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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Vicki Lewis Thompson

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vidas diferentes, n.º 167 - mayo 2018

Título original: Killer Cowboy Charm

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-589-4

1

 

—¡Con ustedes, los presentadores de La mañana de Meg y Mel, Meg Delancy y Mel Harrison!

Animada por el aplauso del público, Meg entró en el plató, seguida por un sonriente y acicalado Mel. Tenía que comportarse como si no hubiera visto los informes de audiencia y no supiera que estaban perdiendo espectadores.

Si bien nadie parecía conocer el porqué, se rumoreaba que no había química entre Mel y ella. Y si los directivos del estudio atendían al rumor, Meg tendría que irse. Mel llevaba ocho años con el programa, y nadie se atrevería a reemplazarlo.

Pero Meg no podía permitirse perder aquel trabajo. Desde pequeña había soñado con tener su propio programa de televisión, y hasta había convertido el salón de su casa de Brooklyn en un estudio en el que entrevistaba a sus vecinos. Su familia miraba con simpatía sus esfuerzos, pero no se tomaba en serio sus intenciones. Sin embrago, al ver que en la universidad Meg insistía con su objetivo, la indulgencia se había convertido en preocupación. Como no conocían a nadie que hubiera triunfado en el mundo del espectáculo, estaban convencidos de que fracasaría y le habían sugerido que se dedicara a la enfermería, la enseñanza o las finanzas y se quitara de la cabeza aquella alocada idea. Incluso sus mejores amigos le habían aconsejado que intentara algo menos ambicioso. Pero las advertencias sólo habían servido para que Meg se reafirmara en su decisión.

Después había conseguido un trabajo de mensajera en lo que por aquel entonces era La mañana de Marnie y Mel. Aunque era un trabajo cansado y, en ocasiones, insoportable, Meg consideraba que era un paso necesario en su camino hacia la cima. Había tenido su primera oportunidad ante las cámaras gracias a la apendicitis de Marnie; y más tarde, cuando la presentadora había dejado el trabajo para actuar en una película, Meg se las había ingeniado para convencer a Mel de que le diera la oportunidad de sustituirla definitivamente.

Sabía que su familia y sus amigos seguían sin reconocerle el mérito, que esperaban que su fama fuera efímera, y no estaba dispuesta a darles el gusto de verla fracasar.

Mientras el público seguía aplaudiendo, instado por la productora ejecutiva, Sharon Dempsey, Meg y Mel se sentaron en sus cómodos sillones y levantaron las tazas que tenían en la mesita.

Mel bebió un trago de agua coloreada para que pareciera café y se volvió hacia Meg. Por costumbre, él era el primero en hablar en el programa.

—Un fin de semana genial en Manhattan, ¿verdad?. Fiestas de Halloween por todas partes y un clima inusualmente cálido para noviembre. ¿Y tú, Meg? ¿Cómo has pasado el fin de semana?

—El viernes por la noche salí con mis amigas, pero no había buenos peces en el río. Ya me entiendes...

—Qué mala suerte. ¿Y el sábado?

—Vi el DVD de La momia. Sola.

Meg bebió un trago de refresco diluido, fingiendo que saboreaba algo con gusto a enjuague bucal. Aunque las bromas sobre su falta de vida social eran frecuentes en el programa, empezaba a hartarse de la situación. No obstante, sabía que la culpa era exclusivamente suya; concentrarse tanto en el trabajo no le dejaba tiempo para las relaciones amorosas.

—Creía que habías visto esa película el fin de semana pasado.

—Será que estoy loca por Brendan Fraser.

Pero por mucho que le gustara aquel actor, Meg habría preferido pasar la noche con un hombre de carne y hueso. Irónicamente, al alcanzar su meta había descubierto que el trabajo de presentadora de televisión conllevaba ciertas restricciones.

A pesar de las bromas sexuales que ocasionalmente compartían en el programa, Mel era muy conservador, y no habría dudado en despedirla si la prensa del corazón la hubiera sorprendido en alguna situación comprometida. Para mantener su imagen de chica tradicional, Meg tenía que olvidarse de los romances tórridos y apuntar directamente a un noviazgo formal que acabara en matrimonio.

Sólo que antes de casarse quería convertirse en una auténtica estrella, lo cual le llevaría varios años. E incluso entonces tendría que asegurarse de que quien fuera a convertirse en su marido tuviera claro que no estaba dispuesta a renunciar a su trabajo en la televisión.

