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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Jennifer Labrecque

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En la cama del enemigo, n.º 170 - mayo 2018

Título original: Better Than Chocolate...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-592-4

1

 

—Jack LaRoux sin pantalones... Es una imagen interesante, porque he oído que está muy bien —dijo Andrea Scarpini.

—No estaba pensando en eso cuando he dicho que me gustaría bajárselos. La idea era darle unos azotes, y no me importa si es un Apolo o Quasimodo en persona —declaró Eve Carmichael, entre risas—. Además, pienso vencerle jugando limpio y a base de talento.

Las dos mujeres estaban sentadas en un banco del parque. Eve echó la cabeza hacia atrás para disfrutar del sol de la mañana, cuyos rayos atravesaban las gafas de sol que llevaba puestas; a pesar de lo que acababa de decir y a pesar de que no lo había visto nunca, también se había dejado llevar por ensoñaciones sobre Jack LaRoux, y con bastante frecuencia; pero naturalmente, no estaba dispuesta a compartir ciertos detalles con Andrea.

—¿Y qué pasará si tu Jack no juega limpio? Dudo que se haya ganado el mote de Jack el Destripador por ser un buen samaritano —observó Andrea.

Jack LaRoux, colega de Eve, trabajaba en la delegación de Hendley and Wells Advertising en San Francisco y sólo llevaba seis meses en la empresa de publicidad; sin embargo, ya tenía fama de ser arrogante, de carecer de escrúpulos y de poseer un inmenso talento. También era famoso por su atractivo, aunque en su acepción de la belleza no estuviera incluida la amabilidad.

Eve abrió una botella de agua, arqueó una ceja y miró a Andrea, una de las mejores diseñadoras gráficas de la ciudad.

—De todas formas, éste no es un juego de buenos samaritanos —continuó Andrea—. A fin de cuentas, a ti tampoco te llaman Eve la Vengadora por ser un encanto.

Eve estuvo a punto de sonreír, pero se contuvo. Su amiga tenía razón. Se había ganado el apodo porque no permitía que nadie se cruzara en su camino. Si alguien se la jugaba, lo pagaba caro.

Mientras tanto, Andrea se sintió en la obligación de puntualizar lo que acababa de decir. Tenía la extraña costumbre de meter la pata ella sola, sin ayuda de nadie.

—Bueno, no insinúo que no seas buena persona. Eres amiga mía y te quiero mucho, pero no todo el mundo... en fin, ya sabes lo que quiero decir.

Eve rió.

—Sí, sé lo que quieres decir, no te preocupes. Por cierto, ¿sabes en qué se convierte todo ejecutivo que sea buena persona?

—No, ¿en qué?

—En desempleado.

—Es un chiste muy malo.

—Si quieres, puedo contarte algo más interesante. Esta mañana recibí un mensaje de correo electrónico de Kirk Hendley. Me ha dicho que quien consiga la cuenta de Bradley, será nombrado vicepresidente de marketing y director de las delegaciones de Nueva York y San Francisco.

—¿Quieres decir que tu destino profesional depende de un montón de segadoras y equipos agrícolas?

—No se puede decir que sea elegante, ¿verdad? Pero por suerte, tengo uno de los mejores equipos del mundo de la publicidad —dijo, sonriendo a su amiga, con quien trabajaba.

Andrea asintió ante el cumplido.

—Pero también puede ganar Jack. Y en ese caso, será él quien se marche a Nueva York.

—Jack no va a ir a ninguna parte. Pienso demostrarle que la oficina de Nueva York es para mí.

—Espero que tengas razón, pero en el departamento artístico ya están haciendo apuestas sobre quién conseguirá ese contrato.

—¿Y quién es el favorito?

Eve tomó un poco más de agua y cerró los ojos brevemente, disfrutando del calor del sol y del contraste frío, en su garganta, del líquido. En realidad no estaba interesada en las apuestas del departamento artístico. No en vano, estaba convencida de que ganaría a LaRoux.

—Están casi igualadas.

