Elit-171.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Stephanie Hauck

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sí, quiero, n.º 171 - mayo 2018

Título original: Manhunting in Mississippi

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-593-1

1

 

Siempre era la dama de honor y siempre acudía soltera. Luchando con el cable del teléfono, Piper Shepherd contempló en el espejo el vestido de satén amarillo que se había colocado por encima. Su pelo oscuro, muy corto, destacaba sobre los volantes de los hombros y le daba el aspecto de un pajarillo en un nido, pero el vestido serviría.

—Personalmente, Justine, creo que el amarillo limón resultaría fantástico para una boda en agosto.

Su amiga suspiró al otro lado del teléfono, poco convencida.

—Mi madre dice que el amarillo no resaltaría en las fotos de exteriores. Y además, ¿no vistió Barbara a sus damas de honor de amarillo?

—¿Ah, sí?

Piper hizo una mueca y dejó el vestido encima de la cama, sobre los que ya habían descartado: el lila lo había empleado Sarah; el esmeralda, Joann; el rosa, Carol; el fucsia lo usó Cindy, el rubí, Jan, y el dorado, Jennifer.

Piper comenzó a sentir dolor en las sienes y se pasó la mano por el pelo.

—Por Dios, Justine, ¿cómo puedes acordarte de quién empleó cada color en cada boda?

—Simplemente me acuerdo —contestó Justine—. A mí siempre me han encantado las bodas, no como a ti, Piper. Si hubieras pasado menos tiempo quejándote de los zapatos de tacón y más tiempo observando a los padrinos, tú también estarías a punto de casarte. De las veintitrés que éramos en el club de estudiantes, eres la única que sigue soltera, ¿lo sabías?

Piper frunció el ceño.

—Eso no es cierto. Tillie también está soltera —replicó, no muy emocionada de estar en el mismo grupo que su hipocondríaca compañera del club.

—Me temo que no. Se comprometió hace tres semanas, ¿no te habías enterado?

Piper dio un respingo.

—¿Con quién? —preguntó con voz ronca.

—Estuvo tanto tiempo en una clínica, que consiguió pescar a un médico. El diamante de su anillo es un pedrusco enorme.

Durante un instante, Piper sintió pánico. Hasta Tillie, aquejada siempre de alergias, insomnio, jaquecas y dolores premenstruales había logrado atrapar a un hombre, y uno rico, encima. Suspiró y miró la hora. Le había prometido a su abuela que iría a ayudarla a preparar su inminente mudanza.

—¿Piper? ¿Estás ahí, o la vida se te está escapando entre los dedos? —preguntó Justine.

—Estoy aquí —le espetó ella—. Y con treinta y un años no creo que todavía deba preocuparme.

Justine suspiró con dramatismo.

—La gente empieza a hablar, Piper. Tú me lo dirías si fueras... bueno, ya sabes... ¿no?

—No, no lo sé. ¿De qué diablos estás hablando?

—Ya sabes... si fueras lesbiana.

A Piper se le cayó el teléfono al suelo de la sorpresa.

—¡No soy lesbiana! —gritó mientras recuperaba el auricular y lo acercaba de nuevo a su oreja—. ¿Cómo has podido siquiera pensarlo?

Su amiga tamborileó los dedos sobre el auricular.

—Por lo que yo recuerdo, no has tenido ninguna relación duradera con un hombre. Unas cuantas citas, sí, pero ¿has ido en serio con alguno?

Piper apretó los labios y jugueteó con el cable del teléfono.

—Supongo que soy demasiado maniática.

—Escúchame bien, Piper, deberías empezar a buscar un marido antes de que todos los buenos estén atrapados.

—Justine, tú estás a cientos de kilómetros, en Tupelo, rodeada de una gran cantidad de hombres y además, pasables. Yo estoy en Mudville. Cuando estuviste aquí, ¿viste a alguno que te hiciera desear ser su esposa?

