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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Beverly Beaver

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mientras llega el perdón, n.º 176 - mayo 2018

Título original: Navajo’s Woman

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-598-6

Prólogo

 

Bobby Yazzie yacía en el suelo. Muerto. La sangre que manaba de dos heridas de bala cubría su camisa amarilla y manchaba la alfombra hecha a mano sobre la que estaba tumbado. Russ Lapahie estaba de pie, inmóvil, cubriendo parcialmente con su cuerpo a Jewel Begay, que esperaba en las sombras unos metros detrás. Si el asesino podía verla en la penumbra, seguramente no podría percibir nada aparte de que era una mujer. Russ la conminó a huir con un gesto de la mano.

Oyó el ruido de pies corriendo y la puerta de fuera que se cerraba con fuerza y lo invadió una sensación de alivio al darse cuenta de que la chica le había hecho caso. Pero el alivio no duró mucho. Al otro lado de la habitación, el asesino de Bobby achicó los ojos y apuntó de nuevo con el arma. La luz de la única lámpara encendida en la sala de estar del apartamento de Bobby cayó sobre el metal de la pistola, que brillaba como un diamante.

Russ había visto la cara del asesino y lo había reconocido. Era testigo del homicidio, y el asesino no podía dejarlo con vida. Si se movía, dispararía. Pero si no se movía... Parecía estar condenado hiciera lo que hiciera.

—Russ, ¿qué sucede? —sonó la voz de Eddie Whitehorn desde la puerta principal—. He visto salir a Jewel y subir al coche y... —se interrumpió al lado de Russ, al ver el cuerpo tumbado en el suelo de la sala.

Dos disparos cortaron el aire. Russ y Eddie se dejaron caer al suelo a cuatro patas. Dieron un salto y corrieron todo lo que les permitieron las piernas. La brisa nocturna envolvió sus cuerpos cálidos y sudorosos.

—¿Dónde está el coche? —gritó Russ para poder oír su voz por encima del estruendo que producía su corazón resonando en el interior de su cabeza.

—Jewel y Martina se han largado con él —Eddie se esforzaba por no quedarse atrás.

Los dos muchachos se escondieron jadeando detrás de un coche aparcado al otro lado de la calle. Se encendieron algunas luces en los porches. Se subieron persianas y se abrieron ventanas. Varios vecinos valientes salieron de sus casas.

—Tenemos que seguir corriendo —dijo Russ—. Hemos de salir de aquí antes de que venga por nosotros.

—Hay que llamar a la policía —repuso Eddie.

—Sí, claro. Y entonces preguntarán qué hacíamos en casa de Bobby Yazzi. Pensarán que hemos ido a comprar drogas. Y seguro que creen que lo hemos matado nosotros.

—Pero nosotros no...

—Hablaremos de eso más tarde —Russ tomó a Eddie por el brazo—. Te repito que tenemos que irnos antes de que venga por nosotros. Estoy en apuros. Ese tipo me ha visto. Sabe que puedo identificarlo.

Salieron de detrás del coche y corrieron entre un par de casas. Al cruzar, Russ vio a dos hombres en el porche de la casa más cercana. No se detuvo ni frenó el paso. Solo podía pensar en alejarse del tipo que había matado a Bobby. Era la primera vez que veía matar a alguien. Que veía la sangre abandonar un cuerpo en silencio hasta que se paraba el corazón.

No podía permitir que el asesino de Bobby lo encontrara. Y no podía llamar a la policía. Con su fama de adolescente delincuente, seguramente lo encerrarían sin pensárselo dos veces. Solo le quedaba una opción. Correr y esconderse. Y como otras personas habían visto a Eddie con él, los habían visto a los dos huir de la escena del crimen, eso implicaba que su mejor amigo estaba también en un lío. Si querían escapar de la policía y del asesino, tenían que permanecer juntos.

