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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando te miro, n.º 173 - mayo 2018

Título original: When I See Your Face

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-595-5

Capítulo 1

 

Shannon Bannock saludó con la mano a los niños que pasaban montados en la carroza y que formaban parte del desfile que terminaba en el aparcamiento. De pie en el cruce, había cortado el tráfico hacia la calle principal de Wind River, que era donde todos los años se celebraba el Desfile de la Luz el domingo anterior a Navidad.

Su trabajo no era normalmente dirigir el tráfico, pero en aquella época del año tan sumamente ajetreada, todos los oficiales de policía hacían lo que fuera necesario.

—Feliz Navidad —le dijo a la hija de ocho años de una antigua compañera de colegio. No podía dejar de maravillarse por ello: que una de sus mejores amigas del instituto tuviera ya una niña de esa edad.

De sus antiguas compañeras, era ella la única que no se había casado. Sus amigas decían que tenía un extraño afán por emparejar a todo el mundo, pero que probar el matrimonio le daba miedo, lo cual no era cierto. Lo que pasaba era que no se enamoraba fácilmente. Además, había conocido a alguien que había empezado a interesarle. Un abogado nuevo en la ciudad que...

—Oiga, policía —oyó decir a una voz de barítono.

Miró por encima del hombro y se encontró con un rostro de ojos claros que, según Marilee, la dueña de la peluquería, debería ser expuesto como ejemplo de belleza masculina: Rory Daniels, uno de los hombres que más corazones había roto en la ciudad.

Era un respetado veterinario de toda la vida. Debía tener unos cinco o seis años más que ella, y al pertenecer a una clase social superior a la suya, no formaba parte de su grupo de amigos; pero tenía que reconocer que con aquella chaqueta azul que llevaba, del mismo color que sus ojos, y el pelo cayéndole en la frente, era el hombre más atractivo del condado.

El hecho de que lo encontrara irritante al extremo no amortiguó el impacto de aquella impresión. Se habían enfrentado en varias ocasiones: una por el uso de la tierra del condado, otra por un proyecto de mejora de las calles y, la última ocasión, por las funciones de las mujeres policía. Él era de la opinión de que no debían estar patrullando por las calles, sino desempeñando trabajos de oficina, mientras que ella estaba convencida de que las mujeres no desempeñaban todavía todo su potencial.

En su opinión, era un tipo arrogante y testarudo, eso sí, de un modo encantador. Uno de esos tipos que hacía volverse a las mujeres. A otras, claro. A ella no. Tenía su vida organizada y no estaba dispuesta a hacer parada en el Club de los Corazones Destrozados.

—¿Hay alguna posibilidad de que pueda pasar por aquí con el coche? —le preguntó él.

El desfile estaba en todo su apogeo.

—Me temo que no. ¿Es una urgencia?

Rory se bajó de la camioneta y se acercó.

—En realidad, no. Una yegua que está teniendo un parto muy lento. La familia me ha llamado para pedirme que me pasara por su casa.

—El desfile terminará dentro de veinte minutos, pero si quieres puedes cruzar por el puente de la autopista.

—Esperaré.

Ella se encogió de hombros y él, guardándose las manos en los bolsillos traseros del pantalón, se quedó allí de pie, con las piernas algo separadas, como preparado para las contingencias que pudiera depararle la vida. Sonrió a varios de los chicos de la banda local que abría el desfile y ellos le devolvieron la sonrisa con admiración.

Su nombre se mencionaba con asiduidad en el periódico local, sobre todo por los seminarios que impartía en el colegio acerca del cuidado de las mascotas y el ganado. También ayudaba en los proyectos que los chicos montaban para la feria del condado.

La verdad era que todo aquello no encajaba demasiado bien con la imagen de rompecorazones arrogante que tenía de él, pero...

—¡Oficial Bannock! ¡Aquí! ¡Estoy aquí, en la carroza!

Shannon se volvió a saludar al chiquillo que la llamaba entusiasmado desde la carroza. Su respiración había salido en vaharadas delante de su nariz. Qué frío hacía aquella noche. Bajo cero estaban, si era cierto lo que decía el termómetro de la ferretería. Unas nubes de tormenta se cernían sobre el valle, ocultando los picos que lo rodeaban. Según el hombre del tiempo, ya debería estar nevando.

—Hace una noche para zapatillas y chocolate caliente —dijo Rory de pronto, al verla golpear el suelo con los pies para entrar en calor.