Eve abrió los ojos de nuevo y miró a su amiga y compañera de trabajo. La conocía bien y sabía cuándo estaba mintiendo. Andrea se ruborizó y añadió:

—Está bien, está bien... Las apuestas están 2-1 a favor de LaRoux porque es un hombre, porque Bill Bradley tiene fama de ser un tipo bastante conservador y porque todos creen que eso de la maquinaria agrícola es más propio de hombres que de mujeres.

Eve echó la cabeza hacia atrás y rió.

—¿Propio de hombres? Jack LaRoux vive en San Francisco y sospecho que nunca ha estado más cerca de un tractor que yo. Pero si piensas participar en ese juego, apuesta por mí, porque voy a ganar —afirmó con seguridad—. Además, ni espero que juegue limpio ni me importa lo que haga. Si se pasa de la raya, le daré una lección.

—De todas formas, me parece poco ético que Kirk Hendley os ofrezca ese cargo para que compitáis entre vosotros.

—A mí me parece una buena idea. Los dos somos buenos profesionales y los dos nos esforzaremos por presentar el mejor proyecto que podamos. Al final, el cliente saldrá ganando y uno de nosotros se habrá ganado un ascenso. Es perfectamente lógico.

Andrea la miró con repentina seriedad y preguntó:

—¿Y qué pasará si pierdes?

—No perderé.

—Nuestro equipo es muy bueno, pero el suyo también lo es. ¿Qué pasará si...?

—Perder no es una opción —respondió.

Los padres de Eve habían tenido tres hijos. Ella había sido la única niña, así que había aprendido muchas cosas de sus hermanos. Entre otras, que la convicción era absolutamente necesaria para tener éxito en una empresa.

Por otra parte, siempre había sido muy obstinada. Si alguien se empeñaba en decirle que no podía hacer algo, o intentaba manipularla, ella lo hacía y mantenía su independencia con más razón. Sus padres la adoraban, pero sabían que era muy ambiciosa e incluso habían renunciado a la posibilidad de que algún día se casara y llevara una vida como la suya.

—Asustas un poco cuando miras de esa forma —dijo Andrea—. Está bien, tranquilízate, ganarás... ¿Cuándo empezará la batalla? ¿el lunes? ¿Y dónde se hará la reunión preliminar? ¿en San Francisco? ¿en Nueva York?

—Ni en San Francisco ni en Nueva York. Será en el campo de juego de Bradley, en Chicago. Se supone que los dos debemos estar allí el lunes y asistir a la reunión por la tarde. Llamé a la agencia de viajes en cuanto vi el memorándum interno, hace un rato —dijo Eve, sonriendo—. ¿Y sabes lo que he hecho? Adelantar el vuelo al viernes. Nadie dice que no pueda marcharme antes y disfrutar de un fin de semana pagado de mi propio bolsillo.

—Comprendo... Así que pretendes adelantarte a LaRoux y sacarle ventaja —dijo mientras sacaba un sándwich de jamón y queso.

—Tal vez, tal vez.

Eve abrió un recipiente de plástico que contenía una ensalada y echó el zumo de un limón en ella.

—¿Cómo puedes comerte eso? —preguntó Andrea.

A Eve tampoco le parecía una idea muy atractiva. La ensalada estaba caliente y le habría encantado tomarse algo más apetecible, pero no podía.

—Tengo tres opciones, Andrea. Comer ensaladas y perder peso, comprarme un nuevo vestuario o aparecer desnuda. Francamente, la primera opción me parece la mejor de todas.

—Oh, vaya, es por culpa de Perry y de Delores...

—Me temo que sí. Es posible que algunas mujeres pierdan peso cuando sufren una decepción emocional, pero yo engordé casi tres kilos cuando descubrí a mi novio tirándose a mi secretaria en mi propio despacho. Incluso me salió un grano del tamaño de Delaware en la frente.

—¿Del tamaño de Delaware? Más bien, de Rhode Island. Pero créeme, Perry no merecía semejante disgusto.

—Por supuesto que no. Es un canalla.