Mel chasqueó la lengua y la miró con gesto paternal.

—No entiendo qué les pasa a los solteros de por aquí. Una pelirroja atractiva como tú debería tener una larga lista de pretendientes.

—Tal vez todos los que valen la pena ya están comprometidos. ¿Has dicho que habías ido a una fiesta de Halloween?

En contraposición con la inexistente vida social de Meg, Mel y su mujer parecían salir a divertirse todas las noches.

—Evie y yo fuimos a una fiesta de disfraces en el salón Starlight —contestó—. Nos lo pasamos muy bien, aunque no tanto como el tipo que se vistió de vaquero. Su disfraz estaba tan logrado que las mujeres se derretían por él.

Ella se llevó una mano al pecho y suspiró.

—Adoro a los vaqueros, en especial cuando usan esos pantalones ceñidos que resaltan su impresionante... personalidad.

Meg arqueó las cejas, y el público rió a carcajadas. Ciertamente, tenía debilidad por los vaqueros. Su padre era un fanático de los westerns, y ella siempre se había sentado a ver las películas que pasaban por televisión con él. Los héroes de la pantalla le parecían tan exóticos y tan ajenos a su realidad que se habían convertido en una fantasía secreta.

—Por desgracia para las chicas, este vaquero resultó ser homosexual.

—¿Lo ves? ¿Ves lo que te digo? Por lo menos en Nueva York, parece que todos los solteros apetecibles están comprometidos o son homosexuales —declaró Meg, saliéndose de libreto—. Tal vez tendría que ir al Oeste y buscarme mi propio vaquero. A ser posible uno muy guapo, con espuelas y probadamente heterosexual.

Mel movió la cabeza en sentido negativo.

—Eso sólo existe en las películas.

—No me lo creo. Seguro que el Oeste sigue lleno de vaqueros sensuales, con pantalones ajustados, que caminan con la altanería de Clint Eastwood.

—Me temo que ese vaquero de ensueño es un mito —afirmó Mel—. Pero para hablar de mitos y de vaqueros hoy tenemos al invitado perfecto. Viggo Mortensen, la estrella de El señor de los Anillos y de Océanos de fuego, está con nosotros para hablarnos de su próximo proyecto. Ahí tienes a tu vaquero de fantasía, Meg. Has visto a Viggo en Océanos de fuego, ¿verdad?.

—Seis veces.

—Lo suponía. También nos visitan Snoop Dogg y un mago callejero que recorre la ciudad con su espectáculo. Si aún no lo habéis visto, os garantizo que quedaréis estupefactos. Volvemos enseguida.

En cuanto empezaron los anuncios, Sharon se ajustó los auriculares, como si no se pudiera creer la información que transmitían.

—¡Los teléfonos no paran de sonar! ¡Todos quieren ver a Meg yendo al Oeste a buscar a su vaquero!

Meg soltó una carcajada.

—Sólo era una broma. Jamás he estado en el Oeste, y no tengo intención de...

—Piénsalo un poco —la interrumpió Sharon—. Necesitamos atraer la atención del público, y esto podría ser ideal.

—Ciertamente, la idea no es mala —dijo Mel—. Nada mala.

—¡Es una idea genial! —exclamó Sharon—. Podríamos hacer un concurso para encontrar al vaquero más sensual del Oeste. ¿Qué os parece?

Mel asintió.

—Me gusta.

En cambio, a Meg no le gustaba nada. La idea de tener que dejar el estudio la ponía nerviosa, porque ella misma era una prueba de que las sustituciones temporales podían convertirse en permanentes.

—No sé, Sharon. Creo que deberíamos pensarlo con más detenimiento.

—Discutiremos los detalles cuando tengamos tiempo, pero el cuerpo me dice que esta idea es dinamita. Te veo recorriendo el Oeste con Jamie, buscando candidatos y trayéndolos al programa para que los televidentes elijan al ganador. Tendremos un importante premio en efectivo y toneladas de promociones. Es una fórmula infalible. ¿No lo ves?

Meg sólo podía pensar en el riesgo de alejarse del estudio.

—Pero no puedo dejar el programa para salir a buscar vaqueros.