Capítulo 1

 

Andi Stephens paseaba por su casa, deambulando de habitación en habitación en busca de algo que hacer... algo con lo que ocupar la mente. Tal vez debería haberse quedado en la tienda a hacer inventario o poner precio a artículos para la venta que se avecinaba, pero de eso solía ocuparse su ayudante, Barbara Redhorse. Cuando decidió afincarse en Nuevo México cinco años atrás, buscó algo que hacer, algo que le ocupara tiempo y la llevara a aprender más cosas sobre sus raíces de navajo. Su amiga Jane Blackwood le sugirió que abriera una tienda de artesanía india en Gallup. Invirtió parte de la herencia de su abuelo en un negocio que empezó a dar beneficios desde el primer año. Pero ese día no conseguía concentrarse en su floreciente tienda. Llevaba una hora nerviosa y no podía relajarse. Se había duchado y puesto un pijama de algodón con la esperanza de que eso le diera sueño. Pero estaba demasiado excitada. Y lo raro era que no sabía por qué. Tenía la sensación de que algo andaba mal, pero no sabía qué. Desde pequeña le ocurrían cosas similares, no porque tuviera poderes psíquicos, pero a veces tenía corazonadas malas, y nueve veces de cada diez acertaba.

Se había preocupado lo bastante como para llamar a su madre, que vivía en Carolina del Sur. Pero Rosemary Stephens tenía invitados y no había podido decirle mucho más que hola y adiós. Andi estuvo tentada de llamar a su madrastra, que vivía en una reserva navajo cercana, para interesarse por Russ y por ella. E incluso empezó a marcar el número de su amiga Joanna Blackwood antes de que el sentido común la impulsara a colgar. Joanna esperaba a su cuarto hijo, y aunque el embarazo había ido normal, siempre existía la posibilidad de...

«¡Basta!», le dijo una voz interior. «Si ocurre algo, pronto te enterarás».

Andi se hallaba en su pequeña cocina, una habitación clara, con armarios de roble, paredes color crema y ventanas sin cortinas que daban a un patio cerrado. Pensó prepararse una infusión de té de moras.

Tardó muy poco en hervir el agua en el microondas e introducir la bolsa. Se preguntó qué podía hacer a continuación. ¿Intentar leer? ¿Escuchar música? ¿Ver la televisión? Volvió a la sala de estar y se sentó en su lugar favorito, un sillón enorme de cuero verde. Estiró las piernas encima de un escabel a juego, tomó un sorbo de té y consideró sus opciones. Miró el reloj de la chimenea y decidió oír las noticias y el tiempo.

Tomó el control remoto y buscó el canal local. Mientras tomaba el té, no dejaba de pensar, así que prestó poca atención a los anuncios que llenaban la pantalla de veintiséis pulgadas. Desde que comiera con Joanna la semana anterior, había estado pensando en Joe Ornelas. Joanna había mencionado que Joe, primo de su marido, le había enviado un regalo para el bebé.

—No puedo creer que haya elegido él mismo ese vestidito tan mono —dijo su amiga.

—A lo mejor ha sido su novia —repuso Andi.

—Puede. Pero J.T. dice que Joe no tiene novia ahora.

Andi no la creyó. Joe Ornelas no era un tipo de hombre que viviera sin mujer. Tal vez no hubiera una a la que considerara especial, pero la joven estaba dispuesta a apostar hasta el último centavo de su herencia a que en Atlanta, Georgia, atraía a las mujeres como a moscas. Después de todo, era muy atractivo. Y a muchas mujeres les gustaban los indios guapos.

De repente las noticias captaron su atención. Creyó haber oído el nombre de su hermano. Pero debía de ser un error. La presentadora hablaba de un caso de asesinato.

Subió el volumen y se centró en la pantalla. La presentadora dio paso a una información en directo desde Castle Springs, un pueblo al noreste de Gallup, situado dentro de los límites de la reserva de los navajos.

—Según sus vecinos, Bobby Yazzi, la víctima, se dedicaba a la venta de drogas —dijo la reportera mientras el cámara ofrecía un plano amplio del apartamento de la víctima y de los vecinos congregados en la calle—. Aunque la policía no ha facilitado ninguna información sobre el asesinato, nuestras fuentes indican que algunos vecinos vieron a dos jóvenes salir huyendo del apartamento y correr por el callejón de detrás de las casas. La policía no lo ha confirmado ni ha identificado a los chicos, pero los testigos afirman que se trataba de Russell Lapahie y Eddie Whitehorn, ambos navajos.

Andi dejó a un lado el té y escuchó con atención, tratando de asimilar lo que oía. ¿Cómo era posible? ¿Qué hacían Russ y Eddie cerca de un hombre como Bobby Yazzi? Russ podía ser algo rebelde, pero no era mal chico. Era un muchacho sin padre que a sus dieciséis años se rebelaba contra su madre, su herencia india y todo lo que oliera a autoridad de adultos.

