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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Olivia M. Hall

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando te sueño, n.º 175 - mayo 2018

Título original: When I Dream Of You

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-597-9

Capítulo 1

 

Megan Windom tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la sonrisa cuando su compañero inició los pasos del primer vals de la recepción nupcial. Y es que tenía unas enormes ganas de llorar, y no podría decir por qué. Aquella era una ocasión feliz: la boda de su prima Shannon, que también era su mejor amiga, con Rory Daniels, otro amigo de toda la vida.

Miró brevemente la cara de su pareja de baile, un rostro que no dejaba translucir emoción alguna: Kyle Herriot, su enemigo, el hijo del hombre que había causado la muerte de su madre.

El hecho de que el padre de Kyle hubiese muerto también en el mismo accidente no ayudaba a aclarar el misterio de por qué Bunny Windom estaba en el barco de Herriot, ni cómo y por qué había recibido un golpe en la cabeza que la había dejado inconsciente, de modo que no tuvo posibilidad alguna de sobrevivir cuando el barco naufragó…

Pero aquel no era el único misterio en su vida. A sus veintiséis años, Megan no guardaba recuerdo alguno de sus primeros once años de vida. Era como si hubiera empezado a vivir el día del funeral de su madre.

Aquel día terrible sí que lo recordaba con todo lujo de detalles. Las lágrimas. Las flores. El cielo cubierto de nubes oscuras y los truenos que retumbaban entre los picos de Wind River Mountains. El miedo y la incertidumbre al ver hundirse el ataúd de su madre en la tierra...

—Ánimo —le dijo Kyle—. El vals obligatorio entre el padrino y la madrina terminará dentro de un minuto. Yo tampoco veo el momento de que acabe.

Tenía una voz preciosa, profunda y rica en matices, que le recordaba al atardecer y al fuego al aire libre, a las montañas lejanas y al viento en los campos de algodón. La voz de un amante..., cálida y suave como la miel, con una intimidad latente que se arrastraba en su tono de barítono.

Pero nada de todo aquello era para ella, porque aquel hombre era su enemigo. Como los Capuletto y los Montesco, sus familias ya eran hostiles incluso antes del accidente.

—¿Cómo dices? —preguntó, como si no tuviera ni idea de sobre qué estaba hablando y sin dar muestras de la melancolía que la angustiaba por dentro.

Él sonrió con desdén.

—Verte obligada a estar en mis brazos es para ti como estar en el infierno. Ya has suspirado tres veces.

—Sobrevaloras tu influencia —replicó Megan con frialdad—. Mis suspiros no tienen nada que ver contigo, sino con... la vida.

Su enemigo la miró detenidamente. Los pensamientos que había tras aquellos ojos grises eran indescifrables. Era un año mayor que ella y siempre la había tratado como si no existiera, en las pocas ocasiones en las que no se habían podido evitar, como en las reuniones de la Sociedad Honorífica. Kyle, capitán del equipo de fútbol, había sido vicepresidente y después presidente cuando ella era la tesorera.

Listo. Atlético. La estrella del instituto.

Megan sintió un escalofrío que le pareció una siniestra advertencia. Aquella noche estaba increíblemente guapo con aquella chaqueta blanca de cóctel, los pantalones negros y un ramillete de diminutas rosas amarillas prendido en el ojal. Su pelo negro brillaba a la luz de las múltiples velas repartidas en el patio y por el césped.

Junio en Wind River, Wyoming, era un mes impredecible, pero la madre naturaleza había decidido mostrar su rostro amable aquel año, de modo que la recepción había podido celebrarse en el jardín. El cielo nocturno estaba plagado de estrellas; el aire era fresco, pero no demasiado. A Megan le había bastado con ponerse un chal sobre su vestido largo de seda color oro.

A su alrededor, otras parejas fueron ocupando la pista de baile, animadas por la novia, que iba llamando a amigos y familiares a medida que avanzaba bailando con su marido, lo cual sirvió para que Megan se relajara un poco al sentir que las miradas ya no estaban clavadas solo en ellos. Una Windom en brazos de un Herriot era una novedad en aquel rincón del mundo.

Kyle la hizo avanzar en un paso complicado. Era un bailarín maravilloso, tan firme y decidido como un profesional. Una vez que descubrió que Megan podía seguirlo fácilmente, la sorprendió con una muestra de sus habilidades. Era curioso que pudieran compenetrarse sin esfuerzo sobre la pista de baile, teniendo en cuenta que su relación estaba llena de acusaciones no pronunciadas y de desconfianza.