—Por supuesto que puedes —afirmó Mel—. Sólo serían unos días. Sharon tiene razón. Esto podría ser lo que necesitamos para aumentar el índice de audiencia.

—Pero ¿quién te acompañará mientras no estoy?

A decir verdad, Meg conocía perfectamente la respuesta: Mona Swift. Desde que había quedado segunda en la elección de la sustituta de Marnie, Mona no había dejado de rondar el plató como un buitre, esperando a que fallara para que el programa pasara a llamarse La mañana de Mona y Mel.

—Tenemos a Mona —dijo Sharon—. Estoy segura de que te sustituirá con mucho gusto.

—¿Has pensado en el dinero que costaría? —preguntó Meg, reticente—. Comida, alojamiento...

—Te equivocas —intervino Mel—. Conseguiremos que nos cedan espacio gratis en varios ranchos. De hecho, podríamos empezar por el rancho de George, en Arizona. Le gusta mucho la publicidad, y estará encantado con la idea.

Meg hizo un último y desesperado intento por convencer a su compañero de los inconvenientes que ocasionaría el concurso.

—Esto alterará la rutina por completo, y ya sabes cuánto odias los cambios...

—Sí. Odio los cambios, pero odio mucho más perder audiencia. Sharon tiene razón. Tienes que ir al Oeste, Meg.

En aquel momento, Meg comprendió que su suerte estaba echada.

 

 

—¡Cómo puedo ser tan bocazas!

Mientras miraba por la ventanilla de la furgoneta, Meg no podía dejar de maldecirse por haber comentado lo mucho que le gustaban los vaqueros. Jamie y ella habían alquilado el vehículo en Phoenix y avanzaban por una carretera del sur de Tucson, camino al rancho de George. El multimillonario amigo de Mel había comprado la finca como parte de una inversión financiera, y estaba esperando que subiera el precio de la tierra para venderla. No solía ir mucho por allí, y Meg podía entender por qué.

Jamie suspiró y movió la cabeza en sentido negativo.

—¿Vas a pasar las dos semanas quejándote? Porque si es así, puedo competir con cada una de tus quejas. Alison y yo estamos atravesando un momento muy delicado, y podría pasar cualquier cosa mientras no estoy.

—Lo sé, lo sé. Pero ¿qué es más importante? ¿Que Alison esté tentada de salir con otra persona o que Mona me quite el puesto definitivamente? No sé, siempre podrías encontrar la forma de reconquistarla. De hecho, estoy segura de que lo harás.

Meg pensaba que Jamie, bajo y delgado, era perfecto para Alison, que era baja y regordeta. Los dos tenían el mismo tipo de pelo oscuro y rizado y, algún día, tendrían unos niños preciosos.

—Gracias por presuponer que tendré que reconquistarla —replicó Jamie, irónico—. Y para tu información, no creo que Mona pueda robarte el puesto. El público te adora. Además, estoy seguro de que la cámara captará su falta de sinceridad. Tú te has ganado a los espectadores, porque eres sincera.

—¿Que me he ganado a los espectadores? Te recuerdo que ha bajado la audiencia. En cualquier caso, no me hace ninguna gracia estar aquí —afirmó Meg, señalando el paisaje—. Mira este lugar. No hay nada. Sólo colinas y molinos de viento.

—Tierra de vaqueros.

—¿Podrías dejar de repetir eso? Quiero a mi vaquero en medio del Madison Square Garden, no en medio de la nada. No volveré a saltarme el guión en mi vida. Nunca. Se suponía que era una broma. Yo, la típica chica urbana, dispuesta a llegar al quinto infierno con tal de conseguir una cita.

—Es una broma. Y por eso es tan buena idea. Sólo que habría preferido que enviaran a Dave o a Wayne en vez de a mí.

Meg lo miró apenada.

—Aunque suene egoísta, me alegro de que te hayan enviado. Con Dave y con Wayne no me llevo tan bien como contigo.

—Lo sé, y también disfruto de tu compañía, pero mientras recorremos el campo me arriesgo a perder a Alison. Sin embargo, si me hubiera negado, Sharon me habría despedido.

—Eso me temo. Por cierto, ¿dónde estamos?

—Estamos llegando a la animada metrópoli de Sonoita.

—¿Dónde está? —preguntó ella, mirando el mapa.

—Ante tus ojos se alza Sonoita.