Eve lo dijo sin vehemencia alguna. Todavía no estaba preparada para hablar sobre aquello; ni siquiera con su mejor amiga. Pero no se debía a que Perry le hubiera roto el corazón, sino únicamente a que se sentía muy avergonzada.

Todo había sido muy escabroso. Su secretaria, Delores, desnuda de cintura para arriba y tumbada sobre la mesa; y Perry, desnudo de cintura para abajo y tumbado sobre la secretaria. Eve se había sentido tan mal, que incluso se empeñó en que desinfectaran el lugar; de otro modo, no habría sido capaz de volver a su despacho.

Era evidente que no esperaban que apareciera por allí, pero se llevaron una sorpresa aún mayor cuando Eve tomó la ropa que habían dejado sobre una silla y se la llevó. Perry la maldijo en voz alta, aunque no se atrevió a seguirla al pasillo porque había más gente en el lugar. Y por si fuera poco, minutos después apareció un guardia de seguridad: alguien lo había llamado para denunciar la situación.

Perry la llamó por teléfono al día siguiente. Pero no lo hizo para disculparse, sino para pedirle que le devolviera la ropa.

—Podría haberme dicho que quería salir con Delores —comentó Eve—. Lo que verdaderamente me molestó fue el engaño, no lo demás.

—Bueno, recuerda que estaba haciendo algo más que salir con ella... En cualquier caso, Delores sólo es una golfa delgaducha.

—Una idiota...

—Una fulana.

Eve se sintió muy satisfecha por tener la ocasión de insultar a la mujer. Pero se habría sentido mucho más satisfecha si, en lugar de tomarse aquella ensalada, le hubiera podido dar un bocado al sándwich de Andrea.

—Sí, bueno, es posible que Delores sea una estúpida, pero también era una magnífica secretaria. ¿Sabes una cosa? La echo más de menos a ella que a Perry —confesó Eve—. Ahora tendré que acostumbrarme a la nueva, a LaTonya.

—En realidad, todo ese asunto ha servido para convertirte en una especie de leyenda. Los hombres te temen y las mujeres te adoran. La vengadora... Eve la heroína del mundo.

—De acuerdo, pero yo preferiría que trabajaran un poco más en el asunto de Bradley —dijo, para cambiar de conversación.

—Hacen lo que pueden; ten en cuenta que necesitan más información —observó su amiga—. Pero ya que vas a salir de viaje, podrías aprovechar la ocasión para divertirte y olvidar lo de Perry.

—Si estás insinuando lo que creo que estás insinuando, olvídalo. Nunca he sido mujer de aventuras.

Eve había dicho la verdad. De hecho, su relación con Perry no había pasado de unos cuantos besos, unas cuantas cenas y alguna caricia.

—Siempre hay una primera vez para todo.

—Pero...

Andrea alzó una mano para interrumpirla.

—Eve, eres genial en el trabajo; pero todo un desastre cuando se trata de elegir a los hombres. Hazte un favor, en serio: búscate un amante.

—¿Crees que un amante me ayudará a mejorar mi buen juicio con los hombres?

—Eso depende. Personalmente, creo que siempre eliges a verdaderos cretinos para no tener que comprometerte con ellos. Son perdedores, mediocres que no te importan. Ya sabes, lo tuyo es como en Hechizo de luna, cuando Cher le dice a Nicholas Cage que es un lobo y que preferiría arrancarse una pierna a mordiscos antes que quedarse atrapado en un cepo.

Eve recordó perfectamente la escena porque habían visto la película una docena de veces desde que eran amigas. Andrea era una fanática de Nicholas Cage.

—Te aseguro que no voy buscando idiotas para evitar una relación seria —afirmó, aunque no estaba muy segura—. Pero dime, ¿por qué debería acostarme con un desconocido este fin de semana?

—Por la aventura, por divertirte... piensa en aquella canción de Frank Sinatra, Strangers in the Night.

Andrea comenzó a cantar la canción. Había nacido en Brooklyn, en Nueva York, y se había criado escuchando a Sinatra, Nat King Cole y Ella Fitzgerald. Era una interesante mezcla de mujer refinada y chica romántica de barrio que buscaba un príncipe azul.

