

Marga Uriarte se retiró un mechón de la frente que le estorbaba la visión. Era guapa, muy guapa, y llevaba el pelo corto y ondulado. El color, como el de sus ojos: castaño. Rozaba la treintena, conocía sus armas y las usaba con inteligencia.

—¿Qué te parece entonces? —preguntó Camilo.

—¿El qué? —contestó ella sin pestañear ni variar su rictus serio—. ¿El artículo? ¿Lo de la fábrica? ¿La última bagatela que luce La Collares? ¿El qué?

—La misión, ¡qué coño va a ser!

—Sé lo justo que debo saber —Marga acompañó la frase de una mirada tan fría que heló la sangre del tipo que decía llamarse Camilo.

—Entonces estarás de acuerdo, imagino —habló ahora Andrés.

—Según.

—Es un sacrificio muy importante para el partido. Órdenes de Moscú. Allí consideran que…

—¡Menos matraca! —Marga le cortó con sequedad—. ¿Qué hay que hacer?

Andrés se encogió de hombros. Una mujer de armas tomar, directa, que no gustaba de rodeos. De no estar delante Camilo hubiera planteado el tema de otra manera. Marga era distinta a todas las demás, y él sabía cómo tratarla, pero mandaba la ortodoxia del partido, y a ella debía atenerse.

—Hay que conocer hasta el más mínimo detalle de las negociaciones —precisó Andrés.

—¿Y ya está?

—¿Te parece poco? —dijo el otro. Dedicó un gesto de sorpresa a su camarada Andrés antes de seguir hablando—. Españoles y americanos negocian desde hace meses la instalación de unas bases militares que los segundos podrán usar siempre que lo consideren oportuno. Un tira y afloja que en las últimas semanas parecía casi resuelto, hasta que los nuestros decidieron lanzar un órdago que ha pillado a los americanos con el pie cambiado.

—¡Estaban casi a punto de firmar el tratado para que pudieran instalar sus bases en España! —interrumpió a Camilo, que no callaba ni tampoco paraba quieto.

—Eso parecía, pero los que negocian con los yanquis se descolgaron con algo que los descolocó.

—¿El qué? —quiso saber Marga.

—Por eso estás aquí —le aclaró Andrés.

—Hemos de saber por qué las negociaciones han quedado interrumpidas —volvió a intervenir Camilo.

—Comprendo… —Marga compuso varias muecas con la boca. Era su manera de expresar que estaba asimilando todo lo que acababa de escuchar.

—¡Es nuestra oportunidad! Todos pensamos que España quedaría bajo la órbita de los Estados Unidos antes de que acabara el año, algo que en Moscú ven con preocupación. No sabemos cuándo volverán a reunirse, posiblemente después de las fiestas. De hecho, hemos sabido que algunos americanos ya han regresado a su país o piensan hacerlo en los próximos días.

—Así que, ya sabes. —Andrés se llevó la mano izquierda a la barbilla para acariciársela. Suspiró y habló de nuevo—. Solo nos interesan los españoles.

Marga empezó a sonreír mordiéndose el labio inferior y recostándose en el respaldo de la silla. Después se cruzó de brazos sin dejar de sonreír ni de morderse los labios:

—¿Alguien de El Pardo?

—Militares.

—¡Hay que joderse! —protestó ella levantando la barbilla y mirando al techo con los brazos abiertos.

—Son los que llevan el peso de las negociaciones. Tanto por parte de los americanos como de los españoles —se sinceró Andrés encogiéndose de hombros—, pero solo tienes que centrarte en los nuestros. Cualquier detalle es vital: dónde se reúnen, cuándo, qué traman, cuál es el punto de discrepancia que ha interrumpido la negociación, cuándo van a reanudarse... —relató con la mirada en la mesa, que alzó para centrarse en los ojos de Marga, fríos como una ráfaga de nieve—. El partido ha recibido la orden de Moscú de llevar a cabo esta misión.

—Trabajo fino, por lo que veo…

—Tenemos que averiguar todo lo posible. Si obtenemos información valiosa, y todo apunta que nos encontramos en un momento crucial, en el partido creen que en Moscú se pondrán muy contentos. Y eso es muy bueno para todos. Lo entiendes, ¿verdad?

—Claro como el agua de un manantial. —Marga enarcó la ceja izquierda—. Y de lo que yo pedí, ¿qué hay?

Los dos hombres volvieron a mirarse. Tras un gesto de Andrés, Camilo se levantó para dirigirse a una habitación, de la que volvió con un pequeño maletín. Ya sentado, lo abrió para extraer un par de sobres, ambos voluminosos.

—En este sobre encontrarás información de las personas que forman parte del equipo negociador español, según nuestras averiguaciones. —Andrés dudó si continuar. Era el momento más complicado, pero quería ser él quien se lo dijera—: Y hay que ir hasta el fondo.

—No pedís ni nada… —protestó la chica esbozando una sonrisa irónica.

—Y en este otro —mientras hablaba, Andrés abrió el segundo sobre. En su interior había una cantidad indeterminada de dinero—, lo que pediste.

Marga lo cogió y contó con rapidez el número de billetes. Al acabar compuso un gesto de fastidio.

—¿Solo esta mierda? —protestó—. ¿Pretendéis que me juegue la vida por esta mierda? ¡Estáis majaras!

Enfadada, se levantó de golpe; la silla cayó al suelo ante el estupor de los dos hombres. Cuando se disponía a abandonar el piso, Andrés la detuvo:

—¡Sabes que el partido no tiene más dinero! —articuló nervioso y con pequeñas gotas de sudor bañándole la frente—. ¡Todos estamos haciendo un gran esfuerzo!

—¡Yo me voy a jugar la vida! Dime, ¿quién pone más? ¿El partido o yo?

—Apáñate con esto y danos un poco más de tiempo —le imploró ofreciéndole el sobre—. Podremos conseguir algo más. ¡Te lo prometo!

Marga no se lo pensó demasiado. Ya había montado demasiado escándalo. De seguir allí, cualquier vecino enterado del alboroto podría dar aviso a la policía, toda vez que aparentaba estar vacío.

—¡Espero que así sea!