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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Laurie Vanzura

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Entre líneas, n.º 161 - mayo 2018

Título original: A Touch of Silk

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-585-6

Índice

 

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Índice

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Si te ha gustado este libro…

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Aquellas medias lo estaban matando. Negras y diáfanas, se ceñían como una segunda piel a las piernas más espectaculares que había visto en su vida. Tobillos estrechos, pantorrillas redondeadas, rodillas flexibles y muslos firmes, que al cruzarse produjeron un suave chasquido de la tela.

Demasiado para un nativo de Alaska que nunca había visto nada parecido en Bear Creek, su pueblo natal. Por un segundo, Quinn Scofield pensó en pedirle a la azafata una máscara de oxígeno, mientras observaba por encima del Wilderness Guide Monthly a la rubia parecida a Charlize Theron que iba sentada una fila por delante de él. Había embarcado en la escala que el avión hizo en O’Hare, rumbo a Nueva York, y no había girado la cabeza ni una sola vez. Llevaba media hora sin apartar la vista de su ordenador portátil.

Era una mujer con demasiada clase y refinamiento para lo que él buscaba, pero Quinn no podía pensar en otra cosa que en aquellas piernas alrededor de su cintura o sobre sus hombros…

—Preciosa, ¿verdad? —le comentó su compañero de viaje, un hombre de mediana edad con una barriga prominente y algunas copas de más.

—Sí que lo es —respondió Quinn en voz baja.

El otro hombre tenía demasiado alcohol en el cuerpo como para ser discreto. Se inclinó sobre Quinn, le dio un codazo y le hizo un guiño.

—Se lo haría en un santiamén —le dijo sin preocuparse por el volumen de su voz—. ¿Sabe a lo que me refiero?

En ese momento, Charlize giró lentamente la cabeza y les echó una mirada fulminante. El gordo compañero apartó la vista enseguida, como un crío avergonzado, pero Quinn ni siquiera pestañeó. Llevaba un buen rato deseando ver esos ojos, y no iba a permitir que los malos modales del otro hombre lo privaran de la emoción.

Sus miradas se encontraron.

Los ojos de la mujer eran tan fascinantes como el resto de su cuerpo. Vivos y penetrantes, con forma de nuez y de color marrón oscuro, hicieron que a Quinn le diera un vuelco el corazón. Siempre había sentido debilidad por las rubias de ojos marrones.

—Hola —la saludó y le brindó una sonrisa, pero la mujer no se la devolvió—. ¿Qué tal?

La mujer lo miró con los ojos muy abiertos y separó un poco los labios, en lo que parecía el tímido esbozo de una sonrisa.

«Vamos, cariño, ríndete», pensó Quinn, y recordó cómo jugaba en el sótano del colegio al juego de la cerilla, con la esperanza de besar a Mindy Lou Johnson.

Pero Charlize lo devolvió cruelmente a la realidad. Sin decir palabra, apartó la mirada y volvió a concentrarse en el ordenador portátil.

¡Menuda humillación! Quinn se sentía tan insignificante a su lado como una simple mosca, pero se lo tenía bien merecido, por atreverse a hablarle a la Reina de Hielo.

Intentó seguir leyendo la revista, pero le fue imposible. Una y otra vez su mirada volvía a aquellas piernas. Era normal, teniendo en cuenta que llevaba dieciocho meses sin compañía femenina, desde que su ex novia Heather rechazó su propuesta de matrimonio. Le había suplicado que se mudara a Cleveland por ella, pero Quinn no estaba dispuesto a abandonar Alaska.

Era su hogar y ninguna mujer lo sacaría de allí, a pesar de que muchos de sus amigos le habían aconsejado lo contrario. Otros, en cambio, lo felicitaron por su decisión. Después de todo, era un nativo de Alaska, y solo una mujer que pudiera amar su tierra podría hacerlo feliz.

A sus treinta y dos años, Quinn estaba preparado para tener una familia, pero sabía que iba a costarle mucho encontrar a la mujer que quisiera vivir en Bear Creek. Charlize Theron podía ser muy guapa y elegante, pero no soportaría la vida en un pueblo de Alaska. Para ello había que ser más fuerte y resistente, alguien parecida a Meggie, su hermana menor, que se había mudado a Seattle tras casarse con Jesse Deammond.

El problema era que en Bear Creek el número de hombres multiplicaba por diez el de mujeres.

Sonrió al imaginarse a Charlize en Alaska. Sin teatros, ni eventos sociales con champán y trajes de etiqueta. En Bear Creek, poca diversión podía encontrarse además de la cerveza o de la pesca del salmón.

Desde su asiento, Quinn solo podía ver su perfil y las finas manos sobre el teclado. Tenía una nariz perfecta, pómulos marcados propios de una modelo y una barbilla firme y esbelta. Y la boca… Sus labios eran carnosos, pero sin necesidad del colágeno de las actrices de Hollywood, y estaban pintados del mismo color rojizo que un atardecer veraniego en Alaska.