Cinco años atrás, la vida de su medio hermano, como la de ella misma, se había visto alterada de pronto cuando su padre se suicidó. Andi sospechaba que Russ quería distanciarse de lo que sus amigos y familia consideraban una vergüenza. Y ahora ocurría esto. ¿Qué podía significar?

Tenía que llamar a Doli. Si su madrastra no se había enterado aún de aquello, tendría que ser Andi la que le diera la noticia. ¡Pobre Doli! Se sentía sola y confusa intentando educar a un chico de carácter fuerte sin la guía de un hombre. Se echaría la culpa de cualquier problema que Russ se hubiera buscado.

—Acaba de llegar esto —anunció la presentadora—. La policía ha emitido una orden de búsqueda y captura contra Russell Lapahie y Eddie Whitehorn, a los que desea interrogar en relación con la muerte de Bobby Yazzi.

Andi pensó en los chicos. Seguro que los pobres se hallaban muy asustados. Si habían presenciado el asesinato, la persona que mató a Bobby debía de saber que podían identificarlo.

Sonó el teléfono y ella lo levantó con mano temblorosa.

—Hola.

—Soy J.T. ¿Has visto la tele u oído la radio?

—Sí. Buscan a Russ y Eddie para interrogarlos —apretó con fuerza el auricular—. ¿Qué hacían en el apartamento de Bobby Yazzi? Ninguno de ellos toma drogas.

—No tengo ni idea —repuso J.T.—. ¿Has hablado con Doli?

—No, iba a llamarla, pero... ¿Tú has hablado con los padres de Eddie?

—Sí —J.T. hizo una pausa y respiró hondo—. Ahora voy hacia Castle Springs para reunirme con Ed y Kate en comisaría. ¿Quieres que llame yo a Doli?

—No, la llamaré yo e iré a la reserva para quedarme con ella hasta que descubramos lo que ocurre.

Se despidió y colgó el auricular. Suspiró con fuerza. Su corazonada había resultado cierta una vez más. Su premonición se había cumplido y deseó haberse equivocado por esa vez.

 

 

Russ hizo un puente a una camioneta vieja, una reliquia roñosa de los años cincuenta que ronroneó como un gatito cuando se encendió el motor.

—¡Maldita sea, Russ, esto es robar! —Eddie, sentado a su lado en la cabina, miró por ambas ventanillas y luego por encima del hombro.

—Eh, necesitamos transporte, ¿no? —Russ metió la marcha atrás y salió hacia la carretera—. No podemos ir muy lejos a pie y no podemos seguir escondidos en el pueblo. Nos llevamos la camioneta del señor Lovato para salvar la vida.

—Sí, bien, seguro que la policía lo considera un robo.

—Yo lo considero un préstamo —insistió Russ.

En la carretera de salida de Castle Springs se encontraron con varios camiones y un par de coches, pero el tráfico era lento y nadie los siguió. Eddie bajó la ventanilla y el viento frío nocturno le echó el pelo sobre la cara.

No sabía qué demonios hacía allí, huyendo con Russ. Todo había ocurrido tan deprisa que no había podido pensar con claridad. De haber tenido algún sentido común, habría vetado la idea de ir a buscar cerveza a casa de Bobby Yazzi. Todo el mundo sabía que Bobby no vendía solo drogas, sino también alcohol a menores. Cuando Jewel Begay, la chica que había salido con Russ, sugirió que buscaran cerveza y él aceptó, Eddie no quiso pasar por un niño asustado. Después de todo, tenía que impresionar también a la chica que estaba con él. Y de no ser porque Jewel había organizado la cita doble, no habría tenido ninguna posibilidad de salir con una chica como Martina. Guapa, popular y de una buena familia navajo.

¿Qué pensarían sus padres cuando se enteraran de que había estado en casa de Bobby Yazzi? No quería ni imaginar su reacción. Su hijo mayor, del que tan orgullosos estaban, mezclado en un asesinato.

Russ puso la radio y cambió de una emisora a otra hasta optar por una balada country. Poco después empezaron las noticias de la media hora.