—¿Bromeas? Aquí no hay nada. ¿Qué voy a hacer en mis ratos libres? ¡Me siento en un capítulo de Bonanza!

Jamie soltó una carcajada.

—Ojalá hubiera tenido la cámara encendida. A los televidentes les habría encantado ese comentario.

Meg resopló y se echó hacia atrás.

—Los televidentes no me van a ver lloriquear, así que olvídalo. Pero confieso que, ahora mismo, sería capaz de matar por un café expreso.

—Nunca se sabe. Tal vez en el Circle W tengan todas las comodidades.

Ella suspiró y negó con la cabeza. Había visto demasiados westerns en televisión y sabía que aquello era muy poco probable.

—Lo dudo, Jamie. Lo dudo mucho.

 

 

Clint esperaba que el trabajo duro seguido de una ducha caliente sirvieran para mejorarle el humor, pero al salir del cuarto de baño seguía enfadado. Aunque George Forester fuera el nuevo propietario del Circle W y le pagara el sueldo, no tenía derecho a convertir un rancho histórico en un circo televisivo.

Por primera vez se alegraba de que su padre y su abuelo no estuvieran vivos para que no tuvieran que ver lo que hacía Forester con la finca que habían fundado y que tanto esfuerzo les había costado mantener.

Clint no tenía el poder suficiente para detenerlo, pero planeaba hacer lo imposible para que el plan se volviera contra él. Sabía que había un premio y que necesitaba el dinero para recuperar el rancho. Sólo con pensar en lo que tenía que hacer para conseguirlo se le helaba la sangre.

Había recibido una carta que explicaba todo el procedimiento. Meg Delancy y su cámara visitarían siete estados del Oeste, empezando por Arizona, para organizar un concurso abierto a todos los vaqueros de la zona. Desde un rancho local, Meg observaría la destreza con el lazo y el caballo de los concursantes y luego los entrevistaría personalmente. Una vez hecha la primera selección, tres finalistas de cada estado viajarían a Nueva York para que los televidentes escogieran al ganador.

Clint sabía que el dinero del premio le iría bien, pero que no sería suficiente para volver a comprar el rancho. Además, la idea de tener que desfilar delante de una cámara hacía que la suma pareciera aún más irrisoria. Algunos decían que el premio sólo era el comienzo, que al ganador le lloverían ofertas para hacer anuncios o actuar en telenovelas. Eso era algo que a Clint le daba pánico. Prefería montar un toro bravo a tener que hablar en televisión, y que lo tragara la tierra a tener que cargar con el apelativo de «vaquero más sensual del Oeste».

Sin duda, tenía que seguir con el plan que se había trazado y esperar a que Gabriel le consiguiera todo el dinero para el año siguiente. Había invertido todos sus ahorros para comprar el caballo, confiando en que lo ayudaría a recuperar el Circle W. Aunque tardaría lo suyo, porque el importe era considerable, podría funcionar, sobre todo si George se cansaba del rancho.

Gabriel tenía que correr su primera carrera en tres meses, y el concurso de televisión interferiría en su entrenamiento; un motivo más para que Clint detestara la situación y no quisiera tener nada que ver con el asunto.

Aun así, se preguntaba si debía participar. Varios vecinos le habían preguntado si iba hacerlo, como si apostaran por él, y un par de mujeres se habían sonrojado al asegurarle que era el mejor candidato del Oeste. Le preocupaba que Meg lo presionara para que entrara en la competición, y aquella mañana, mientras limpiaba los establos, se le había ocurrido la forma de evitarlo.

Se comportaría como un tonto, fingiría que no sabía cómo dirigir un rancho y que su capataz de sesenta años, Tucker Benson, era el experto. Tuck podría darle un respiro y satisfacer los deseos de aquella mujer de la ciudad.

En cuanto Clint supo que la selección de los concursantes de Arizona tendría lugar en el Circle W, lo cual significaba que tendría que hospedar a Meg durante dos noches, echó un vistazo al programa.

Definitivamente, Meg no era su tipo. Le parecía demasiado sonriente y superficial, y prefería a alguien que fuera capaz de levantarse de la cama y de unirse a él en una cabalgata matinal, sin necesitar pasarse veinte minutos maquillándose.

