Vagas desapariciones
 
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama

La mayoría de los hombres mueren en una forma vaga, vaga para los ojos y para el cerebro: nunca están muertos.

THOMAS BERNHARD

La felicidad detrás del olvido / 1

Pepín, pasa el coleto en los baños; Pepín, reparte las indicaciones de la tarde; Pepín, saca la basura; Pepín, prepara el cuarto de aislamiento que hay un ingreso; Pepín, llévale la comida a la señora Berta, que no quiere comer; Pepín, saca el electro que vamos a chocar a Galiano; Pepín, amarra a Eduardo que se volvió a cortar; Pepín, que el doctor quiere hablar contigo; Pepín, estos pacientes no están aseados, baña a don Emilio; Pepín, me quitaron los billetes que tenía en la mesa de noche, los guardé ayer y ahora no están; Pepín, quiero llamar a mi mamá, dile al doctor que me deje usar el teléfono; Pepín, búscame un whisky, anda, búscame un whisky; Pepín, esta comida está envenenada; Pepín, saca la basura, esta clínica está sucia, aquí no limpian nunca; Pepín, ¿te quieres casar conmigo?; no te metas en mi cuarto por la noche; Pepín, que el doctor te está llamando; Pepín, queremos jugar ping-pong y no aparecen las raquetas; Pepín, busca las acuarelas que vamos a pintar; Pepín, yo hoy no voy a la piscina porque tengo la regla; Pepín, reparte las indicaciones de la noche; Pepín, apaga las luces; Pepín, revisa los cuartos; Pepín, atiende el teléfono; Pepín, despiértate que el residente no encuentra el Largactil. Aquí uno tiene que estar pendiente solamente del momento, de que se tapó el baño, de que se perdió la llave del depósito, de abrir la puerta porque hay un ingreso; uno tiene que estar pensando todo el tiempo en lo que tiene que hacer y no puede estar pensando para atrás, uno es Pepín haciendo cosas.

Pero la verdad es que todo el mundo me quiere y los doctores conmigo para todo, aunque haya graduados, conmigo para lo que sea; que hay un ingreso, Pepín; que hay una emergencia, Pepín; que se taparon los baños, Pepín; que un paciente no come, Pepín; que van a jugar ping-pong, Pepín; porque, modestia aparte, yo tengo mi experiencia y sé muy bien cómo llevarlos. Aunque hay sus problemas. A la señora Lucía, por ejemplo, como yo conversaba mucho con ella, le entró un enamoramiento conmigo y fue a decirle al doctor que yo me quería acostar con ella y que me le metía en el cuarto por las noches. ¿De dónde saca esa vieja que yo voy a estar metiéndomele en el cuarto? Ella era la que se la pasaba probándose trajes de baño y paseándose por la piscina. A ver, Pepín, ¿qué te parece como me queda? ¿Verdad que me veo muy bien?. Y ¿qué le voy a decir?, ¿que no? Claro que sí, le decía.

Pepín, ven que voy a cantar Lágrimas negras, porque a ella le gusta mucho cantar. Cante, cante, mientras reparto aquí las indicaciones. Unos muchachitos que estaban por drogas se reían de ella; malandros, yo con los de drogas no quiero nada, poco trato con esa gente. Uno quiso romper una ventana, y yo se lo dije al doctor; para mí, esa gente en la cárcel, pero parece que eran muchachitos ricos y los tenían aquí para que no fueran presos. Pero, para mí, esos vicios se arreglan de otra manera.

El caso de Eduardo es distinto; él tiene el vicio del alcohol porque ha sufrido mucho como artista; además, Eduardo es un caballero, no hay más que hablar con él para darse cuenta. Yo he aprendido mucho con Eduardo porque él aquí no tiene mucho con quien hablar. Nosotros conversamos por las tardes, mientras los demás están durmiendo la siesta; le saco un whisky sin que me vea el residente y me hago un café, nos sentamos en la piscina y me cuenta cosas de cuando vivía en Europa. Eduardo es un gran artista de la pintura y de la fotografía. Él ganó un premio en una exposición muy importante en París, luego le dio por la bebida y se le echaron a perder mucho las pinturas. Por la bebida y por los hombres; Eduardo tiene ese vicio también, pero conmigo mucho respeto, de eso nada porque ya sabe que, conmigo, nada. Yo tengo en mi cuarto un cuadro que me regaló, un poco raro, de una mujer con los ojos para un lado y las orejas para otro, pintura moderna, abstracta, se llama, y me lo regaló a mí porque dice que su familia no lo sabe apreciar. La verdad es que la única que viene a verlo es la mamá. Muy señorona la señora, deja la sala de visitas con una peste a perfume que no se quita con nada, le trae cigarrillos y muchos libros. A mí también me trae cigarrillos, aunque ya le dije que no fumo. Dice Eduardo que ese cuadro, cuando se muera, va a valer mucho dinero, porque hay artistas así, que sólo cuando se mueren se valora su obra, y que me haré rico y que me podré ir de aquí para siempre. Pero lo que yo me pregunto es: ¿a dónde me voy? Una vez pensé que lo que me convenía era irme, y empecé a hablar con la clientela a ver qué me salía. Lo más concreto fue la señora Lucía; me propuso pagarme un sueldazo si me iba a su casa y le regaba las matas y le tenía un poco en orden aquello, porque parece que las sirvientas se aprovechan de sus nervios y no limpian nada, y la casa, según entiendo, es una mansión, está muy sucia y descuidada; eso yo lo puedo hacer bien, pensé; y que le cuidara los perros, porque tiene bastantes perros y el jardinero se los maltrata y no los saca temprano por la mañana a orinar; yo eso también se lo puedo hacer muy bien, así que le dije: Trato hecho, señora Lucía, ¿cuándo empiezo? Y ella me dijo, cuando yo me vaya, Pepín, cuando yo me vaya, nos vamos juntos tú y yo. Me pareció un poco raro. Luego me propuso que me llevaba a una tienda buena, de marca, y me vestía como un muñeco, y entonces me llevaba a Estados Unidos, a los mejores hoteles, Pepín, a los mejores restaurantes. Pero, ¿y los perros?, le pregunté yo. Por los perros no te preocupes, los cuida el jardinero. Eso también me pareció raro, porque si precisamente el trabajo me lo iba a dar principalmente por los perros, y luego resulta que no le importaba nada; aparte que cuándo se va a ir la señora Lucía, para mí que nunca, hay veces que la veo bastante bien, siempre un poco agitada y con la manía de cantar, pero porque una persona cante no me parece razón para tenerla aquí, y porque le gustan los hombres, tampoco me parece razón; ¿que le gustan jóvenes?, bueno, cuestión de gusto. De vez en cuando dice que se va a matar, que se va a tomar unas pastillas, pero lo más que se ha tomado es medio frasco de aspirinas y de las que tienen antiácido. La metieron aquí por el lío de las tarjetas; el marido se puso furioso porque empezó a firmar tarjetas de crédito, firmaba y firmaba, salía a la calle y entraba en todas las tiendas que veía, y firmaba. Una colección de tarjetas; se las trajo para acá, las cuida y hasta las lava para que estén limpiecitas, y a veces se sienta a verlas y a repasarlas, y anota cosas en una libreta; ya no sirven para nada porque el marido las cortó todas; dicen que está empatado con una carajita y que quiere el divorcio y pidió una cosa que se llama incapacitación o interdictación, pero los hermanos de ella armaron una vaina y dijeron que no había motivos, y contrataron a otros abogados, y en eso se ha ido pasando el tiempo y no se resuelve nada, plata por medio, ya se sabe. El marido vino un par de veces a verla, de eso hace tiempo, habló con el doctor, y parece que resolvieron que, mientras el juicio de tribunales estaba parado, no se le podía dar el alta. A mí lo que me preocupa es el asunto de los perros, porque esos animales, mal alimentados, no van a durar mucho, y luego, cuando la señora Lucía se vaya, o se han muerto, o yo estoy más viejo y pierdo el empleo. ¿Cómo me encuentras hoy, Pepín? ¿Cómo me veo? No voy a poder seguir escribiendo, ya me está llamando para que vaya a oírla.

