La fascinación de la víctima
 
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama

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Todo ha sido consumado. Elvira Madigan cerró la puerta de la casa y acompañó a Evelyn Matt hasta su automóvil.

–Gracias por tu ayuda, Evelyn.

–Espero que hayas quedado contenta, quizá con más tiempo se hubiera conseguido un precio mejor; esta zona de Balzac está un tanto deprimida.

–Creo que está bien.

–Así que te vas…

–Termino unos trámites con la cuestión de mi retiro y estaré volando en unas dos semanas.

Evelyn Matt no alcanzaba a entender aquella decisión.

–Sé que es algo personal, disculpa si te parece entrometido, pero, ¿por qué irte?

–Después de tantos años fuera me acostumbré a otro tipo de vida.

–Comprendo –dijo Evelyn en un tono que evidenciaba lo contrario–. Bueno, suerte, donde quiera que vayas.

Evelyn retiró el cartel de For Sale de Matt’s Estate Agency y encendió el motor. Elvira Madigan la vio alejarse, retrocedió a la entrada, pero al llegar a la puerta titubeó. Nada de nostalgias. Esta casa cumplió su misión. Todo lo que debía ocurrir en ella ya ocurrió. Por la tarde viajó a Toronto y se dirigió al apartamento de Louise Alcott, su amiga de secundaria, que enfrentaba un divorcio después de veintidós años de matrimonio sin hijos. Louise no había regresado del trabajo y se sentó en la sala a hacer unas llamadas mientras la esperaba. Tenía pensado invitarla a cenar fuera para agradecerle la generosidad de alojarla durante los días en que resolvía los detalles de su viaje. Louise tampoco entendía las razones. ¿Volver a ese país en el que nada bueno te ha sucedido? Quédate aquí, al fin y al cabo estás en casa. ¿Qué tienes allá? La desaparición de mi hijo, contestó Elvira interiormente, pero no quiso decirlo en voz alta porque sonaba demasiado siniestro.

–No me siento ya en casa, en realidad todo ha cambiado demasiado. Creo que con la pensión de retiro adelantado podré vivir mejor allá; el único compromiso es que debo residir en Canadá al menos noventa días al año, cosa que haré de junio a septiembre. El frío me resulta ahora insoportable. Y con eso y la consulta que pueda rehacer estaré mejor que aquí.

–También puedes rehacer una consulta en Toronto, ahora hay muchos emigrantes hispanohablantes, eso te agrega un valor especial.

Continuaron cenando en silencio. Era un pequeño restaurante griego frecuentado por los habituales del barrio.

–Me encanta el feta –dijo Louise para volver a la conversación–, y, por cierto, qué has sabido de Bob. ¿Cómo le va con su restaurante francés en Montreal?

–Creo que bien, hablamos por teléfono hace unas semanas y sonaba muy contento.

–¿Y qué hay de Scott? –Elvira no quería hablar de su ex marido y pensó que era mejor mover el foco de atención hacia los problemas de Louise.

–Todos los días decide algo distinto. Está volviendo loco al abogado, y a mí de paso. Un día quiere acordar la mitad de la casa, otro piensa que él se queda con la casa y me deja una pensión, a la mañana siguiente considera que lo mejor es que yo me quede con la casa y le pase la pensión a él. Creo que hay que esperar a que se tranquilice. Es estrés acumulado, me dijo el abogado, ocurre constantemente que las parejas pelean por los bienes materiales todo lo que se tragaron durante años.

Ambas rechazaron el menú de postres y discutieron un rato acerca de quién pagaba la cena. Elvira insistió en que era su invitación.

–Como en los viejos tiempos –dijo Louise–, cada quien su parte.

–Está bien –aceptó Elvira. Sabía que Louise no tenía otro modo de ver las cuentas.

Louise Alcott era la única amiga con quien había mantenido un cierto contacto durante los últimos años. Quizá porque sus padres fueron los mejores amigos de los suyos. Louise la acompañó con todos los procedimientos de la funeraria y estuvo presente en ambos entierros. Los suyos también habían fallecido y tenía experiencia. Pero Louise le parecía ya muy lejana, como si hablaran dos chicas que murieron tiempo atrás, y constantemente tantearan las frases, temerosas de no reconocerse, de herirse con algún comentario que resultara fuera de lugar. Eso era, había perdido los códigos de conversación. No podía decir que se identificara con los códigos venezolanos, los había aprendido y podía usarlos, pero no los sentía suyos. Y los viejos códigos de la chica de Calgary los recordaba sin tampoco sentirlos propios. Viviré sin códigos, basta con conocerlos. No es necesario tenerlos clavados en el corazón. El tema del regreso a Caracas había sido constante con Louise. Convencida de que el factor económico sería el más fácil de vender insistió en ello, aunque obviamente era un factor débil. Volver a Venezuela no le aseguraba ningún bienestar. Estaba decidida esta vez a tener una vivienda propia, pero ¿qué podría comprar con los treinta y siete mil quinientos dólares canadienses que quedaban de la venta de la casa, después de impuestos, tomando en cuenta que tendría que vivir un tiempo sin ingresos? Afortunadamente los ahorros de sus padres –el dinero «extra» que decía su madre– le habían permitido pagar los gastos de estos días y comprar el pasaje; ahora solamente le quedaban unos doscientos que debía administrar con la mayor cautela hasta el día del viaje.

Tenía pensado llegar a un hotelito que estaba cerca de su antiguo apartamento; siempre que pasaba por delante lo miraba con horror, parecía un lugar abandonado desde su probable construcción en los años setenta, pero seguramente las tarifas serían asequibles. Luego se pondría de inmediato en la búsqueda de apartamentos en venta, no tenía preferencia por ninguna zona en particular con tal de que estuviera cerca del metro y de negocios que le permitieran hacer sus diligencias a pie. Necesitaba dos habitaciones, la suya y la del consultorio, y le bastaba con un solo baño. No requería estacionamiento porque no pensaba comprar un automóvil. Algo aparecerá, no soy demasiado exigente. Le preocupaba, sin embargo, el costo de los electrodomésticos, quién sabe cuánto estará costando una lavadora.