—Tienes toda la razón —concedió su amiga—. Deberías mudarte a la ciudad, a cualquier ciudad.

—El problema es que Industrias Blythe no va a mover su fábrica a la ciudad. Aquí la mano de obra es más barata.

—Ah, ¿y ninguna otra empresa en todo Misisipi necesita una nutricionista?

Piper frunció los labios.

—Puede que sí, pero entonces estaría lejos de mi abuela. Y además, debes admitir que tengo un trabajo fantástico.

—Cierto. No a todas las mujeres les pagan por diseñar postres.

—Bueno, no todo es chocolate líquido y nata montada, Justine. Es más difícil de lo que parece.

—Sí, sí... Retomando el tema, Piper, no puedes permitir que tu carrera o tu familia se interpongan en tu camino para encontrar a tu alma gemela, al hombre de tus sueños, ¡a tu héroe! Tiene que haber al menos un hombre aceptable en ese lugar. Vas a tener que esforzarte un poco, ya sabes: ver y que te vean.

—No estoy segura de querer ver y que me vean en una feria de tractores.

—Piper, necesitas un plan para conseguir marido. ¿Tienes algún compañero de trabajo guapo? ¿Algún jefe?

Su ayudante Rich era guapo. Pero era un secreto bien guardado que era gay. Y su jefe, Edmund, estaba casado, aparte de que, por edad, podría ser su padre.

—Nadie remotamente posible.

—¿Y un vecino?

—No.

—¿Y el cartero?

—Es una mujer.

—Bueno, pues tienes tres meses para encontrar un compañero de baile para la boda; todos los hombres que van a ir ya están ocupados.

Piper se dejó caer sobre la pila de vestidos.

—Oh, eso es pan comido. Después de todo, los bailes de salón son el pasatiempo principal en Mudville...

—Ya se te ocurrirá algo, alégrate. Me apuesto lo que quieras a que toda mujer felizmente casada siguió una estrategia para cazar a su hombre. Mira a Stew, por ejemplo. Estuvo dándome largas durante tres años, y cuando le dije que me habían ofrecido un trabajo en Tennessee, enseguida me pidió que nos casáramos.

Piper frunció el ceño. El techo de su dormitorio necesitaba una mano de pintura.

—No sabía que te habían ofrecido un trabajo en Tennessee.

—Era mentira.

—¡Oh!

—Piper, es tarea nuestra convencer a los hombres de que no pueden vivir sin nosotras. No te cierres a alguien mayor, tal vez un divorciado.

—No estoy segura de querer ser el segundo plato.

Justine rió.

—Sophie dice que los hombres son mejores maridos la segunda vez: no tienes que enseñarles tantas cosas.

—Esto empieza a resultarme una tarea demasiado complicada.

Justine suspiró ruidosamente.

—¿Quieres envejecer sola?

—No —contestó ella, reticente a aceptar su lamentable situación.

—Entonces, será mejor que empieces a hacer algo al respecto.

—De acuerdo, ya he captado el mensaje. ¿Podemos cambiar de tema, por favor?

—¡Ya está! —gritó Justine de repente—. Se me acaba de ocurrir el color perfecto para mis damas de honor: salmón.

Piper reprimió un gruñido, se levantó de la cama y revisó los vestidos que aún había en el abarrotado armario. Había burgundy, verde musgo, plata, rosa, melocotón y berenjena.

Pero ninguno salmón.

 

 

Ian Bentley parpadeó ante la gruesa banda de oro con dos filas de diamantes y luego miró a Meredith al otro lado de la mesa.

—¿Que... que me case contigo?

—Eso es —contestó ella, encogiéndose de hombros, con una sonrisa seca en sus labios rojos—. Me he ganado un viaje a Europa por haber logrado el récord de ventas, pero sólo me permiten llevar a mi marido.

Ian frunció los labios y contempló aquel rostro de belleza clásica y la melena rubia, que sin duda contribuían al éxito de ventas. Meredith era un ejemplo andante de los cosméticos que vendía a las tiendas, más impresionante que la mayoría de las modelos que representaban los productos. Pero ¿le gustaría a él despertarse junto a ese rostro el resto de su vida?