Contenido
La felicidad detrás del olvido / 1
La felicidad detrás del olvido / 2
El fotógrafo ambulante / 1
Autobiografía de un escritor autodidacta / 1
La felicidad detrás del olvido / 3
La felicidad detrás del olvido / 4
El fotógrafo ambulante / 2
Autobiografía de un escritor autodidacta / 2
La felicidad detrás del olvido / 5
El fotógrafo ambulante / 3
La felicidad detrás del olvido / 6
El fotógrafo ambulante / 4
Autobiografía de un escritor autodidacta / 3
La felicidad detrás del olvido / 7
La felicidad detrás del olvido / 8
El fotógrafo ambulante / 5
Autobiografía de un escritor autodidacta / 4
La felicidad detrás del olvido / 9
La felicidad detrás del olvido / 10
El fotógrafo ambulante / 6
La felicidad detrás del olvido / 11
Autobiografía de un escritor autodidacta / 5
La felicidad detrás del olvido / 12
La felicidad detrás del olvido / 13
Autobiografía de un escritor autodidacta / 6
El fotógrafo ambulante / 7
La felicidad detrás del olvido / 14
La felicidad detrás del olvido / 15
Autobiografía de un escritor autodidacta / 7
La felicidad detrás del olvido. Último cuaderno
El fotógrafo ambulante / 8
Notas
Créditos

La felicidad detrás del olvido / 2

Eduardo tendrá el vicio de los hombres pero es un caballero. Una distinción de cuna. Con él aprendí yo que a las señoras se les aparta la silla cuando se van a sentar en el comedor, se les ofrece un pañuelo si se les derrama algo en el vestido, se les da paso en la puerta, y muchos otros detalles. Eduardo es muy detallista. Él siempre se sienta con la señorita María Gabriela por las tardes en el corredor y me pide que les lleve un té; aquí té no hay porque nadie lo toma, pero les llevo un cafecito y unos pasteles de los que le sobran al Capitán Centella porque su familia le trae muchos, y la señorita María Gabriela saca su reproductor de casetes y escuchan música clásica mientras conversan. Eduardo le cuenta de sus viajes por Europa y le explica que están tomando el té como él lo había visto en Viena, en un café muy famoso, rodeado de un parque, donde la gente se sentaba a merendar mientras una orquesta tocaba valses. La señorita María Gabriela dice que Eduardo era el hombre que ella buscaba en la vida y no los zafios que se había conseguido por ahí, que sólo querían acostarse con ella. Él también le decía a ella que era una mujer excepcional, de gran sensibilidad, y que le encantaba la música como a él. La señora Lucía los llamaba fastidiosos; ya están ahí los fastidiosos, dice, porque ella es más bochinchera y con la música clásica no se puede cantar ni bailar.