Cuando llegó a Caracas, el año que había estado fuera le pareció un día. Quizá más deterioro, pero también yo estoy más deteriorada. Con gran precisión le dio las instrucciones al taxista y se vio frente al Hotel Guaire con dos maletas y un saco. Una vez en la habitación consideró que cualquiera fuese el precio era excesivo. Será por poco tiempo. Salió a la calle y compró el periódico para revisar los avisos clasificados.

Se despertó al día siguiente descansada, como si hubiera dormido por muchas horas en un maravilloso colchón, lo que no era el caso. Bajó a desayunar a la panadería y luego comenzó su búsqueda. La segunda visita fue suficiente. El apartamento cumplía todos los requisitos y lo único que necesitaba era una buena mano de pintura. La propietaria, una italiana que quería regresar a su país, estaba desesperada, tenía meses intentando venderlo. Aseguró que había sido muy feliz en aquella casa con su difunto marido y le daba dolor dejarlo, pero ya sus hijos se habían marchado a Italia y ella era la única que no había podido irse porque estaba amarrada a aquel apartamento, y con la situación (subrayó situación) no había logrado nada. Estaba sorprendida de que Elvira Madigan quisiera formalizar la venta lo antes posible, y, además, dispuesta a pagarle en dólares. La llamó varias veces al hotel para confirmar que su compradora era una persona real. Cuando firmaron le estampó un beso en los dos cachetes y le regaló un panettone, Elvira recibió las llaves como si le entregaran un sueño anhelado desde la infancia. La mujer le había dejado en premio una cama, dos sillas y la nevera, así que se mudaba de una vez. Cualquier cosa era mejor que el Hotel Guaire.

Hizo una lista de todos los artefactos que necesitaba y unas llamadas. Quería saber de sus antiguas amistades. Cristal y Mireya no vivían ya en el apartamento de antes; Judit Green había dejado de trabajar en la revista Contemporary y estaba en Estados Unidos. Ingrid Horowhitz se puso muy contenta cuando escuchó su voz, la había echado mucho de menos. Luego llamó a Boris Salcedo, el detective que la había ayudado cuando desapareció Tom.

–¡Qué gusto tenerla por aquí de nuevo, doctora Madigan! ¿Viene por tiempo o de visita?

–Le doy mi teléfono para lo que se le ofrezca, en dos semanas reinicio mi consulta.

–¿Sabe que ya tiene un paciente? Alida y yo nos divorciamos, me siento muy deprimido, creo que todo fue culpa mía, la cosa es…

–Que no tiene tiempo.

El comisario Salcedo se rió.

–Lo encontraré, se lo prometo.

Mientras Salcedo decide psicoanalizarse lo mejor será que vaya a la Embajada de Canadá. Todo es lo mismo de nuevo. Registrar mi nombre y anotarme en la lista de profesionales. Nada será lo mismo, de todas maneras. Ahora tengo que concentrar mi energía en conseguir pacientes lo más rápidamente posible. La italiana había sido mejor negociante que ella.

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Créditos

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La conversación con Adriana Budenbrook era dudosa. No estaba muy claro si quería un tratamiento psicológico, una ayuda en crisis, o si su verdadera motivación era saber quién había matado a su hermana. Ofrecía el perfil de unos buenos honorarios: académica reconocida, bien vestida, varios idiomas, buena posición de origen (hija de un conocido empresario), soltera y sin cargas familiares. Pero algo en ella era impenetrable: sus intenciones, sus deseos. Adriana Budenbrook no hablaba de sí misma, tenía un discurso acerca de sí misma. Muros a franquear, pero, al fin y al cabo, ése es mi oficio.

Decidió llamar a Salcedo, y sorpresivamente atendió enseguida.

–Dígame una cosa, Boris. Esta señora Budenbrook que me llamó de su parte, ¿de qué se trata?

–¿Ella no le explicó?

–Me dijo que su hermana menor murió asesinada en un evento público hace unos meses.

–Exactamente, sucedió poco antes de que usted regresara, estuvimos viendo un poco la situación, bastante complicada, en realidad murieron dos personas. Un escritor que recibía un homenaje en ese evento y la chica Bokenbrud.

–Budenbrook –corrigió Elvira.

–Eso, Budenbrook. Increíble cómo pasan las cosas, y eso que había vigilantes por todas partes, esa seguridad privada no sirve para nada, pero la gente se empeña en pagarla…

Elvira Madigan había aprendido que en los códigos de conversación venezolanos las personas hablan unas arriba de las otras, cosa que nunca haría una chica de Calgary.

–Ya sé lo que ocurrió, Boris, lo que no sé es por qué me la mandó a mí.

–Para que la ayude, ¿para qué va a ser?

–¿Como psiquiatra o como detective?

–Es como lo mismo, ¿no?

–No es nada lo mismo, por favor.

–La señora Bokenbrud no quedó convencida con el culpable que detuvimos y me tenía harto con las llamadas exigiéndome que resolviera el caso. Yo creo que usted puede cooperar con ella.

–Adriana Budenbrook, en efecto, duda de ese resultado policial y quiere saber la verdad, la comprendo perfectamente, pero yo lo único que puedo hacer es ayudarla con el duelo de la hermana.

–Pues haga como quiera, doctora Madigan, usted me dijo que necesitaba pacientes, y ahí tiene una. Le puede cobrar doble, por la consulta y por la investigación. Pase por aquí y le explico más.

Otro caso irresuelto del comisario Salcedo, pero no para Elvira Madigan. Decidió esperar que Adriana Budenbrook volviera a aparecer para explicarle que ella no era la persona adecuada. Su mensaje había sido claro: «Doctora Madigan, le habla Adriana Budenbrook. Espero su llamada para concertar nuestra próxima cita». Durante la segunda entrevista Elvira volvió sobre el tema de las motivaciones.

–¿Es demasiado raro que una persona cuya hermana menor fue asesinada busque ayuda psicológica?

–No, por supuesto que no, solamente que veo en su pedido más un tema de quién lo hizo y por qué, antes que la necesidad de ayuda personal.