—Hay nuevos datos sobre el caso de asesinato del que hablamos a las diez —dijo el locutor—. Dos chicos navajo, Russell Lapahie y Eddie Whitehorn, están buscados para ser interrogados en relación con el asesinato de Bobby Yazzi, que ha tenido lugar en torno a las ocho de esta tarde. Tanto Lapahie como Whitehorn fueron vistos huyendo de la casa de la víctima poco después de que los vecinos oyeran varios disparos. Lapahie, hijo del antiguo capitán de policía Russell Lapahie, reside en Castle Springs y es bien conocido en el pueblo. El otro chico, Whitehorn, vive en un rancho de ovejas entre Castle Springs y Trinidad. La policía no dice si son sospechosos, pero ha emitido una orden de búsqueda y captura para los dos.

Russ apagó la radio y aceleró el vehículo.

—Demonios. Sabía que la policía pensaría que he sido yo. Con mi historial de problemático y la reputación de mi padre por los suelos por culpa del chivatazo de tu tío Joe, estoy muerto.

—La policía solo nos busca para interrogarnos —repuso Eddie—. Creo que deberíamos volver, entregarnos y contarles lo que pasó.

—¿Y de verdad piensas que nos van a creer?

—Es posible.

—Sí, bueno, aunque así fuera, cosa que yo no me creo, ¿qué hay del tipo que ha matado a Bobby? A él no le costará ningún trabajo matarnos a los dos para que no hablemos.

—Jewel puede confirmar nuestra historia. Entró contigo en casa de Bobby.

—Jewel se asustó tanto que salió corriendo. No se quedó a ver si salíamos sin problemas. No querrá mezclarse. Negará haber visto u oído algo solo para no meterse en líos.

Aunque a Eddie no le gustaba tener que admitirlo, sabía que su amigo tenía razón. Él no quería huir de la policía y de un asesino despiadado, ¿pero qué otra opción tenía? No podía volverse contra su mejor amigo, ¿verdad?

—Estamos juntos en esto, ¿no? —Russ lo miró de soslayo.

—Sí, claro.

 

 

Joe Ornelas abrió seis botellas de cerveza, las colocó en una bandeja y salió de detrás del mostrador que separaba la zona de cocina de la de la sala de estar. Hunter Whitelaw y Jack Parker estaban sentados todavía en la mesa donde habían jugado a las cartas. Matt O’Brien tomó el mando a distancia de la televisión y murmuró algo sobre resultados de partidos. Wolfe estaba de pie cerca de la ventana, de espaldas al resto de los agentes, y miraba la noche lluviosa de Atlanta. Ellen Denby, la jefa de todos, se acercó sonriente a Joe.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó.

—Sírvete —repuso él, tendiéndole la bandeja—. ¿Qué le pasa a Wolfe? —señaló con la cabeza la figura solitaria al lado de la ventana—. Es la primera vez que ha aceptado mi invitación a jugar a las cartas. Había empezado a pensar que evitaba nuestra compañía.

Ellen tomó una botella de la bandeja.

—Nos conoce un poco mejor que hace unos meses. Creo que le vino bien trabajar con Hunter y contigo en el rescate del chico de Egan Cassidy —miró a Wolfe, que parecía sumido en sus pensamientos—. Es un solitario.

—¿Dónde está la cerveza? —Hunter levantó una mano hacia Joe—. Mientras tú le haces la pelota a la jefa, yo me muero de sed —soltó una risotada.

Joe tendió una cerveza a Matt, que miraba la televisión en el sofá, y avanzó hacia la mesa. Dejó la bandeja en el centro, donde solo cinco minutos atrás estaban las ganancias de la noche. Una vez que Jack y Hunter hubieron tomado su bebida, Joe agarró las dos botellas restantes y se acercó al hombre que se había alejado de los demás.

—¿Cerveza? —le ofreció.

Wolfe se volvió despacio y aceptó la botella.

—Gracias.

—Me alegra que hayas venido esta noche.

—Te agradezco que me hayas invitado —se llevó la cerveza a los labios y dio un trago grande.

—Ven siempre que quieras. Los jugadores cambian, dependiendo de quién esté en la ciudad, y nos turnamos con las casas. La semana que viene le toca a Ellen.

—Ajá.