Eduardo a veces le hace dibujos y le toma fotos; no sé si ella los guarda, porque la señorita María Gabriela es muy de vivir al día, uno le dice una cosa y luego se le olvida; también le regaló unos cuadros que él había pintado en París, unos paisajes que le gustaban mucho porque decía que él no era pintor paisajista, y que el día de mañana, cuando los críticos valorizaran su obra, explicarían que aquellas acuarelas eran rarezas dentro de su trayectoria. Yo, de pintura, no sé nada, pero prefiero los de París, donde se ve algo que se entiende, unos árboles al lado del río, o una iglesia y unas palomas, o la lluvia cayendo sobre los puentes, más que los otros con las caras rotas, personas que las manos les salen por la cabeza, o monstruos bailando dentro del estómago de alguien, que son muy disparateros y no creo que nadie los quiera poner en su casa. El que me regaló a mí es una mujer muy gorda, acostada, con las piernas abiertas y el cuerpo desbaratado; de adentro le salen gusanos, o culebras, y otros animales; el título es La hembra humana. Este es un cuadro de museo, Pepín, ningún burgués va a ponerlo en su comedor o en su biblioteca. ¿Tú lo pondrías en tu casa? Yo no me preocupo por ese problema, porque ni tengo comedor ni tengo biblioteca. Lo tengo guardado en mi cuarto, debajo de la cama, porque era el único sitio donde cabía, y lo envolví con periódicos y una sábana vieja; no sé si llegará a valer lo suficiente para irme de aquí, pero Eduardo siempre me dijo que era su mejor obra. Eduardo es muy bondadoso con la señorita María Gabriela; algunos domingos en que el doctor le da salida se queda por acompañarla; ella nunca tiene visita, porque la mamá, desde el primer día que la conocí en el edificio donde la fuimos a buscar, no volvió más nunca. Un día sí la vi hablando con el doctor en el consultorio, pero no quiso pasar a la sala de visitas, porque decía que la ponía muy nerviosa ver a su hija así y era mejor esperar a que se curara del todo. Los jueves y domingos, que son los días de visita, venía la señorita María Gabriela y me preguntaba: Pepín, ¿tengo visita?, y yo tenía que pasar por la pena de decirle que no; me daba vaina siempre con el no, y le decía que la mamá había llamado a avisar que no podía venir porque estaba lloviendo mucho, o cosas que se me ocurrían de momento. Yo inventé lo de jugar a las visitas, y como los domingos por la tarde el doctor no está, les doy permiso para que jueguen un rato. La señorita María Gabriela se viste, se acomoda, se lava el pelo, se perfuma; entonces yo voy muy serio a su cuarto y le digo: Señorita María Gabriela, por favor, tenga la bondad de acudir a la sala de visitas, hay un caballero que desea verla. Eduardo se viste con traje de corbata y sale un momentico a comprar un ramo de rosas al quiosco de flores de la calle de atrás; entonces toca el timbre y yo abro y lo saludo como si no lo conociera; se sienta a esperarla, y al rato aparece la señorita María Gabriela, conversa como si fuera su novio que venía a verla, le agarra la mano, le ofrece las flores, y se quedan en un rincón de la sala hasta que oscurece. Luego, yo vuelvo y les digo: Señores, lamento interrumpirlos pero el horario de visitas ha terminado. Entonces se despiden hasta el domingo próximo y Eduardo vuelve a salir por la puerta principal, y luego entra y se cambia la ropa. A la hora de la cena la señorita María Gabriela le dice a todo el mundo que esa tarde vino a verla el novio y también se lo cuenta a Eduardo, como si él no supiera. Es un juego y nos divertimos con eso sin hacerle daño a nadie.

La señorita María Gabriela sí tuvo un novio de verdad; yo llegué a conocerlo porque, cuando ella entró la primera vez, vino los jueves y domingos de las primeras semanas, luego sólo los domingos, y al final, el último domingo del mes, hasta que no volvió. Ella me pedía los periódicos para saber si se había casado, pero yo tengo muy claro que salvo al Capitán Centella, que está autorizado, no paso los periódicos; así que no se supo si el novio se había casado o no. Generalmente la televisión le hace mucho daño a la señorita María Gabriela. Aquí más que nada se ve la televisión por las tardes, porque el doctor no quiere que se queden solos y yo por la mañana estoy muy ocupado para estar sentado. Ella empieza bien, viendo la película como todo el mundo, tranquila, pero después se complica el asunto porque salen actores bien parecidos y ella se empeña en que los conoce, que han sido novios de ella, y cuando dan las noticias, sobre todo el locutor de las noticias de las ocho, entonces ella la agarra con que está enamorada de él, que ése es el hombre de su vida, que tiene que conocerlo, que se va a ir para el canal de televisión porque está segura de que él también, por la forma de mirarla cuando habla, está enamorado de ella, y la cosa termina mal. Por eso, cuando Eduardo le propuso que escucharan música en el corredor, mientras los demás estaban en la sala de televisión, a mí me pareció buena idea. Se evitaba el asunto del locutor.

Eduardo pasa un tiempo aquí y luego se va. Si la familia le da dinero, viaja a Europa, pero cada vez quieren darle menos, porque la mamá dice que se rodea de unos tipos de mal vivir, sinvergüenzas, que lo que quieren es sacarle la plata; así que sólo le dan para pagarle un estudio donde él tiene todas las pinturas. Si algún amigo le presta un local para hacer una exposición, vende algunos cuadros. Eso lo pone muy contento, porque es dinero que se ha ganado él, no es que sea mucho pero es suyo, y entonces viene por aquí con una botella de champán para celebrarlo con nosotros, que somos sus verdaderos amigos. Yo, el alcohol, ni probarlo, me da repugnancia, pero cuando viene Eduardo con la botella, saco unos vasos un poco más finos y hago como si tomara. La señorita María Gabriela se quedaba muy triste cuando él se iba, quería ir a visitarlo en su estudio, pero quién sabe la gentuza que mete Eduardo allí, y por más que sea, la señorita María Gabriela es una dama. Esa es la parte oscura de mi vida, María Gabriela –le decía Eduardo–; tú formas parte de la luz, un día te voy a llevar de visita a casa de mi mamá y te presento a mi familia que son personas decentes. Y algún día vamos a ir los dos juntos a París; cuando logre vender suficientes cuadros, te voy a invitar a irte de viaje conmigo, te voy a enseñar muchos sitios, y estaremos los dos solos como en una luna de miel. Eduardo no piensa de verdad casarse con la señorita María Gabriela, es como una ilusión. Cuando regresaba de haber estado una temporada en el estudio, más flaco y más pálido, de pasarse días seguidos tomando, se acostaba en la cama a llorar y me decía: Pepín, no dejes que María Gabriela me vea hasta que esté un poco mejor, soy menos hombre que nunca, y lloraba muchas horas seguidas. Siempre el mismo cuento, se había partido con uno de esos vividores que dan vuelta por los bares, y que, después de sacarle la poca plata que le quedaba, desaparecía. Me enseñaba el dibujo: Míralo, Pepín, aunque yo no soy buen retratista, pero mira la claridad de su mirada, cómo le cae el mechón de pelo sobre los ojos. ¿Tú has leído el Diario de Gide? Caída y mesa limpia, Eduardo, acuéstate un rato y descansa, que estás muy flaco. Y me quedaba con él hasta que se dormía.

Eduardo leyó este cuaderno y dijo que quería completar su descripción porque yo no había dibujado su sufrimiento. Escribe lo que tú quieras, de repente te sale la fecha de cuándo llegué a la clínica, le dije. Pero eso no es posible; si él llegó después que yo, no puede saberla.