–Es todo lo mismo, no saber qué ocurrió me impide llevar una vida normal. Tengo que tomar tranquilizantes durante el día y pastillas para dormir por la noche, no me puedo concentrar en mis clases y tengo la impresión de que mis alumnos lo notan, mi vida sentimental se ha ido a la basura. Yo pienso que si supiera la verdad me calmaría.

La verdad no siempre es benéfica, pensó Elvira.

–Comprendo sus razones. El asunto es que mi competencia profesional se limita a las secuelas psicológicas de esta muerte, no contempla la investigación del culpable y las posibles causas de su acción.

–Yo creo, estoy convencida, que si todo se aclarara me sentiría mejor, y pienso que si alguien me ayuda puedo descubrirlo.

–Esto es un asunto policial, no sé si usted tiene competencias para ese tipo de problemas.

–Comienzo a sentir una incomodidad en esta conversación, como si estuviera mendigando su ayuda. La llamé por recomendación del comisario Salcedo, pero supongo que debe haber otros profesionales calificados en la ciudad.

–Claro que los hay –contestó Elvira irritada–, y le sugiero que los contacte. Si después de revisar otras opciones quiere llamarme, la atenderé.

Decidió pasar a visitar a Boris Salcedo. Obviamente no le había dado toda la información por teléfono. Lo encontró rodeado de teléfonos de mesa, portátiles, t-motions y blackberrys. Se alegró de verla y salió con ella a tomarse un café fuera de la oficina.

–Queda pendiente mi cita con usted. Estoy muy afectado por lo de Alida. Finalmente sí tenía un amante, soy muy intuitivo y muy suspicaz.

–Dos buenas cualidades para un detective.

–Estoy saliendo con otra chica, pero me da miedo. Demasiado joven. Puede que termine mal, o sea, de la misma manera.

–La vida es riesgo, dijo un sabio. En fin, cuénteme más. No quise decidir un tratamiento sin tener un mejor conocimiento del tema.

–Ocurrió el 17 de agosto, busque los diarios para complementar la noticia. Lo que yo puedo decirle es que había un evento de mucha gente en el Hotel Embajador, era un acto de homenaje para un escritor muy importante, Pablo Narval; yo, la verdad, nunca lo había escuchado nombrar, no leo ese tipo de libros. Los discursos habían terminado y el hombre subió a la tarima y de repente cayó al suelo, pensaron que se había desmayado por la emoción y el gentío, era una persona bastante mayor, pero cuando lo recogieron se dieron cuenta de que estaba muerto. Un disparo en la nuca con arma larga. Se imagina el zaperoco. Ambulancias, paramédicos, periodistas. Llamaron para acá, les dije que bloquearan los accesos y mandé a los muchachos. Agarraron a Yomfry Noriega, un chico marginal que evidentemente no tenía nada que hacer en esa fiesta. Se llevan a Yomfry y se llevan el cadáver, y en eso alguien encuentra a una joven tendida en el piso. Apuñaleada. Usaron un estilete de esos antiguos, como de abrir cartas, muy largo y afilado. Le tocó el corazón. Ésa era Sofía Bokenbrud, digo, Budenbrook. Entonces, la hermana empezó a acosarme con que yo tenía que seguir investigando porque no creía que el detenido fuera el homicida. Logré sacármela de encima y cuando usted regresó se me ocurrió darle su teléfono. Pensé que era una manera de ayudarla a ella, y sobre todo a usted. Esa señora le puede pagar bien, estoy seguro.

–¿Qué le dijo de mí?

–Nada absolutamente porque no hablé con ella. Mi secretaria la llamó para decirle que yo le recomendaba conversar con usted y le dio su número.

–Boris, yo sé que usted es una persona muy ocupada, aunque lo he encontrado más accesible en esta oportunidad que antes. Pero por más ocupado que esté, a usted le pagan por descubrir homicidios, ¿o me equivoco?

–Me pagan para que haga una cantidad de cosas que no puedo hacer. Pero en este caso en concreto me pagan para que no lo descubra.

–¿Soborno?

–Para nada. Simplemente recibí órdenes de dejar las cosas de ese tamaño. La solución es Yomfry Noriega y está en El Rodeo. Allí se va a pudrir unos cuantos años.

–¿Y usted está conforme?

–Con algunas dudas, pero, por mí, se queda así. No se puede poner uno a resolverlo todo.

Elvira Madigan regresó a su apartamento, dispuso sus papeles bancarios y una calculadora sobre la mesa, luego se sirvió una ginebra.

Veamos. De los treinta y siete mil quinientos me quedan catorce mil quinientos, el resto lo están disfrutando en Sicilia. Con los nueve mil quinientos que gasté tengo lavadora, secadora, televisión, microondas, la pintura y los cuatro muebles que puedo ver; me quedan en espera una computadora y un DVD. Dejo cinco mil en reserva para los noventa días en Canadá, aunque me parece que voy corta en el cálculo. Hasta allí la casa de Balzac. Con los doscientos setenta mensuales del retiro anticipado que deben estar llegándome el mes que viene, si los vendo en el mercado paralelo, pago los básicos. Aquí, por ejemplo, hay algunos vacíos. Seguro médico, eventualidades. Lista de pacientes: un secretario de la embajada que viene a preguntarse una vez por semana por qué no ha podido casarse a los treinta y cinco años. Este punto está débil. Ingrid Horowhitz prometió referirme un buen caso, aunque hasta el momento no se ha hecho presente. Sacadas todas las cuentas, no te necesito, Adriana Budenbrook.

Sin embargo, cuando Adriana Budenbrook se sentó frente a ella y depositó suavemente su cartera Prada sobre la mesita de apoyo, Elvira Madigan cambió de opinión. Quería un automóvil. Tres semanas en Caracas la habían convencido.

–¿Te aceptó trescientos dólares? No lo puedo creer, Elvira, ¿de dónde la sacaste? –gritó Ingrid por el teléfono–. Nunca he tenido un paciente tan rico.

–Los aceptó sin pestañear. Dos veces por semana, incluyendo las sesiones que no sean canceladas con cuarenta y ocho horas de anticipación.