—La única diversión que me interesa es conseguir ese contrato y vencer a LaRoux.

—Pues a mí, lo único que me interesa es quién se pone arriba... —dijo Andrea, con un brillo de malicia en los ojos.

 

 

Jack LaRoux se inclinó sobre el mostrador de mármol negro del hotel, impaciente. Necesitaba nadar un rato, darse una ducha y tomarse un whisky, aunque no necesariamente en ese orden.

Según Neville, también necesitaba acostarse con alguien; pero su ayudante no hacía otra cosa que insistir una y otra vez en la importancia del sexo, cuestión que suponía el noventa por ciento de su conversación. Además, la habitual reserva de Jack sobre ciertos temas no evitaba que Neville diera rienda suelta a su afilada lengua.

Mientras esperaba a que le dieran la llave de su suite, Jack miró hacia el bar del hotel. Había poca gente, lo cual no le pareció nada extraño teniendo en cuenta que sólo eran las ocho menos cuarto de la tarde del viernes. Le apetecía echar un trago, aunque también podía esperar un poco y tomarlo después de nadar.

Por fin, la recepcionista apareció y sonrió. Llevaba una placa en la que se podía leer su nombre, Meg.

—Ah, está aquí, señor LaRoux... Su habitación es la cuatrocientos catorce —declaró mientras le daba la llave—. ¿Hay algo más que podamos hacer por usted? ¿Necesita que lo ayuden a subir el equipaje?

—No, ya me encargo yo —respondió con una sonrisa—. Gracias, Meg.

Meg se ruborizó y se echó el cabello hacia atrás. Jack estaba acostumbrado a que las mujeres reaccionaran de ese modo con él. No entendía por qué les gustaba tanto su sonrisa, pero fuera como fuera, le facilitaba mucho las cosas. Normalmente, al menos.

—Que disfrute de su estancia, señor LaRoux.

—Muchas gracias.

Jack se puso al hombro la bolsa de viaje, recogió el maletín y el ordenador portátil y se dirigió a los ascensores con ganas de dejar las cosas en la suite y dirigirse sin más dilación a la piscina. Tenía demasiada energía sobrante y quería hacer unos cuantos largos.

Un par de minutos más tarde, salió del ascensor en el cuarto piso y avanzó por el pasillo. La ancha moqueta enmudecía el sonido de sus pasos.

En ese momento, sonó su teléfono móvil. Reconoció el número de la extensión de Neville y contestó.

—Hola, Nev.

—¿A que no adivinas quién acaba de llamar preguntando por ti?

—No, no lo adivino. Cuéntamelo —respondió mientras sacaba la llave y abría la puerta de su suite.

—LaTonya Greer —dijo.

Jack dejó el ordenador sobre una mesa e intentó recordar quién era esa mujer. Pensó que podía ser la pelirroja que había conocido en la galería de arte la semana anterior, pero creía recordar que se llamaba Leslie, Laura o tal vez Leanne.

—¿Se supone que tendría que conocerla? —preguntó.

—Oh, vamos, Jack... es la ayudante de la malvada Eve.

Jack no había visto nunca a Eve, pero ciertamente estaba al tanto de sus éxitos profesionales.

—Ah, sí. Espero que LaTonya Greer no torture a su jefa con muchos adjetivos como ése.

—Seguro que no. No es tan buena en su trabajo como yo. No podría serlo aunque quisiera —bromeó.

Jack sonrió, se dirigió al dormitorio de la suite y dejó el resto del equipaje sobre la cama.

—Nadie es tan bueno como tú ni con los insultos ni con ninguna otra cosa —dijo mientras se quitaba la chaqueta—. Pero, ¿qué quería LaTonya?

—Algo sobre confirmar lo de la reunión del lunes. Le dije que estabas en una reunión.

—Muy bien. ¿Alguna otra cosa más?

—¿Muy bien? ¿Eso es todo? ¿No sientes curiosidad por saber qué diablos pretendía?