Megan respiró hondo. Kyle olía a colonia y a champú, todo ello mezclado con el aroma a cedro y a pino que provenía de las montañas.

Se sentía arrastrada por un montón de sensaciones provocadas por lo que tenía a su alrededor: la tarde, las primeras estrellas, la belleza de la boda, la felicidad de la pareja, las complicadas emociones del día..., todo ello mezclado con recuerdos que no podía borrar y otros que no conseguía traer a la memoria...

—Tranquila —le dijo él en voz baja, y la sujetó con un poco más de fuerza, porque sus pies habían dejado de moverse. Ella le dio las gracias e intentó sonreír, de verdad lo intentó, pero los labios le temblaron.

—¿Qué te preocupa?

Sorprendida por la pregunta, le contestó con sinceridad.

—Mi padre se sentó aquí y lloró durante toda la noche después del funeral de mi madre. También era el mes de junio, pero de hace quince años.

Ella misma se sorprendió ante aquella confesión. Ni siquiera era totalmente consciente de estar pensando en ello.

La expresión de Kyle se endureció, pero no dijo nada.

—Mi habitación es aquella —dijo, señalando la ventana que daba al patio—. Yo me senté en la ventana para observarlo, los dos solos y sufriendo, pero no acudí a su lado. No podía. Estaba demasiado asustada de verlo llorar. Y siempre lo he lamentado.

—Eras una niña. ¿Qué tenías...?, ¿nueve, diez años?

Su tono era algo áspero, pero no hostil.

—Once. Acababa de cumplirlos en mayo.

La semana anterior había estado viendo las fotografías de su undécimo cumpleaños. Una tarta, helados, amigos... su cara llena de felicidad mientras se preparaba para soplar las velas. Unas tres semanas después, su madre se había ido a navegar en un barco propiedad del padre de Kyle.

—Debería haberte consolado él a ti.

—No —entendía el dolor de su padre, su profundidad, la terrible sensación de pérdida. Quería a su esposa con toda su alma, con todo su corazón. Estaba convencida de ello.

Su pareja no dijo nada más.

El baile terminó de un modo muy florido: Kyle la hizo girar tres veces sobre sí misma, deteniendo el giro justo con el último compás de la música.

—Gracias. Ha sido un baile encantador —dijo ella sin pensar.

Él sonrió levemente.

—Un placer.

Tras acompañarla a la mesa donde estaban sentados, apartó hábilmente a la novia del brazo de su marido y la llevó a la pista de baile. Shannon, tan radiante como una gota de rocío a la luz del sol, se rio cuando él le hizo ejecutar un espectacular paso de tango.

Los músicos aceptaron inmediatamente la sugerencia y todo el mundo se paró para contemplar a la pareja.

—El sueño de cualquier mujer: un hombre que sabe bailar de verdad —comentó Kate, la otra prima de Megan.

—Eh, que yo no soy tan malo —se quejó Jess, su marido.

Jess era tío de Megan, un desconocido que había aparecido el verano anterior en busca de pistas sobre la muerte de su hermana. Bunny había perdido la pista de su hermano menor, ya que el padre de este era un bala perdida, lo que nunca había dejado de preocuparla.

—Hombre..., para ser un policía cojitranco, no está mal —concedió Kate, y sus ojos azules, que eran la envidia de todas las mujeres del condado, brillaron con amor y buen humor.

Megan sintió que la garganta se le cerraba al oír bromear así a dos de las personas que más quería en el mundo. Desde luego, estaba muy emotiva aquella noche.

¿Por qué? ¿Porque ella era la única de las tres primas que aún no había encontrado el amor verdadero? ¿Sería tan estúpida como para sentir envidia de su felicidad?

No. Estaba muy contenta de que las dos hubieran encontrado a sus almas gemelas. Jess Fargo y Rory Daniels eran hombres buenos. Además, ella adoraba al hijo del anterior matrimonio de Jess y a la niña que este y Kate acababan de adoptar.

Se oyó suspirar de nuevo y no tuvo más remedio que admitir que tenía la moral por los suelos y un pasado que no podía recordar pero que no dejaba de molestarla sin que pudiera saber por qué.

—¿Quieres bailar? —le preguntó Jeremy Fargo.