Pero también había otro argumento. McLeod, su antiguo profesor de Toronto, le dijo al oído: «doctora Madigan, ¿desde cuándo los motivos de consulta tienen que ser los que están en los libros? El motivo de consulta de esa persona es la obsesión por saber quién mató a su hermana, y esa obsesión obedece a un sentimiento inconsciente que es su tarea iluminar». Le dio una nueva cita y la escuchó como si fuera por primera vez. Hablaba una persona desesperada. Viejo McLeod, me has dignificado, pensó Elvira. No sólo de trescientos dólares por hora vive una psiquiatra. Yo también sufrí la obsesión por saber qué había ocurrido con mi hijo. Ese sufrimiento es intolerable.

Decidió invitar a cenar a Ingrid Horowhitz con gasto anticipado al primer pago y comprar de una vez la computadora y el DVD. ¿Quién te asegura que Adriana Budenbrook dura mucho tiempo en tu diván? Yo misma, soy como Salcedo, intuitiva y suspicaz.

3

El secretario de la embajada había estado pensando que la chica con la que acostumbraba ir a la playa de vez en cuando era la mujer ideal. ¿Cómo no me había dado cuenta?, dijo, gracias a usted he comprendido que tenemos muchas cosas en común. Elvira Madigan tembló. Eso me pasa por ir demasiado rápido, si esta mujer le dice que sí se quiere casar, adiós sesiones. No quería quedar a la merced de Adriana Budenbrook pero, a la fecha, nadie más había solicitado una cita. El paciente prometido por Ingrid se hacía esperar. Decidió asistir a un congreso de psicoterapia que tendría lugar el fin de semana. Bastante cara la inscripción pero una buena oportunidad. Puede ser que encontrara antiguos conocidos o tuviera la oportunidad de entablar nuevas relaciones. Se mandó hacer unas tarjetas: «Elvira Madigan, M.D. English Speaking Psychotherapist». Era su valor agregado.

El miércoles Adriana llamó para advertir que no asistiría a la cita del viernes, de modo que cancelaba con cuarenta y ocho horas de anticipación. Mejor, pensó Elvira, así puedo ir al congreso todo el día.

Las sesiones transcurrían normalmente, ningún paper le llamaba demasiado la atención, tampoco había encontrado rostros conocidos, a excepción de un psicólogo con quien, precisamente, tuvo un inconveniente recién llegada a Caracas. Esperemos algo mejor durante la tarde. Salió de la sala y se sentó en la terraza para tomar un café. Dios mío, ¿qué tipo de café será éste, a ocho mil trescientos la taza? Pero ya el mesero lo había depositado frente a ella y esperaba el pago. Desde la terraza podía ver la piscina llena de ejecutivos rusos y se aburrió de la escena. Decidió pasear por los pasillos interiores en los que se disponían tiendas de lujo y oficinas de servicios a viajeros. De pronto un chispazo cruzó en su aburrimiento. Éste es el Hotel Embajador. Aquí murieron el escritor y Sofía Budenbrook.

Volvió al congreso, esta vez para recorrer las salas. Todas eran de mediana escala, de modo que no podía haber ocurrido en ninguna de ellas. Boris insistió en que había mucha gente. Entró en la sala plenaria y se sentó en la última fila. A su alrededor jóvenes profesionales anotaban compulsivamente mientras el conferencista desarrollaba su lectura. Algo acerca de la confluencia entre las distintas escuelas psicoterapéuticas contemporáneas que no le llamaba demasiado la atención. Calculó al ojo la capacidad y le pareció que cabían unas ciento cincuenta personas. Es grande, pensó, pero puede ser que haya otra más grande. Se levantó y se dirigió a la oficina de reservaciones de eventos. Allí le entregaron una hojita con los distintos tipos de locales y los costos de alquiler. El hotel disponía de dos espacios de mayor tamaño, el Salón Regente, con capacidad para trescientas personas, y el Salón Excelsior, para seiscientas. Éste debe ser, el Excelsior. Entró entonces en el Business Center y alquiló el uso de internet por treinta minutos. Vaya día de gastos, pensó, pero aún no tenía contratado un servicio de internet en su casa y salir a un cibercafé para luego regresar al hotel sería tedioso. Buscó el 17 de agosto en un diario de uso libre. La noticia no mencionaba en cuál salón habían ocurrido los asesinatos. No hace tanto tiempo, en alguna parte está registrado el contrato de alquiler.

Regresó a la oficina de reservaciones y le explicó a la empleada que era la asistente del señor Hayashi, un importante hombre de negocios japonés que proyectaba un gran evento. Necesitaba el salón de mayor capacidad.

–¿Fecha?

–21 de noviembre.

Revisó el libro de reservaciones.

–Para esa fecha el Excelsior ya no está disponible. Puede ser el Regente.

–Estamos hablando de más de seiscientas personas, leo aquí que el Regente tiene capacidad para trescientas.

–Se pueden agregar unas sillas.

–Tendría que verlo.

–¿Ahora mismo?

–Por supuesto que ahora mismo, éste no es el único hotel de la ciudad –dijo recordando el tono arrogante de Adriana Budenbrook.

Otro empleado que había escuchado la conversación por encima del hombro, y que parecía ser superior a la chica malhumorada que la atendía, dijo:

–Nataly, busca la llave del Regente para que la señora pueda verlo.

Nataly salió de la oficina y el empleado se refugió en un cubículo al fondo. Tengo diez minutos para revisar ese libro, o quizá menos. Pasó las páginas hasta que llegó al 17 de agosto, y sin voltearlo pudo leer que el homenaje a Pablo Narval había tenido lugar en el Salón Excelsior a las 7 pm.

Cuando Nataly regresó con las llaves del Salón Regente, Elvira Madigan la siguió y dio un vistazo al local.

–Insuficiente. Por favor, enséñeme el Excelsior.

–Ya le dije que para esa fecha no está disponible.

–No importa, cambiaremos la fecha si nos gusta el salón.

La empleada le hizo un gesto que podía significar «me está arruinando el día», y le indicó el ascensor. El salón Excelsior ofrecía mejores condiciones de seguridad. Se accedía a través de un ascensor de llave que desembocaba en un vestíbulo. Una vez adentro Elvira comenzó a recorrerlo muy despacio.

–¿Se va a tardar mucho? –preguntó Nataly.