Ella asintió. Rory tenía una mirada franca y sus ojos mostraban un pequeño abanico de líneas alrededor, señal de que reía a menudo. Pero aparte de eso, parecía haber algo en ellos..., quizás algo tentador, como una especie de invitación a la pasión, al misterio o a los placeres prohibidos.

Aquella fantasía la hizo sonreír y tuvo que ordenarle a su corazón que aflojara el paso, que se le había acelerado sin razón. Debía volver al deber. Sí, era un hombre muy guapo, ¿y qué? «La auténtica belleza está en el interior», solía decir su tío.

Algo que ella había experimentado en primera persona. Sus padres se habían divorciado cuando tenía diez años. Su madre y ella se habían quedado en Wind River, mientras que su padre se había marchado para encontrarse a sí mismo, o algo así. Durante años, todo lo que había sabido de él se encontraba en una felicitación de Navidad.

No. Esos tipos tan guapos no la atraían. El hogar que un hombre y una mujer fuesen capaces de construir, con un futuro seguro para sus hijos..., eso era lo verdaderamente importante en la vida.

¿Y por qué andaría ella pensando en esas cosas? Seguramente por las fechas del año... y quizá por aquel hombre que estaba de pie a su lado y en silencio, contemplando en desfile con un esbozo de sonrisa.

Una persona soltera resultaba como fuera de lugar en aquellas fiestas tan familiares. Mientras saludaba a la reina de las fiestas, sintió que la soledad la helaba hasta los huesos, mucho más que las gélidas temperaturas. Qué sentimientos más tontos le producían aquellas fechas. Menos mal que le ocurría lo mismo a todo el mundo.

Lo curioso era que pensar en Brad Sennet, el abogado con el que llevaba saliendo poco más de un mes, no la consolaba. Brad era un hombre inteligente, interesante y dedicado a su trabajo. ¿Y qué si no hacía latir más deprisa su corazón?

La amistad, la solidez y el respeto eran cualidades que quería encontrar en una relación, y no la pasión desatada e incontrolable, o una cara bonita.

—¿Te apetece un chocolate caliente? —sugirió el veterinario, señalando el café de la esquina, cuyo ventanal brillaba con las luces de Navidad.

Una de las profesoras, antigua compañera suya del colegio, oyó la invitación y se llevó teatralmente la mano al corazón.

Shannon tuvo ganas de reír. Su primer impulso fue aceptar la invitación, pero claro, eso dispararía los rumores por toda la ciudad, y tenía que pensar en Brad. No le gustaba jugar con las personas.

—Gracias, pero es que sigo de guardia —le contestó.

—Bueno, te tomo la palabra para otra ocasión. Feliz Navidad —dijo Rory, volviendo a su camioneta.

—Feliz Navidad.

La curiosidad la empujó a volverse para ver cómo se alejaba Rory, y el corazón le dio un saltito. Desde luego, tenía aquel órgano un poco tonto últimamente.

Claro que también podía haberse equivocado al rechazar la invitación del hombre más guapo del condado. A lo mejor aquel había sido uno de esos puntos de inflexión en la vida de una persona; uno de aquellos que, si se dejaban pasar, desaparecían para siempre. Una puerta de entrada a un gran amor...

Aquella vez sí que se rio.

El camión de los bomberos pasó por delante de ella, señalando el final del desfile, y tras saludar a los bomberos con la mano, quitó las barreras del tráfico y las metió en la parte trasera de su furgón. Mientras las llevaba de vuelta al depósito, pensó en su encuentro con Rory Daniels.

Sus ojos y aquella deslumbrante sonrisa te hacían sentir una persona especial, como si todos sus pensamientos fueran solo para ella. ¿Por qué lo habría considerado siempre arrogante y distante? Aquella noche no se lo había parecido, la verdad.

Dejando a un lado sus pensamientos, terminó con algunos informes que tenía pendientes y, tras despedirse del oficial de guardia, volvió al rancho de la familia en el que su abuelo y sus dos primas la esperaban.

Pero primero debía pasarse por la gasolinera. Sería una estupidez quedarse bloqueada en una carretera rural a las nueve y media de la noche dos días antes de Navidad.

Había una gasolinera a las afueras de la ciudad. Al llegar junto al surtidor con su tarjeta de crédito en la mano, se encontró con que la máquina estaba fuera de servicio, lo cual significaba que tenía que entrar en la tienda y pagar antes de servirse. Genial. Qué maravilla de tecnología.