—Meredith, lo siento, pero un viaje no me parece razón de peso para que nos casemos.

Ella rió, barriendo así la preocupación de él.

—Eso ya lo sé, tonto, pero el viaje me ha hecho pensar. ¿Por qué no casarnos? Total, pasamos la mayoría de las noches juntos cuando ambos estamos en la ciudad. Casarse es el siguiente paso lógico —añadió, inclinándose hacia delante y acariciando su mano—. Vamos, Ian, ninguno de los dos vamos a volver a ser jóvenes.

El malestar que bullía en el estómago vacío de Ian aumentó hasta convertirse en un completo terror. En apenas unos segundos, aquella comida inocente y rápida se había transformado en una experiencia de las que cambian la vida. Meredith era una mujer elegante, una maniquí siempre perfecta y una amante hábil. Él disfrutaba mucho con su compañía. Pero, ¿la amaba?

Le dio vueltas a esa idea. ¿Sería capaz de reconocer esa emoción si le aparecía? Él siempre había pensado que, antes de los cuarenta, estaría casado, incluso que tendría uno o dos hijos. Pero los cuarenta se acercaban más rápidamente de lo que había creído, y aún estaba esperando a que apareciera alguien que atrapara su corazón como su madre había capturado el de su padre.

El rostro perfecto de Meredith perdió algo de brillo.

—¿Hola, Ian? Te has quedado ensimismado.

Sintiéndose repentinamente incómodo en la silla, Ian apretó la caja de la alianza y buscó las palabras adecuadas.

—Me has pillado un poco desprevenido, Meredith.

—Ésa es la idea de una sorpresa, ¿no? —respondió ella, mirándolo a los ojos.

Una débil risa se escapó de la garganta tensa de él mientras la frente se le humedecía de sudor.

—Pruébatela —le urgió ella, bebiendo de su copa—. Dame la mano.

Ian sacó la alianza de la caja cuidadosamente, maravillado con la idea de que un adorno tan caro tuviera tanta carga emocional.

—Es muy bonita —murmuró.

Estimó que tendría unos diamantes de dos quilates. A Meredith le gustaba la ostentación. Con el corazón golpeándole en el pecho, Ian se la puso y sonrió tenso.

—Me está perfectamente.

«Maldita sea».

—No tienes que contestar ahora mismo —dijo ella, retocándose la pintura de los labios—. Llévala puesta unos días y siente si te gusta la idea de ser un hombre casado. Si aceptas, sólo tendremos que comprar otra a juego para mí.

—Mañana salgo en viaje de negocios —farfulló él, cambiando de tema, deseoso de repente de hacer un viaje que había temido momentos antes.

A Meredith se le iluminaron los ojos.

—¿Vas a algún lugar interesante?

A veces ella le acompañaba a Los Ángeles o Nueva York, pero esa vez Ian supo, con alivio, que no tendría ganas de unirse a él. Intentó que su voz sonara lo más decepcionada posible.

—Me temo que no. Voy a Mudville, Misisipi: mil doscientos habitantes.

—¿Y qué hay allí? —preguntó ella, arrugando la nariz.

—La planta que prepara los postres para mis restaurantes italianos.

—¡Oooh! ¿La tarta de queso con caramelo?

Él sonrió y asintió.

—Entre otros.

Ella hizo una mueca y se dio unos golpecitos sobre el vientre plano.

—Eso es decisivo. Con el verano a la vuelta de la esquina, definitivamente no puedo ir.

Ian chasqueó la lengua e intentó parecer triste.

—Tal vez la próxima vez.

—¿Por qué vas allí?

—Voy a convertir las cafeterías en franquicias el año que viene y creo que un postre de diseño las haría más comerciales. Ya sabes, algo atractivo.

Meredith entornó los ojos.