–Usted se da cuenta de la importancia del evento que preparamos y del precio del alquiler. No es algo que podemos decidir en un instante.

–Entonces regreso a la oficina, estoy muy ocupada.

–¿El ascensor necesita llave para bajar?

–No, solamente para subir. Puede irse cuando quiera –contestó con el tono de ojalá se vaya para siempre y no tenga que volver a verla.

Elvira Madigan continuó repasando el espacio. En aquel momento estaba vacío, probablemente colocaban las sillas para el momento, o no lo hacían si se trataba de un evento que no las necesitara. No estaba segura de cuál habría sido la disposición aquel día. Se aproximó al lado norte del salón, donde estaban el podio y la mesa de oradores sobre una tarima. Subió a la tarima mirando al lado sur y observó un largo rato las paredes vacías. Seguramente la decoración quedaba a cargo de los organizadores. Las paredes no tenían ningún elemento visible. Las rejillas del aire acondicionado estaban colocadas en el techo y la iluminación era indirecta, escondida tras unas molduras de drywall. Nada llamativo.

Nataly entró en el salón.

–¿Qué le parece?

–Se ve bastante bien pero tengo algunas preguntas.

«Espero que pocas», decía la expresión de Nataly.

–Dígame en qué puedo ayudarla.

–El señor Hayashi necesita proyectar varias láminas y un video.

–Eso no es ningún problema. Puede hacerse de dos maneras: o bien colocando el equipo en la sala o bien proyectando desde arriba. Depende de lo que decidan nuestros técnicos cuando ustedes nos traigan el material.

–Desde arriba, ¿dónde?

–En la parte alta de la pared hay unas ventanas de luz para la proyección, no las puede ver en este momento porque están cerrados los paneles que las ocultan. Si se trata de un evento sin proyección no se abren.

–Ya. Y los técnicos están detrás, ¿no es así?

–Claro –dijo Nataly dudando un poco de las habilidades de la asistente del señor Hayashi–, están en la sala de proyección.

–Me gustaría verla.

–No está permitido, es solamente para el acceso de nuestro personal.

–Yo no puedo contratar nada si no he chequeado absolutamente todos los detalles.

–Para llevarla a la sala de proyección necesito que nos acompañe el personal de seguridad.

–Magnífico.

Elvira Madigan se sentó en el borde de la tarima mientras una Nataly enfurecida buscaba al personal de seguridad. Ése es el punto desde donde lo hicieron, no cabe duda. Allí estaba el francotirador. Ahora bien, ¿en complicidad con los técnicos o mediante el uso de la fuerza? Si hubiera sido por la fuerza ese elemento formaría parte de la noticia, el técnico amarrado o incluso muerto. No hubo nada de eso, de modo que queda descartada la hipótesis. Fue complicidad o aprovechando algún descuido del técnico. ¿Y cómo Boris Salcedo no entrevistó a esa persona? Se me olvidaba, no tiene tiempo, y si lo tuviera, le dijeron que dejara las cosas de ese tamaño. ¿Cuán importante era el escritor Pablo Narval?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por Nataly y el encargado de seguridad. Los siguió por unas escaleras a las que se accedía por una puerta disimulada por la misma decoración de drywall, a la derecha del vestíbulo. Entraron en la sala de proyección y el hombre accionó el mecanismo; los paneles se desplazaron y aparecieron las salidas de luz. Era un espacio pequeño, para ser usado por dos personas máximo. Desde allí la tarima era un objetivo fácil. Pero Narval no había muerto cuando estaba dando su discurso en el podio o en la mesa principal sino cuando subía a la tarima. Desde la sala de proyección se dominaba todo el local, pero obviamente sólo un buen tirador podía ejecutar un único disparo y acertar en medio de una reunión de seiscientas personas. Un profesional. Hizo varias preguntas más y se despidió.

–Muchas gracias por su tiempo, Nataly. Me pondré en contacto con usted tan pronto hayamos tomado la decisión.

Nataly vio con alivio cómo Elvira Madigan se perdía por el pasillo. Regresó a la sala de conferencias y luego pasó al almuerzo-bufet preparado para los participantes en la terraza. Tengo un buen día, Nataly, y ahora Richard Wood, voy a saludarlo. Richard y Elvira habían tenido algunos inconsecuentes escarceos amorosos después de la ruptura con Santiago. Lo vio muy afanado hablando con otras personas mientras se servía el plato, y cuando Elvira Madigan le tocó el hombro se mostró verdaderamente contento. Se sentaron en una mesa a comerse un horrible pescado gratinado con coliflor, y por un momento a Elvira le pareció que todo era como si estuviese interesada en el congreso. Cruzaron tarjetas y Wood prometió referirle algún caso, le estaba yendo muy bien y, con cierta picardía, prometió invitarla a cenar y recordar viejos tiempos. Viejos estamos los dos, pero no desecharé la ocasión. Me hacen falta amigos.

4

Adriana Budenbrook se excusó largamente por su ausencia del viernes y expuso que si su llamada no había tenido lugar antes de las cuarenta y ocho horas convenidas pagaría la sesión. Le parecía que no habían sido exactamente cuarenta y ocho horas porque la sesión era a las tres de la tarde y ella había llamado hacia las cinco.

Vaya obsesiva, pensó Elvira Madigan, pero no me aprovecharé de su neurosis. Le aseguró que estaba dentro de lo convenido y guardó silencio para escucharla. Adriana sacó de la cartera un documento con la intención de leerlo. Fue interrumpida.

–¿De qué se trata lo que me quiere leer?

–Estuve tomando notas para reconstruir la historia de mi familia. Creo que es importante.

–Seguro, pero preferiría que me la contara.

–Probablemente olvidaré detalles, he perdido mi capacidad de concentración.

–No importa, podemos ver esos detalles después. Déjeme el documento y lo leeré más tarde. Por ahora la escucho.

Se hizo un largo silencio.

–No sé por dónde empezar.

–Hágalo por cualquier parte, las cosas irán saliendo a medida que habla.

–Nunca he tenido confianza en el método psicoanalítico.