Eduardo por Eduardo

Es un cuarto pequeño, de baldosas blancas en las paredes y el piso iluminado por una estrecha ventana enrejada; sin embargo, la luz entra suficientemente y la habitación destila el calor de la mañana. En la cama un hombre está echado sobre el colchón, tiene el pelo revuelto, los ojos cerrados, legañosos, la piel amarilla. Respira acompasadamente de cara al techo, se le ven las costillas entre la camisa abierta del pijama; las manos delgadísimas, de huesos nudosos, están atadas a los barrotes metálicos de la cama con tiras de tela blanca. Unas vendas le aprietan las muñecas, mostrando un círculo de sangre detenida. Sus pies de uñas sucias y mal cortadas están también sujetos a los barrotes por los tobillos y lo obligan a una posición de crucificado.

Pepín entra en el cuarto y dulcemente pregunta:

—¿Cómo estás, Eduardo, cómo te sientes?

No hay respuesta. Lentamente va abriendo los ojos y deja entrever el iris en medio de las legañas y las lágrimas.

—Has dormido dieciocho horas, vengo a darte las pastillas.

Le abre la boca con un gesto preciso e introduce en la lengua dos cápsulas rojas y un vaso de agua.

—¿Es de día o es de noche?

—De día –le contesta Pepín–, son las diez. Ahora pasará el doctor a verte. ¿Te duele? –le dice señalándole con los ojos las muñecas.

No hay respuesta.

El médico revisa las muñecas y vuelve a dejarlas atadas a los barrotes. Le examina los ojos, los ilumina brevemente con una linterna y busca el reflejo de la pupila, le toma el pulso y deja caer la mano sobre el colchón desnudo. Han sido retirados todos los objetos peligrosos de la habitación; es una habitación vacía, únicamente ocupada por una cama y el cuerpo de Eduardo, arrojado allí.

—Está bien –dice el doctor–, vendré a verlo esta noche. Te das una vuelta por la tarde, Pepín, a ver si está durmiendo tranquilo. Este es un caballo; si no lo dormimos bien, se vuelve a cortar.

—La mamá llamó esta mañana.

—Dile que está bien, que tiene prohibidas las visitas por esta semana. Cuando ve a la vieja se pone peor.

Cuando le entraba la bebentina salía en busca de la ciudad oscura, de los bares de mala vida, a humillarse, a conocer el placer de la vergüenza. Después se encerraba en su apartamento, tapaba las ventanas con cartones negros porque la luz lo molestaba y allí permanecía días enteros, sin salir un momento, rodeado de botellas, hasta que alguien de su familia lo descubría y lo volvían a traer a la clínica. Pasaban esos primeros días sin alcohol, pasaba esa muerte contra la que lo defendían las vendas que lo amarraban a la cama, y entonces le decía: Pepín, ahora sí no voy a beber más, me voy a morir muy pronto, yo lo sé, pero no me quiero morir todavía porque no he pintado el gran cuadro que me hará famoso, y lo tengo aquí, ¿comprendes?, lo tengo aquí –se tocaba los ojos–, lo veo claro dentro de mí, lo tengo aquí, pegado de los ojos, pero no logro ponerlo en la tela; los colores me engañan, no me salen las mezclas, no me obedecen las manos cuando les digo que dibujen lo que tengo en los ojos. ¿A ti te ha pasado eso alguna vez, que tengas algo en los ojos y no lo puedas poner en las manos? A mí no, pero yo nunca he querido ser pintor.

Pasaban cuatro o cinco días y el sufrimiento cedía; luego venían noches en que transcurría el tiempo fumando y dándole vueltas al jardín, vueltas y vueltas; a veces se quedaba dormido en una silla al lado de la piscina y Pepín lo encontraba por la mañana con los dedos quemados por el cigarrillo. Pepín le decía: Vamos a ver la tele, Eduardo, que están pasando una película muy buena, pero él no ponía atención.

Se mira las muñecas marcadas por cicatrices. Ahí está dibujado mi sufrimiento, soy yo el que representa en su propio cuerpo mi vida. ¿Por qué habré sufrido yo tanto, Pepín? Desde niño lo que me acuerdo es eso, puro sufrir. Nunca fui como mis hermanos, gente normal, entiendes, gente que disfruta su dinero. Imagínate qué harías tú si tuvieras dinero.

Yo lo que me imagino –contestaba Pepín– es que si tuviera dinero me compraría cosas; en las cosas que tiene la gente es donde se ve la plata; yo me compraría como cinco casas y unos perros finos; siempre he querido tener unos perros bonitos, de raza, y mucha ropa, un pantalón para cada día, y carros, como dos o tres carros. No, Pepín, no es eso, no me entiendes. Son gente exitosa, mi hermano mayor es presidente de un banco; el segundo es médico, un tipo importante, vive con su mujer y sus hijos en Estados Unidos porque trabaja en un hospital de investigaciones sobre el cáncer; el tercero tiene una compañía de construcción, construye apartamentos de lujo. Gente así, ¿me entiendes? Tienen amigos, salen a fiestas, viajan, van a la playa, hacen esquí acuático. ¿ Tú has hecho esquí acuático? Pepín se reía. Gente importante, como mi padre, un hombre de negocios, de muchas empresas. Yo creo que nací entre ellos por error; ellos estaban destinados a ser felices, pero yo desde niño me daba cuenta de que era distinto; no sabía por qué, pero sufría mucho; no sabía por qué, pero me sentía malo; no sabía cómo, pero todo andaba mal. Me parecía extraño vivir en mi propia casa y esperaba que algún día terminara la pesadilla de sufrir sin saber, y finalmente, cuando me desperté del mal sueño, ya sabía por qué sufría, todo se hizo claro, todo el mundo me lo decía: Estás enfermo, Eduardo, estás enfermo, estás enfermo.

