Tengo una teoría acerca de la memoria y la imaginación, creo que son como dos tubos conectados aunque no lo estén. Como cuando metes un vaso de agua al refrigerador y la pones junto a una cebolla: eventualmente el agua sabe a cebolla. La memoria y la imaginación no están destinadas a tocarse una a la otra, pero la más poderosa acaba siempre por influenciar a la más debil…

WAYNE COYNE
Flaming lips

(15 AÑOS)

Esta no es mi estación. Será la siguiente. Avanza el vagón del metro, flota en los rieles hasta detenerse en el andén. Mientras camino hacia las escaleras eléctricas recuerdo uno de esos días cuando me acomodaba como perro en los asientos traseros del auto, con las piernas recogidas y mirando hacia el cielo, tratando de adivinar en qué calle iríamos solo con ver la forma de las nubes. El calor nos derretía a las tres: mi mamá cantaba mientras mi hermana se rascaba las piernas. Ese día, mi hermana me salvó la vida por primera vez: me prestó sus audífonos. Traer música privada es como ser dueño de un monstruo individual, como tener una pantallita que cambia la textura del mundo. Amo los walkman.

Lo usé, por supuesto, el viernes pasado, en el funeral de mi papá... Me sentí mal, yo quiero como loca a mi papá, pero él es… era… muy raro. Hablaba de su propia muerte, de que era mejor vivir bien que morir bien; me contaba cuando su propio padre estaba a punto de morir. Fue al hospital para sacarle unas fotos. «Estas son de un día antes», me dijo y claro, como soy así, le pregunté si le había sacado una cuando ya estaba muerto. «Sí, tengo una» y cambió el tema. No insistí. A lo mejor algún día, cuando yo fuera más grande, planeaba enseñármela. Diría: «Así es como se veía muerto Don Cirilo», y yo me reiría como siempre que me platican que mi abuelo se llamaba Cirilo. Mi padre hizo de burro en aquel hospital donde murió Cirilo: le llevaba pulque cada tercer día. «Pobre hombre, nadie le quería contrabandear un traguito», decía. Así que lo tuvo que hacer él, su hijo. Anunciaba su llegada con la enfermera y luego le decía que había olvidado algo en el coche. De regreso nadie se fijaba en el tarro cerrado que llevaba en las manos. Me lo contó muy orgulloso; sonrió tan dulcemente como pudo y dijo, no se me olvida cómo le brillaban los ojos cuando lo dijo: «Cuando yo esté enfermo, tú me vas a llevar tequila». Por supuesto que sí, papá. Todo el tequila que quieras, aunque tenga que subir por la ventana del hospital. Lo hubiera hecho, claro, pero bueno, no pasó. Él se murió sin estar enfermo, el accidente ocurrió y había que irse. No todo el mundo puede hacer eso, pero él sí. Me fue a dejar a la escuela y me dio un beso. Ya nunca lo volví a ver vivo.

En el funeral las cosas estuvieron así. Él muerto, yo viva. Mi mamá en el hospital.

La música puede hacer que el mundo desaparezca. Eso fue lo que pasó el viernes. Me puse los walkman para oírlo a él y ya. Si no quieres ver a alguien (vivo) o no quieres oírlo, solo tienes que ponerte los audífonos y, en lugar de las voces, se oyen tus propios ojos por dentro, tu panza por dentro, tu sangre por dentro.

Aunque te empuje el ciempiés que forman los vagones o el policía en el andén, aunque el viento lleno de grasa rancia te escupa la cara y tu propia espera se vuelva un túnel, lo que importa es que traes apretado el play y todo suena como a ti te da la gana. Vas en el metro y las cosas se deslavan ¿son parte del mismo vagón? Parece que llegan y se van ¿y si realmente solo se fueran?

La cara de ese hombre, mi cara se despinta; está roída por los barros y la canción sigue sonando. Mis ojos se hacen tierra y la pista sigue sonando. Ahora mi mamá está acostada, inconsciente. La canción sigue. Un vagón, otro vagón. Shiuusssh. El animal anaranjado rasura el tiempo. Tururu, tururu. Tururu, tururu. «I am a passenger. And I ride and I ride».