Elvira quedó en silencio también. Si no le gusta el método, ¿para qué me escogió? Está bien claro en el título que tengo pegado en la pared. Esperemos. No hay modo de que esta mujer me caiga bien.

Adriana no dijo absolutamente nada durante casi veinte minutos.

–La historia de mi familia no es tan complicada, pero creo que nunca la he contado de esta manera, como si fuera un relato. Recuerdo que Freud habla de la novela familiar en alguna parte. ¿Es así?

Elvira Madigan no contestó.

–Bien, intentaré comenzar, pero le aseguro que en las páginas que escribí encontrará mucho mejor la historia.

El silencio continuaba. Miró el reloj. Adriana Budenbrook había consumido treinta minutos sin contar una historia que no era complicada.

–Mi abuelo era austríaco, vino a Venezuela en una misión diplomática, y mi padre vivió en Caracas durante su adolescencia, se graduó de ingeniero en la Universidad Central. Después de que mis abuelos se instalaron de nuevo en Viena, mi padre quiso volver a Venezuela. Había sido feliz aquí y pensó que tendría un mejor futuro. Se casó con una venezolana y fuimos siete hermanos, yo soy la sexta. El mayor, Paul, murió cuando era niño en un accidente de esquí durante unas vacaciones en Austria. Siguen Rainer, Otto, Thomas y Wolfgang, luego yo, y la menor, que era Sofía. Los varones viven en distintos lugares. Wolfgang en Viena, mi madre también; Rainer en Nueva York; Otto en Londres y Thomas en Buenos Aires. Solamente Sofía y yo en Caracas. Comprenderá lo difícil que fue para mí dar la noticia de su muerte. No sabía si llamarlos o enviarles un correo electrónico. O viajar para decírselo, pero ¡cómo recorrer esa cantidad de países como un mensajero de malas nuevas! Decidí hacerlo por teléfono. Fue verdaderamente difícil. Mi familia estaba en desacuerdo con que Sofía se quedara viviendo aquí. Tenían razones para ese desacuerdo, pero, al fin y al cabo, ella era mayor de edad y podía decidir su destino.

–¿Por qué estaban en desacuerdo con que ella viviera aquí?

–Les parecía que no estaba haciendo nada interesante. Mis padres fueron muy exigentes en cuanto a nuestra educación. Todos mis hermanos son personas muy calificadas. Rainer trabaja en Wall Street, Otto en la London Stock Exchange, Thomas es director de una empresa de telefonía digital y Wolfgang es curador de un museo muy importante de Viena, el Leopold. Yo soy internacionalista, estudié un máster en Washington y un doctorado en Bruselas. Mis padres tuvieron un nivel de vida bastante alto; mi padre fue un empresario muy exitoso. Sofía parecía encaminarse al perfil de la oveja negra. Alguien inconsistente con sus proyectos. Quería ser actriz, luego artista. Hizo algunos cursos en talleres de arte y tenía el sueño de una gran exposición, ¿con qué obra? Últimamente estaba trabajando en videoarte, pero carecía por completo de disciplina. Mi madre y mis hermanos pensaban que en Viena podría estudiar mejor bajo la vigilancia de Wolfgang, que podía conectarla con el mundo del arte, pero no lograron convencerla. Se fue a los veinte años en esa muerte tan incomprensible.

–Y usted, ¿por qué escogió quedarse aquí?

–Me casé y cuando ocurrió el divorcio ya había desarrollado una carrera académica. Hubiese podido intentar trasladarme a una universidad en cualquier parte del mundo, hablo cuatro idiomas, pero decidí no hacerlo. Me siento cómoda con mi vida. Viajo a ver a mi madre todos los años, y a veces paso antes por Londres o Nueva York para saludar a mis otros hermanos. A Buenos Aires no he ido nunca, o, corrijo, una vez, cuando se casó Thomas.

–Después del divorcio, ¿hay alguien más?

–Oh, del divorcio hace ya bastante tiempo. Ha habido muchos más, pero no he decidido una vida estable con nadie. Cuando sucedió lo de Sofía estaba saliendo con un francés que trabaja en la Elf, pero creo que la relación ha terminado. Mi estado depresivo le resultaba intolerable. En este momento está en el Medio Oriente por unos meses y resolvimos darnos ese tiempo para ver si todo continúa. Francamente no lo creo así.

–Así que está muy sola.

El silencio de Adriana Budenbrook era afirmativo.

–Se me hace duro regresar a casa. Sofía vivía en un apartamento en el mismo edificio que yo. Con frecuencia venía a verme cuando yo volvía de la universidad.

–Creo que su tiempo ha terminado, Adriana.

Elvira Madigan guardó la carpeta que contenía la historia de los Budenbrook. No tenía ganas de leerla en aquel momento. ¿Una oveja negra a los veinte? ¿Cómo sabían que sería una persona inconsistente con sus proyectos? No creo que me hayas contado los fieros interiores de tu novela familiar.

5

–Pienso mucho en Alida, no logro quitarme de la cabeza que la perdí por mi culpa, por este maldito trabajo que me roba la vida. Ya sé que usted me lo advirtió y traté de hacer algunos cambios, pero no fueron suficientes. O llegaron tarde. Alida estaba empatada con un vecino, ¿se imagina algo más sórdido? Un tipo divorciado que vivía en el piso de arriba. Ni siquiera tenían que molestarse en esconderse en algún hotel eventual. Todo a mano. He sufrido mucho, doctora Madigan.

–¿Cree que hay alguna posibilidad de reconciliación?

–Ninguna, se casan, solamente están esperando que salga la sentencia de divorcio. Para colmo se van de Caracas, así que pierdo también a la niña.

–Cuando Alida se casó con usted conocía el tipo de trabajo que tenía. Al fin y al cabo ella misma estuvo de acuerdo con las condiciones.

–Si hubiese aceptado esa compañía de seguridad en Miami nada de esto habría sucedido. Estaríamos felices los tres allá, con menos trabajo y más dinero. Cómo pude ser tan bruto.

–Quizá tenía razones para no querer irse.

–Dos razones: mis padres. Mis hermanas mayores son muy egoístas, no se ocupan de ellos para nada. Yo les debo todo.