El fotógrafo ambulante / 1

Durante mucho tiempo estuve obsesionado por un sentimiento de lo disperso, lo heterogéneo, lo inasimilable, que se me hacía intolerable porque de ello se desprendía que los fragmentos de mi vida eran relatos inconexos, cuya única hilación era la de ser hechos o acontecimientos sostenidos por mi presencia. Leí en un artículo de quien he admirado profundamente, Henri Cartier-Bresson, una frase que decía más o menos, no podría recordar las palabras exactas: Un relato fotográfico es captar la médula y el fulgor del sujeto, y es la página la que se encarga de reunir los elementos complementarios dispersos a lo largo de varias fotografías.

Mi afición juvenil a la fotografía se convirtió en una suerte de oficio, mal pagado y a ratos perdidos, que me permitió subsistir cuando mi madre comprendió que yo no era el artista que ella deseaba y me convertí en un artista desechado. Trabajé ilegalmente en Francia, tomando fotos de bautizos y bodas en el pequeño estudio de una localidad suburbana, y una vez que hube regresado, logré un desempeño cuasi profesional en la producción de folletos comerciales, pero paralelamente, y a modo de pasatiempo, tomé cientos de fotos en distintos lugares y de personas desconocidas. Me sentía un fotógrafo ambulante convencido de la veracidad de una frase: Es sujeto para la fotografía todo lo que acontece en el mundo.

Reuní así un archivo extensísimo, aunque archivo es una palabra pretenciosa para designar mi colección. Se trataba más bien de viejas cajas de cartón que guardé en la casa de mi madre, ya que no cabían en mi estudio, a las cuales ella añadió los álbumes familiares, persuadida de que yo era el único de sus hijos que tendría aprecio por ellos. Mi madre siempre ha considerado que lo que se aviene a mi temperamento es lo inútil, lo bello y lo sentimental. En cambio, los aspectos prácticos de la vida, como la administración de la herencia de mi padre, le corresponden a mi hermano mayor.

En un período en que logré cierto descanso del sufrimiento físico y moral al que me veía sometido por la dependencia del alcohol, concebí el proyecto de componer con ellas un relato fotográfico, como un conjunto de picture stories, y le pedí a mi madre que me las trajera en alguna de sus visitas. Debo decir que las visitas de mi madre, aunque son las únicas que recibo, lejos de ser un encuentro reconfortante, me dejan en un estado de desasosiego. De mis amigos, no viene ninguno; probablemente por mi propia responsabilidad se fueron separando de mí mucho antes de entrar en la clínica por primera vez. Mi actitud de reserva y frialdad hacia ellos era evidente y poco a poco fui evitando las reuniones y sitios de encuentro hasta que comprendieron que quería estar solo. No puedo decir que extraño a ninguno de ellos; si acaso, añoro una presencia hasta ahora desconocida. Sin duda, en los momentos de extrema soledad es cuando el sentido de la vida se nos hace más inasequible, devolviéndonos nuestra inutilidad, nuestra absoluta intrascendencia. A veces pienso que esta habitación es toda la vida, todo el mundo, y que estoy perdido dentro de ella, sin ninguna posibilidad de ser otra cosa que un cuerpo que la ocupa.

Una vez paseaba por el borde del mar y vi a una mujer sentada sobre unas rocas; le tomé una instantánea. Ella se dio cuenta y me preguntó en un tono amable por qué la había fotografiado. Le contesté que me había impresionado su soledad y había querido retenerla. Iniciamos un diálogo como sólo es posible hacerlo con personas completamente desconocidas, saltándonos todos los pasos convencionales de intentar averiguar quiénes éramos o qué hacíamos allí, y mucho menos de esbozar una relación, que evidentemente ninguno de los dos deseaba prolongar. Un diálogo breve. Le pregunté qué pensaba mientras miraba el mar y me dijo, pienso que, aunque muriera, estas olas seguirían rompiendo contra estas rocas durante siglos. Era exactamente lo que yo sentía, sin poderlo decir, y le comenté que era triste verse así. En absoluto –respondió–, me hace ser libre.

Muchas veces he pensado que las personas que más cerca hubieran podido encontrarse de nosotros son aquellas cuyo conocimiento ha sido tangencial y cuyos pasos están marcados en otros senderos. Entre las personas que contaba como amigos no sentía ninguna lo suficientemente próxima para hablarle del proyecto del relato fotográfico. Todos eran como personajes de libros lejanos, leídos hacía mucho tiempo, y cuyos argumentos recordaba vagamente. Hablar ahora con ellos me parecía como hacerlo en un idioma extraño, con esa incomodidad de estar constantemente buscando las frases o palabras que queremos emplear porque no nos vienen espontáneamente. Sin embargo, necesitaba a alguien con quien compartir aquel proyecto absurdo y que pudiera prestarme algún apoyo en la clasificación de las fotografías o en el trabajo de escribir los comentarios. De pronto, esa frase de Cartier-Bresson (Es sujeto para la fotografía todo lo que acontece en el mundo) me pareció de una relevancia inmediatísima en un mundo diseñado para anularnos, para hacernos sentir la vertiginosidad de cambios cuyo desenlace nunca llegaremos a saber o de tecnologías que nunca podremos comprender, perdidos entre millones de otros seres, donde la noticia de que miles de niños mueren de hambre en América Latina, o de que tantos otros morirán en alguna guerra del planeta, es tan intrascendente como saber cuántos millones de perros calientes se consumen al año en Estados Unidos. Pienso en mi breve amiga de la playa y echo de menos haberle dicho que quizás el mar batiendo contra las rocas necesitaba de su mirada para no ser una pura forma bruta de la naturaleza.