—Lo que quiero decir es por qué vas tú allí. ¿No tienes a alguien encargado de ocuparse de eso?

—Bueno... La verdad es que sí —admitió él, no sin cierta culpa.

Su vicepresidente de marketing le había señalado lo mismo la semana anterior, cuando Ian había regresado de una planta de Illinois. Y su médico le había advertido que tenía que delegar trabajo. La frustración le impulsó a responder con más vehemencia de la que la situación requería.

—La importancia de este proyecto requiere una consulta de primera mano con el nutricionista de la empresa.

Los ojos de Meredith se agrandaron ligeramente, y luego inclinó la cabeza.

—Cuando se trata de comida, pareces saber lo que quiere el público. ¿Y cuánto tiempo vas a estar en... Mudville era, no?

—No lo sé. Tanto como se necesite. Una semana, tal vez más. A veces estas fábricas de pueblo no están preparadas para hacer presentaciones.

El ceño de ella se transformó en una dulce sonrisa mientras agarraba la mano con la alianza.

—Bueno, al menos no tendré que preocuparme por que encuentres a otra en un lugar llamado Mudville. Si está tan desolado y olvidado de la mano de Dios como parece, tendrás paz y tranquilidad a raudales para considerar mi propuesta.

Ian logró esbozar una sonrisa que esperaba que no temblara tanto como sus rodillas. En ese momento, Mudville le pareció un refugio donde podría olvidar la propuesta durante unos días. Tendría aire puro, agua con buen sabor, tal vez alguna excursión para ir de pesca... y ninguna mujer empeñada en arrastrarle al altar.

 

 

—¡Hola, abuela! —saludó Piper, dándole un beso en la mejilla—. Siento llegar tarde. Justine está obsesionada con la preparación de su boda.

Vestida con unos pantalones grises de chándal, Ellen Falkner irradiaba juventud. Tenía setenta y cinco años, pero aparentaba cuarenta y cinco, demasiado joven para que la llamaran «abuela», un tratamiento que ella insistía en utilizar.

La abuela Falkner sonrió ampliamente, se recogió un mechón de pelo castaño bajo la cinta azul y se llevó las manos a la cintura.

—No te preocupes, Piper. Aún hay mucho que hacer —contestó, mirando alrededor y arrugando la frente—. ¿Cómo llega uno a acumular tantas cosas?

Al menos dos docenas de cajas marrones se apilaban sobre muebles desmontados. El papel de las paredes que tanto le gustaba a Piper se veía amarillento al lado de las formas brillantes que habían estado bajo los cuadros. Sin las cortinas, el salón de techos altos parecía medio desnudo y solitario, como suspirando por su dueña.

—Después de cuarenta años, es lógico que hayas acumulado unos cuantos cachivaches, abuela —comentó Piper suavemente.

—Lo sé —replicó la mujer mayor, acariciando la repisa de la chimenea—. Voy a echar de menos esta vieja casa. Pero seis años sola es suficiente tiempo. Odio dejar la casa vacía, pero Nate hubiera querido que me mudara, y Greenbay Ridge parece el sitio ideal para mí —dijo, guiñándole un ojo—. Puedo aprender bailes folclóricos y seguir cerca de ti.

—Vas a ser el alma de toda esa comunidad de jubilados, abuela. Y el agente inmobiliario encontrará un comprador pronto, ya lo verás.

Vio cómo su abuela arrugaba la frente.

—Me encantaría que te quedaras con la casa, Piper.

Ella se encogió de hombros, sintiendo que la culpa la invadía.

—Ya te dije que me hubiera gustado mudarme aquí contigo. Sólo me supondría cinco minutos más para ir al trabajo.

—Eso sería fantástico para mí, pero no para ti, cariño. No, ambas necesitamos seguir nuestras vidas, pero esperaba que tú estuvieras buscando casa cuando yo me mudara. Sé que Mudville no es el sitio más emocionante para pasar el resto de tu vida, pero deseaba tanto que tus hijos y tú disfrutarais de esta casa...