Elvira Madigan pensó que conocía ese sentimiento. Dejó que Boris llorara, siempre la conmovía el llanto masculino. Cuando los hombres lloran parece ser muy grave. Niños inconsolables. Después le ofreció un café en la cocina para que Boris se fumara un cigarrillo, pero lo había dejado.

–Estuve en el Hotel Embajador y visité el salón en el que ocurrieron los asesinatos. Fíjese en esto: hay un cuarto de proyección en la parte superior de la pared sur, exactamente enfrente del podio y la tarima. Las ventanas de luz para el proyector están recubiertas por paneles movibles de modo que no se ven si están cerrados. Es evidente que el disparo se hizo desde allí. Aquí tengo las primeras preguntas: ¿se produjo alguna proyección en ese evento? ¿Había un proyectista? ¿Fue cómplice? ¿Fue inutilizado por el asesino? ¿Cómo pudo el asesino entrar en ese cuarto? La puerta de la sala de proyección permanece cerrada y la llave la guarda el personal de seguridad. Además, las personas que asistieron a ese acto estaban provistas con pases electrónicos.

–¿Cómo lo sabe?

–Me lo dijo Nataly.

–¿Quién es Nataly?

–Una chica mal pagada que atiende la oficina de eventos y banquetes. Le expliqué que necesitábamos condiciones de extrema seguridad para el evento que prepara el señor Hayashi y me confirmó que ese tipo de tarjetas son frecuentes. ¿Como en el homenaje a Pablo Narval?, le pregunté. Dijo que sí, naturalmente muy nerviosa de que yo hiciera más averiguaciones ya que evidentemente esas tarjetas no sirvieron para nada.

–Todas esas preguntas tienen respuesta, doctora Madigan.

–Pero, ¿alguien interrogó al proyectista?

–No estoy seguro de que lo hubiera, probablemente el asesino era un invitado con su pase electrónico o alguien que logró conseguirlo.

–Boris, ¿cómo es posible que usted no interrogara a nadie?

–Probablemente lo hicieron los muchachos, consultaré el expediente.

–Tuviera o no el pase electrónico, ¿cómo logró entrar en la sala de proyección? ¿Alguien le abrió? ¿Tenía la llave? ¿Violentaron la cerradura?

–Veré el expediente, tenga paciencia. Puede ser que alguno de los muchachos encontrara información sobre eso.

–Ya. ¿Y sobre el arma utilizada?

–Hay un informe de balística pero usted no sabe nada de eso, no le servirá de nada. En todo caso el arma no fue encontrada.

–¿Y el estilete con el que mataron a Sofía Budenbrook tampoco fue encontrado?

–Claro, estaba metido en su cuerpo. Esa prueba la guardaron los muchachos. Se la puedo traer porque el caso está cerrado. No tenía huellas, le adelanto.

–No me explico por qué encerraron a ese joven Yomfry; ¿de qué modo iba a disparar desde el cuarto de proyección, y minutos después bajar al salón para clavarle un estilete a otra persona? Lo agarraron porque tenía las características de un malandro. ¿Qué pruebas había de que él usó el estilete si no hay huellas y nadie lo vio?

–No crea, doctora Madigan, que no me hace sentir culpable, pero, ya le dije, no quieren que se sepa más.

–Obviamente los autores intelectuales no quieren, y usted sabe quiénes son.

–Ésa es una conclusión probablemente falsa. No quieren que se sepa más porque quieren tapar el escándalo de un escritor invitado con bombos y platillos por altas empresas, que luego matan en pleno homenaje. El tipo era candidato al Premio Nobel, se imagina la torta. Los suecos solicitaron una investigación sobre el caso, ya se les dijo que el culpable estaba en prisión y se quedaron tranquilos.

–Los suecos no tienen la menor idea de las razones por las cuales una persona puede estar en prisión o en la calle en un país…

–En un país como éste.

–Sí, eso es lo que quería decir. ¿Cree que yo podría hablar con esos detectives a quienes usted llama cariñosamente «los muchachos»?

–No, eso no es posible. Lo haré yo y después le cuento.

El portátil de Boris Salcedo cantó el tema de La Pantera Rosa en James Bond y salió como un loco del apartamento.

Adriana Budenbrook miraba fijamente a Elvira Madigan.

–¿De verdad averiguó todo eso?

–Sí, y no es mucho, lo único que sé es desde dónde le dispararon al escritor, y finalmente su interés no está en la muerte de ese hombre sino en la de su hermana.

–Yo estoy segura de que están relacionadas. No puede ser de otra manera.

–No sé. Con frecuencia ocurren fenómenos simultáneos que no están vinculados en sus causas. Hablemos de Sofía. Volvamos sobre sus sentimientos hacia ella.

–¿Tuvo tiempo de leer el documento que le entregué?

–La verdad que no, lo haré más adelante.

Por trescientos dólares, que encima no me pagaste ese día, tuve que aguantarme a Nataly y perder horas del congreso que me costó tan caro, y además tenía que leerme tu novela familiar. No había manera de sentir simpatía por Adriana. McLeod le habló de nuevo al oído: «doctora Madigan, la incomodidad que le hace sentir es parte del problema de la paciente. Piense dos veces».

–Sofía era una muchacha muy frágil. Siempre lo supe, desde niña fue diferente a nosotros, a mis hermanos y a mí, quiero decir. Nació en la familia equivocada. Una familia exigente, que sólo aceptaba el éxito, las metas claras, los esfuerzos sostenidos y dirigidos a un objetivo coherente.

Así es, pensó Elvira. Del mismo modo en que Adriana Budenbrook me pregunta si leí o no su documento, es como esta gente le preguntaba a Sofía si había o no cumplido sus tareas, cualesquiera fuesen. Y ella quedaba con un sentimiento de incapacidad, de culpa, de no ser suficientemente responsable.

–Probablemente en los últimos tiempos usted trató de reparar el sentimiento de que era una niña herida por la superioridad de los demás, la acogió en su intimidad, intentó ponerse a su altura.