La la la lalala. Me acuerdo de cómo regresa las cintas mi hermana para que las pilas de nuestro walkman no se gasten. Saca su pluma Bic y le da vueltas como si trajera una matraca en la mano y estuviéramos en un estadio de futbol. Si se cansa me deja hacerlo a mí y me siento feliz de regresar una cinta porque significa que vamos a pasarnos el walkman del asiento del copiloto al asiento de atrás con una canción. «Mira cómo dice lo que dice el cantante. ¿Oíste cómo entró una guitarra más? Justo ahí, donde termina el coro». Ella me enseña cosas así, me deja el walkman (un ratito) y luego me lo quita porque «Ya oíste mucho, ya me toca a mí» y mi mamá se ríe porque somos unas mensas: «Quién sabe qué vienen oyendo, saquen ese cassette y pónganlo en el estéreo del coche para que lo escuchemos las tres, niñas, les estoy hablando».

¿Qué vendrían oyendo cuando se encontraron con ese camión?

La escalera eléctrica del metro tiene un latir como de caballo agotado, a punto de reventar; cuando paso por el último escalón que se come el concreto me parece que los caballos somos nosotros, yendo de aquí para allá como si nos arrearan. ¿A dónde va toda esta gente? «Es inútil», quiero decirles. No importa a dónde vayan. Cuando creen que llegarán temprano es seguro que llegarán tarde a un lugar importante de verdad.

Allí estaba ese lugar esperándote, lleno de cosas para ti, pero nunca lo viste. Llegabas temprano a eso, pero llegabas tarde a lo otro. Y tú sabes que lo otro hubiera estado de poca madre.

Pero ya está cerrado.

Hay un hombre que pide dinero. Subimos y bajamos las escaleras eléctricas como caballos desbocados, caballos muertos, caballos como los de los cuadros de Pieter Brueghel que una vez me enseñó mi papá, esos animales ocres y flacos que se abalanzan sobre la lozanía de un bebé o de un ciervo pastando.

He llegado al final de la primera puerta del metro (y está cerrada). Por un momento me dolerá estar encerrada con ese hombre que pide dinero. Lo odio porque me dan ganas de cargarlo y llevarlo a vivir a mi casa. Y yo también quiero dinero. Quiero viajar a Ámsterdam donde es legal la mota y las putas se ponen en un aparador. Quiero ver a esas putas con luces rojas dirigidas, sintiéndose maniquíes. Las saludaría y desearía tener sus piernas largas, sus sonrisas secas.

Quiero olvidar que el viernes se reventó la cabeza mi papá en un auto amarillo.

El señor del metro pide dinero. Yo también quiero dinero. La rata que pasa mira hacia todos lados, ha perdido a su colonia. Grita: «Oigan, aquí estoy», pero nadie la oye. Un policía abre la puerta y hasta entonces me quito el walkman y salgo a respirar el aire que no suena. ¿Tal vez el viento que sopla es la suma del aliento de todas las personas vivas en el mundo? Siento el aliento hediondo de todos los humanos en la cara. Escupo.

Llego al hospital. Voy a ver si mi mamá se ha parado de esa cama, quiero saber si mueve un dedo, si mueve dos, si el respirador hace el mismo sonido como de Star Wars, whooo paahh, whooo paaaah.

Quiero saber, sobre todo si me reconoce, si escucha mi nombre, mi voz; si siente mis cosquillas y el calorcito de mis manos en sus pies vendados.

(30 AÑOS)

Los amaneceres de Los Ángeles son especiales, parece una ciudad con dios. Camino hasta la parada del camión donde exmexicanos, exbolivanos y exsalvadoreños se mueven como bancos de charales en busca de croquetas para perro. Eso es lo que les dan ahora de comer a los peces, croquetas trituradas que tienen trozos de soya, huesos de otros perros y carne de res. Los han vuelto pirañas locas, pececitos inocentes que antes solo eran caníbales, ahora empiezan a presentar casos severos de seso licuado por tanta croqueta de perro.