Se subió el cuello de la chaqueta, bajó la cabeza y se encaminó a la tienda. Empezaban a caer unos gruesos copos de nieve, justo cuando ella tenía que recorrer unos ocho kilómetros de carretera helada.

Abrió la puerta y suspiró exasperada. Sus gafas, una nueva adquisición que solo servía para incordiar, se le empañaron completamente, y se las quitó de camino al mostrador.

En aquel mismo momento se dio cuenta de dos cosas: el hombre que atendía la tienda parecía aterrorizado y el hombre que estaba delante de él tenía un arma en la mano.

Instintivamente, dejó caer la tarjeta que llevaba en la mano y desenfundó la semiautomática de nueve milímetros.

—¡Policía! —gritó—. ¡Manos arriba!

El atracador maldijo algo entre dientes y un segundo después, porque fue como si el tiempo avanzara de pronto a cámara lenta, ella vio un fogonazo de luz y se dio cuenta de que el delincuente le estaba disparando. ¡Le estaba disparando! Nadie lo había hecho en sus veintisiete años de vida, y se sintió más ultrajada que asustada. Su entrenamiento como policía se adueñó de la situación y saltó para esquivar el fuego.

—¡Tira el arma y pon las manos sobre la cabeza! —le advirtió una segunda vez, parapetada tras un expositor de dulces y golosinas.

El tipo contestó con un segundo disparo.

—¡Charley, agáchate! —le gritó al propietario de la tienda. Cuando el torso de este desapareció bajo el mostrador, el campo quedó despejado y ella disparó.

El ladrón gritó y una mancha roja apareció en su hombro izquierdo. Se dio la vuelta y cayó sobre el mostrador. El silencio fue ensordecedor.

Shannon salió con cuidado por detrás de la góndola del pan.

—Tira el arma y pon las manos sobre la cabeza sin moverte —le ordenó, sorprendida de lo tranquila que parecía, teniendo en cuenta que el corazón le latía a toda velocidad.

El tipo se incorporó despacio.

—¡Cuidado! —gritó el dueño de la tienda. Su rostro era una máscara blanca desde detrás de la caja registradora.

Una explosión de luz, brillante y abrasadora, la cegó, atravesando su cabeza con un sonido metálico que ahogó todos los demás. A través de una especie de bruma, disparó de nuevo. Su último pensamiento fue que no podía morir. Tenía cosas que hacer, un futuro planeado...

 

 

Rory Daniels apagó el móvil y murmuró una maldición. Su padre y su madrastra iban a ir a visitarlo en enero, después de pasar la Navidad con la madre de ella en Phoenix.

«No me hagáis favores», era lo que había tenido ganas de decir, y que por supuesto no había dicho.

Como el buen hijo que era les había contestado que estaría encantado de verlos. Ja.

Su madrastra era una mujer a la que le encantaba flirtear y trepar en la escala social. Además, había intentado seducirle a él en el verano en que cumplió catorce años y en que de golpe creció hasta el metro ochenta y tres. De eso hacía ya dieciocho años.

Había tardado un tiempo en darse cuenta de que mujeres de todas las edades se sentían atraídas por su físico, su dinero y su apellido, uno de los más antiguos del condado. Pero nada de todo eso era él, la persona.

A lo largo de los años, había aprendido a esquivar a su madrastra y a intentar no herir a su padre, que la mimaba hasta el extremo. La universidad había sido un alivio.

Pero allí había aprendido otra lección.

Se había enamorado de una compañera pensando que ella sentía lo mismo por él, para al final darse cuenta de que solo le interesaba su físico al oír cómo le decía a una amiga que su pelo negro y sus ojos azules eran el complemento perfecto para su pelo rubio y sus propios ojos, también azules, y que eran la pareja más guapa del campus. Con él como acompañante, sería elegida Reina del Carnaval sin dificultad.

Sus palabras lo pusieron furioso entonces, pero ya solo lo hacían sonreír.

Bostezando de cansancio, cambió aquellos pensamientos por los de una ducha caliente y una cama. Había pasado tres horas de parto difícil con una poni.

La pobre yegua era demasiado pequeña para el tamaño de su cría, pero por fin había conseguido que los dos saliesen con bien de la experiencia; los dos… y la niña de diez años que era su propietaria, y que no había dejado de mirarlo ni un solo instante. Luego le había dado un abrazo que casi lo estrangula al decirle que la mamá y la cría estaban bien.