Joe se consideraba un hombre parco en palabras, pero comparado con Wolfe, era un verdadero charlatán. Había habido bastantes especulaciones sobre el introvertido agente que llevaba menos de un año en Seguridad e Investigación Privada Dundee. A diferencia del resto, que habían sido contratados por Ellen, Wolfe tenía la distinción de haber sido elegido personalmente por el Sam Dundee, el dueño de la agencia. Nadie sabía nada de él, ni siquiera Ellen. Aunque esta no había tardado en comprobar que poseía aptitudes innegables. No solo era un tirador experto, sino que conocía bien los distintos aspectos del trabajo, desde las armas a la estrategia, desde el equipo a la psicología.

—¡Maldita sea! —saltó Matt desde el sofá—. Acabo de perder cincuenta pavos en el partido de los Braves.

—Eso te pasa por apostar —dijo Ellen.

—Mira quién habla. Tú has perdido treinta dólares esta noche jugando a las cartas. Y si yo sumo los cuarenta y cinco de aquí con esos cincuenta, casi soy cien dólares más pobre.

—No sabíamos que Wolfe era un jugador tan experto —intervino Hunter—. Nos ha desplumado a todos.

—¿Seguro que no has sido nunca profesional? —le preguntó Matt.

—No —repuso Wolfe.

—Ah, lo que pasa es que es tan bueno con las cartas como con todo lo demás —Hunter se puso en pie.

Joe notó una expresión rara en el rostro de Wolfe, como si el comentario de Hunter le hubiera dolido. Pero no era normal que le doliera un cumplido sincero, ¿o sí?

—Tengo que irme —Wolfe dejó la botella medio vacía en la bandeja de encima de la mesa.

—Sí, yo también —Matt terminó su bebida y le lanzó la botella vacía a Joe, que la atrapó sin esfuerzo con la mano izquierda.

—Sí, es hora de retirarse —gruñó Jack Parker, poniéndose en pie a su vez.

El teléfono sonó cuando Wolfe abría la puerta del apartamento. Salió deprisa, sin mirar atrás. Jack Parker dijo adiós y lo siguió. Matt se detuvo en el umbral.

—¿Necesitas que te lleve, Denby? —sonrió, mostrando una dentadura de estrella de cine.

—Sabes que me lleva Hunter —repuso la mujer.

—Sí, lo sé, pero tenía que intentarlo.

Joe se acercó al teléfono.

—Sí. Aquí Ornelas.

—Matt, puedes dejar de intentarlo —sonrió Ellen—. Yo no salgo con empleados de Dundee.

—¿Y por qué Hunter puede acompañarte a casa y yo no?

Joe tapó el auricular con la mano y miró a sus compañeros.

—Más bajo. No oigo lo que dice mi hermana.

—Porque Hunter es un caballero y tú no —repuso Ellen en voz más baja.

Joe se volvió al teléfono.

—Perdona, Kate, pero tengo unos amigos aquí.

—Tienes que venir a casa, Joseph —la voz de Kate contenía un deje de histeria, y su hermana normalmente no se alteraba tanto.

—¿Qué sucede?

—Se trata de Eddie. Está en apuros. Te necesitamos.

—¿En qué lío se ha metido Eddie?

—Problemas con la policía —sollozó Kate—. Buscan a Russ Lapahie y a él para interrogarlos por el asesinato de Bobby Yazzi, un hombre conocido por vender drogas a nuestros hijos.

A Joe se le aceleró el corazón. ¿Eddie tenía problemas con la policía? No podía imaginar nada más ridículo. Su sobrino mayor era un buen chico, buen estudiante, hijo obediente y trabajador que ayudaba a su padre en el rancho desde muy pequeño.

—Dices que la policía busca a Eddie. ¿Dónde está? ¿Por qué no se ha entregado?

—No sabemos dónde está. Russ y él han desaparecido. Han huido.

Kate gimió y Joe se dio cuenta de que se esforzaba por controlarse.

—Andi dice que su huida hace que parezcan culpables —dijo su hermana.

—A Andi se le da bien encontrar culpable a la gente —la mención de aquel nombre no lo dejaba aún indiferente. Llevaba cinco años tratando de olvidar el pasado, intentando sacarse a Andrea Stephens de la cabeza.

—No me has entendido —le aclaró Kate— Andi no cree que sean culpables. Sabe que no son capaces de asesinar. Solo dice que al huir solo lo están empeorando todo.

Ellen le puso una mano a Joe en el hombro.

—¿Hay algo que podamos hacer? —susurró.