Cuando mi madre me trajo las cajas y me vi rodeado de fotografías, tuve la tentación de romperlas. Me sentí acosado por una procesión de rostros y de cuerpos que pasaba delante de mí, planteándome preguntas en las que nunca había pensado. Me preocupaba, por ejemplo, saber cuáles de ellos estarían vivos, y cuáles muertos; en este caso, de qué manera habían muerto, qué había ocurrido después de nuestro fugaz contacto y cómo habían sido los pasos necesarios para que ellos y yo nos encontráramos. Parecían exigirme algo, reclamarme mi olvido. El haberlos captado, detenido en un momento, se había convertido en un compromiso cuyas razones me eran totalmente inexplicables. Había, por supuesto, docenas de fotografías familiares fácilmente reconocibles, pero esas presencias cercanas no despertaban mi interés. Aquellos que de alguna manera había amado y odiado, cuyos nombres sabía, cuyos números telefónicos podría marcar si lo deseara, me devolvían a un mundo sensato y coherente donde todo está en orden. Pero no eran ésos los rostros que me asediaban, sino aquellos cuya relación conmigo era ajena, los que me enfrentaban a un desconocido dentro de mí. A mi presencia indiferente. Cuando estos pensamientos aparecían, sentía un anhelo de desaparecer, de dejar un espacio vacío detrás de mí y perderme, sin esperar nada. Estar en un lugar donde la palabra esperar hubiera también desaparecido, o, quizá, todas las palabras. Donde se vertiera el saco del lenguaje y se borrara mi conciencia hasta llegar a un cero. Necesitaba entonces recuperarme de esa extrañeza que me producía la aparición de los rostros y aferrarme de nuevo al hilo de mi proyecto, por poco sentido que tuviera, para experimentar alguna pertenencia o finalidad. Vencí la idea de romperlas porque aquellos puntilleos, aquel caos de personas, luces, calles, edificios, lugares, me constituían, y abandonarlos era colocarme a mí mismo en un fading.

Al repasarlas podía fácilmente evocar anécdotas que creía haber olvidado, pero era solamente una constatación de cuándo o cómo habían tenido lugar aquellas fotos, recuerdos vacíos de interés. La obsesiva preocupación de Pepín por saber la fecha de su ingreso a la clínica como enfermero me provocaba lástima, y a la vez una sonrisa ante su ingenuidad. Por el contrario, mis fotografías aparecían casi siempre fechadas al dorso y ello me era indiferente. Una fecha es igual que otra cuando todas se han perdido. El hilo rememorativo no me parecía importante, no era lo que estaba buscando. Quería que surgiera de ellas un sentido, una nueva composición que ocurriera en la cámara oscura de mi interior.

Cuando Pepín me vio rodeado de fotos, en la difícil pero obligatoria selección que se imponía, me preguntó qué eran.

—Son recuerdos personales –le dije.

Se quedó ensimismado y, al cabo, contestó:

—Tienes bastantes. A mí se me perdieron todos mis recuerdos personales.

Comprendí en ese momento que la presencia que yo añoraba para ayudarme en aquel proyecto se había materializado.

—¿Quieres ayudarme? Estoy tratando de ponerlas en orden.

—Hecho. La cosa es cuándo, porque tú sabes que yo tengo mucho trabajo.

—No te preocupes, tenemos tiempo suficiente.

Las barajó un rato, mirándolas una y otra vez, hasta que sacó una que captó su atención.

—Podemos empezar por ésta –dijo–. Es un niño en un parque y a mí me gustan mucho los parques. Y hasta tiene su fecha. A mí me gustaría tener una foto así, yo nunca vi que mi mamá tuviera una foto de nosotros, o a lo mejor la tenía y se perdió. ¿Tú qué crees?

—Esta será la primera –le contesté.

Pegué la foto en un cuaderno y a continuación escribí unos comentarios.

El fotógrafo ambulante que da vueltas alrededor del parque detiene su paso. Hay gente, niños que juegan con una pelota en la tierra, viejos sentados al sol, un heladero gritando su mercancía y haciendo sonar la melodía repetitiva del carrito de helados. Un autobús, a lo lejos, pasa y toca la bocina, va atestado. El niño lo sigue con la mirada hasta perderse por la avenida que bordea los altos caobos. Lleva unos pantalones cortos y apresa en los brazos un perro de peluche. La mirada de la cámara lo capta a él en ese instante. La foto marcará siempre ese momento: 1948.

El poder de la fotografía reside en su acto contra el tiempo. El juego del fotógrafo consiste en hacernos creer en su persistencia cuando, por el contrario, la rompe en mil pedazos. La reconstrucción de una persona, a través de distintas fotos correspondientes a distintos momentos, es sólo el señuelo de fijarla o poseerla, pues siempre los saltos entre unas y otras quedarán como las desapariciones del personaje en cuestión, y será precisamente de esos espacios de donde surgirá la presencia del mismo. Su continuidad, en el caso de creer en esa palabra, se escamotea en las distintas imágenes que nos traducen su visión. Caso patente es la comparación de la foto de un niño con un adulto. La idea de secuencia se ha perdido completamente. La contemplación de fotos viejas nos sumerge en la sensación de que el tiempo se anula, pues no podemos seguirlo, y más bien se nos presentan como diferentes personajes que nada tienen que ver entre sí. Más que a la nostalgia, la foto vieja nos somete a una sorpresa, como si quisiéramos reconocer a alguien y nos sobresaltara la imposición de un desconocido que terminamos por aceptar en un acto de fe.

Si este niño volviera al escenario de su infancia, el heladero habrá desaparecido, también el perro, los viejos y el autobús; sólo quedarán algunos bancos de piedra incrustados en el pavimento y los árboles. La foto permanece y se traspapela, de vez en cuando reaparece en un álbum, se despega, resurge en otro, marca un libro que no se va a leer nunca, se pega contra el resquicio de una gaveta entre montones de otros papeles y fotos más recientes. ¿Por qué no se pierde la foto? Un niño pregunta: ¿Quién es el niño de la foto? En la distancia, su imagen de niño se acerca a la del otro, los hace contemporáneos de un tiempo eterno. Sin embargo, la foto dice claramente: 1948.

El niño de la fotografía buscará la melodía del heladero, la oscuridad frondosa de los árboles, la calle y los viejos automóviles. Buscará un fotógrafo ambulante que busca a su vez un niño para fotografiar, comiéndose un helado, sosteniendo un perro de trapo, contemplando los árboles, escuchando la melodía del carrito de helado, mirando sorprendido al fotógrafo que lo inmoviliza, lo asesina, lo deja en el papel, en cualquier año, como 1948.

Le mostré a Pepín las anotaciones.

—Eso que escribiste no tiene nada que ver con la foto –dijo decepcionado.

—¿Y qué es lo que tiene que ver con la foto?

Se quedó en silencio y después de un rato añadió:

—Lo que tiene que ver con la foto es que tú estás en la foto. Y que tenías cinco años.