Sí, era una maravillosa combinación de hielo y fuego. Su regia actitud la mantenía altiva e inalcanzable, pero sus medias y tacones expresaban algo muy distinto. En el fondo, era una mujer llena de sensualidad que se esforzaba por reprimir su naturaleza ardiente.

Charlize cerró el portátil y, al colocarlo bajo el asiento, no se dio cuenta de que el bolígrafo se le caía al suelo.

Quinn aprovechó la oportunidad. Se inclinó hacia delante y le dio un golpecito en el hombro.

—¿Señorita?

Ella se volvió y le clavó la mirada con expresión de desaire. No había duda de que estaba acostumbrada a quitarse de encima a admiradores desconocidos.

—Se le ha caído el bolígrafo.

La expresión de la mujer se suavizó cuando vio que no estaba intentando ligar con ella. Sonrió ligeramente y articuló un agradecimiento silencioso.

¡Augh! Aquel gesto fue como una flecha que le traspasara el corazón. Y cuando ella se agachó para recoger el bolígrafo y la minifalda se le deslizó por el muslo, a Quinn se le hizo un nudo en la garganta y se quedó sin respiración.

La mujer se enderezó, se ajustó la falda, y le dedicó una sonrisa propia de la Gioconda.

Pero Quinn ya había descubierto su secreto, porque había llegado a ver el borde de algo negro y de encaje.

No eran unas simples medias.

¡Aquella atrevida mujer llevaba un liguero!

 

 

Kay Freemont sacó distraídamente un espejito del bolso. Bueno, tal vez no fuera un gesto tan distraído. Tal vez su intención era echarle otro discreto vistazo a ese hombre parecido a Paul Bunyon que iba sentado detrás.

No era que estuviese interesada por él, desde luego. Su deseo era acabar con una relación insatisfactoria, no empezar otra nueva. Lo único que quería era comprobar si aquel caballero de anchos hombros, vestido con camisa de franela y vaqueros, era tan arrebatadoramente guapo como le había parecido en un principio.

Fingió mirarse en el espejo para recomponerse el peinado, pero lo giró de tal modo que pudiera ver al desconocido. Siempre se había sentido sexualmente atraída hacia los hombres fuertes y curtidos; esos hombres que reparaban sus propios coches, que talaban leña y que asaban carne cruda en una hoguera.

Su novio, Lloyd, era un tipo delgado, tranquilo y vegetariano, que si siquiera tenía coche propio. Pero el hecho de que ella soñara con hombres más varoniles no significaba que los buscase. Era solo una fantasía sexual.

Además, había cosas más importantes que el sexo, como por ejemplo el compañerismo.

«¿Y acaso Lloyd es un compañero tan estupendo? Trabaja ochenta horas a la semana. ¿Cuándo fue la última vez que te hizo el amor? ¿Siete, ocho semanas?».

No era justo. La culpa no era solo de Lloyd. Ella estaba tan ocupada como él.

«¿Y también es culpa tuya que Lloyd nunca te haya gustado en la cama?».

Tal vez sí lo fuera, y solo de ella. Kay había pasado mucho tiempo escribiendo artículos sexuales para la revista más picante del país: «Cómo conseguir múltiples orgasmos», «El tantra del sexo; la nueva intimidad», y cosas así, pero ella misma aún no había experimentado sensaciones semejantes.

Había leído más que nadie sobre el tema, y estaba convencida de que el conocimiento detallado la llevaría a tocar el cielo del placer.

Tal vez tuviera que pedir asesoramiento profesional.

«O tal vez lo que tendrías que hacer es lanzarte a una aventura salvaje. Seguro que este Paul Bunyon sabe cómo complacer a una mujer. ¿No has visto sus manos? Si es verdad lo que dicen sobre el tamaño de las manos de un hombre y el tamaño de su…».

Inclinó el espejo hacia la derecha para obtener una mejor visión.

Los brazos de Paul Bunyon eran tan voluminosos como sus muslos. Parecía estar hecho de acero. Alto, musculoso, recio… Tenía el pelo castaño oscuro y unos sensuales ojos grises que brillaban de ingenio. Llevaba una camisa azul con los puños arremangados, dejando ver un palmo de sus poderosos antebrazos y un reloj de pulsera con la correa de cuero. La capa de vello que los cubría era la apropiada. Ni mucho ni poco. A Kay le encantaban los antebrazos así.

Se humedeció los labios, olvidando los reiterados consejos de su madre para no estropearse el carmín. Un estremecimiento la recorrió de arriba abajo y se concentró en la entrepierna de Paul. Se preguntó qué ocurriría si se levantara y fuera hacia él. ¿Cuál sería su respuesta si se inclinase sobre su oído y con un tentador susurro lo invitara a los aseos?

Tragó saliva con dificultad. ¡Los dos metidos en los aseos de un avión! La vista se le nubló mientras se lo imaginaba.

«La levanta y la sienta sobre el lavabo con ojos ardiendo de deseo. Le pasa una de sus grandes manos por la curva de los gemelos hasta la rodilla. Los dedos se le enganchan en las medias. Las rasga de un tirón, mientras con la otra mano sube por la pierna izquierda. Se acerca más y ella le rodea la cintura con las piernas. Se arquea hacia atrás, apoya la cabeza en el espejo, sin apartar los ojos de los suyos. Él piensa que está viendo a la mujer más increíble de la Tierra.