Si pudiese encontrar a una mujer que lo mirase con aquella adoración por su capacidad profesional u otra cosa aparte de su físico, su dinero y su apellido, se casaría con ella al instante.

Pero por el momento no había encontrado a nadie así. Sabía bien lo que quería: una mujer dulce, inteligente y leal, alguien con ternura y seguridad.

Además tendría que ser también una buena madre, porque quería tener hijos; al menos dos. Sí, una bibliotecaria o una profesora estaría bien.

La imagen de Shannon Bannock se le apareció ante los ojos: su sonrisa dirigida a los niños de la cabalgata, la forma en que ellos la llamaban... Como policía era lista y competente, además de testaruda e independiente. No era exactamente la mujer que tenía en la cabeza. ¿Por qué entonces la había invitado a tomar un chocolate?

Seguramente había sido un impulso nacido de una atracción ilógica.

La forma que tenía de mirar a un hombre, como juzgando sus pensamientos y acciones, era un reto que ningún varón de sangre caliente podría ignorar. Y además, tenía un físico muy agraciado, añadió, sorprendido por sus propios pensamientos.

Miró el cuadro de mandos del coche y se dio cuenta de que le quedaba menos de un tercio del depósito de gasolina. Mejor llenarlo por si surgía alguna urgencia durante las vacaciones.

Entró en la gasolinera y se detuvo junto al surtidor. Sacó la tarjeta de crédito de la cartera y vio el cartel de Fuera de servicio.

—Vaya... —murmuró, y bajó del coche para pagar—. ¿Pero qué...?

La tienda parecía la escena de una película de serie B: cuerpos tirados en el suelo sobre un charco de sangre y un silencio sobrecogedor anegándolo todo.

Pero aquella sangre no era salsa de tomate. Su olor salado y metálico le llenó los sentidos. Era real. Y fresca. El aire estaba impregnado también de olor a pólvora.

Dejó la cartera y se agachó junto al primer cuerpo. Shannon Bannock tenía un arma en una mano y unas gafas en la otra. Estaba tumbada boca abajo, la cara de lado. Su expresión era serena, casi como si estuviera echándose una siesta.

La sangre le salía de la cabeza, no parecía tener más heridas. Abrió los ojos brevemente mientras la examinaba.

—Sabía... sabía que vendrías—dijo, y tras una especie de suspiro, volvió a perder el conocimiento.

Rory acababa de comprarse un pequeño rancho que quedaba junto a Windraven, las tierras del abuelo de Shannon, que debía ser el lugar al que ella se dirigía. Aliviado de no encontrársela muerta, pasó a examinar a los otros dos heridos. También respiraban. Llamó al 911, sacó su maletín del coche y comenzó con los primeros auxilios.

El estado de la policía era el más grave. Una bala parecía haberle entrado por la sien y salido por la mandíbula, y pensó en lo que una bala podía hacer en el cerebro de una persona.

Unas horas antes, aquella misma persona dirigía el tráfico con eficiencia y confianza. ¿Cuál sería su futuro después de aquello? Miró por el cristal del escaparate. ¿Dónde demonios estaría la ambulancia?

Capítulo 2

 

Shannon se despertó totalmente desorientada. Todo estaba a oscuras y, al llevarse la mano a los ojos, descubrió unos vendajes.

—No te toques —le dijo alguien, sujetándole la mano.

—¿Kate?

—Sí. Megan y yo estamos aquí.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

Hablar le resultaba difícil, como si hiciera mucho tiempo que no utilizaba la voz. Además le dolía. Tenía vendadas parte de la mandíbula y parte del cuello, y las vendas le rodeaban también la cabeza y los ojos.

¿Los ojos? ¿Por qué se los habían tapado?

Sintió como un mareo que la dejó con el estómago revuelto y asustada, y se agarró a la mano de Kate. Se sentía tremendamente débil e indefensa.

—Estás en el hospital. Has tenido suerte. Un cirujano de Denver estaba en la estación de esquí con su familia y al enterarse del accidente bajó a...

—¿Qué accidente?

Nada tenía sentido.

—Te dispararon —dijo Megan desde el otro lado de la cama—. ¿No lo recuerdas?

—No. Espera... sí —intentó pensar, pero incluso eso le dolía—. Recuerdo que entré en algún sitio y... sí, había un tipo con una pistola. Me disparó. Pero ¿fue de verdad? Me parece más una pesadilla.