Lo poco que había visto de La mañana de Meg y Mel lo había convencido de que la mujer que invadiría su precioso rancho era lo opuesto a su ideal. Si se había duchado para ir a recibirla, no era porque quisiese causar una buena impresión, sino porque quería quitarse el olor a estiércol, para que Meg pensara que era un novato que ni siquiera sabía cómo montar a caballo y no lo considerara un candidato para su concurso.

Mientras repasaba los detalles de su plan se puso unos pantalones de pinzas que no usaba desde el funeral de su padre. Se sentía tonto, y más porque tenía la prenda asociada con uno de los momentos más tristes de su vida. Sin embargo, sabía que era un elemento fundamental en el engaño. Y para confundirla un poco más, se puso una camisa de vestir, un cinturón estrecho y los mocasines que solía llevar en la universidad, y se peinó el pelo hacia atrás.

Como los intrusos no tardarían en llegar, salió a buscar a Tuck y lo encontró con Gabriel. Tuck era un entrenador excelente, y Clint confiaba en su capacidad para convertir al caballo en un auténtico campeón.

Tuck también había sido un buen vaquero, pero hacía años que el Circle W había dejado de trabajar con reses. Clint había tenido que vender el rancho para cancelar las deudas de su padre y aceptar que el lugar se convirtiera en un campo de entrenamiento de caballos para los nuevos vecinos de la zona. Además, el Circle W ofrecía paseos a caballo y comidas al aire libre para los turistas, y cada año había más gente que visitaba Sonoita.

Al principio, Clint había tratado de interesar a George por las carreras de caballos, pero á su nuevo socio sólo le interesaban las operaciones inmobiliarias, por lo que había tenido que dedicarse a las carreras por su cuenta. Por suerte, el valor de la tierra no había subido, porque, de lo contrario, el Circle W ya se habría dividido, y él estaría en bancarrota.

De modo que, si no quería perderlo todo, tenía que evitar que George se enfadara con él. Y más, considerando que de ello dependían la vivienda y el empleo de Tuck, José, el cocinero, y Jed y Denny, los peones. Así que por mucho que le desagradara, tenía que fingir que lo del concurso de la televisión le parecía una buena idea. Sobre todo porque, por primera vez, George parecía alegrarse de que en sus tierras hubiera un rancho.

—Hola, Tuck. Tengo que hablar contigo —dijo.

El capataz detuvo el caballo y se acercó al borde del picadero para hablar con Clint.

—¿Qué pasa? —preguntó, mirándolo de pies a cabeza—. ¿Por qué estás tan ridículo?

—La vestimenta es parte del plan. Cuando llegue la presentadora de televisión, le diré que no soy vaquero y que nunca lo he sido. Le diré que me encargo de las finanzas del rancho, pero que tú eres el que está a cargo del trabajo físico.

—Cualquiera sabría que mientes. Incluso con esa ropa pareces tan vaquero como yo.

—A ti te lo parece, porque me conoces. Pero ella no sabe nada, y quiero que siga sin saberlo. Bueno, ¿qué dices? ¿Me seguirás el juego con todo lo que diga? ¿Y podrías advertir a los demás?

Tuck asintió.

—No funcionará, pero te secundaré y correré la voz. ¿Así que definitivamente no vas a competir?

—No.

—Hay quien está muy entusiasmado con este concurso. Lo ven como el camino hacia la riqueza.

—Ni por todo el dinero del mundo me pavonearía en televisión. ¿Tú lo harías?

—Depende de lo que ganara, supongo. Mira; hay una nube de polvo en la carretera. Imagino que será la gente que esperas.

Clint echó un vistazo, suspiró y trató de animarse pensando que en dos días habría terminado todo y la vida en el Circle W volvería a la normalidad. Caminó hacia la entrada de la casa del rancho, decidido a ser muy amable, pero sin permitir que aquella mujer tomara el control. Llegó a la puerta justo cuando la furgoneta aparcaba frente a la casa.

La mujer que bajó del vehículo era más baja y delgada de lo que había pensado al verla en la televisión. Aunque no había notado que tuviera un pecho tan llamativo, iba vestida como Clint la había imaginado: con una camiseta escotada, una camisa anudada a la cintura, unos vaqueros ceñidos y unas sandalias rojas, con un diseño que imitaba las botas tejanas.

—Hola —dijo ella, acercándose con la mano extendida—. Soy Meg Delancy, de La mañana de Meg y Mel.