—Esa sí que es una invitación que no puedo rechazar —le contestó con una sonrisa. Jeremy, el hijo de trece años de Jess, estaba aprendido a montar a caballo con ella, y ya se habían hecho buenos amigos.

Durante el resto de la velada siguió bailando y brindando por la felicidad de los novios con un entusiasmo sincero. Más tarde, con el cansancio, sus emociones volvieron a perder estabilidad.

Consiguió deshacerse un poco de aquella nostalgia, o lo que demonios fuera, llenando los platos del bufé y supervisando a los camareros. Cuando todo volvió a estar perfecto, miró a su alrededor en busca de algo en lo que ocuparse.

Pero todo estaba en orden y los invitados parecían felices, de modo que se relajó apoyada contra la pared, satisfecha con mirar.

—Ya es la hora —oyó decir a una voz de hombre.

Se volvió e interrogó a Kyle con la mirada.

—Rory quiere llevarse a Shannon a casa. Le duele la cabeza y está preocupado por ella. No quiere que se canse demasiado.

Shannon, que trabajaba para la policía local, había recibido una herida de bala en la cabeza en Navidad, lo que le había hecho perder temporalmente la vista. Poco a poco había ido recuperándola, aunque todavía no podía ver a la perfección.

Aquellas molestas y persistentes lágrimas volvieron a acechar al pensar en la consideración que mostraba Rory por su mujer.

—Ha sido tan bueno con ella… —murmuró, y a pesar de sus esfuerzos, las dichosas lágrimas se acumularon en sus ojos, demasiadas como para poder deshacerse de ellas con solo parpadear.

Kyle se colocó delante de ella para protegerla de las miradas curiosas y su calor la rodeó, reconfortante e inquietante a un tiempo.

—¿Y eso te molesta? —le preguntó con una aspereza que no encajaba demasiado bien con la amabilidad que le estaba demostrando.

Megan lo miró sin comprender.

—¿Es que querías conseguir tú a Rory?

Se quedó boquiabierta.

—Quiero que los novios tengan toda la felicidad que se merecen —le dijo, con una sonrisa sincera—. Les deseo todo lo mejor.

Él no parecía creerla, pero acabó encogiéndose de hombros.

—¿Cómo anunciamos su marcha?

—Pues repartiendo las bolsas de arroz —dijo, señalando una mesita.

Lo ayudó a asegurarse de que todos los invitados tenían al menos un puñado de arroz que arrojar sobre los novios en señal de bendición. Y cuando estos se marcharon, parte de los invitados lo hicieron también.

Más tarde, cuando solo quedaba Kate para ayudarla a recoger, Megan se quitó los zapatos con un suspiro.

—No tienes por qué hacer eso —reprendió a Kate, que estaba lavando una fuente de cristal.

—Es lo único que queda. Los del restaurante lo han hecho todo muy bien, ¿verdad?

—De maravilla —contestó, moviendo los dedos de los pies. Estaba más acostumbrada a las botas que a los zapatos de tacón... y además, le gustaban más. Se ganaba la vida domando caballos y dando lecciones de equitación. Los caballos eran predecibles, hasta cierto punto, pero los seres humanos no.

Kate secó la fuente y la guardó.

—No me hace gracia dejarte aquí sola —dijo mientras colgaba el paño.

—Estoy bien —sonrió.

Pero no consiguió engañar a su prima. Kate era siete años mayor que ella, y cuando era adolescente, solía cuidar muchas veces de ella y de Shannon. Había estado a su lado tras la muerte de su madre. Había sido su roca firme en aquel momento y cinco años más tarde, cuando su padre murió en un accidente de coche. Tras aquella muerte, el abuelo había sufrido un ataque que lo había condenado a vivir el resto de sus días en una silla de ruedas casi en silencio. Era todo tan triste…

Las lágrimas volvieron a arrasarle los ojos.

—¿Megan? —preguntó su prima, preocupada.

—Es que hoy tengo un día de lo más sentimental —se quejó, secándose los ojos con un pañuelo—. Ha sido por la boda. Shannon estaba preciosa.

—Sí. Rory ha sido una bendición para ella.

Megan asintió.

—Puedo quedarme a pasar la noche —se ofreció Kate—. Jess se ha llevado a los niños a casa y tengo el coche aquí.