Saqué la cuenta y verifiqué que tenía razón. Pepín siempre se acuerda de la fecha de mi cumpleaños y me sorprende con algún regalo.

—Es verdad –le dije–. ¿Y qué es lo importante de eso?

—Lo importante es que yo a los cinco años no estoy en ninguna foto. En ninguna foto dice que yo tuve cinco años.

—Pero, Pepín, eso no es necesario –me reí–. Es evidente que tú alguna vez tuviste cinco años.

Lamenté haberme reído porque si hay algo que todavía me duele es herirlo. Pepín es hoy mi único interlocutor y mi único amigo.

—Ahí dice que tú tenías cinco años. En ninguna parte dice que yo tuve cinco años.

Autobiografía de un escritor autodidacta / 1

Me parece que si uno está escribiendo su autobiografía debe poner cuándo empiezan y terminan las cosas, pero yo no me acuerdo de cuándo terminó mi infancia. Eduardo me dijo una vez que eso era imposible porque todo el mundo se acuerda de cuándo terminó su infancia, porque le salen pelos o le crecen sus partes. Lo que quiero decir es que la infancia es otra cosa. Busqué la palabra en el diccionario y decía: Período de la vida desde que el niño nace hasta la pubertad. Eso a mí no me dice nada, la infancia no está bien dicha en el diccionario. Cuando estuve en el internado, la señora o señorita que me entrevistó me preguntó qué clase de infancia había tenido y yo le contesté que de ninguna clase. Según Eduardo uno siempre tiene alguna clase de infancia, pero yo no supe contestar a esa pregunta. Eduardo es el tipo más inteligente que yo he conocido pero hay cosas que no las entiende y además que somos muy distintos.

Mi mamá era sirvienta de casa pobre, o eso me dijo. No trabajaba en esas mansiones donde siempre sobra la comida y pagan buenos sueldos, con cuarto privado, ducha y televisión para el servicio. Ella repartía la semana entre varias casas. Los lunes le hacía la limpieza a un árabe que tenía un comercio en el centro, acomodaba los paquetes y quitaba el polvo en los depósitos. Allí no daban comida pero en Navidad le regalaban juguetes, de los que vienen con algún desperfecto, para su hijito, es decir, yo. Los martes atendía a una señora viejita que vivía sola, le arreglaba la habitación y la cocina y le planchaba la ropa; allí, aparte del día, no daban más nada, pero la señora se quedaba dormida después de comer y mi mamá se iba temprano. Los miércoles le tocaba en casa de una señora que vivía bastante lejos y tenía muchos niños. Ese era el día que menos le gustaba porque el edificio quedaba en un sitio muy solo y muchas veces la esperaban unos malandros en la esquina y le quitaban la plata, pero mi mamá decía que la señora era buena persona y le daba su almuerzo muy completo. Una vez al año le regalaban los libros que ya sus hijos no usaban en el colegio y también otros de cuentos. Todos esos libros me los leía yo. Los jueves le tocaba la limpieza de unas oficinas por la tarde, y cuando salía ya era de noche y a veces no conseguía el autobús. Los viernes era el mejor día porque hacía un turno en un comedor escolar y le pagaban el doble, por el aseo y la cocina, y además de la comida, le daban una merienda infantil. Los sábados no sé para dónde iba, salía por la tarde y decía que iba a redondearse el sueldo; cuando llegaba, ya yo estaba dormido.

Yo tenía hermanos mayores que eran de otros papás, de unos papás que mi mamá recordaba porque a veces los insultaba; decían que eran borrachos y flojos. Del mío nunca dijo una palabra. No sé si ella no lo nombraba porque lo odiaba o porque no se acordaba de él. En el barrio donde yo vivía con mi mamá cuando era chiquito, todos los hombres tomaban mucho; por eso ella decía que los botaba, porque llegaban oliendo a caña y le entraban a golpes, pero yo no le conocí ninguno. Muchas veces se oían gritos y voces en las otras casas. Cuando clareaba, todo estaba en silencio y sólo se escuchaban las gallinas. Había neblina en la montaña y los hombres bajaban despacio por el camino entre las casas hasta el mercado donde llegaban los autobuses, y ya no volvían hasta el atardecer. Otra vez se escuchaban los gritos, pero no todas las noches.

Desde la puerta de mi casa, yo no veía nada sino la puerta de otra casa. Yo quería ver cómo era la ciudad porque mi mamá decía que era como si estuvieran haciéndola nueva. Mi mamá había llegado a la ciudad cuando era jovencita, de un pueblo cuyo nombre no recuerdo o a lo mejor es que ella nunca me lo dijo porque era de poco hablar; pero a veces me contaba que la ciudad iba a ser muy grande y que estaban abriendo muchas calles nuevas, que se llamaban autopistas. A ella no le gustaba llevarme a sus trabajos, pero un día lloré tanto para que me llevara que lo hizo. Era un jueves, porque era el día que le tocaban las oficinas. Subimos a un piso altísimo en un ascensor y ésa era la primera vez que yo me montaba en uno. Ya se estaba haciendo de noche y yo me asomé a la ventana y estuve mucho rato mirando. Cuando mi mamá terminó de limpiar, yo no me había dado cuenta de que había pasado el tiempo. No es lo mismo ver toda la ciudad desde arriba que desde abajo; desde abajo yo la había visto cuando mi mamá me llevaba al Hospital de Niños, pero no iba muy seguido porque, gracias a Dios, yo fui un muchacho sano. Desde las ventanas de la oficina se veía la autopista que atravesaba toda la ciudad, como un río muy largo lleno de luces chiquiticas que eran los carros, y se veían otras torres altas de apartamentos o de oficinas, y los avisos luminosos. Los avisos se prendían y se apagaban y yo me quedaba esperando para ver si, después de apagarse, se prendían iguales o distintos, pero siempre eran iguales y decían Savoy. También se veían los cerros que rodeaban la ciudad y mi mamá me estuvo diciendo dónde, más o menos, estaba el nuestro, pero me pareció que se veía muy lejos, y además no creo que uno quiera estar viendo donde vive, que ya lo conoce, sino donde no vive. Siempre me han gustado los anuncios luminosos, y si alguna vez hubiera viajado a otro país, me hubiera gustado ver cómo eran; yo siempre he querido saber de las vidas que no conozco. La ciudad de noche era hermosa y yo le dije a mi mamá que quería tocar con las manos el anuncio del chocolate Savoy.