—Un momento, Kate —Joe miró a su jefa—. Sí, necesito tiempo libre Tengo que ir a casa. Mi sobrino está en apuros.

—Tómate todo el tiempo que necesites —repuso la mujer—. Y si la agencia o yo podemos ayudarte, solo tienes que decirlo.

—Gracias.

—Ya nos vamos —Hunter dejó pasar a Ellen delante y Matt los siguió; cerró la puerta tras ellos.

—Tomaré el primer avión que pueda y te llamaré en cuanto sepa cuándo llego.

—Ed y yo iremos a buscarte.

—Sé valiente.

—Sí, ya lo intento.

Joe colgó el auricular. Kate y él habían estado siempre muy unidos. Ella era la mayor, pero solo los separaban dos años. Se había casado con Ed Whitehorn a los veinte y tenido a su primer hijo a los veintiuno. Toda la familia adoraba a Eddie, un niño guapo e inteligente. Hasta que Joe dimitió del cuerpo de policía tribal navajo cinco años atrás y salió de Nuevo México, su sobrino y él eran muy buenos amigos. Y todavía seguían hablando por teléfono a menudo. No podía imaginar cómo un buen chico como Eddie se había visto mezclado en un asesinato aunque fuera como testigo. Pero ¿qué hacía el chico cerca de la casa de un traficante de drogas? ¿Y por qué habían huido?

La respuesta era Russ Lapahie. J.T. le había dicho que el hijo de Russell había estado metiéndose en líos desde la muerte de su padre. Problemas en la escuela, en casa y problemas con la ley.

—Doli no puede con él —le dijo T.J. Y tampoco hace caso de Andi. Para él las dos son solo mujeres.

Joe gruñó para sí. ¡Y pensar que fue él el que aconsejó a Ed y Kate que no prohibieran a Eddie que saliera con Russ! Confió erróneamente en que su sobrino fuera una buen influencia para el hermano de Andi. Y al parecer había ocurrido lo contrario.

No podía negar que aquel consejo había sido fruto en parte de los remordimientos. Después de todo, si Joe hubiera cerrado la boca cinco años atrás, cuando descubrió que Russell encubría la operación de tráfico de ganado robado de su cuñado, su antiguo capitán viviría todavía. Y Russ y Andi tendrían aún a su padre. Desde su punto de vista, no solo tenía que ir a casa a ayudar a Eddie, sino también al hijo de Russell.

 

 

—¡Quiero que encuentren a esos chicos! —la mano oscura que golpeó la mesa lucía varias cicatrices, recordatorios de una pelea de hacía tiempo. Una pelea que había ganado él. Tres anillos de diamantes brillaban en dedos distintos, y los tres reflejaban la luz de la lámpara de pantalla verde que había a su derecha.

LeCroy Lanza miraba a sus subordinados, ambos entrenados para matar. Quería que encontraran y se libraran de Russ Lapahie y Eddie Whitehorn para que los chicos no pudieran identificarlo. Había visto la cara de Russ y reído en silencio cuando vio la sorpresa del chico al presenciar el asesinato. Había visto la sombra de otra persona detrás de Russ, pero no muy bien. En aquel momento le pareció que era una chica, pero al parecer había sido Eddie.

Se daba cuenta de que debería haber enviado a otro a ocuparse del traidor de Bobby Yazzi. Pero LeCroy Lanza tenía una reputación que defender. Tenía fama de ocuparse personalmente de sus problemas. Y Bobby se había convertido en un problema importante. ¿Quién se creía que era para mentir y robar al hombre que lo había metido en el negocio? Nadie podía engañar a LeCroy Lanza y vivir para contarlo.

—Charlie, averigua adónde han ido esos chicos. Contrata rastreadores si es necesario. Yo veré si puedo conseguir alguna información que pueda ayudarnos —puso una mano en el hombro de Charlie Kirk—. Quiero a esos chicos muertos antes de que tengan ocasión de hablar con la policía.

Capítulo 2

 

Hacía cinco años que Joe no iba a casa, aunque su trabajo como agente en Dundee lo había llevado un par de veces al oeste. Al salir de la reserva, tres semanas después del suicidio de Russell Lapahie, fue directamente a Atlanta, donde entró a trabajar en la agencia Dundee. Su hermana Kate y su familia habían ido a verlo un par de veces a Georgia y hablaban por teléfono una vez a la semana. Y su primo J.T Blackwood y él se comunicaban también regularmente por correo electrónico y hablaban de ven en cuando. Por lo demás, se había apartado de su pasado, su gente y sus tradiciones.