La ansiedad reconcomía a Piper, pero se esforzó por mostrarse calmada. A pesar de estar en las afueras de Mudville, ella quería esa vieja casa a la que tanto amaba. Llevaba años ahorrando con el deseo de poder comprarla algún día. Aún se hallaba muy lejos de la cantidad requerida, pero si recibía la bonificación que estaba esperando, estaría a punto de conseguirla. Por si las cosas no salían según sus planes, le había hecho jurar al agente inmobiliario que lo mantendría en secreto. Piper escogió las palabras cuidadosamente.

—Abuela, no puedo permitirme comprar este lugar, y ten por seguro que no voy a permitirte que me lo regales. Sé práctica: necesitas dinero para vivir —sonrió—. Y, por si no lo has notado, no estoy embarazada.

Como recompensa, obtuvo una sonrisa de preocupación.

—Apuesto a que no, a menos que fuera una concepción inmaculada.

—¡Abuela!

—Es verdad, cariño, te comportas como una monja —replicó su abuela inclinando la cabeza.

La impresión impedía a Piper hablar con claridad.

—No quiero... hablar de mi... de mi...

—¿Castidad?

—Bueno, yo no soy exactamente una vir... —se detuvo y tragó saliva—, una Virgo.

Se rió débilmente y se llevó las manos a las caderas, en un desesperado intento de parecer inocente.

—Quiero decir que no soy una Virgo porque soy Piscis, como tú ya sabes.

Carraspeó ruidosamente y clavó la vista en el suelo.

La abuela Falkner rió.

—Vosotros los jóvenes os creéis los inventores del sexo. Bueno, pues déjame que te diga que tu abuelo y yo podríamos haber patentado un par de ideas de nuestra cosecha.

Piper parpadeó y levantó las manos.

—Abuela, no quiero oír esto.

—Relájate, Piper, no voy a avergonzarte. Tan sólo estoy intentando que te abras —dijo, y le acarició la mejilla—. Tú aún no te has dado cuenta de lo bonita que eres. Con esa cara, podrías tener al hombre que quisieras.

—Acabas de hablar como una auténtica abuela.

Aquellos ojos azules, que ella había heredado, la miraron fijamente.

—¿Alguien te rompió el corazón en el pasado, cariño? ¿Algún jovencito de la universidad?

La preocupación que vio en el rostro de su abuela le provocó un inmenso amor hacia ella. Aquella mujer mayor sabía demasiado bien el sufrimiento que ella había experimentado toda su vida: su madre ni siquiera sabía el nombre del hombre que la había engendrado. ¿Cómo podía explicarle a su abuela que vivía en un miedo constante a repetir los mismos errores que su madre? ¿Que se había avergonzado incluso de presentarles a los chicos con los que ella salía a su madre? ¿Que había ignorado a conciencia a los hombres que la atraían para no tener que enfrentarse al ardor sexual que llevaba a las personas a cometer locuras en sus vidas?

Sus escasos encuentros íntimos habían sido con chicos tímidos y torpes que eran más ineptos aún de lo que se imaginaba a sí misma. Logró esbozar una sonrisa de consuelo.

—Salí con algunos chicos agradables en la universidad, pero mi corazón está intacto.

—¿Y tienes ahora algún pretendiente del que no me hayas hablado?

Ella frunció los labios y luego negó con voz cantarina. Su abuela suspiró y se cruzó de brazos.

—Cariño, ya sé que eres independiente, pero compartir tu vida con la persona adecuada puede ser una experiencia extraordinaria.

Piper sintió una punzada de nostalgia, pero decidió no dar mucha importancia al comentario. Su abuela ya se preocupaba demasiado sin que ella la azuzara.

—Abuela, ahora mismo tengo otras prioridades, como crearme una reputación a nivel profesional, pagar el crédito de la universidad y puede que incluso reunir unos ahorrillos.