—Has sobrevivido al disparo y al coma —dijo Kate.

—¿He estado en coma?

Aquello era cada vez más raro.

Hubo una breve pausa, y ella se imaginó a sus primas mirándose la una a la otra y preguntándose hasta qué punto debían contarle la verdad.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó. Necesitaba saberlo todo, comprender lo que le había pasado.

—Una semana —dijo Kate con voz firme, como si tuviese todo bajo control—. Los médicos te indujeron el coma para darle tiempo a tu cuerpo a sanar. Estabas muy agitada.

Shannon intentó entender lo que significaban aquellas palabras, pero era difícil. Debatiéndose contra el deseo de volver al lugar sereno y protegido en el que había estado durante una semana, se obligó a concentrarse. Una escena apareció en su mente.

—La gasolinera —dijo—. ¿Se escapó?

—¿Quién?

—El ladrón. Entré en la tienda y estaban robando. Iba a detenerlo, pero estaba armado y me disparó... —se llevó la mano una vez más a los vendajes—. ¿Es que me golpeó? —preguntó con incredulidad—. ¿En la cabeza?

—Shannon...

La duda que percibió en la voz de Kate la puso en alerta.

—¿Qué pasa? ¿Qué me ha pasado? ¿Es que...? ¿Son... son los ojos? ¿Por qué los tengo vendados?

Kate volvió a apretar su mano.

—La bala te entró por la sien, atravesó el cráneo y salió por debajo de la mandíbula. El hueso no se rompió. Has tenido suerte.

¿Suerte? ¿Que le dispararan a una en la cabeza era tener suerte?

Se habría reído por la ironía de aquella frase, pero le dolía demasiado. Con cuidado se tocó la venda que le cubría la cabeza.

—¿Los ojos?

—Los médicos aún no lo saben —dijo Megan rápidamente—. Tienes un ojo afectado, pero el otro...

—¿Cuál? ¿Qué ojo?

—El izquierdo puede haber quedado dañado seriamente. La bala rozó el nervio óptico.

—No puedo perder la vista —afirmó con tanta calma como le fue posible—. Tengo planes. Mi licenciatura, el futuro... Todo.

Estaba la consulta que quería abrir cuando consiguiera su licenciatura en psicología. ¿Y qué sería de su sueño de ayudar a familias con problemas?

—No —protestó, tirándose de las vendas que le tapaban los ojos—. No. Tengo que ver. ¡Necesito ver!

—Sujetadle las manos —dijo alguien más en la habitación.

Unos ruidos extraños acompañaban a aquella voz de mujer, como si llevase ratones en los bolsillos. Shannon peleó con las manos que sujetaban las suyas.

—Te pondrás mejor —oyó decir a sus primas.

Sabía que era mentira. Que solo pretendían calmarla.

—No lo entendéis.

Le costaba trabajo hablar, pero tenía que explicárselo, tenía que hacerles comprender.

La mente se le nubló y los sonidos se fueron alejando. Peleó contra la oscuridad que iba a devorarlo todo, y se dio cuenta de que le habían dado un sedante.

—No —dijo, y su propia voz le sonó distante—. Tengo que saber... por favor, no... no...

Estaba suplicando lo mismo que mientras su padre hacía las maletas para marcharse. Tampoco consiguió nada aquella vez. Las lágrimas llegaron, desesperantes e inútiles, y todo quedó sumido en la oscuridad.

 

 

Se despertó despacio, traspasando con esfuerzo capa tras capa de aturdimiento. La habitación, que de algún modo supo que no era la suya, olía a antiséptico y a flores. Una extraña combinación. Escuchó atentamente, tensa, esperando problemas. Pero la habitación parecía vacía.

El clic de metal contra metal y el zumbido de un motor la asustaron, pero entonces recordó que estaba en el hospital. Pulían y limpiaban los suelos a primera hora de la mañana, así que aquel debía ser el ruido que oía.

Había estado soñando..., sueños lóbregos e inquietantes que la angustiaban. En ellos, se enfrentaba una y otra vez al ladrón y volvía a sentir el dolor, abrasador y cegador en su intensidad.

Entonces alguien, un ser etéreo lleno de luz, una luz tan brillante que no conseguía ver su rostro, se acercaba a ella y la sacaba de aquel dolor y de aquella temible oscuridad para llevarla a un puerto secreto en sus brazos fuertes y dulces. Era el hombre que había estado esperando. La hacía sentirse a salvo.