¿Echaba de menos su vida anterior? ¿Una parte de él seguía anhelando ser como antes? Sí, por supuesto. En los momentos de soledad en los que se permitía entregarse a los recuerdos, ansiaba ver la tierra de los navajos. Había nacido en aquella reserva de Nuevo México y se había criado en el clan familiar de su madre en las afueras de Castle Springs. Estaba orgulloso de su herencia india y había considerado un honor entrar a formar parte de la Policía Tribal Navajo. En otro tiempo se consideraba un buen tipo, un modelo para los jóvenes navajo, pero aquello fue algo que murió junto con Russell Lapahie.

Su cariño por su familia y su pueblo había sido el motor de su vida, pero todo aquello acabó el día en que Russell se suicidó. Sus amigos, conocidos y compañeros de trabajo parecieron olvidar que fue Russell el que traicionó su posición en el cuerpo de policía. Que fue él el que cometió un delito. Durante el torbellino de hechos que infectó sus vidas desde el momento en que arrestó a su capitán hasta el funeral de este, Joe llegó a veces a dudar de sí mismo. ¿Había hecho mal en denunciar el delito y arrestar al culpable porque este era su amigo y superior? Muchas personas parecían pensar que sí. Y entre ellas Andi, la hija de Russell, que se revolvió contra Joe como una fiera.

¿Se habría quedado en Castle Springs si ella lo hubiera apoyado y creído en él? Tal vez. Después de tantos años, ya no estaba seguro ni de sí mismo ni de sus sentimientos por Andi. Solo sabía que, con el tiempo, sus remordimientos por la muerte de Russell habían dado paso a la rabia. ¿Cómo podía haber actuado así un hombre al que él veneraba? Las acciones de Russell no solo habían destruido su vida, sino también alterado la de otras personas: la de Joe, Andi, Russ, Doli... Todos los que lo apreciaban y confiaban en él.

No podía evitar pensar lo raro que era que él, un navajo nacido en la reserva, que hablaba saad y había intentado seguir el modelo tradicional, que llevaba en otro tiempo una bolsa de hierbas medicinales en los pantalones y una pluma atada al espejo retrovisor de su vehículo para espantar los malos espíritus, que había asistido a la Universidad Navajo de Tsaile, se hubiera visto obligado a dejar todo lo que amaba. Y Andi, nacida y criada fuera de la reserva, hubiera permanecido en Nuevo México y abrazado la herencia de un padre al que apenas había conocido, de un pueblo que había sido extraño para ella.

Siempre que J.T. mencionaba a la joven, Joe se las arreglaba para cambiar de tema. No quería oír nada sobre ella, no quería saber si se había casado o si tenía hijos. No significaba nada para él. Pero ahora tendría que volver a ver cara a cara a la mujer que, si lo hubiera amado de verdad, sería ahora su esposa.

Su territorio natal poseía una belleza majestuosa. Mesetas y cañones, valles amplios y cordilleras montañosas. En su recorrido desde la comisaría de policía hasta el rancho de Kate en las afueras de Castle Springs sentía más nostalgia que cuando se encontraba en Georgia. En cinco años casi había olvidado lo que implicaba ser navajo, aunque su raza se notara claramente en su aspecto. En Atlanta se había acostumbrado a llevar la vida de un hombre blanco, que en muchos aspectos le gustaba. En otro tiempo pensaba que no podría sobrevivir en el mundo exterior, el mundo al que había pertenecido Andi. Y ahora se sentía como un extraño en su tierra. Cuando salían juntos, la joven le dijo que no estaba segura de poder vivir en la reserva y adaptarse a la vida de allí. Entonces él llegó a pensar que sus distintos estilos de vida podían ser el único factor que los separara.

La carretera que llevaba desde la autopista a la casa de Kate estaba ya a su derecha. Cuando él se marchó de la reserva, vivían en un remolque, pero tres años atrás habían construido una casa en mitad de su terreno. Kate y él poseían conjuntamente unas hectáreas de tierra en las que se hallaba el rancho de ovejas, y la pequeña casa de él seguía aún en pie a varios kilómetros de la de su hermana.