—¿El trabajo sigue yendo bien? —preguntó la abuela, tendiéndole una cinta para el pelo.

—Sigue estupendamente. Esta semana comienzo un nuevo proyecto para convencer a nuestro cliente más importante de que amplíe su contrato con nosotros. ¡Deséame suerte!

Si su abuela supiera lo que dependía de la creación de un pequeño postre...

—Buena suerte, cariño. Pero tanto trabajo y nada de diversión... —insinuó la mujer.

—Estoy dejando que mis compañeras del club de estudiantes limpien el panorama de hombres ansiosos y necesitados —replicó Piper con una sonrisa traviesa.

Su abuela rió y levantó el dedo índice en el aire.

—Será mejor que no esperes demasiado tiempo.

—¿Has estado hablando con Justine? Porque esto empieza a sonarme a conspiración.

La risa de la abuela rebotó en la habitación vacía y dejó caer los brazos, derrotada.

—Muy bien, pararé, y así podremos trabajar un poco.

Piper recorrió de nuevo la habitación con la vista, impactada por aquel vacío tan ajeno. Había pasado interminables veranos en aquella casa, y tantos fines de semana y días de vacaciones como le había sido posible, ya que su madre no había sido exactamente un modelo de progenitora. Sintió un nudo en el estómago al contemplar los muebles sobre los que había jugado de pequeña, apoyados contra las paredes, como si hicieran cola camino de la deportación.

Tragó saliva.

—¿Por dónde empiezo, abuela?

—Me llevo el sofá, las mesitas y las lámparas, el conjunto del dormitorio, y la mesa y las sillas de la cocina —enumeró su abuela y sonrió—. El resto es tuyo.

Piper se giró, con la boca abierta.

—¿Mío? Pero abuela, yo no tengo espacio para todo esto.

«Salvo que compre esta casa».

Impertérrita, la abuela Falkner continuó:

—Puedes dejarlo aquí hasta que la casa se venda, y luego guardar todo en un almacén.

—De acuerdo, ya pensaré algo —dijo Piper, respirando profundamente y asintiendo.

—Estas cajas contienen cosas personales que he reunido para ti. Son libros y cosas así, tonterías que he ido acumulando durante demasiado tiempo. Revísalas, quédate con lo que te guste y tira el resto —comentó la abuela—. Carguémoslas en tu furgoneta, así despejaremos esto un poco.

Se dirigieron al exterior cargando las cajas.

—Mamá telefoneó anoche. Me dijo que te saludara —comentó Piper.

—¿Por qué no me llamó y me lo dijo ella misma? —preguntó su abuela sin darle importancia.

—Eso mismo le sugerí yo —contestó Piper con un suspiro.

—Está enfadada porque critiqué a ese vago con el que se ha juntado.

—Ella dice que van a casarse.

La abuela Falkner dejó escapar una risa seca.

—Después de cuatro visitas al altar, podría tener más juicio —aseveró.

Asintiendo en total acuerdo, Piper tembló de vergüenza. A pesar del deseo de su abuela de verla asentada, se preguntó qué pensaría de la búsqueda de marido en la que había decidido embarcarse. Seguramente no mucho, decidió, al mirar de reojo a la mujer cuya sabiduría y consejo eran su máximo tesoro.

Su abuela depositó la caja en el maletero de la furgoneta.

—Lo único que Maggie ha hecho bien en cincuenta y cinco años ha sido tenerte a ti. Y cómo has salido tan bien, es algo que nunca entenderé —dijo, pasándole el brazo por los hombros mientras regresaban a la casa—. Vivo con la eterna esperanza de que tu madre se parezca a ti cuando crezca.