—La verdad es que me va a venir bien un poco de tranquilidad. Últimamente hemos tenido tanto lío que estoy deseando no tener que hablar con nadie por obligación. Además, voy a cambiarme para echarle un vistazo a la yegua. Si ya se ha puesto de parto, me quedaré en el establo toda la noche. Tú vete a casa y ocúpate de tu familia. Ya has hecho bastante aquí por hoy. Venga, largo.

—Está bien. Ven a cenar con nosotros mañana por la noche. Los chicos nos han prometido pescado fresco.

—Es que tengo clases a última hora… —se disculpó, y acompañó a su prima para despedirla desde la puerta.

Cuando las luces traseras del coche de Kate desaparecieron, volvió a sentir la soledad acechando, y ya de pie en el último peldaño de la escalera que conducía a su dormitorio, se detuvo a oír el silencio de la vieja mansión que había dado techo a varias generaciones de la familia Windom.

Su abuelo, el patriarca de la familia, había muerto en primavera, razón por la cual Shannon había pospuesto la boda hasta junio. Desde entonces Megan vivía completamente sola en el rancho de la familia, lo cual le provocaba una sensación extraña e inquietante.

Como si fuese la última de su especie.

Eso no era cierto en absoluto. Tenía a sus dos primas, que habían sido sus amigas y mentoras durante toda la vida. Tenía también a su tío y dos nuevos primos, Jeremy y Amanda. Conocía a todo el mundo en Wind River, una población de mil habitantes, y a casi todo el condado. Y además de sus primas y las familias de estas, otros rancheros vivían alrededor del lago y en su misma carretera. No estaba sola. No.

Se vistió con una camiseta, vaqueros y botas y fue al establo. La luz parpadeó inestable al encenderla. Mejor asegurarse de que la linterna tenía pilas y el farol de aceite estaba lleno. Una vez hecho eso, se acercó a la futura mamá.

La yegua dormía plácidamente. Se despertó cuando Megan se asomó a la puerta de su establo y se acercó piafando suavemente. El aire de su aliento le rozó la oreja y le recordó lo que sería tener un amante complaciente.

Una imagen apareció ante sus ojos: la de Kyle Herriot. Ahora que su prima se había casado con el mejor amigo de Kyle, ¿se vería obligada a soportar la compañía de este?

El pasado no era culpa de él, lo mismo que tampoco lo era de ella. Simplemente estaba allí, tan inmenso como las montañas que habían creado los glaciares en aquella parte del continente hacía miles de años.

Su abuelo odiaba a los Herriot porque su novia se había fugado pocos días antes de la boda con Sebastian Sonny Herriot. ¿Qué habría causado aquella huida?

Una mujer de la vecindad le había dicho en una ocasión que su abuelo tenía un temperamento terrible cuando era joven y que él y su prometida habían tenido una discusión monumental por un hermano de ella, que estaba en la cárcel por robar ganado y necesitaba un abogado. El abuelo se había negado a ayudarlo. Seguramente, el abuelo de Kyle había aportado los fondos necesarios.

Qué triste era lo que las personas hacían a veces con sus vidas.

Las lágrimas volvieron a asaltarla y se abrazó al cuello de la yegua.

—Vuélvete a dormir, preciosa —le dijo un momento después, al separarse de ella.

Sinceramente, si las bodas iban a afectarla de aquel modo, tendría que pensar en no asistir. Sonrió, pero el tumulto que arrastraba dentro no le permitió alegrar el ánimo.

Un cuerpecito peludo y caliente se enredó en sus piernas. Tabby le traía un ratón, que dejó a sus pies.

—Gracias —le dijo, agachándose a acariciar al gato—. Te dejo que te lo quedes tú. Espero que no haya más.

Satisfecha de que todo fuese bien, apagó la luz y se encaminó hacia la casa, pero a mitad del patio tuvo que detenerse de nuevo al sentir una nueva oleada de emoción.

Su padre había llorado aquella noche allí, solo, por la mujer que había perdido.

Megan sintió, si no su presencia, sí su dolor, un dolor que la había aterrorizado de niña y que le dejaba una enorme carga de tristeza de adulta. El alma de Sean Windom había muerto aquella noche, aunque su cuerpo había seguido viviendo cinco años más, hasta el accidente de automóvil que le segó la vida.

«Borracho otra vez», decía la gente. «Conducía demasiado rápido.»

Entonces ella tenía dieciséis años y se había negado a admitir que su padre quisiera morir. Pero ahora... ya no estaba tan segura.