Era un sueño absurdo. Ningún ángel custodio había acudido a salvarla. Una ilusión, la forma que tenía su mente de enfrentarse al hecho de que le hubieran disparado. Eso era todo.

Giró despacio la cabeza sobre la almohada y se palpó las vendas que le cubrían la cabeza y la mitad de la cara. Se presionó la sien izquierda y encontró un punto dolorido. Y otro bajo la mandíbula.

Le dolía al mover la boca, comer o hablar. Incluso tragar los líquidos que le estaban dando era difícil. Sin embargo, no se encontraba tan mal como el día anterior, y al día siguiente estaría mejor.

«Ha hablado la optimista», pensó, e intentó sonreír. Le dolió.

Aquella mañana... No, había pasado un día ya, así que era martes, el primer día del año nuevo. El día anterior, cuando entró la enfermera, tuvo el primer momento de lucidez. Todos los ruidos la sobresaltaban.

Durante el día había estado pendiente del sonido de los pasos por el pasillo, y adivinaban cuándo eran los de Kate o Megan. Y también reconoció los de la enfermera corpulenta que siempre estaba tan alegre. Sus zapatos chirriaban al detenerse o girar.

No llevaba ratones en los bolsillos, aunque le había gustado esa idea.

Había abierto el día anterior sus regalos de Navidad, lo cual era un tanto absurdo, pero sus primas se habían empeñado en hacerlo y se los habían descrito. Y ella había fingido estar encantada con todos ellos.

Aún incapaz de creer lo que había ocurrido, había intentado tocarse los ojos durante la noche para asegurarse de que estaban abiertos, pero las vendas no se lo habían permitido. Habría deseado encontrarse con que todo aquello era un mal sueño, pero no era así.

Todo era negro para ella. Día, noche..., todo era igual en su encapsulado mundo.

Y todo sería así ya para siempre.

El miedo se apoderó de ella en forma de náusea, pero intentó controlarse. El oftalmólogo que llevaba su caso era optimista, aunque le había advertido que en ocasiones, cuando un ojo resultaba dañado, el otro, aunque estuviera sano, actuaba como si también estuviera herido.

Oftalmalia simpatética, lo llamaban. Tenía una posibilidad del cincuenta por ciento de quedarse ciega, y no solo del ojo herido. Pero también existía la posibilidad de que tras un periodo de ceguera, ambos ojos fuesen recuperando la visión.

El miedo la agarrotaba como si arrastrase un tronco por el barro e intentaba controlar la respiración para no ahogarse. Y de hecho, no había nada más que temer que al miedo en sí mismo. Alguien importante había dicho eso. ¿El presidente Roosevelt, quizás?

Recordaba cosas. Los nombres de la gente. Cosas que había aprendido en el colegio. Incidentes pasados. No dejaba de darles la lata a Megan y a Kate en sus visitas para que pusieran a prueba su memoria y saber así que le funcionaba con normalidad.

Había pasado una semana y dos días desde los disparos. Si de verdad perdía la visión... Intentó imaginárselo, verse a sí misma saliendo adelante, abriéndose camino en la vida con su bastón blanco. La oscuridad parecía entonces más negra que nunca. Sería una carga. Dependería de otros para el resto de su vida.

Era demasiado pronto para pensar así, le había dicho el médico. Había una oportunidad. Al cincuenta por ciento. No estaba mal para ser una persona a la que le habían disparado en la cabeza.

Las lágrimas le llenaron los ojos y humedecieron las vendas. No tenía que llorar. No servía de nada.

 

 

Oyó la voz de un hombre en el vestíbulo y se preguntó dónde estaría Brad. No había ido a verla. Ni siquiera había llamado.

¿Qué hombre en su sano juicio cargaría con alguien que podía quedar ciego de por vida?, se preguntó con cinismo.

«Pues un hombre que te quisiera», se contestó.

Era una romántica incurable. Siempre había creído en esa clase de parejas que eran capaces de sobrevivir a la tragedia, pero para ello había que poner dedicación y fuerza. Si Brad y ella hubieran estado casados, ¿habrían sobrevivido a aquella crisis?

Quizá. Si él la quisiera. Si ella lo quisiera a él.

El amor era la clave. Un amor que creía posible con Brad, pero...