–Exactamente así. Nos sentábamos en la terraza de mi apartamento a ver la vista sobre Caracas y yo me interesaba por sus cosas, por sus amigos. Es decir, trataba de interesarme. No lo lograba mucho, ¿sabe? Me contaba anécdotas larguísimas acerca de los compañeros con los que había compartido talleres de actuación o de expresión artística, los rollos emocionales de sus amigas o los problemas de drogas, ese tipo de cosas propias de los losers.

–¿Cree que estaba en drogas?

–Estuvo un tiempo enganchada. Eso también me daba culpa. La droga está relacionada con la soledad afectiva, ¿no es así?

–No necesariamente, es un problema complejo. ¿Cómo sabe que abandonó las drogas?

–Si me dijo que las había usado sin que yo se lo preguntara ni lo advirtiera, creo que fue por un arranque de sinceridad y confianza en mí, así que me pareció que era verdad que las había abandonado. Formaban parte de su relación con un amigo; cuando terminaron, las dejó.

–¿Y usted, también está muy sola?

–Tengo treinta y ocho años, no me he vuelto a casar, no he tenido hijos. Di todo por mi carrera académica y empiezo a sospechar que no valía la pena. Alumnos desinteresados, colegas mediocres, un país en barrena. Después de la muerte de Sofía pienso constantemente en irme pero no sé adónde. Tengo la nacionalidad austríaca pero mi madre y mi hermano Wolfgang hacen imposible Viena. No los aguanto ni ellos a mí. Por supuesto Wolfgang y yo nos admiramos mutuamente, y mi madre a ambos, pero vivir allá sería obligarme a frecuentarlos y no lo soportaría. Por otro lado, quiero esperar a que regrese Jean-Paul, necesito estar segura de que lo que hubo entre nosotros ha dejado de estar en nosotros.

–El otro día no esperaba nada de esa relación.

–Es lo más realista.

Adriana Budenbrook vio la hora, quedaban unos minutos.

–Si me paso del tiempo, por favor, interrúmpame, pero quisiera volver al momento del crimen. Usted está segura de que al escritor lo mataron desde la sala de proyección, y es evidente que a Sofía la apuñaleó alguien que estaba dentro del salón. ¿Piensa que fue la misma persona?

–Ni idea. La pregunta es, ¿qué hacía su hermana allí? ¿Le dijo que iría a ese evento?

–No lo mencionó pero eso no tiene nada de particular, vivíamos totalmente independientes, aunque yo le controlaba los pagos de servicios. Cuando los hacía por su cuenta constantemente le cortaban la luz o el teléfono porque olvidaba revisar los recibos.

Adriana se levantó como un resorte, siempre lo hace, y nunca pronuncia una sola palabra más salvo la despedida. Como si decir una palabra de más fuera quitarme un segundo de tiempo por el que no ha pagado. McLeod le hubiera dicho «todo esto que hemos hablado es muy doloroso», pero solamente dije, hasta el martes.

6

Tomó la decisión después de un largo rato y dos ginebras para aplacar la nostalgia por sus gatos anteriores –Cheshire I y Cheshire II. O me busco a Cheshire III o llamo a Richard Wood. Decidió lo segundo. A los cuarenta y nueve años una mujer no puede llamar a un hombre sin excusas. La más a mano, preguntarle si por casualidad guardaba el programa del congreso, quería ponerse en contacto con la psicóloga que presentó un paper titulado «Raíces psíquicas del resentimiento como patología social». Richard la conocía y prometió buscar su dirección electrónica.

–No tengo todavía instalado el servidor de internet –dijo Elvira un tanto avergonzada.

–Debes hacerlo cuanto antes, es fundamental. Puedo enviarte una cantidad de artículos interesantes, estoy suscrito a un grupo de discusión y me mantiene muy al día. Copia mi dirección para cuando lo tengas.

Creo que con esta respuesta la hipótesis del gato queda validada; llamaré a Ingrid a ver si me puede llevar a los puestos de venta de mascotas. De aquí a que ahorre lo suficiente para comprar un automóvil hacen falta muchas sesiones Budenbrook. Ingrid prometió que irían el domingo y le aseguró que el paciente que le había referido estaba al caer. Finalmente no tengo tantos problemas financieros, todos mis gastos están cubiertos y hasta el momento no se ha presentado ninguna eventualidad. Pero el secretario de la embajada ya se curó de su soltería y una sola paciente es poco, y de paso una persona con la que tengo una reacción negativa, probablemente injusta. Casi me interesa más la hermana que ella misma. En ese momento tomó la tercera decisión del día: contrató el servicio de internet que le prometieron estaría activado en cuarenta y ocho horas. Luego bajó al Zia Teresa, un café italiano frente a su edificio, y pidió una pizza y una copa de vino. Estaba completamente decepcionada de sí misma, del arranque de haber regresado a Caracas. Por lo menos antes tenía una consulta medio llena, y sentía una cierta alegría de vivir; lo ocurrido con Tom no le permitiría volver a ser ella misma nunca más. Durante el tiempo en que estuvo investigando las causas de su desaparición sentía un consuelo, una energía, un motivo. Como si encontrar las causas fuera encontrarlo a él. Como si el premio de la investigación fuera su reaparición. Eso es. Adriana Budenbrook quiere saber qué pasó con su hermana porque tiene la fantasía de que será como encontrarla viva. Para su pensamiento inconsciente saber quién y por qué la mató será como resucitarla. Le diré eso en la próxima sesión. Esa especulación la reconcilió un poco con ella. Es una mujer glacial, un alma congelada. Quizá fue siempre así o a lo mejor es un efecto de este duelo irresoluble.

El café se animaba con gente joven y estaba muy lleno. Los viernes unos poetas conocidos como «Los hijos de la noche» improvisaban poemas relativos a los clientes. Uno de ellos se quedó mirándola fijamente y recitó: «Érase una mujer glacial, que sostenía un vaso con los ojos perdidos en la pizza». No demasiado extraordinario, pensó Elvira, pero acertó. Yo también soy una mujer glacial, y puedo asegurar que no siempre fue así. Los jóvenes poetas se sentaban en las mesas en las que eran bienvenidos y Elvira le hizo un gesto al que había poetizado la pizza.

–¿Por qué hacemos esto? –contestó a su pregunta–. Por nada en especial, quizá para revivir la tradición del hapenning.