El downtown de Los Ángeles es la esquina del metro San Cosme y todo tiene una extraña correspondencia al viejo terruño: los jeans apretados y de mala mezclilla que exhiben puestos en medio maniquí nalgón, solo las piernitas y un sexo de mujer transparente, sin labios notorios, demasiado flaco comparado con los cuerpos que caminan a su lado, pero que todo el mundo acepta como un verdadero cuerpo humano. Maniquíes que te saludan desde un atrio, desde los metros de acera que se roban las tiendas de ropa apilada en montones inasibles, se necesita un doctorado en pizca de tomate para encontrar una prenda en esas pilas; las cobijas de fibra sintética del América o del Cruz Azul tendidas en los muros, como si se tratara de tapetes persas que decoran un palacio; cartoncillos fosforescentes con marcador negro, nueve dólares con 99 centavos que aquí se vuelven a llamar pesos, «¿A cuánto la cobija? Diez varitos...». La denominación de la moneda es nuestra, es nuestra calle, nuestro español; nos hacemos pendejos de que somos broders, hermanos de salto, estamos en esta pecera porque no nos queda otra, que si pudiéramos comeríamos garnachas en nuestro propio pueblo y chingándonos a otros broders menos culeros. En mi pueblo las personas son más bonitas. Las flores gritan mejor, el viento trae tierra y no bolsas de plástico. Diez varitos, mano, como si estuvieras allá y siguieras comiendo chile. Como si la hamburguesa no te hubiera tocado ya los güevos. Al menos es carne. Carne de esa que muelen en las croquetas de perro.

Vine aquí porque el editor de Simona, la revista donde trabajo, tenía una boda y no se podía chingar como se chinga todos y cada uno de los viajes. Se casaba su hermana por segunda vez (de blanco, por qué no). Un viaje de tres horas y media para encontrarme en el metro San Cosme.

Es la primera vez que vengo a Los Ángeles. Tengo algunas citas antes de ir a buscar a ese cantante a Venice Beach. Los Basquiats del Museo de Arte Moderno. Soy un cliché malformado que camina por Grand Avenue, un cliché llorón que se emociona al ver un cuadrito pendejo de un hijo de haitianos que murió en Nueva York la muerte más pendeja de todas. Me odio por cursi, soy el cliché de la mujercita amaestrada por hombres que reniega de las cosas de mujeres. Soy un perrito que salta el aro. Di que no te gusta maquillarte, salta, di que todo lo femenino apesta a feminista, salta, salta, aprende a hablar idioma hombre. Estoy confundida, pendejos. ¿Me gusta naturalmente o me gusta porque así me quieren más? Me gusta la guerra. ¿Cosa de hombres? Maybe. Me gustan los autos y las canciones de partes cromadas que solo tuvieron una carrera memorable. La caída trágica de los aviones, los monitos en paneles, los robots, las cuentas de la guerra fría, las historias de policías, sobre todo las historias de policías robots. Me gusta cuando una mujer que toca la guitarra se saca un tampón ensangrentado y lo avienta a la concurrencia. No voy a pedir perdón.

   , que nadie había notado, y destruyeron lo que quedaba de los muros cuando escribieron máximas adventistas con plumones de aceite. La historia del edificio es la de la ciudad, no se puede pedir mayor gloria en la arquitectura. Ahora mismo se juntan desperdicios en grandes bolsas negras a la entrada del santuario, pero eso también cambiará, pues esta es una calle con voluntad propia. VolveráFattyArbuckle de la mano de la siempre joven Virginia Rappe, quien intentará disimular su piel muerta y sus tres abortos antes de los frente a la sociedad de las luces incandescentes. Volverán a pasar por ahí, muy por encima de las bolsas de basura y las ratas, pues los destierros nunca están escritos en piedra.