Su mano derecha sube centímetro a centímetro por la piel desnuda. La sensación es indescriptible. El frío tacto del grifo bajo las nalgas, el tacto de su cintura entre las piernas…

Sigue mirándola a los ojos, pero no dice ni una palabra. Huele maravillosamente bien, a madera y a cuero. Ella se humedece por el creciente deseo. Lo codicia igual que un león a una gacela.

—Bésame —le ordena con voz autoritaria.

Él inclina la cabeza. Le aprieta los muslos con las palmas. Está muy cerca, pero no junta los labios a los suyos. La está tentando. Sus ojos brillan maliciosamente.

—¿Qué me darías por un beso? —le pregunta.

Su voz es arrebatadoramente sexy. Un sonido profundo que resuena en sus oídos como las notas de un bajo. El pulso se le acelera. A cada segundo se siente más caliente, húmeda y desesperada.

—Te daré lo que quieras —le responde en un susurro.

—Quiero que me toques… Aquí.

Le toma una mano y la lleva hasta el bulto que sobresale en sus vaqueros. Ella le baja la cremallera y desliza la mano en la bragueta. No lleva ropa interior… y empieza a tocarlo.

Es tan grande, tan duro y abrasador… Mientras lo toca, él cierra los ojos y, tras soltar un gemido, lleva un dedo hasta el borde de sus braguitas. Ella gime y entonces él toma posesión de su boca.

Sabe demasiado bien para ser real. Ni el mejor caviar de la despensa de su madre ni la botella más cara de champán francés de la bodega de su padre pueden competir con su sabor.

Le aprieta su erección, que parece crecer por momentos, mientras él la deslumbra con los sorprendentes movimientos de su lengua.

—Te quiero dentro de mí —le dice ella.

—No, aún no. Antes voy a hacerte suplicar.

Los pezones se le endurecen. Mueve las caderas y él aprovecha para quitarle las braguitas.

—¿Qué estás haciendo?

—Calla, mujer —le ordena—. Calla y disfruta. Mereces todo lo que voy a darte y mucho más. Me vuelves loco.

Las palabras la encandilan. Los hombres siempre han alabado su belleza, pero ninguno le ha dicho que lo vuelva loco. Se siente increíblemente poderosa al saber que puede controlarlo con su sexualidad.

Entonces él pone en acción sus dedos.

Primero la acaricia por la cara interna del muslo, y luego desliza las puntas de los dedos en el interior. La sensación de éxtasis la envuelve por completo, culminando en el vértice de su feminidad. Se retuerce contra él, se aferra a sus hombros, le hunde los dedos en la carne a través de la camisa de franela. Ningún hombre la ha acariciado así antes, ni ella se ha sentido nunca tan excitada.

—No te pares… —le pide con voz temblorosa.

Él sonríe y por un momento ella piensa que va a detenerse. Pero no. Sigue tocándola sin parar. Es como si estuviera en una montaña rusa. Subiendo en pendiente con la respiración contenida, anticipándose a la inminente y vertiginosa bajada. Está cerca, muy cerca… Se tambalea en el borde… Un segundo más… Oh, sí, va a…».

—¿Señorita? —la voz de la azafata la devolvió a la realidad.

—¿Sí? —Kay tragó saliva. Apenas podía respirar.

—¿Le apetece beber algo?

Ella negó con la cabeza y la azafata se alejó por el pasillo. Entonces Kay se dio cuenta de que seguía con el espejo en la mano, y vio horrorizada cómo Paul Bunyon la miraba en el reflejo.

El corazón se le aceleró y se le hizo un nudo en la garganta. Él le sonrió, como si supiera exactamente lo que había estado pensando.

Avergonzada y aturdida, cerró el espejito y volvió a meterlo en el bolso. El cuerpo le ardía por dentro. Tenía que recuperar la compostura de inmediato. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se encerró en los aseos. Mala elección. Aquel había sido el escenario de sus fantasías.

Mojó una toalla de papel y se la presionó contra la nuca mientras tomaba profundas inspiraciones. Durante los últimos meses, la asaltaban incontrolables pensamientos sexuales, y era algo muy embarazoso.

Tal vez la solución fuera una breve aventura. Alguien que pusiera fin a esas ensoñaciones eróticas.

Se dio un pellizco en la nariz. Era absurdo. Tenía que abandonar esas fantasías con desconocidos, por muy tentadoras que fueran. Tiró la toalla a la papelera y se pasó las manos por el pelo. Bien. Volvía a tener un aspecto normal. Nadie sospecharía nada.

El avión dio un bandazo, tirándola hacia atrás mientras trataba de abrir la puerta, que se había atascado. Le dio un fuerte empujón, y en ese momento el avión volvió a oscilar. La puerta se abrió, Kay se precipitó hacia delante…

Y se encontró de bruces en los brazos de Paul Bunyon, como si hubiera estado esperándola tras la puerta para evitar que se cayera.