Esas palabras retumbaron en la cabeza de Piper durante las siguientes horas mientras empaquetaba y limpiaba. El historial de su madre la asustaba: ¿le pasaría a ella lo mismo, es decir, que el deseo de compañía masculina le nublara la razón? ¿Acaso no estaba mejor sin hombres, antes que pasando de una relación llena de altibajos a otra? Ella no sabía nada de cómo buscar marido; su madre no era un buen ejemplo, y ella no se había preocupado de estudiar lo que hacían sus compañeras del club de estudiantes. Peor aún: la decisión de comprar la casa de su abuela y quedarse en Mudville reducía enormemente el campo de posibles candidatos. Suspiró. En el incierto caso de que encontrara alguno en el pueblo, tendría que arreglárselas con eso.

Pero mientras conducía de regreso a su casa por la noche, contemplando el pueblecito que se había convertido en su hogar hacía un año, Piper tuvo serias dudas de que fuera a encontrar al hombre de sus sueños en las inmediaciones.

En su viaje por la calle principal, pasó junto a tres tiendas de coches usados adornadas con banderas de plástico de colores, nueve tiendas de belleza, seis videoclubes, dos salones de bronceado, y uno de los dos semáforos del pueblo. Mudville estaba formada por dos manzanas de edificios ruinosos y una pocas calles laterales, además de un restaurante de comida rápida donde adolescentes y adultos desesperados pasaban las horas. Piper se regañó a sí misma: «no puedes vivir en una burbuja de cristal.»

El estruendo de un claxon le hizo girar la cabeza hacia el vehículo que estaba a su derecha. Demasiado tarde, reconoció la tartana de coche deportivo de Lenny Kern, el hijo de su vecina, que parecía decidido a seguir viviendo en la casa de su madre de por vida. Con un gesto de su gordezuela mano, Lenny le indicó que bajara la ventanilla. Después de un suspiro de reticencia, ella lo hizo.

—¡Eh, Piper! ¿Cómo te va? —vociferó por encima de la música a todo volumen de su radio.

—Hola, Lenny —contestó ella con una sonrisa tensa.

—¿Quieres dar una vuelta? Ponen Top Gun en el cine —ofreció él sonriendo ampliamente.

Ella hizo una mueca.

—No, gracias. La vi hace varios años.

—¿De veras? —replicó él, frunciendo el ceño y mordiéndose el labio inferior.

Afortunadamente, el semáforo se puso en verde.

—Hasta otra, Lenny —dijo ella, abandonado el cruce.

Su vecino llevaba intentando convencerla para que saliera con él desde que ella se había mudado. Pero no estaba tan sola... aún.

Cuando llegó a su casa, Piper sacó una de las cajas de su abuela de la furgoneta, la llevó al salón y se sentó frente a ella, invadida por la curiosidad.

El aroma a naftalina, papel seco y flores secas inundaron el ambiente al levantar la tapa. La caja contenía multitud de recuerdos: álbumes de fotos polvorientos, discos de 78 revoluciones, postales amarillentas... Había ejemplares atrasados de revistas, pañuelos, una invitación para la graduación de su abuela y un artículo de periódico con una foto de la abuela Falkner adolescente y sus dos hermanas, todas sonrientes con vestidos y peinados muy cuidados. El titular decía: Maratón de danza, un evento familiar para las hermanas Sexton. Piper sacudió la cabeza. Las hermanas Sexton habían sido las mujeres más pretendidas en el entonces próspero pueblo de Mudville, Misisipi. Todas se habían casado felizmente y habían disfrutado de matrimonios duraderos.

Casi en el fondo de la caja, bajo corpiños aplastados, botones de todo tipo y una pequeña caja de bisutería para trajes, los dedos de Piper se toparon con un libro de tapas duras del tamaño de una cinta de vídeo. Lo sacó lentamente, pensando que seguramente sería un diario o un libro de recetas. Pero no. Escrito a mano en la portada, ponía: Guía secreta de las hermanas Sexton para encontrar un buen marido.

Piper enarcó las cejas divertida y rió suavemente. ¿La abuela y sus hermanas también habían realizado su particular cruzada para encontrar marido? Unos consejos ancestrales para guiarla en su propia misión... Puede que quedara algo de esperanza, después de todo.