Aquella idea le pareció una traición a la memoria de su padre, así que, apartándola de su mente, se preguntó por qué el pasado le pesaba tanto últimamente. Desde la muerte de su abuelo en el mes de marzo, no conseguía quitárselo de encima.

Con un estremecimiento, miró por última vez a su alrededor y entró en la casa, que de nuevo la recibió con su enorme vacío. Subió las escaleras, pero en lugar de entrar en su habitación, se fue a las habitaciones que habían pertenecido a sus padres.

No había vuelto a entrar allí desde que sus primas y ella revisaron lo que contenían y dispusieron de la ropa y los efectos personales de sus padres. Jess había estado allí el verano anterior, convencido de que encontraría alguna pista sobre la muerte de su hermana, pero solo habían hallado las cosas normales: álbum de fotos, recuerdos de cumpleaños, nacimientos y las pocas vacaciones de que habían disfrutado.

Miró el retrato de su madre y se sintió desbordada de amor, desesperación y preguntas.

—¿Por qué? —susurró, mirando aquellos ojos verdes que eran tan parecidos a los suyos—. ¿Por qué estabas en el lago? ¿Por qué con un hombre al que odiaba tu familia? ¿Por qué?

La mujer del retrato le devolvió la mirada. Sus labios rojos habían sido captados para siempre en una sonrisa soñadora de absoluta felicidad, su vientre delataba que esperaba un hijo.

El cuadro había sido encargado por su padre para su primer aniversario de boda. El bebé nonato era una niña. Ella. Megan Rose Windom, la única hija de sus padres.

Cerró los ojos e intentó recordar aquellos primeros años. «Los años felices», era como los llamaba. Tenía docenas de fotografías de excursiones, paseos a caballo y fiestas de cumpleaños. Su madre parecía radiante en todas ellas. ¿Cuándo habrían cambiado sus vidas?

El pasado la perseguía como un fantasma, exigiéndole atención pero sin terminar de mostrarse del todo. A veces tenía pequeños atisbos de recuerdos, pero no era suficiente..., nunca era suficiente para componer aquel rompecabezas.

De pronto se dio la vuelta, salió de la habitación y se fue a la suya.

Con el camisón puesto, se acercó al ventanal que daba al lago, bañado a aquellas horas por la luz de la luna. Su superficie estaba extrañamente inmóvil, con los reflejos pétreos que le proporcionaba el brillo lunar, reflejando las nubes sueltas que parecían colgar de los picos de las montañas que quedaban al oeste del rancho.

El lago.

Era precioso, en su seno de piedra labrado por el glaciar, misterioso y traicionero.

El lago.

El lugar en el que un barco se había golpeado contra las rocas y en el que su madre, inconsciente por un golpe en la cabeza, se había ahogado. ¿Un accidente? Eso había dicho el informe policial.

El lago.

La atraía como si sus aguas profundas y frías fuesen de un metal magnético; la llamaban en unas pesadillas que la hacían despertarse con gritos de desesperación.

Parpadeó una vez más para evitar las lágrimas. La superficie plateada se rizó, alborotada por un repentino golpe de viento que bajó de las montañas. Desde los campos de algodón que quedaban cerca del río, oyó el graznido de los cuervos.

Los cuervos. Hubo un tiempo en que también ellos la asustaban. Los cuervos habían graznado la noche antes de la muerte de su madre, o al menos eso era lo que se decía. Ella no lo recordaba.

¿Cómo sería ser capaz de reunir todas las piezas del pasado y ponerlas juntas y en orden?

El miedo la hizo estremecerse, pero se sobrepuso. No iba a dejarse arrastrar por él como si fuera una niña encerrada a oscuras en un armario. La luz de la verdad era lo que necesitaba para deshacerse del horror de las pesadillas.

Empezaría por las habitaciones de su abuelo. Pronto. La semana próxima. Eso.

Fue una promesa hecha a la niña que vivía en los sueños que no la abandonaban.

Capítulo 2

 

Kyle Herriot abrió la puerta para que entrase su madre y luego la cerró, echó la llave y conectó la alarma, que se dispararía si la puerta volvía a abrirse durante la noche. Su madre había instalado el sistema de seguridad hacía ya quince años..., poco después de la muerte de su padre.

—Me alegro de que haya terminado —dijo, dejando el bolso sobre la mesa de mármol de la entrada—. Solo queda una chica de la familia de los Windom. Cuando se case, el apellido desaparecerá.