Clint trató de ser amable y ligeramente despreocupado, como si viviera rodeado de famosos y no le emocionara conocerla, pero la sonrisa de Meg lo cegó. No estaba preparado para una sonrisa tan franca, y sintió que se le aflojaban las rodillas.

A pesar de la ridícula vestimenta de Meg, de su pretensión de convertir el noble Circle W en un circo mediático y de lo molesto que estaba por la intromisión en su apacible estilo de vida, Clint estaba deslumbrado.

—Clint Walker —balbuceó.

—He ahí un nombre ideal para un western. ¿El protagonista de Cheyenne no se llamaba Clint Walker?

—A mi padre le encantaba el programa —afirmó él, sonrojado como un adolescente.

—Encantada de conocerte, Clint. Debo decir que esperaba unos tejanos y un sombrero Stetson. Con esa ropa, pareces recién salido de Madison Square.

—Bueno, mi capataz, Tucker Benson, es el vaquero. Yo estudié económicas y llevo las finanzas.

Era cierto; lástima que su licenciatura no le hubiera servido para evitar que el rancho fuera a la quiebra.

—No todos están hechos para ser vaqueros —declaró Meg, sonriendo una vez más—. éste es mi cámara, Jamie Cranston. Jamie, te presento a Clint Walker, nuestro anfitrión.

—Encantado —dijo Jamie, tendiéndole la mano—. Aún tenemos algo de luz de día, así que si no te importa, me gustaría hacer unas tomas del rancho. ¿Tenéis un barracón?

—Sí, detrás de la casa principal, junto a los corrales. Pero el lugar no es muy...

—No me interesa un barracón de Hollywood —aclaró Jamie—. Quiero uno de verdad. Si tenéis una cama de más allí, me gustaría quedarme con los peones.

Clint no había imaginado una situación semejante y había preparado dos dormitorios en la casa principal. Si el cámara dormía en el barracón, Meg y él estarían solos en la casa.

—Es la mejor forma de captar la esencia del lugar —añadió Jamie.

Aunque prefería que no lo dejaran a solas con aquella mujer, Clint no tenía un argumento válido para negarse.

—No hay problema. Supongo que los peones estarán encantados de tenerte ahí.

Jed y Denny tenían intención de participar en el concurso, y probablemente considerarían que la cercanía de Jamie les daría ventaja.

—Genial —dijo el cámara—. Meg, aprovecha para sacar la maleta y el portátil, mientras llevo el estudio móvil al barracón y descargo la cámara.

—¿Qué estudio móvil? —preguntó Clint, mirando a su alrededor.

—Así es como llamamos a la furgoneta con el equipo de transmisión —explicó ella.

—Ah.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Jamie—, así que quiero aprovechar cada minuto.

Meg asintió y fue a sacar sus cosas del vehículo. Clint miró hacia el interior y vio aparatos electrónicos suficientes como para abarrotar un establo entero. Meg apoyó la maleta en el suelo y se colgó el portátil al hombro.

—Ya tengo todo lo que necesito, Jamie. Puedes irte.

—Gracias, Meg. Os veré luego.

En cuanto se marchó el cámara, Clint sintió pánico. No esperaba quedarse a solas con Meg, y menos cuando apenas habían pasado cinco minutos desde su llegada. Aún faltaban más de dos horas para la cena, y no tenía idea de lo que podía hacer con ella en el mientras tanto.

—Bien, Clint. Aquí estamos.

La voz de Meg le incomodaba, le seducía y le inquietaba en extremo. Se suponía que tenía que considerarla su enemiga, pero estaba cada vez más embelesado.

—Supongo que deberíamos entrar —dijo.

—Agradezco mucho que me hospedes. Estoy segura de que ha sido una imposición.

—No, en absoluto.

Acto seguido, Clint levantó la maleta y se volvió hacia la casa. Esperaba que Meg llevara un montón de ropa, y el peso del equipaje se lo confirmaba. De hecho, era exactamente como la había imaginado. Salvo que, lejos de sentir repulsión, sentía una atracción irresistible. Era una locura, pero era la verdad.

—Ven. Te enseñaré tu dormitorio —añadió.

Mientras arrastraba la maleta por las escaleras, Clint la imaginó durmiendo en aquella habitación y, al pensar en lo cerca que estaría de la suya, se maldijo por lo mucho que le excitaba la idea.