Cuando era chiquito era un escritor autodidacta, después es mucho lo que he aprendido con Eduardo. Digo autodidacta porque eso quiere decir que uno escribe sin que le enseñen. Me costó bastante llegar al quinto grado porque a veces tenía que ayudar a mi mamá en mandados y perdía clases, y otras veces yo iba a la escuela pero la maestra no. Como me sobraba tiempo, me compré un cuaderno y empecé a escribir muchas historias; siempre eran historias de personas parecidas a las que yo conocía, y yo quería escribir de las vidas que no conocía. La primera vez que me di cuenta de la cantidad de personas que había y que yo no conocía fue cuando mi mamá compró la televisión. Estuvo ahorrando mucho tiempo y yo la ayudé haciéndole algunos mandados al dueño del abasto, hasta que por fin reunimos la plata y se la sacó de contado, porque a ella no le gustaba estar debiéndole a nadie. La televisión, digo yo que era mejor que la maestra, porque siempre estaba y lo único que hacía falta era darle al botón.

Yo me acostumbré a que mi mamá no nombrara a mi papá ni para bien ni para mal y pensé que a lo mejor se había muerto y por eso no lo nombraba, pero una vez le dije que quería llevarle una vela al cementerio y me contestó: ¿Y de dónde sacaste tú eso? Yo había pensado que a lo mejor era policía y lo habían matado persiguiendo a unos ladrones, o bombero y se había asfixiado en un edificio salvando a unos niños, o autobusero y se había matado en un choque. También se me ocurrió que lo habían puesto preso, porque en esa época en que yo era chiquito había un general mandando y decían que a la gente la ponían presa por cualquier cosa. Yo pensaba que mi papá era como El llanero solitario, un hombre que andaba solo por el mundo y tenía un solo amigo, y nadie sabía quién era de verdad, pero que se dedicaba a realizar buenas acciones y defendía a los que lo necesitaban. Traté de escribirlo, fijándome en las películas de televisión, pero no me salía, sólo me salían historias de personas parecidas a las que yo conocía, como los policías, los autobuseros y los bomberos. Escribí muchas historias en varios cuadernos, pero cuando me fui del barrio todos se me perdieron; así que se me perdió una parte de mi vida y sólo me acuerdo de ésta:

Un hombre había bebido mucho y cuando llegó al trabajo lo botaron. Su mujer se lo echaba en cara, le gritaba insultos y le decía que por culpa suya todos sus hijos se iban a morir de hambre. El hombre se iba muy triste, muy golpeado, y se prometía a sí mismo que se iba a curar el vicio. Al principio, le costaba mucho, porque la bebida es un vicio muy fuerte, y andaba como un pordiosero por toda la ciudad, pidiendo limosna y durmiendo sobre papel periódico, ahí botado en la calle, mojándose cuando llovía y sin tener nada que comer. Pero un día se encontró con el doctor José Gregorio Hernández (mi mamá creía mucho en los milagros del doctor José Gregorio y por eso me puso su nombre) y éste lo curó. Entonces el hombre empezó a trabajar, se vistió de limpio, se afeitó y se veía como gente, y con el dinero que ganaba se metió en unos negocios y se hizo muy rico. Entonces volvió al barrio y preguntó por su mujer, pero ya estaba viviendo con otro hombre y él se marchó y no regresó más nunca.

Se la leí a mi mamá para ver si algo así era la historia de mi papá y era por eso que no lo habíamos vuelto a ver, pero ella me salió con lo de siempre: ¿Y de dónde sacaste tú eso? Yo seguí escribiendo historias, pensando que algún día se las leería todas y en alguna estaría la vida de mi papá, y que ésa sería la verdadera. Eduardo me dijo que yo quería hacer aparecer el vacío de lo real (Eduardo dice ese tipo de cosas), pero ahora, cuando estoy escribiendo mi vida otra vez, lo que pienso es que me acuerdo de más de lo que pensaba.

Mis hermanos mayores eran unos tipos muy fuertes, con mala fama en el barrio. La gente les tenía miedo y cerraban la puerta cuando los veían pasar, aunque yo nunca le dije nada a mi mamá. Los sábados, como ella llegaba muy tarde, me daba mucho miedo, me arropaba con la cobija y sudaba pensando que a lo mejor venían los soldados y hacían una redada y se los llevaban a ellos y a mí también, pero nunca pasó nada. Para quitarme el miedo me imaginaba que venía mi papá, que era El llanero solitario, y me salvaba a mí en el caballo, se levantaba de patas y gritaba: ¡Haio, Silver! Alguien me dijo una vez a dónde iba mi mamá cuando salía los sábados a redondearse el sueldo y yo me caí a trompadas con él, pero como era un tipo mucho más grande que yo, no lo pude matar y casi me mata él a mí. Se lo dije a mi hermano mayor, porque yo sabía que él tenía un revólver escondido, pero cuando le dije que buscara el revólver, me salió con lo de: ¿Y de dónde sacaste tú eso?

Cuando el general que estaba mandando se fue, hubo gente en el barrio que se puso contenta y otra no. Una vecina nuestra dijo que a lo mejor no seguían haciendo autopistas o quitaban la televisión. Eso me puso muy triste porque las dos cosas que más me gustaban eran la televisión y las autopistas. Uno de mis hermanos mayores me llevó una vez a la playa y bajamos por aquella autopista larguísima en medio de las montañas. Eran muy hermosas y ése es un paseo que siempre que he tenido un domingo libre en la casa me ha gustado volver a hacer. Pero lo que me gusta no es la playa, no sé nadar y además no soy un tipo playero de estar con el equipo de sonido a todo volumen y tirado en la arena, y que siempre hay mucho abusador para empujarte o pedirte cerveza. No, lo que yo disfruto del paseo no es la playa sino la autopista entre las montañas; si tuviera un carro me la pasaría subiendo y bajando seguido.