—A menos que decida mantener su apellido de soltera —comentó él, siguiéndola al estudio. Tras servirle a su madre una generosa copa de reisling de la última cosecha, se puso una copa de coñac y con ella en la mano se acercó al ventanal que daba hacia el oeste.

Desde allí, y tras un hermoso patio cubierto, se veía la superficie espejeante del lago. Una a una, las luces del rancho de los Windom se fueron apagando.

En el reflejo del cristal vio a su madre sentarse en su sillón favorito. También ella contemplaba el paisaje.

—Siempre he odiado mirar esa casa —dijo en voz baja—. Desde hace quince años. Desde que murió tu padre.

Kyle lo recordaba como si hubiera sido ayer. Tenía once años y estaba decidido a salir a navegar con su padre, a pesar de que estaba castigado por haber hecho algo que ya no recordaba. Pero al llegar a la orilla del lago, había visto que su padre no estaba solo.

Un ruido extraño le había hecho esconderse tras una pared y desde allí había oído llorar a una mujer. Después había decidido volver a casa, molesto porque sus planes se hubieran visto truncados por cosas de mayores.

—Ojalá supiera qué pasó aquel día —continuó Joan Herriot, su voz estaba cargada de amargura, como siempre que hablaba de su marido.

—Hace ya mucho tiempo de eso.

—Lo sé —suspiró.

Se quedaron en silencio durante un rato. Kyle vio apagarse la última de las luces de la casa de enfrente. Sería la del dormitorio de Megan, desde donde había visto llorar a su padre por la pérdida de una esposa que había muerto en compañía de otro hombre.

Sintió compasión por ella, pero rápidamente se desprendió de ese sentimiento. Al igual que su madre, no sentía simpatía alguna por los Windom.

Su abuelo los odiaba. Decía que el abuelo de Megan era un tirano de un temperamento incontrolable, un hombre que dirigía el rancho Windraven, de dos mil hectáreas, con mano de hierro y poca paciencia.

Todo eso había cambiado al sufrir el ataque, claro. El rancho había tenido problemas y las tres primas habían unido sus recursos para salvarlo. Tenía que admirarlas por ello.

Megan heredó la casa debido a una herencia de su abuela, la mujer con quien Patrick Windom se había casado tres meses después de que Mary Sloan lo abandonara y se casara con Sonny Herriot, para convertirse de ese modo en su abuela.

Menuda tela de araña. Al parecer, nadie sabía lo que la había empujado a abandonarle.

—¿Tienes el equipaje preparado? —preguntó a su madre, intentando cambiar el rumbo de sus pensamientos.

—Sí —contestó, algo más alegre—. Pero no estoy segura de si, a medida que se acerca el viaje, estoy más contenta o más nerviosa. No dejo de pensar en el millón de cosas que debería hacer aquí antes de marcharme.

Él se rio.

—Has dejado una lista de cosas que me va a tener ocupado durante los próximos dos años. Disfruta de tus vacaciones. Te las has ganado.

Su madre apuró la copa y se levantó.

—Estoy impaciente por ver todas las obras sobre las que he estado leyendo. Será mejor que me vaya a la cama si quiero estar fresca mañana.

Tras recibir en la mejilla un beso de su madre, Kyle se volvió a mirar de nuevo la casa del otro lado del lago. Quizá mientras su madre estuviera de vacaciones en Nueva York él pudiera desentrañar parte del misterio que rodeaba la muerte de su padre.

Tras la muerte del abuelo Windom en marzo, nadie tendría nada que objetar a que metiese un poco las narices en su orilla del lago. Y puesto que iba a tener unos días para sí mismo, sin tener que preocuparse de los sentimientos de su madre, aquella era la oportunidad perfecta de echarle un vistazo al barco, que nunca se había reflotado.

¿Sería muy difícil sacarlo?

Podía averiguarlo con facilidad. Entró en su despacho, encendió el ordenador, se conectó a la red y buscó información sobre el rescate de barcos hundidos.

Tres horas más tarde, tenía prácticamente toda la información que podía necesitar.

Lo único que le hacía falta era un poco de suerte... y que el rancho de enfrente no quisiera inmiscuirse.

¿Y por qué iba a poner objeciones Megan? El barco estaba hundido. La compañía de seguros había abonado el importe de la póliza y había decidido dejar el barco en el fondo del lago. Según había leído, le pertenecía a cualquiera que se tomase la molestia de sacarlo a flote. Y eso era exactamente lo que pretendía hacer.